LAS TRANSFORMACIONES DEL CONOCIMIENTO, LA BELLEZA Y EL
SENTIMIENTO: UNA APROXIMACION A WALTER BENJAMIN
Oscar D.
Amaya
No fue Benjamin un arqueólogo de las ideas, sino un
alegorista y un fisonomista.
Concibió la dialéctica como una relación del sueño con
el despertar: la dialéctica
organiza las reminiscencias oníricas. Intentó
reconstruir el mundo social a partir
de visiones que con espléndida agudeza se apoderaban
de realidades astilladas,
como el espectáculo de un café de la city después del horario bursátil o los
ceniceros desparramados después de una reunión en el
interior burgués.
Es nuestro contemporáneo.
Horacio González
El presente
artículo constituye una aproximación a la obra del filosofo Walter Benjamin con
el propósito de enmarcar su ensayo “La
obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. Se procederá en
primer lugar a caracterizar la figura de este filósofo alemán como intelectual
lúcido que indagó diversos aspectos de la condición humana. En segundo lugar,
se puntualizarán las líneas de pensamiento que atraviesan su ensayo arriba
mencionado para luego, en tercer lugar, efectuar un recorrido que organice la
lectura interpretativa de “La obra de
arte...”.
Acerca de Walter Benjamin
Benjamin: Estoy cansado, madre, aquí me
detengo. No puedo seguir, ¿me escuchas madre?
Madre: Pelea, pelea, mi niño.
Benjamin: Mi mundo ha muerto... soy un fantasma.
Madre: Queda tu vida, hijo.
Benjamin: No, no queda nada, dejé mi vida
abandonada
en la
biblioteca de París. ¿Mi hijo? El sabrá
arreglárselas. No he sido un buen padre.
Madre: ¿Y tus papeles escritos, quién los
terminará?
Benjamin: Nadie, nadie. Pertenezco a otra época.
Los
olvidarán con gusto. Y si no es así, dejemos que vivan
su propia
vida, ya no me pertenecen.
Biografías (fragmento de programa radial con guión de
R. Forster)
Como muchos especialistas en la obra de Walter
Benjamin ya han confirmado, “cualquier intento de establecer una unidad a
partir de textos tan variados como los de Benjamin, está siempre condenado
desde el principio” (McCole, John. Walter
Benjamin
y las antinomias de la tradición. Cornell University Press, 1933). También
atenta contra la búsqueda de unidad el hecho de que Benjamin escribiera textos
muchas veces fragmentarios a lo largo de su vida, a la manera de trozos de
rompecabezas, fragmentos fulgurantes a menudo contradictorios, del que quedaron
muchos tramos inconclusos. Este pensador alemán no sólo escribió sobre una
variedad muy amplia de temas –el teatro trágico alemán, el Romanticismo, la
historia, el lenguaje y la traducción, el cine, París, Baudelaire, el materialismo
dialéctico, la narración, la infancia, la identidad judía, por mencionar
algunos- sino que estilísticamente se expresaba mediante la prosa, el ensayo, la
correspondencia epistolar, los aforismos, las citas y en ocasiones la poesía.
Su pensamiento fue producto del fructífero cruce de influencias entre el
marxismo, el judaísmo y las vanguardias artísticas.
Nacido en Berlín en 1892, “un hijo de la
burguesía acomodada”, como se definió a sí mismo, estudió Historia y Filosofía
en la Universidad de Fribourg en Brisgau, donde sus primeros trabajos
estuvieron orientados hacia la literatura y la historia del arte. Su tesis
doctoral en 1919 en la Universidad de Berna trató sobre la concepción de la
crítica de arte en el romanticismo alemán. Fue crítico de arte, historiador,
traductor, profesor en varias universidades europeas, coleccionista, viajante y
caminante nómade, lector insaciable, “cazador” de citas en infinidad de textos,
buscador de “puentes” entre el pensamiento secularizador y el místico,
estudioso de la decadencia de la cultura europea burguesa, “arqueólogo” de
ciudades e indagador, “residente” en bibliotecas, e indagador del universo
espiritual infantil, entre algunas de sus pasiones.
Su tarea intelectual estuvo ligada al
Instituto de Investigaciones Sociales, fundado en 1923, y más conocido como
“Escuela de Frankfurt” (relación que no estuvo exenta de tensiones), que
desarrolló su producción teórica claramente marcada por el marxismo y por su
férrea posición antifascista. Este Instituto estuvo conformado por un grupo de
filósofos críticos del proyecto moderno-burgués y de la naciente sociedad de
masas, entre los que se encontraba Theodor Adorno, con quien mantuvo una
prolongada correspondencia entre 1928 hasta su muerte, (puede consultarse el
libro “Theodor W. Adorno, Walter Benjamin. Correspondencia 1928-1940” que
recopila este intercambio epistolar publicado por la editorial Trotta en 1998) y
que dijera a propósito de este filósofo: “un escritor tiene su hogar en los
textos: para quien ya no tiene patria, escribir se transforma en el lugar donde
vivir”.
