jueves, 16 de noviembre de 2017

parcial

Parciales aprobados

CASTRO
LEDESMA
SMITH

Recuperatorio

SILVA

El recuperatorio se llevará a cabo el martes 21 a las 19.30 hs.

lunes, 30 de octubre de 2017

Unidad IV - El problema del pensamiento

Martin Heidegger plantea que la palabra es la morada donde habita el ser de la persona y que son los pensantes y los poetas los vigilantes de esa morada, en tanto ellos en su decir son los que hacen hablar a la palabra y la conservan en el habla. El pensar obra en cuanto piensa. El pensar se deja interrogar, se consuma en este dejarse. El pensar y el amar se conjugan. El pensar “es”, y esto quiere decir lo mismo que se ha hecho. “Hacerse”, en su esencia, de una cosa o persona, significa amarla, quererla, y lo que uno “quiere”, es capaz de hacerlo. Este “amar”, o sea este “capaz de” es la propia esencia de la capacidad, que no sólo puede realizar esto o aquello, sino que puede dejar que algo sea en su originalidad; esto es, que pueda dejar que sea.

unidad IV Heidegger - ¿QUÉ QUIERE DECIR PENSAR?

¿QUÉ QUIERE DECIR PENSAR?

Martin Heidegger


Traducción de Eustaquio Barjau en HEIDEGGER, M., Conferencias y artículos, 
Ediciones del Serbal, Barcelona, 1994.