En el seno de un congreso internacional a
propósito del centenario del natalicio de Benjamin celebrado en Osnabrück,
Alemania, el filósofo Hans Lehman afirmó: “la filosofía debe ser otra vez
pensar el mundo, aunque por ahora nadie se entere de ese acto. Ya no afiliarse
a un autor, a una terminología, o dictar un programa higiénico. En este sentido
posiblemente sea cierto que Benjamin nos puede ayudar a reflexionar este
sentimiento de catástrofe espiritual que vivimos, pero si lo llevamos adentro.
Si nos presta cada tanto sus ojos”.
Entre las obras de este autor, pueden
nombrarse algunas relevantes, en sus traducciones al castellano: los cuatro volúmenes
de “Iluminaciones” (entre 1980 y 1991 por editorial Taurus, Madrid), “El origen
del drama barroco alemán” (1990, también por Taurus), “Ensayos escogidos”
publicado por la revista Sur en 1967 y traducido por Héctor Murena (conocido en
otras ediciones como Angelus Novus), “Infancia
en Berlín hacia 1900” (1982, ediciones Alfaguara), la serie “Discursos
Interrumpidos”, particularmente el Tomo I, “Filosofía del Arte y de la
Historia” (1973, Taurus) y recientemente, la edición final de “Libro de los Pasajes”
(2005, editorial Trotta), obra que su muerte había dejado inconclusa.
“Si escribo un alemán mejor que el de la
mayoría de mi generación –admitía sin falsas modestias en 1932- lo debo en
buena parte a la obediencia, durante veinte años, de una breve y única regla:
no utilizar nunca la palabra Yo, a
menos que sea en las cartas personales”. Desde el ascenso del nazismo en
Alemania en 1933, Benjamin vivió exiliado en la casa del dramaturgo Bertold
Brecht en Dinamarca y luego en la capital de Francia. Una vez estallada la
guerra, estuvo en 1939 confinado en un campo de trabajos forzados en Nevers,
dictando clases a cambio de cigarrillos. Una vez liberado y cuando las tropas
hitlerianas entraron a París, huyó en tren hacia el sur del país dirigiéndose a
Port-Bou, la ciudad fronteriza franco-española. “Leo cada periódico como si
allí hubiera una orden contra mí”, le escribió a Adorno en 1940.
Al encontrar cerrada la frontera en esta
ciudad (en su intento por dirigirse a Portugal para viajar a Estados Unidos) y
temiendo ser descubierto y detenido por la Gestapo para ser enviado a los
campos de concentración, Benjamin se envenenó tomando catorce tabletas de
morfina, en septiembre de 1940. Por mucho tiempo sus restos estuvieron en una
fosa común. Actualmente se hallan ubicados junto al mar en el cementerio de
Port-Bou y en su lápida puede leerse un fragmento de una de la tesis de su obra
“Tesis de filosofía de la historia”: “no existe ningún documento de cultura que
no lo sea al mismo tiempo de la barbarie”.
Su vida entera hubo de ser una continua
peregrinación, al punto que trasladó su biblioteca a través de diez ciudades,
perseguido por la guerra y por su doble condición de judío y marxista. Acaso
esta forma de vida haya modelado su escritura de lo fragmentario (y de pensar a
la cultura como fragmentos de una totalidad irremediablemente perdida), del
procedimiento por atrapar lo considerado pequeño y trivial, de lo inacabado y
lo fugaz. Acaso su muerte, acaecida en una frontera, hable del modo de pensamiento
y escritura que siempre lo caracterizara: la búsqueda de los márgenes en los
saberes especializados, de los cruces en las disciplinas del conocimiento. Este
dato del lugar de su muerte, dibuja
la intención de Benjamin de extinguirse en el linde de un tiempo, el de la
Europa en edad de su máxima barbarie, estallada en la guerra y en los campos de
concentración
Acerca de “La obra de arte en su
época de reproductibilidad técnica”
Hay que ver en el capitalismo una religión, es decir,
el capitalismo sirve
esencialmente a la satisfacción de las mismas
preocupaciones, suplicios,
inquietudes, a las que daban respuesta antiguamente
las llamadas religiones.
Walter Benjamin
Algunas consideraciones preliminares
Benjamin encuentra (siguiendo algunos
análisis de A. Verón Ospina) que la fascinación con el progreso tecnológico y
la defensa de la experiencia estuvieron presentes como tensiones dialécticas en
la expresión artística vanguardista de la primera mitad del siglo veinte
europeo. El "maquinismo", el "futurismo" la "abstracción"
fueron corrientes estéticas que identificaban las búsquedas imaginativas con el
reconocimiento y el aprovechamiento que el espíritu de racionalización y la
colectivización del imaginario tecnológico estaban dejando, y que trazaban nuevos
límites para la acción humana a partir de una relación particular entre la
razón y la máquina.
Contemporánea de las revoluciones
socialistas de principios del siglo XX, las vanguardias se encontraron
inspiradas por una utopía depositaria de las esperanzas de redención social. La
utopía creció en el interior de una gran civilización, donde lo nuevo contenía el germen de una
identificación emancipadora con las capacidades imaginativas de la subjetividad
humana. Desde los inicios de la cultura industrial moderna, la novedad estuvo identificada al progreso
moral o social, a pesar de que en algunos sectores de artistas y filósofos haya
existido una reacción negativa a ese tipo de vanguardia, por considerarla
ausente de un ideario emancipador lo suficientemente radical. La "experiencia
moderna" se descubre crecientemente reducida a un presente continuo de
fascinación por la novedad y la información, donde tanto las catástrofes
sociales como las experiencias individuales brillan y estallan en la
instantánea misma de un presente que todo lo devora. Pensar con una perspectiva
histórica lo cercano, aquello que se presenta como moderno, historiar desde un
ámbito crítico lo pequeño, darle voz a zonas silenciadas donde no se ha escrito
la historia, se vuelve un reto que Benjamin asume.
En las corrientes vanguardistas se
transparentaba esta fascinación por
el progreso que prometía un nuevo entorno cultural, pregonando liberación
espiritual por medio del arte, pero también augurando el reconocimiento de
antiguos sentimientos que de la fascinación se aproximaban al fascismo y que los
artistas de estas vanguardias hacían suyos desde el arte y la política. Benjamin
recoge el ejemplo de esta “síntesis poética” que hace emblemático el idilio de
los poetas con la tecnología: "Desde hace veintisiete años, nosotros,
los futuristas, nos levantamos contra la idea de que la guerra sería
antiestética... Por ello... afirmamos: la guerra es bella porque gracias a las
máscaras antiguas, al terrible megáfono o los lanzallamas y los carros de
asalto, se fundamenta la soberanía del hombre sobre la máquina subyugada. La
guerra es bella, porque enriquece una pradera con orquídeas ardientes: las
ametralladoras. La guerra es bella, porque reúne, para hacer una sinfonía, los
disparos de fusil, los cañonazos, los altos del fuego, los perfumes y los
olores de la descomposición. La guerra es bella, ya que crea arquitecturas
nuevas como la de los tanques, la de las escuadrillas formadas geométricamente,
la de las espirales de humo en las aldeas incendiadas...”
Resulta inquietante, además, cotejar
este manifiesto con una carta que escribiera el jerarca nazi Joseph Goebbels en
1933: “nosotros los que modelamos la política moderna
alemana nos sentimos personas artísticas, a quienes se ha confiado la gran responsabilidad
de configurar, a partir del material crudo de las masas, la sólida y bien
forjada estructura de un Pueblo”.
Son éstos, claros
ejemplos de la alianza modernista entre la imagen del progreso técnico unido al
desarrollo espiritual propiciados por el arte y la política, en los cuales se
usa la imagen de la nueva guerra, aquella que de las lanzas y el fusil ha
pasado a los tanques, las metrallas y las bombas.
Benjamin
afirma en su escrito "Teorías del fascismo Alemán" de su
libro “Para una crítica de la violencia y otros ensayos. (Iluminaciones IV)” que
"...sin que vaya en detrimento de la importancia
de las raíces económicas de la guerra, la guerra imperialista está condicionada
en su núcleo más duro y fatal por la discrepancia abismal entre los inmensos
medios de la técnica y la ínfima clarificación moral que aportan.". Este comentario esclarece su posición respecto de los avances de la
tecnología y sus efectos, analizándolos en sus dimensiones de dominio y
transformación social. Para este autor, la guerra moderna no tiene en absoluto
nada de heroica, la imagen del soldado se encuentra desarticulada de cualquier
representación moral que haga concebirlo como un héroe de la experiencia
espiritual. Benjamin ya había indicado en sus investigaciones sobre el estudio
de los pasajes en la ciudad de París, que el héroe moderno en la obra del
escritor francés Charles Baudelaire no tenía la imagen del soldado, ya que la
figura militar se encontraba en decadencia. Este descrédito del heroísmo
militar se encontraba relacionado con la capacidad destructiva de las nuevas
máquinas de guerra usadas por los ejércitos. Para Benjamin, la fascinación
técnica se había vuelto fatal racionalidad instrumental para la destrucción. La
vida moderna, sostiene, atenaza la experiencia individual como vivencia directa,
en términos de sentimiento, deseo, amor, de contemplación del paisaje que se
mira desde algún punto.
De las
muchas acepciones de “experiencia” pueden utilizarse dos de ellas, presentadas
en el Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora, por resultar cercanas a la
posición benjaminiana: "La aprehensión por un sujeto de una
realidad, una forma de ser, un modo de hacer, una manera de vivir, etc. La
experiencia es entonces un modo de conocer algo inmediatamente, antes de todo
juicio formulado sobre lo aprehendido". También en términos filosóficos, la
experiencia puede ser entendida como: "El
hecho de soportar o sufrir algo, como cuando se dice que se experimenta un
dolor, una alegría, etc.".
Si bien la noción de experiencia fue utilizada anteriormente
por el filósofo Kant, es notorio que Benjamin le otorga a ésta nuevos
contenidos. Esta noción es pensada
por Kant como el área dentro de la cual se vuelve posible el conocimiento.
Según él, no es posible conocer nada que no se halle dentro de la experiencia
posible. Como el conocimiento es además conocimiento del mundo de la
apariencia, la noción de experiencia es abordada con el carácter de experiencia interna, señalando que la
existencia humana en el tiempo es consciente mediante tal experiencia. Para los
idealistas alemanes, el proyecto era el de dar razón de los fundamentos de toda
experiencia, es por ello que con esta tesis, lo que se pretendía era establecer
una experiencia absoluta que de nuevo vinculase al ser humano con el mundo.