Llegaremos a aquello que quiere decir pensar si nosotros, por nuestra parte, pensamos. Para que este intento tenga éxito tenemos que estar preparados para aprender el pensar.
Así que nos ponemos a aprender, ya estamos admitiendo que aún no somos capaces de pensar.
Pero el hombre pasa por ser aquel ser que puede pensar. Y pasa por esto a justo título. Porque el hombre es el ser viviente racional. Pero la razón, la ratio, se despliega en el pensar. Como ser viviente racional, el hombre tiene que poder pensar cuando quiera. Pero tal vez el hombre quiere pensar y no puede. En última instancia, con este querer pensar el hombre quiere demasiado y por ello puede demasiado poco.
El hombre puede pensar en tanto en cuanto tiene la posibilidad de ello. Ahora bien, esta posibilidad aún no nos garantiza que seamos capaces de tal cosa. Porque ser capaz de algo significa: admitir algo cabe nosotros según su esencia y estar cobijando de un modo insistente esta admisión. Pero nosotros únicamente somos capaces (vermögen) de aquello que nos gusta (mögen), de aquello a lo que estamos afectos en tanto que lo dejamos venir. En realidad nos gusta sólo aquello que de antemano, desde sí mismo, nos desea, y nos desea a nosotros en nuestra esencia en tanto que se inclina a ésta. Por esta inclinación, nuestra esencia está interpelada. La inclinación es exhortación. La exhortación nos interpela dirigiéndose a nuestra esencia, nos llama a salir a nuestra esencia y de este modo nos tiene (aguanta) en ésta. Tener (aguantar) significa propiamente cobijar. Pero lo que nos tiene en la esencia, nos tiene sólo mientras nosotros, desde nosotros, mantenemos (guardamos) por nuestra parte lo que nos tiene. Lo mantenemos si no lo dejamos salir de la memoria. La memoria es la coligación del pensar. ¿En vistas a qué? A aquello que nos tiene en la esencia en tanto que, al mismo tiempo, cabe nosotros, es tomado en consideración. ¿Hasta qué punto lo que nos tiene debe ser tomado en consideración? En la medida en que desde el origen es lo-que-hay-que-tomar-en-consideración. Si es tomado en consideración, entonces se le dispensa conmemoración. Salimos a su encuentro llevándole la conmemoración, porque, como exhortación de nuestra esencia, nos gusta.
Sólo si nos gusta aquello que, en sí mismo, es-lo-que-hay-que-tomar-en-consideración, sólo así somos capaces de pensar.
Para poder llegar a este pensar, tenemos, por nuestra parte, que aprender el pensar. ¿Qué es aprender? El hombre aprende en la medida en que su hacer y dejar de hacer los hace corresponder con aquello que, en cada momento, le es exhortado en lo esencial. A pensar aprendemos cuando atendemos a aquello que da que pensar.
Nuestra lengua, a lo que pertenece a la esencia del amigo y proviene de ella lo llama lo amistoso. Conforme a esto, ahora a lo que hay-que-considerar lo llamaremos lo que es de consideración. Todo lo que es de consideración da que pensar. Pero esta donación únicamente se da en la medida en que lo que es de consideración es ya desde sí mismo lo-que-hay-que-considerar. Por esto ahora, y en lo sucesivo, a lo que siempre da que pensar, porque dio que pensar antes, a lo que antes que nada da que pensar y por ello va a seguir siempre dando que pensar lo llamaremos lo preocupante.
¿Qué es lo que es lo preocupante? ¿En qué se manifiesta en nuestro tiempo, un tiempo que da que pensar?
Lo preocupante se muestra en que todavía no pensamos. Todavía no, a pesar de que el estado del mundo da que pensar cada vez más. Pero este proceso parece exigir más bien que el hombre actúe, en lugar de estar hablando en conferencias y congresos y de estar moviéndose en el mero imaginar lo que debería ser y el modo como debería ser hecho. En consecuencia falta acción y no falta en absoluto pensamiento.
Y sin embargo… es posible que hasta nuestros días, y desde hace siglos, el hombre haya estado actuando demasiado y pensando demasiado poco.
Pero cómo puede hoy sostener alguien que todavía no pensamos si por todas partes está vivo el interés por la Filosofía, y es cada vez más activo, de tal modo que todo el mundo quiere saber qué pasa con la Filosofía.
Los filósofos son los pensadores. Se llaman así porque el pensar tiene lugar de un modo preferente en la Filosofía. Nadie negará que en nuestros días hay un interés por la Filosofía. Sin embargo, ¿existe hoy todavía algo por lo que el hombre no se interese, no se interese, queremos decir, del modo como el hombre de hoy entiende la palabra «interesarse»?
Inter-esse significa: estar en medio de y entre las cosas, estar en medio de una cosa y permanecer cabe ella. Ahora bien, para el interés de hoy vale sólo lo interesante. Esto es aquello que permite estar ya indiferente en el momento siguiente y pasar a estar liberado por otra cosa que le concierne a uno tan poco como lo anterior. Hoy en día pensamos a menudo que estamos haciendo un honor especial a algo cuando decimos que es interesante. En realidad, con este juicio se ha degradado lo interesante al nivel de lo indiferente para, acto seguido, arrumbarlo a lo aburrido.
El hecho de que mostremos interés por la Filosofía en modo alguno testifica ya una disponibilidad para el pensar. Incluso el hecho de que a lo largo de años tengamos un trato insistente con tratados y obras de los grandes pensadores no proporciona garantía alguna de que pensemos, ni siquiera de que estemos dispuestos a aprender el pensar. El hecho de que nos ocupemos de la Filosofía puede incluso engañarnos con la pertinaz apariencia de que estamos pensando, porque, ¿no es cierto?, «estamos filosofando».
De todos modos, parece una presunción afirmar que todavía no pensamos. Ahora bien, la afirmación no dice esto. Dice: lo preocupante de nuestro tiempo -un tiempo que da que pensar- se muestra en que todavía no pensamos. En esta afirmación se señala el hecho de que se está mostrando lo preocupante. La afirmación en modo alguno se atreve a emitir el juicio despectivo de que por doquiera no reina más que la ausencia de pensamiento. La afirmación de que todavía no pensamos tampoco quiere marcar con hierro candente una omisión. Lo preocupante es lo que da que pensar. Desde sí mismo nos interpela en vistas a que nos dirijamos a él, y además a que lo hagamos pensando. Lo que da que pensar no es en modo alguno algo que empecemos estableciendo nosotros. Nunca descansa sólo en el hecho de que nosotros lo representemos. Lo que da que pensar da, nos da que pensar. Da lo que tiene cabe sí. Tiene lo que él mismo es. Lo que desde sí da más que pensar, lo preocupante, tiene que mostrarse en el hecho de que nosotros aún no pensamos. ¿Qué dice esto ahora? Dice: todavía no hemos llegado propiamente a la región de aquello que, desde sí mismo, antes que todo lo demás y para todo lo demás, quisiera ser considerado. ¿Por qué no hemos llegado aún hasta aquí? ¿Tal vez porque nosotros, los humanos, todavía no nos dirigimos de un modo suficiente a aquello que ha sido y sigue siendo lo que-da-que-pensar? En este caso, el hecho de que todavía no pensemos, sería sólo un descuido, una negligencia por parte del ser humano. Entonces a esta falta se le debería poder poner remedio de un modo humano, por medio de unas medidas adecuadas que se aplicaran al ser humano.