A partir de lo anterior, se puede
realizar una distinción en la dimensión de la experiencia tal como Benjamin la
aborda: la que refiere a vivir una experiencia como aventura, esto es, una
experiencia que se ubica en el nivel psicológico inmediato como un shock, algo que se vive con absoluta
inmediatez en el corazón de la cultura moderna, para luego ser abandonada a
cambio de otra nueva vivencia, "la
pequeña moneda de lo actual”, en sus palabras.
Este concepto de shock es analizado por el filósofo atendiendo a las investigaciones
del psicoanalista Sigmund Freud: la conciencia es un escudo que protege al
organismo frente a los estímulos, por tratarse de “energías demasiado grandes que
trabajan en el exterior”, en palabras del psicoanalista. Así, se produce el efecto de aislar a
la conciencia actual del recuerdo del pasado, algo que Benjamin analiza
planteando que sin la profundidad de la memoria, la experiencia se empobrece.
Así como Freud se interesó en las neurosis de guerra (trauma mental originado
en los campos de batalla en la Primera Guerra Mundial), Benjamin afirmaba que
esta experiencia bélica productora de shock,
“se había convertido en norma” en la vida moderna, tal como lo planteó en sus textos “Poesía y
capitalismo” y “Sobre algunos temas en Baudelaire”. En éste último afirma: “moverse
a través del tránsito significa para el individuo una serie de shocks y de
colisiones (...) a la experiencia del shock que el transeúnte sufre en medio de
la multitud, corresponde la del obrero al servicio de las máquinas”. Al respecto, S. Buck-Morss en su
libro “Walter Benjamin, escritor revolucionario” (Interzona editora, Buenos
Aires, 2005) afirma: “en la producción industrial, no menos que en
la guerra moderna, en las multitudes en las calles y en encuentros eróticos, en
parques de diversiones y en casinos, el shock es la esencia misma de la
experiencia moderna”.
En Benjamin, la experiencia obliga a
la integración del sujeto concreto a un contexto social de carácter más amplio,
a través de la tradición. Esta integración a un contexto tradicional es lo que
favorece la aparición del aura (ver
más abajo el subtítulo “Cómo organizar la lectura interpretativa...”), la
experiencia donde se vive la realización y contacto irrepetible y único del ser
humano con los objetos del mundo. De esta manera, Benjamin supera la acepción
de experiencia como acumulación de información, para orientarse en pos de una
experiencia más duradera y profunda de lo humano.
En su análisis de esta vivencia,
alerta acerca de lo doloroso que llega a convertirse para el sujeto moderno un
acercamiento directo a las cosas del mundo. En este camino se han levantado
toda una serie de elementos: desde un complejo arsenal conceptual hasta un
sistema moderno de regulaciones propias de las nuevas tecnologías y los medios
masivos de comunicación. Por eso la crisis de la experiencia implica la
dificultad que tiene el sujeto concreto de disfrutar de un hallazgo abierto y
no mediado con el mundo.
La superación de esta fractura en
términos de alejamiento o extrañamiento es resuelta por Benjamin a partir de
habitar dos escenas de la experiencia: el viaje y el paseo. Ambas permiten
salir de las costumbres de la “tribu cultural” en que el sujeto moderno se
encuentra inserto. Los límites de una ciudad o de una nación son también los
límites y los diques de la experiencia personal de sus ciudadanos. Se puede
asumir como cierta la experiencia cultural de pertenecer a un país o una nación,
pero resulta demasiado atrayente el viaje como posibilidad de fuga y escape de
los límites, como verificación de que existe en la base de ese mundo, en
apariencia homogéneo de la modernidad, una franja que se resiste a la
estandarización del modelo.
Como respuesta
a este panorama, donde el orden de la experiencia humana pareciera confrontarse
y ser borrado por la acumulación de información tecnológica, la reflexión benjaminiana se constituye en una vía de
entrada a una alternativa de superación del conflicto técnica – espíritu. La experiencia
entonces, resulta para este autor una filosofía que de contemplación se vuelve acción de comunicar nuevos sentidos de
lenguaje capaces de incidir sobre la realidad. En el ensayo que analiza
este artículo, Benjamin plantea el pasaje del arte como ritual religioso o de
la belleza, hacia una práctica política,
a una relación dialéctica capaz de dinamitar los diques clásicos de la
contemplación para enfrentarse a un tenaz reto de transformación en las maneras
de percibir el mundo. Esa transformación la elabora el filósofo en aras de un
lenguaje que cruza por el centro mismo de los sucesivos “magmas” o sedimentos
de la expresión simbólica humana, tal como el mito, la religión, la razón o el
arte.
La nueva práctica comunicativa -con
la que Benjamín intenta recuperar la experiencia de carácter político y
estético- se produce gracias a una profunda transformación en la manera de
percibir el arte por parte del público. No se trata de una vulgarización de los
bienes más refinados de las élites sino de una redención (léase revolución) por parte de una multitud que del
silencio milenario y la fascinación fascista a la que fuera abocada, invertiría
su papel y usurparía o escamotearía el lugar de la producción estética. Las obras
de teatro, los films cinematográficos, o una literatura de la revolución, sostuvieron
en Benjamin la idea de que las personas “comunes y silvestres” podrían escribir
en los periódicos y las revistas, y se harían protagonistas de las tablas y de
las pantallas. Resulta evidente que este filósofo estaba comprometido con las
consecuencias lógicas que habría de traer esta nueva fase del proyecto moderno,
en tanto éste implicase la unidad entre técnica y humanismo, es decir, la
liberación de la creatividad humana en diversos grupos sociales y en diversas
latitudes del planeta. Creía que las consecuencias de esto no demorarían en explotar:
una escritura, tanto en la poesía como en la novela y en la filosofía, más
agresiva, que ligarían palabra y revolución, palabra y compromiso individual,
creación estética y transformación política.
Cabe entonces formular la pregunta de
si existió por lo tanto un perfil, una forma común que tradujese la experiencia
del ser moderno. La búsqueda estética y política propiciada por Benjamin
implicaba un intento de transformar el mundo sabiendo comunicar esta posición. Pero
saber comunicar estos contenidos no es únicamente un problema de contenidos, es
también asunto de construcción de lenguaje. En Benjamin, el lenguaje no es tan
sólo un medio con el que se comunica esta “experiencia redentora”, sino que para
él, en el lenguaje mismo se encuentran las claves de la redención del género
humano, en tanto se trata de una especie productora de lenguaje: el sujeto es
una especie cultural productora de significaciones. La tarea a la que este
filósofo se encomendó fue la de descubrir los elementos subterráneos
irracionales e inconscientes que estaban fracturando el lenguaje transparente y
unívoco de la tradición mayoritaria en Occidente, para dirigirse entonces hacia
la construcción de una nueva racionalidad, capaz de asumir tanto la sinrazón, como
de edificar una nueva historia, donde se recupere a través de la memoria de los
humillados y ofendidos, el recuerdo de los vencidos.
Esta tradición moderna fue abordada por
Benjamin analizándola a lo largo de todo su proyecto racional o de abstracción,
en el movimiento de sometimiento de la naturaleza y la realidad social, a
universales y categorías generales. Tanto en el idealismo, como en la
ilustración y en el positivismo, esta tradición configuró una epistemología o un
estatuto de verdad que penetró y determinó a las prácticas sociales, donde el
progreso surgió como idea redentora y reconciliadora entre las palabras y el
mundo: redención de una humanidad que avizoraba en el futuro las esperanzas
perdidas en anteriores pasados. Al respecto, Benjamin plantea en su texto "Teoría del progreso": “No sirve de nada decir que el
pasado aclara el presente o que el presente aclara el pasado. Una imagen
contraria y quizá mejor es aquella en que el Antes encuentra al Ahora, en un
relámpago fugaz y para formar una constelación. Dicho de otra manera, esta
imagen es la dialéctica en detención. Pues mientras que la relación entre
pasado y presente es puramente temporal, la relación del Antes con el Ahora es
dialéctica: no es de naturaleza temporal, sino figurativa... No es algo que se
desarrolla, sino una imagen de brusca discontinuidad. Apenas las imágenes
dialécticas son imágenes auténticas, y el lugar donde las encontramos es el
lenguaje”.
Este fenómeno, denominado tragedia de la cultura moderna, tiene en
Benjamín un momento de tensión gracias a la reflexión que realiza acerca del
papel que el lenguaje posee en el territorio de la experiencia cultural, debido
a que la estética expresa la respuesta del individuo concreto frente a la
devaluación de la experiencia humana.
Para el pensador alemán, el saber
debe convertirse en acción unida a la conciencia individual, como el origen del
conocimiento y de la acción. El ser
del hombre no reside en el saber, sino que se justifica gracias a la acción. La
acción humana incide en la historia, una historia consciente de su propia
naturaleza. Su pensamiento dialéctico le permite sostener que el ser humano
trasciende mediante la acción histórica.
La historia de la burguesía es la
historia de una economía y de una ética basadas en la autonomía que expone al
filósofo alemán Immanuel Kant como su portavoz moderno. Su economía es la de
una sociedad en que producción, distribución y consumo operan al modo de un
engranaje. El sujeto cobra vigor en esta estructura cuando las prescripciones
externas a él se diluyen en los mecanismos internos de la oferta y la demanda.
Una dialéctica de la experiencia que puede
pensarse también a partir del reconocimiento del "otro", el distinto, ése por quien se vieron seducidos y obligados
a viajar los antropólogos occidentales del siglo XIX y que produjo el contacto
con la posibilidad de situar al hombre moderno en una nueva ruta experiencial,
entendida como la fascinación por lo distinto. El recorrido entonces lleva
hacia el “otro", quien habla
desde su diferencia, ya sea marginado social o extranjero, mujer o niño, pero
también ese otro que diariamente niega, confronta, y se diferencia, y de quien
el científico recoge un vasto repertorio de signos que configuran otras maneras
de pensar y de sentir.