Sin embargo, el hecho de que todavía no pensemos, en modo alguno se debe solamente a que el ser humano aún no se dirige de un modo suficiente a aquello que, desde sí mismo, quisiera que se lo tomara en consideración. El hecho de que todavía no pensemos proviene más bien de que esto que está por pensar le da la espalda al hombre, incluso más, que hace ya tiempo que le está dando la espalda.
Inmediatamente vamos a querer saber cuándo y de qué modo ocurrió este dar la espalda al que nos hemos referido aquí. Antes preguntaremos, y de un modo aún más ansioso, cómo podremos saber algo de un acontecimiento como éste. Las preguntas de este tipo se agolpan cuando, en relación a lo preocupante, llegamos a afirmar incluso esto:
Lo que propiamente nos da que pensar no le ha dado la espalda al hombre en un momento u otro de un tiempo datable históricamente, sino que lo que está por-pensar se mantiene desde siempre en este dar la espalda. Ahora bien, dar la espalda es algo que sólo acaece de un modo propio allí donde ya ha ocurrido un dirigirse a. Si lo preocupante se mantiene en un dar la espalda, entonces esto acontece ya en, y sólo dentro de, su dirigirse a; es decir, acontece de un modo tal que esto ya ha dado que pensar. Lo que está por-pensar, por mucho que le dé la espalda al hombre, ya se ha exhortado a la esencia del hombre. Por esto el hombre de nuestra historia acontecida ha pensado ya siempre de un modo esencial. Ha pensado incluso lo más profundo. A este pensar le está confiado lo que está por-pensar, si bien de una manera extraña. Porque hasta ahora el pensar no considera en absoluto este hecho: lo que está por-pensar, a pesar de todo, se retira; ni considera tampoco en qué medida se retira.
Pero ¿de qué estamos hablando? Lo que hemos dicho, ¿no es únicamente una sarta de afirmaciones vacías? ¿Dónde están las pruebas? Lo que hemos traído a colación, ¿tiene que ver todavía lo más mínimo con la ciencia? Será bueno que, durante todo el tiempo que podamos, nos mantengamos en esta actitud defensiva en relación con lo dicho. Porque sólo así mantendremos la distancia necesaria para un posible impulso desde el cual tal vez uno u otro logrará el salto que le lleve a pensar lo preocupante.
Porque es verdad: lo dicho hasta ahora, y toda la dilucidación que sigue, no tiene nada que ver con la ciencia, y ello precisamente cuando la dilucidación podría ser un pensar. El fundamento de este estado de cosas está en que la ciencia no piensa. No piensa porque, según el modo de su proceder y de los medios de los que se vale, no puede pensar nunca; pensar, según el modo de los pensadores. El hecho de que la ciencia no pueda pensar no es una carencia sino una ventaja. Esta ventaja le asegura a la ciencia la posibilidad de introducirse en cada zona de objetos según el modo de la investigación y de instalarse en aquélla. La ciencia no piensa. Para el modo habitual de representarse las cosas, ésta es una proposición chocante. Dejemos a la proposición su carácter chocante, aun cuando le siga esta proposición: que la ciencia, como todo hacer y dejar de hacer del hombre, está encomendada al pensar. Ahora bien, la relación entre la ciencia y el pensar sólo es auténtica y fructífera si el abismo que hay entre las ciencias y el pensar se hace visible, y además como un abismo sobre el que no se puede tender ningún puente. Desde las ciencias al pensar no hay puente alguno sino sólo el salto. El lugar al que éste nos lleva no es sólo el otro lado sino una localidad completamente distinta. Lo que se abre con ella no se deja nunca demostrar, si demostrar significa esto: deducir proposiciones sobre un estado de cosas desde presupuestos adecuados y por medio de una cadena de conclusiones. Aquel que a lo que sólo se manifiesta en tanto que aparece desde sí ocultándose al mismo tiempo, aquel que esto sólo lo quiere demostrar y sólo lo quiere ver demostrado, éste en modo alguno juzgará según un módulo superior y riguroso de saber. Sólo calcula con un módulo, y además con un módulo inadecuado. Porque a lo que sólo da noticia de sí mismo apareciendo en su autoocultamiento, a esto sólo podemos corresponder señalándolo y, con ello, encomendándonos nosotros mismos a dejar aparecer lo que se muestra en su propio estado de desocultamiento. Este simple señalar es un rasgo fundamental del pensar, el camino hacia lo que, desde siempre y para siempre, da que pensar al hombre. Demostrar, es decir, deducir de presupuestos adecuados, se puede demostrar todo. Pero señalar, franquear el advenimiento por medio de una indicación, es algo que sólo puede hacerse con pocas cosas y con estas pocas cosas además raras veces.
Lo preocupante, en este tiempo nuestro que da que pensar, se muestra en que todavía no pensamos. Todavía no pensamos porque lo que está por-pensar le da la espalda al hombre, y en modo alguno sólo porque el hombre no se dirija de un modo suficiente a aquello que está por pensar. Lo por-pensar le da la espalda al hombre. Se retira de él reservándose en relación con él. Pero lo reservado (Vorenthalten) nos está ya siempre pre-sentado. Lo que se retira según el modo del reservarse no desaparece. Pero ¿de qué modo podemos saber algo, aunque sea lo más mínimo, de aquello que se retira de esta manera? ¿Cómo podemos llegar siquiera a nombrarlo? Lo que se retira, rehúsa el advenimiento. Pero… retirarse no es lo mismo que nada. Retirada es aquí reserva y como tal… acaecimiento propio. Lo que se retira puede concernirle al hombre de un modo más esencial y puede interpelarlo de un modo más íntimo que cualquier presente que lo alcance y le afecte. A lo que nos afecta de lo real nos gusta considerarlo como lo que constituye la realidad de lo real. Pero precisamente la afección que tiene lugar por obra de lo real puede encerrar al hombre aislándolo de lo que le concierne, que le concierne de un modo ciertamente enigmático: el de concernirle escapándosele al retirarse. La retirada, el retirarse de lo que está por-pensar, podría, por esto, como acaecimiento propio, ser ahora más presente que todo lo actual.
Ciertamente, lo que se retira de nosotros del modo como hemos dicho se marcha de nosotros. Pero en esto justamente tira con él de nosotros y, a su modo, nos atrae. Lo que se retira parece estar totalmente ausente. Pero esta apariencia engaña. Lo que se retira está presente, y lo hace de modo que nos atrae, tanto si nos percatamos de ello de inmediato como si no nos damos cuenta para nada. Lo que nos atrae ya ha concedido advenimiento. Cuando conseguimos estar en el tirón de la retirada, estamos ya en la línea que nos lleva a aquello que nos atrae retirándose.
Pero si nosotros, como aquellos que han sido atraídos así, estamos en la línea que nos lleva a… aquello que tira de nosotros, entonces nuestra esencia está ya marcada por éste «en la línea que lleva a…». Como los que están marcados así, nosotros mismos señalamos a lo que se retira. Nosotros sólo somos nosotros mismos y sólo somos los que somos señalando lo que se retira. Este señalar es nuestra esencia. Somos mostrando lo que se retira. En tanto que el que muestra en esta dirección, el hombre es el que muestra. Y no es que el hombre sea primero hombre y luego, además, y tal vez de un modo ocasional, sea uno que muestra, sino que: arrastrado a lo que se retira, en la línea que lleva hacia éste y, con ello, mostrando en dirección a la retirada, es ante todo como el hombre es hombre. Su esencia descansa en ser uno que muestra.