Para Benjamin, el camino que redime al
pensamiento moderno de la escisión entre información abstracta y experiencia
concreta, pasa por el reconocimiento de la condición heroica de quien habita
los márgenes de la cultura, los nuevos escenarios de la ciudad moderna, el
extrañamiento y el shock, que
producen en el sujeto moderno una otredad para consigo mismo. El reconocimiento
de ese héroe moderno, el cual se perfila surgiendo de las cenizas de la
historia, los sucesivos restos del tiempo acumulado -de los dioses a la
máquina, de lo sagrado a lo profano- los lleva inscritos en la piel, aunque sus
ojos hayan pasado de contemplar el drama religioso al de la política, la
economía y la superabundancia de imágenes, un desgarramiento abordado a lo largo
de la obra de Benjamin.
Cómo organizar la lectura
interpretativa de “La obra de arte...”
Hay un cuadro de Paul Klee que se llama Angelus Novus.
En él se presenta a un
ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse
de algo que le tiene
pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la
boca abierta y extendidas
las alas. Y éste deberá ser el aspecto del ángel de la
historia. Ha vuelto el rostro
hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta
una cadena de datos,
él ve una catástrofe única que amontona
incansablemente ruina sobre ruina,
arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse,
despertar a los muertos
y recomponer lo despedazado. Pero desde el Paraíso
sopla un huracán que
se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el
ángel ya no puede cerrarlas.
Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el
futuro, al cual da las espaldas,
mientras que los montones de ruinas crecen ante él
hacia el cielo.
Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.
Walter Benjamin
Antes de comentar puntualmente el texto, es
necesario insistir en una característica central de la escritura de Walter
Benjamin: debido a su desconfianza en la expresión lineal de las ideas –como si
los problemas teóricos fuesen claros y fácilmente delimitables- este autor
prefería desarrollar sus reflexiones en forma de “constelaciones” con el objeto
de producir “iluminaciones profanas.” Por constelaciones, Benjamin entendía la
conjunción de problemas y cuestiones aparentemente contradictorias o poco
relacionadas con el tema que se proponía discutir, con el objeto de que al
yuxtaponerlos pudiese emerger una comprensión profunda de aquello que se
discutía (una revelación con componentes místicos, aunque profundamente
intelectual a la vez). “Pensamiento en acertijo” lo llamó Adorno, revelando la
raíz surrealista y expresionista del procedimiento teórico e investigativo de
Benjamin. “Este método –afirma el sociólogo argentino H. González- que
es el de los montajistas, los niños y los coleccionistas, forma parte de un ensayo
general de estetizar la filosofía y de investigar el lejano y esquivo nombre
original de las cosas, lo que equivaldría a ´revelar la verdad´ a través de la
tarea del traductor”.
Aunque “La obra de arte...” es uno de sus textos menos fragmentarios, sigue
siendo válida la advertencia de no leerlo linealmente, sino en forma dialéctica
(se afirma una idea, se la niega, se recupera la idea previa pero con
significados nuevos.)
Por su parte, Buck-Morss reflexiona: “el
escribir, Benjamin imitaba al camarógrafo. Las características más distintivas
de su escritura –la construcción de imágenes a partir de fragmentos verbales,
el foco puesto en el detalle, la yuxtaposición de extremos, la sucesión
discontinua e independiente de partes- tenían una enorme deuda con las técnicas
cinematográficas. Sus “constelaciones” estaban construidas de acuerdo con
principios que las hacían análogas al ensamblaje de “células de montaje” en los
filmes de Sergei Eisenstein.”
“La obra de arte...” forma parte de
“Discursos Interrumpidos” y, aunque toda la obra de Benjamin puede ser leída
como una reflexión sobre la Modernidad, este texto tuvo siempre un claro
protagonismo en el debate acerca de dicha
problemática. Escrito en el marco de un análisis político sobre la
reproducción de las obras de arte, excede tal objetivo y se convierte en un
agudo abordaje del cambio radical del status
del arte y su relación con la tecnología en la era moderna. Tanto la fotografía
como el cine –y su inédito consumo por parte de las masas- serán considerados
como factores centrales del proceso mencionado. El nuevo público masivo,
llevado por una creciente necesidad de adueñarse de la obra “trastorna
la función íntegra del arte”, según Benjamin manifiesta. Este pensador creía que el proceso de
reproductibilidad de imágenes de obras de arte permitiría atacar a la cultura
burguesa en sus posesiones estéticas, ya que mediante este proceso estas obras perdían
el aura de tesoros culturales únicos en su clase y así, su importancia como
pertenencias privadas.
Para Buck-Morss, este optimismo con respecto
a las transformaciones tecnológicas se basaba en la creencia de Benjamín en “que
la tecnología industrial había por un lado provocado una fragmentación de la
experiencia, pero por otro había proporcionado los medios para volver a
reunirla bajo una nueva forma; una que, si bien permanecía en el mundo de las
apariencias, permitía expresarla en un lenguaje crítico y autorreflexivo”.
Este filósofo alemán escribe su ensayo
alarmado por el uso del cine para la propaganda política y el exterminio por
parte del régimen nazi. Plantea que si bien el arte de masas marca la
superación de la autonomía artística, lo hace en un sentido que resulta
peligroso: bajo la cubierta de la politización, este autor cree que se produce
la estatización de la violencia política. Afirma que el clásico concepto
marxista de alienación generada por el trabajo industrial, tiene su correlato
cultural en un empobrecimiento de la
percepción de lo real al que conduce el arte de masas, multiplicado al infinito
por obra de la técnica. La naciente cultura de la imagen no sólo le acerca al
hombre moderno mundos exóticos que compensaron –a modo de los sueños- la
miseria de su vida cotidiana, sino que también empieza a servir para sustituir
con datos lo que el hombre ya no puede ni se molesta en verificar a su
alrededor, fenómeno que constituye la cancelación de su experiencia.
Resulta importante considerar lo que algunos
estudiosos de la reflexión benjaminiana aportan. Por ejemplo, y analizando este
ensayo, el ya citado González afirma: “el
arte quedaba convertido en el sacrificio de las masas ante el nuevo despotismo
que se alzaba en las plazas públicas. La técnica se estetizaba en la guerra y
perdía su respiración creadora, cubriendo Europa de cadáveres, cenizas,
automóviles baleados y máscaras de gas. Frente a ello, es necesario contar una
historia sin la técnica, sin el arte y sin la idea de progreso del fascismo.
Una historia a contrapelo, exclamó Benjamin”. En tanto que para Buck-Morss, este pensador “nos
está diciendo que la alienación sensorial está en el origen de la estetización
de la política, que el fascismo no inventa sino que meramente administra. Hemos
de asumir que la alienación y la política estetizada, en tanto condiciones
sensoriales de la modernidad, sobreviven al fascismo, y que del mismo modo lo
sobrevive el goce obtenido en la contemplación de nuestra propia destrucción”. Esta
autora somete a análisis la propuesta de Benjamin de “politización del arte”,
interpretando que el filósofo “le exige al arte una tarea mucho más difícil:
la de deshacer la alienación del sensorium corporal, restaurar la fuerza
instintiva de los sentidos corporales por el bien de la autopreservación de la
humanidad, y la de hacer todo esto no evitando las nuevas tecnologías sino
atravesándolas”.
“La obra de arte...”
se compone de un prólogo, quince
apartados y un epílogo. En el prólogo, Benjamin expone sus objetivos
teóricos: analizar la producción artística para reconducirla a los fines
revolucionarios. Que el arte contribuya a la revolución proletaria implicará
abandonar la concepción burguesa/idealista de arte, así como la noción fascista
y estalinista de arte (con sus enormes diferencias, ambos subordinan la
autonomía del arte a los intereses del Estado). Para Benjamin, cada persona
debe contribuir a la revolución interviniendo en su ámbito específico de
trabajo, siendo conciente de las condiciones de producción modernas. Si se piensa
en el arte, sugiere de alguna manera Benjamin, esos “datos actuales” son la
pérdida de aura del objeto artístico y la vigencia de la copia para satisfacción
de las masas (piénsese cuánto valor tiene la “Mona Lisa” pintada por Da Vinci,
en virtud de ser única e irrepetible, y lo poco que importa ver una u otra
copia de un filme.) En síntesis, en este prólogo Benjamin anticipa su plan de
trabajo sobre la relación arte-política en la Modernidad.
El primer apartado comienza a trabajar la
reproducción de la obra de arte desde una perspectiva histórica. Esta sección releva cómo la obra de arte fue
concebida como original y única en el mundo antiguo y, a través de sucesivas
transformaciones, la reproducción técnica dejó de ser un criterio accesorio del
arte para irse transformando en hegemónico. Respecto a esta sección, es
importante relevar el concepto de reproducción en la esfera artística.
En la segunda sección, se establece una de
las ideas nodales del texto: “incluso en la reproducción mejor acabada falta
algo; el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar
en que se encuentra”. Es decir, una obra de arte auténtica (aurática en la
terminología de Benjamin) será la materialización de ciertas condiciones
concretas de existencia y de una relación vital y específica del productor con
los materiales de la obra; relación inexistente en la obra de arte reproducida
mecánicamente.
En el segundo párrafo se establece una
diferencia central entre obras auráticas y no auráticas: las primeras siempre
conservan autoridad por ser únicas (si alguien destruyese el cuadro la Mona
Lisa de Da Vinci, esta obra cesa de existir; si alguien quema una película, muy
probablemente existan decenas de copias de la misma, puesto que en la obra de
arte no aurática es imposible distinguir entre original y copia.)
El desarrollo de esta idea alcanza el párrafo
siguiente, donde se redondea la relación entre autoridad y autenticidad. El
último párrafo advierte ya implicancias políticas de la conmoción generada por
este nuevo tipo de obras de arte –en particular el cine- que desvincula la obra
del ámbito de la tradición y la pone cara a cara con las masas.
En la sección tres, el eje del artículo se
desplaza (en conformidad con la lógica no lineal de la escritura benjaminiana)
a las problemáticas de percepción sensorial. Resulta muy importante la relación
que establece el autor entre cambios sociales y transformaciones en la
percepción y la sensibilidad de una época. A continuación, recuperando lo
desarrollado en el segundo apartado, se ilustra el concepto de aura. Sin
embargo, ya se establece un vínculo explícito entre aura y sociedad, ya que se
habla de considerar “los condicionamientos
sociales del actual desmoronamiento del aura.”.