A lo que en sí, según su constitución más propia, es algo que señala, lo llamamos un signo. Arrastrado en la línea que lleva a lo que se retira, el hombre es un signo.
Sin embargo, como este signo señala hacia algo que se retira, este señalar no puede interpretar de un modo inmediato lo que se retira. De este modo este signo queda sin interpretación.
Hölderlin dice en un esbozo de himno:
Un signo somos, sin interpretación
sin dolor estamos nosotros y casi
hemos perdido la lengua en lo extraño.
Los esbozos del himno, junto con títulos como «La serpiente», «La ninfa», «El signo», llevan también el título de «Mnemosyne». Esta palabra griega la podemos traducir a esta palabra alemana nuestra: Gedächtnis (memoria). Nuestra lengua dice: das Gedächtnis. Pero dice también: die Erkenritnis (el conocimiento), dice die Befugnis (la autorización) y, de nuevo, das Begräbnis (el entierro), das Geschehnis (el acontecimiento). Kant, en su lenguaje, dice tanto die Erkentnis (en femenino) como das Erkentnis (en neutro), y a menudo un término está muy cerca del otro. De ahí que nosotros, sin violentar la palabra, en correspondencia con el femenino griego podamos traducir Mnhmosænh por: die Gedächtnis, «la memoria».
Y es que en Hölderlin la palabra griega Mnhmosænh es el nombre de una titánida. Es la hija del cielo y de la tierra. Mnemosyne, como amada de Zeus, en nueve noches se convierte en la madre de las musas. El juego y la danza, el canto y el poema, pertenecen al seno de Mnemosyne, a la memoria. Es evidente que esta palabra es aquí el nombre de algo más que aquella facultad de la que habla la Psicología, la facultad de guardar lo pasado en la representación. La palabra memoria piensa en lo pensado. Pero el nombre de la madre de las musas no quiere decir «memoria» como un pensamiento cualquiera, referido a cualquier cosa pensable. Memoria aquí es la coligación del pensar que permanece reunido en vistas a aquello que de antemano ya está pensado porque quiere siempre ser tomado en consideración antes que cualquier otra cosa. Memoria es la coligación de la conmemoración de aquello-que-hay-que-tomar-en-consideración antes que todo lo demás. Esta coligación alberga cabe sí y oculta en sí aquello en lo que hay que pensar siempre de antemano; en relación con todo aquello que esencia y se exhorta como esenciando y habiendo esenciado. Memoria, como coligada conmemoración de lo que está por-pensar, es la fuente del poetizar. Según esto la esencia de la poesía descansa en el pensar. Esto es lo que nos dice el mito, es decir, la leyenda. Su decir se llama lo más antiguo, no sólo porque, según el cómputo del tiempo, es el primero sino porque, por su esencia, es, desde siempre y para siempre, lo más digno de ser pensado. No hay duda, mientras nos representemos el pensar según las informaciones que sobre él nos da la Lógica, mientras no tomemos en serio que la Lógica se ha fijado ya en un determinado modo del pensar, mientras ocurra esto, no podremos reparar en que el poetizar descansa en la conmemoración; ni podremos darnos cuenta nunca de hasta qué punto esto es así.
Todo lo poetizado ha surgido de la atención fervorosa de la conmemoración. Bajo el título de «Mnemosyne» dice Hölderlin:
«Un signo somos nosotros, sin interpretación…»
¿Quiénes son «nosotros»? Nosotros los hombres de hoy, los hombres de un hoy que hace tiempo que dura y que durará todavía mucho tiempo, en una duración para la que jamás ningún cómputo temporal de la historia podrá aportar medida alguna. En el mismo himno «Mnemosyne» se dice: «Largo es / el tiempo»; es decir, aquel en el que nosotros somos un signo sin interpretación. ¿No da bastante que pensar esto de que seamos un signo, y concretamente un signo sin interpretación? Quizás lo que Hölderlin dice en estas y en las siguientes palabras pertenece a aquello en lo que se nos muestra lo preocupante, al hecho de que todavía no pensemos. Pero el hecho de que todavía no pensemos, ¿descansa en el hecho de que seamos un signo sin interpretación y estemos sin dolor, o bien somos un signo sin interpretación y estamos sin dolor en la medida en que todavía no pensamos? Si fuera esto último, entonces el pensamiento sería aquello por medio de lo cual, y sólo por medio de lo cual, se les regalaría a los mortales el dolor y se le daría una interpretación al signo que los mortales son. Entonces un pensar así empezaría por trasladarnos a una interlocución con el poetizar del poeta, un poetizar cuyo decir, como ningún otro, busca su eco en el pensar. Si nos atrevemos a ir a buscar la palabra poética de Hölderlin y a llevarla a la región del pensar, entonces, sin duda alguna, debemos guardarnos de equiparar de un modo irreflexivo lo que Hölderlin dice poéticamente con aquello que nosotros nos disponemos a pensar. Lo dicho poetizando y lo dicho pensando no son nunca lo mismo. Pero lo uno y lo otro pueden, de distintas maneras, decir lo mismo. Pero esto sólo se consigue si se abre de un modo claro y decidido el abismo que hay entre poetizar y pensar. Esto ocurre siempre que el poetizar es alto y el pensar es profundo. También esto lo sabía Hölderlin. Tomamos su saber de las dos estrofas que llevan por título:
Sócrates y Alcibíades
«¿Por qué, Sócrates santo, estás agasajando
a este muchacho siempre? ¿Nada más grande conoces?
¿Por qué con amor, como a dioses, lo miran tus ojos?
La respuesta la da la segunda estrofa.
«Quien pensó lo más profundo, éste ama lo más vivo;
excelsa juventud comprende quien el mundo miró
y los sabios se inclinan a menudo, al fin, hacia lo bello.»
A nosotros nos concierne el verso:
«Quien pensó lo más profundo, éste ama lo más vivo.»
Sin embargo, al oír este verso, pasamos por alto con excesiva facilidad las palabras que propiamente dicen, y por tanto las palabras que llevan el peso del mismo. Las palabras que dicen son los verbos. Oiremos lo verbal de este modo si de una manera inhabitual en relación con el modo al que tenemos habituado nuestro oído, acentuamos de otra forma:
«Quien p e n s ó lo más profundo, éste a m a lo más vivo.»
La estrecha contigüidad de los dos verbos «pensado» y «ama» forma el centro del verso. Según esto el amor se funda en el hecho de que hayamos pensado lo más profundo. Un haber-pensado como éste procede presumiblemente de aquella memoria en cuyo pensar descansa incluso el poetizar, y con él todo arte. Pero entonces, ¿qué quiere decir «pensar»? Lo que quiere decir, por ejemplo, nadar no lo aprenderemos jamás por medio de un tratado sobre la natación. Lo que quiere decir nadar nos lo dice el salto en el río. Es sólo de este modo como conocemos el elemento en el que tiene que moverse el nadar. Pero ¿cuál es el elemento en el que se mueve el pensar?
En el supuesto de que la afirmación de que todavía no pensamos sea verdadera, ella dice también que nuestro pensar aún no se mueve propiamente en su elemento propio, y ello porque lo que está por-pensar se nos retira. Lo que se nos reserva de este modo y que, por ello, permanece no pensado, no podemos, desde nosotros mismos, forzarlo al advenimiento, aun en el caso favorable de que pensáramos ya de antemano y de un modo claro en dirección a lo que se nos reserva.