En el cuarto apartado, se identifica el arte
aurático con la tradición. Esta relación se materializaba en el culto. Lo cultual
de la obra aurática no se explica por la vinculación mágica y religiosa de las
primeras obras de arte, sino porque la verdadera obra de arte se funda en el
ritual en el que tuvo su primer y original valor útil. Tal
ritualidad /autenticidad de la obra entra en crisis con “el primer medio de
reproducción de veras revolucionario, a saber la fotografía”. No son relevantes, a los efectos del tipo de abordaje
de este texto en los trabajos prácticos, los conceptos de l’art pour l’art y lo dicho sobre Mallarmé. Finalmente, la
idea-fuerza en relación a esta cuestión se expresa –luego de su correspondiente
derrotero dialéctico- en la siguiente afirmación: “por primera vez en la
historia universal, la reproductibilidad técnica emancipa a la obra artística
de su existencia parasitaria en un
ritual”. Sí es de relevancia en este apartado lo que afirma el autor para
entender el meollo de su argumentación: si hoy la técnica ya no permite
legitimar la obra de arte en su función ritual, necesariamente se trastorna la
función íntegra del arte. Según Benjamin, la fundamentación actual del arte no
se encuentra en lo ritual, sino en la política.
Es importante observar los aspectos polares
que caracterizan a las obras de arte: valor cultual y valor exhibitivo. Los
ejemplos dados vuelven a establecer diferencias entre el arte aurático
(predominantemente cultual) y el no aurático (fundamentalmente exhibitivo).
Benjamin afirma que la hegemonía de uno u otro valor modifica cualitativamente
la naturaleza del objeto artístico.
La sección seis marca una línea divisoria en
el ensayo: hasta aquí se puso énfasis en definir el arte no aurático o
susceptible de reproducción mecánica y, para ello, se lo diferenció
minuciosamente del arte cultual. A partir de esta sección, el análisis se focaliza
en la fotografía y el cine, al menos hasta las secciones catorce en adelante.
Para ello, el autor ejemplifica cómo el paso
de la modalidad cultual a la exhibitiva no es abrupta, sino producto de una
transición. Benjamin lo ejemplifica con la apariencia o ausencia del rostro
humano en la fotografía.
Dicha transición de la tradición a la
Modernidad, se manifestó en la lucha de la fotografía por ser considerada
generadora de tanto valor artístico como la pintura, de lo que se informa en la
séptima sección. Otras informaciones comprendidas en este apartado no resultan
imprescindibles para la comprensión global del texto.
De contenido más descriptivo, los apartados
ocho, nueve, diez y once reflejan una nueva modalidad de relación entre
productor y obra: en el cine, el actor no moldea materiales para constituir una
obra; por el contrario, el actor debe someterse a las imposiciones del
mecanismo técnico, perdiendo hasta la posibilidad de crear de acuerdo a las
necesidades corporales y temporales humanas (obsérvese cómo el montaje
cinematográfico descompone la acción humana del actor en un tiempo y espacio
abstractos, irreconciliables con los percibidos por el hombre.) Es importante
comparar la manipulación del actor cinematográfico con lo vivenciado por el
actor de teatro.
Si en los primeros apartados Benjamin hizo
hincapié en las diferencias perceptivas y estatutarias del arte, por primera
vez en la doceava sección se presenta una tesis general acerca de la relación
masa-arte: “la reproductibilidad técnica de la obra artística modifica la
relación de la masa para con el arte”. Así, la masa se identifica más con
Chaplin que con Picasso, porque el cómico trabaja con materiales propios de la
experiencia moderna, con las condiciones sociales vigentes en su contemporaneidad:
la máquina y su impersonal brutalidad, el movimiento acelerado, la
transformación de lo urbano, etcétera.
El autor plantea que existe una nueva
modalidad de recepción colectiva, a la que acceden las masas: hay nuevas
condiciones sociales que alientan la emergencia de una producción y recepción
del hecho artístico. Al respecto, es importante considerar las reflexiones
sobre el cine del apartado trece. Ya
existe allí una valoración positiva de los nuevos medios artísticos. Intente
rescatar tal razonamiento.
Es aconsejable leer cuidadosamente las dos
últimas secciones y el epílogo, porque consolidan los argumentos y las tesis
fundamentales del artículo.
En el apartado catorce, Benjamin sostiene que
las vanguardias artísticas intentaban ser revolucionarias, pero seguían atadas
a ciertas restricciones propias de los materiales de la pintura (la pintura no
puede expresar la aceleración de la experiencia urbana tan fielmente como el
cine, por sólo citar un ejemplo.)
Para Benjamin, la experiencia del cine es
enriquecedora, porque allí la masa destruye la recepción tradicional/burguesa
del arte (contemplación, recogimiento) e impone la posibilidad de su recepción
colectiva. Así lo expresa el autor en el apartado quince, donde plantea cuáles
son las consecuencias políticas de este pensamiento.
Por último, el epílogo sumerge la discusión
desarrollada en el texto en vectores decididamente políticos. Las últimas
líneas del mismo sirven como síntesis y como posible solución sobre cómo
reconducir la práctica artística a los fines revolucionarios, es decir, la politización
del arte.
"En
los ámbitos que nos incumben, el conocimiento se da sólo como un relámpago. El
texto es como el trueno que resuena después largamente." Walter Benjamin. El libro de los pasajes.
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