De este modo sólo nos queda una cosa, a saber, esperar hasta que lo que está por-pensar nos dirija su exhortación. Pero esperar no significa aquí en modo alguno que de momento pospongamos el pensar. Esperar significa aquí estar al acecho -y esto en el seno de lo ya pensado- de lo no pensado que todavía se oculta en lo ya pensado. Con una espera así, pensando, estamos ya andando por el camino que lleva a lo por-pensar. En este caminar podríamos extraviarnos. Sin embargo seguiría siendo un caminar orientado sólo a responder a aquello que hay que tomar en consideración.
Pero ¿en qué vamos a conocer aquello que, antes que ninguna otra cosa, está dando que pensar al hombre desde siempre? ¿Cómo se nos puede mostrar lo preocupante? Se dijo: lo preocupante, en un tiempo como el nuestro, que da que pensar, se muestra en que todavía no pensamos, todavía no pensamos correspondiendo propiamente a lo preocupante (lo que más da que pensar). Hasta ahora no hemos entrado en la esencia propia del pensar para habitar allí. En este sentido todavía no estamos pensando propiamente. Pero esto dice precisamente lo siguiente: nosotros ya pensamos, sin embargo, a pesar de toda la Lógica, todavía no estamos familiarizados con el elemento en el que el pensar propiamente piensa. Por esto todavía no sabemos de un modo suficiente en qué elemento se mueve ya el pensar hasta ahora vigente en la medida en que es un pensar. Hasta hoy el rasgo fundamental del pensar ha sido la percepción. A la facultad de percibir se la llama la razón.
¿Qué percibe la razón? ¿En qué elemento reside el percibir, de modo que, por ello, acontece un pensar? Percibir es la traducción de la palabra griega noeÝn, que significa: darse cuenta de algo presente; dándose cuenta de ello, tomarlo delante y aceptarlo como presente. Este percibir que toma delante es un pre-sentar en el sentido simple, amplio y a la vez esencial de dejar que lo presente esté ante nosotros, erguido y extendido, tal como él está, erguido y extendido.
Aquel que, entre los primero pensadores griegos, determina de un modo decisivo la esencia de lo que ha sido hasta ahora el pensar occidental, cuando trata del pensar, sin embargo, no se fija en absoluto de un modo exclusivo, y nunca en primer lugar, en aquello que a nosotros nos gustaría llamar el mero pensar. Esta determinación de la esencia del pensar descansa más bien en el hecho de que su esencia quede determinada a partir de aquello que el pensar percibe como percibir, a saber, el ente en su ser.
Parménides dice (Fragmento VIII, 34/36):
«Pero una misma cosa es el percibir y aquello por lo cual el percibir.
Porque sin el ser del ente, en el cual esto (es decir, el percibir) está en tanto que lo dicho no encontrarás el percibir».
De estas palabras de Parménides sale con claridad a la luz lo siguiente: el pensar recibe su esencia como percibir a partir del ser del ente. Pero ¿qué significa aquí para los griegos, y luego para todo el pensar occidental hasta este momento: ser del ente? La respuesta a esta pregunta, hasta ahora no planteada -por demasiado simple-, es: ser del ente quiere decir: presencia de lo presente. La respuesta es un salto a la oscuridad.
Lo que el pensar percibe como percibir es lo presente en su presencia. De ella toma el pensar la medida para su esencia como percibir. En consecuencia, el pensar es aquella presentación de lo presente, la cual nos aporta lo presente en su presencia y con ello lo pone ante nosotros para que estemos ante lo presente y, dentro de los límites de él, podamos resistir este estar. En tanto que presentación, el pensar aporta lo presente llevándolo a la relación que tiene con nosotros, lo restablece refiriéndolo a nosotros. La presentación es por ello re-presentación. La palabra repraesentatio es luego el nombre corriente para representar.
El rasgo fundamental del pensar hasta ahora vigente ha sido el representar. Según la antigua doctrina del pensar, esta representación se cumplimenta en el lñgow, que es una palabra que aquí significa enunciado, juicio. La doctrina del pensar, del lñgow, se llama por esto Lógica. Kant toma de un modo simple la caracterización tradicional del pensar como representar cuando al acto fundamental del pensar, el juicio, lo determina como la representación de una representación del objeto (Kritik der reinen Vernunft. A. 68. B. 93). Si, por ejemplo, emitimos el juicio «este camino es pedregoso», entonces, en el juicio, la representación del objeto, es decir, del camino, se representa a su vez, a saber, como pedregoso.
El rasgo fundamental del pensar es el representar. En el representar se despliega el percibir. El representar mismo es representación (poner-delante). Pero ¿por qué el pensar descansa en el percibir? ¿Por qué el percibir se despliega en el representar? ¿Por qué el representar es re-presentación?
La Filosofía procede como si aquí, por ningún lado, no hubiera nada que preguntar.
Pero el hecho de que hasta ahora el pensar descanse en el representar, y el representar en la re-presentación (en el poner delante), esto tiene un provenir lejano. Éste se oculta en un acaecimiento propio que pasa inadvertido: el ser del ente aparece en el comienzo de la historia acontecida de Occidente -aparece para el curso entero de esta historia- como presencia. Este aparecer del ser como estar presente de lo presente es él mismo el comienzo de la historia acontecida de Occidente, en el supuesto de que nos representemos la historia acontecida no sólo según los acontecimientos sino que antes pensemos según aquello que, a través de la historia, está enviado de antemano, y lo está gobernando todo lo que acontece.
Ser quiere decir estar presente. Este rasgo fundamental del ser, que se dice pronto, el estar presente, se hace sin embargo misterioso en el momento en que despertamos y consideramos adónde aquello que nosotros llamamos presencia remite nuestro pensar.
Lo presente es lo que mora y perdura, y que esencia en dirección al desocultamiento y dentro de él. El estar presente acaece de un modo propio sólo donde prevalece ya el estado-de-desocultamiento. Pero lo presente, en tanto que mora y perdura entrando en el estado-de-desocultamiento, es presente.
De ahí que al estar presente no sólo le pertenezca el estado-de-desocultamiento sino el presente. Este presente que prevalece en el estar presente es un carácter del tiempo. Pero la esencia de éste no se deja nunca aprehender por medio del concepto de tiempo heredado de la tradición.
En el ser, que ha aparecido como estar presente queda, sin embargo, no pensado el estado-de-desocultamiento que allí prevalece, del mismo modo como la esencia de presente y tiempo que prevalece allí. Presumiblemente, estado de desocultamiento y presente, como esencia del tiempo, se pertenecen el uno al otro. En la medida en que percibimos el ente en su ser, en la medida en que -para decirlo en el lenguaje moderno- representamos los objetos en su objetualidad, estamos ya pensando. De esta manera estamos pensando ya desde hace tiempo. Sin embargo, a pesar de esto, todavía no estamos pensando de un modo propio mientras quede sin pensar dónde descansa el ser del ente cuando aparece como presencia.
El provenir esencial del ser del ente no está pensado. Lo que propiamente está por pensar queda reservado. Todavía no se ha convertido en digno de ser pensado por nosotros. Por esto nuestro pensar aún no ha llegado propiamente a su elemento. Todavía no pensamos de un modo propio. Por esto nos preguntamos: ¿qué quiere decir pensar?

lunes, 23 de octubre de 2017

fecha de parcial

debido a la discontinuidad en el trabajo de contenidos, la fecha del parcial ha sido pospuesta

miércoles, 11 de octubre de 2017

Unidad 3. El problema de la percepción

Consideraciones acerca de la mirada /2

El comportamiento aparente no informa sobre el sujeto ni sobre lo que su sensibilidad le hace experimentar. Lo que no es dicho, expresado, no puede ser conocido por ´el observador´, pero justamente lo que sucede en ´el observado´, indecible y no localizable por el observador, es lo más importante de su encuentro.
Francoise Doltó

La causa de los niños

Escrutar

A veces una idea se apodera de mí: me pongo a escrutar largamente el cuerpo amado. Escrutar quiere decir explorar: explorar el cuerpo del otro como si quisiera ver lo que tiene dentro, como si la causa mecánica de mi deseo estuviera en el cuerpo adverso (soy parecido a esos chiquillos que desmontan un despertador para saber qué es el tiempo). Esta operación se realiza de una manera fría y asombrada; estoy calmo, atento, como si me encontrara ante un insecto extraño del que bruscamente  tengo miedo. Algunas partes del cuerpo son particularmente apropiadas para esta observación: las pestañas, las uñas, el nacimiento de los cabellos, los objetos muy parciales. Es evidente que estoy entonces en vías de fetichizar a un muerto. La prueba de ello es que, si el cuerpo que yo escruto sale de su inercia, si se pone a hacer algo, mi deseo cambia; si, por ejemplo, veo al otro pasar, mi deseo cesa de ser perverso, vuelve a hacerse imaginario, y regreso a una imagen, a un Todo: una vez más, amo.

Roland Barthes

No vemos las cosas como son; vemos las cosas como somos.

                                                                                                          Anäis Nin

Nuestro barco se desliza...

Nuestro barco se desliza sobre el río tranquilo. Más allá del vergel que bordea la ribera, miro las montañas azules y las nubes blancas.
Mi amiga dormita, con la mano en el agua. Una mariposa se ha posado sobre sus hombros, agitando las alas, y luego ha echado a volar. La he seguido con los ojos, largo tiempo. Se dirigía hacia las montañas de Tchang-nan.
¿Era una mariposa, o el sueño que acababa de soñar mi amiga?

                                                                      La flauta de Jade

No sabes hasta qué punto es desalentador mirar una tela blanca que dice al pintor: tú no eres capaz de nada... Muchos son los pintores que tienen miedo a una tela blanca. Pero una tela blanca tiene miedo al verdadero pintor que se atreve, y que ha sabido vencer la fascinación de ese “no eres capaz de nada”.

V. Van Gogh

Denominamos el desarrollo en la percepción al trabajo de ampliar las posibilidades de recibir información externa a través de los sentidos. La información que se recibe a través de la vista es un universo expresado en términos de luz, forma y movimiento.
La luz se nos revela como la fuerza que hace surgir las formas de la oscuridad.

El planteo de percibir sin preconceptos resulta fácil de enunciar y muy difícil de llevar a la práctica. La educación formal se basa en el aprendizaje por medio de sistemas lógicos: palabras y números. Estamos tan habituados a la idea de aprender a través de esos sistemas, que cuando nos disponemos a contemplar algo sin más propósito que vivirlo, tendemos a explicar con palabras lo que sucede. Se puede observar que en estas situaciones de contemplación existe un apresuramiento por darle nombre a lo que se ve, cerrando de esta manera las vías de llegada de los sentidos hacia el mundo interno, y deteniendo la posibilidad de mirar.
V. Murgia

La creación comienza en la visión. Ver ya es una operación creadora que exige un esfuerzo. Todo lo que vemos en la vida diaria sufre, en mayor o menor grado, la deformación que engendran las costumbres adquiridas... El esfuerzo para desembarazarse de ellas exige mucho valor; este valor es indispensable al artista que debe ver las cosas como si las viera por primera vez: es necesario ver siempre como cuando éramos niños; la pérdida de esta posibilidad coarta la de expresarse de manera original, es decir, personal.

H. Matisse

Observación es revelación; es echar una ojeada al taller de la Creación. Allí está el secreto.
P. Klee

Al observar un dibujo, lo percibimos simultáneamente como un sector de plano y como un sector de un espacio tridimensional. A este fenómeno psicológico se lo llama doble realidad perceptiva de las imágenes. Estas dos realidades son de naturaleza bien diferente: un dibujo está realizado sobre un soporte plano, que puede tocarse, mientras que el espacio de tres dimensiones que se observa en él, existe solamente en nuestro interior. El sistema visual no tiene ningún órgano especializado en la percepción de las distancias. Por lo tanto, la percepción del espacio no es visual, no es parte de lo visible del mundo, es una construcción que produce el observador.
Esta construcción tiene dos puntos de partida bien diferenciados: la mirada fenomenológica y la mirada geométrica. La dimensión fenomenológica de la experiencia del espacio posee un centro de sentido: el observador. Es su participación la que construye y organiza el espacio observado. Esta vivencia es una imagen interna, una idea que se produce en el observador.

Los elementos visibles de un espacio son la luz, la forma y el movimiento. Pero a estos elementos se les agregan lo que tienen que ver con las relaciones, ya que el espacio se define fundamentalmente por relaciones. El espacio es espacio entre.
Al observar algo, la subjetividad y la posición en la que nos encontramos determinan la información que se recibe, cada punto del universo es un centro desde el cual se organiza una visión del todo. En consecuencia, cada punto del espacio es único e irrepetible: el punto de vista.

Alejandra Rodrigues Gesuald

Acerca de la relación entre subjetividad y mirada

Somos todo el pasado, somos nuestra sangre, somos la gente que hemos visto partir, somos los libros que nos han mejorado, somos gratamente los otros.

Jorge Luis Borges

Lo nuevo no está en lo que se dice, sino en el acontecimiento de su retorno

Michel Foucault


Durante todo el tiempo del encuentro, hay un olvido, después un recuerdo que tiene como morada todo nuestro cuerpo.
José Lezama Lima


Subjetividad como ciudades que sueñan en las palabras. Como muchedumbres nerviosas que se tensan confundidad en una voz. Cuando hablo los alientos que se respiran en las calles salen de mi boca o vienen a empozarse en mis palabras. Salen de mi boca fresnos, plátanos, tipas, paraísos, tilos y un jacarandá. Cosas del mundo que hacen raíces entre las palabras. Porque el mundo no es escenografía fija, escenario que soporta o naturaleza exterior que colorea el ánimo. Subjetividad como potencia disponible que abraza los cuerpos y se cuelga de las palabras. Subjetividad como memoria (con sus poblaciones dormidas, muertas, recién nacidas o soñadas). Subjetividad como mirada de las cosas del mundo que puja por expresarse en una palabra pronunciada.

Marcelo Percia

UNIDAD 3: Introducción


        LA MIRADA: ELEMENTOS PARA ANALIZAR UNA DIMENSIÓN CONSTRUCTIVA


Oscar D. Amaya


Yo creo que uno mira los cuadros con la esperanza de descubrir
un secreto. No un secreto sobre el arte, sino sobre la vida. Y si lo
descubre, seguirá siendo un secreto, porque, después de todo, no se
puede traducir a palabras. Con las palabras lo único que se puede
hacer es trazar, a mano, un tosco mapa para llegar al secreto.
John Berger

Cuando en el alma despierta verdaderamente el sentimiento
de que el lenguaje no es un mero medio de intercambio para
el entendimiento mutuo, sino que es un verdadero mundo
que el espíritu debe poner entre él mismo y los objetos
mediante el trabajo interior de su fuerza, entonces el alma
está en el camino verdadero para, cada vez más, encontrar
y poner algo en él, es decir, en el lenguaje como mundo.
W. von Humboldt

Es preciso que nos acostumbremos a pensar que todo lo visible
está tallado en lo tangible, todo ser táctil está prometido en cierto modo
a la visibilidad, y que hay, no sólo entre lo tocado y lo tocante, sino también
entre lo visible que está incrustado él, un encaje, un encabalgamiento
M. Merleau-Ponty


En un intento dirigido a revisar la mirada como una de las escenas de cruce entre psicología y comunicación, comenzaremos planteando que la mirada supone en tanto acto llevado a cabo por el sujeto, una organización del mundo, una forma de estructurar la realidad. “Todas las apariencias están continuamente intercambiándose: visualmente, todo es interdependiente. Mirar es someter el sentido de la vista a esta interdependencia”, afirma Berger. Una forma de aceptar el conjunto de lo real como visible, aceptable e incluso creíble, a sabiendas que no siempre se han dado como ciertos los mismos fenómenos.

Hoy casi no dudamos de lo que vemos en las pantallas de televisión o de lo que se propone las pantallas de las computadoras, sin embargo, esto supuso en las prácticas culturales una adecuación respecto de nuevas tecnologías que no siempre existieron. Del mismo modo que la aparición del libro implicó una forma de volver creíbles las narraciones que comenzaron a leerse, algo similar ocurrió cuando se desarrollaron las tecnologías de reproducción de los fenómenos visuales. La fotografía digital, por ejemplo, crece con un concepto de la práctica fotográfica que arranca de la primera gran oleada de difusión de la foto, pero que ahora se manifiesta de modo muy distinto. La cotidianeidad que se fotografía ahora no son nuestros familiares en su vida cotidiana, sino otra, desprovista de la solemnidad en la práctica de las artes y de la consideración de lo que se muestra como algo único e irrepetible.

De todas maneras, el desarrollo tecnológico no modificará el hecho de que el mundo sigue y seguirá siendo un espacio por descubrir y toda ley que se formule respecto de su cognoscibilidad será necesaria y felizmente provisional, ya que como afirma Proust, la supuesta inmovilidad de las cosas que nos rodean, acaso sea una cualidad que nosotros les imponemos, con nuestra certidumbre de que ellas son esas cosas y nada más que esas cosas, con la inmovilidad que toma nuestro pensamiento frente a ellas.

Las tecnologías de la comunicación desde siempre en la cultura han servido como mediaciones, como ortopedias refinadas. Toda tecnología construye nuevos mundos y maneras de vivir, desde la escritura a la imprenta, de la pintura a la fotografía o del cine a la videocámara. Si no estamos ya definitivamente en la posmodernidad no es sólo porque vivimos en un país que se sigue recuperando de la pobreza y la devastación, sino también porque, entre otras cosas, aún persistimos en ilusionarnos en lo que queda del sueño moderno, es decir, en el poder de la tecnología para mejorar la vida, para mejorar el destino, para mostrarnos un “futuro mejor”.

Estas tecnologías contribuyen a crear nuevas realidades que no sólo transmiten mensajes del mundo empírico, sino que diseñan nuevos mundos, o por lo menos nuevas versiones del mundo. El relato de un suceso no es el suceso en sí, y sí mucho más que su mera referencia. En la comunicación social, el impacto de las todavía denominadas nuevas tecnologías resultó no sólo cuantitativo, sino cualitativo, transformando en el escenario social, junto a otros fenómenos, prácticas, discursos y subjetividades.

Pero no debemos desconsiderar el impacto sociopolítico de estas fuertes transformaciones sociales: las ideologías que se encuentran inscriptas en las tecnologías massmediáticas llevan a cabo operaciones de “transparencia” e ilusión de comunicabilidad inmediata, total y perfecta, construyendo el relato de un mundo sin secretos en donde lo privado se tornó de consumo público. Esto crea un mandato social: toda interpretación y todo análisis crítico, toda resistencia individual y social, toda sospecha resulta superflua e inútil frente a la plenitud de lo siempre visible como única escena, la hegemónica presencia de lo representable por sobre aquello representado.

Dicho esto último en otras palabras: la creciente disolución de los límites entre la “realidad” y la ficción a través de regímenes de producción de determinadas verdades operativas en términos de lógicas de construcción de otra “realidad”, una de carácter virtual provista de mayor materialidad que la “real”, cuyo efecto no es otro que el de colonizar los imaginarios, buscando la sustitución tanto de las representaciones icónicas tradicionales (pintura, escultura, fotografía) y las producciones ficcionales sociales (ideología, religión, fetichismo de la mercancía) como de las ficciones subjetivas (sueño, fantasía, imaginación). Un ojo tecnológico absoluto y absolutizante.


El mirar y su potencia creadora



Basta poner una barrera
para poder ver lo que hay del otro lado
I. Kant


Pero volvamos a considerar la potencia de la mirada: mirar y mostrar con arte -es decir, artificiosamente- transforma la mirada y al mismo tiempo la consideración de lo mirado. ¿Qué significan un paquete de cigarrillos o una lata de gaseosa que son desechados y aplastados: el resto de un producto que aún muestra su marca comercial o un elemento del paisaje urbano de entidad semejante a un árbol o un río? ¿Lo que queda en un plato de comida es simplemente un resto de comida o algo que está más acá o más allá de la ingestión? ¿Una zapatilla o una alpargata desparejada y confundida en la tierra siguen siendo un calzado, cuando ya no hay pie para calzar? Estas preguntas pueden interpretarse como artísticas, como filosóficas y aun como políticas, pero vienen siendo formuladas desde lejos. Se podrían formular de otro modo: ¿quiénes son Los Embajadores que pintó Holbein, qué sentido tiene su exposición y el disco que se reproduce en el inferior del cuadro?, ¿existen o existieron los mundos que mostró Miguel Ángel en la capilla Sixtina?, ¿quiénes son Las Meninas de Velásquez, quién es el protagonista de ese cuadro, es el pintor o el espectador que involuntariamente es incorporado a la escena?

Las imágenes en la cultura han sido desde siempre un aparato visual de constitución de la subjetividad colectiva y el imaginario socio-histórico. Suerte de “constructoras” de una memoria social, que intenta atrapar en la mirada un orden de pertenencia y reconocimiento prescripto para los sujetos de una cultura, proceso no exento de tensiones y conflictos entre el poder subversivo de la creación (la expresión de lo inexpresable a través de la mediación de lo sublime estético) y el poder político de control y dominio de los sujetos, que necesita también del arte para producir memoria y así legitimarse. Las imágenes que sostienen esta memoria, constituyen entonces un sistema de representaciones que establece lazos sociales con la subjetividad, tanto en la dimensión conciente como en la inconciente a este orden de pertenencia de carácter institucional e ideológico, porque fija continuidades que emplazan formas identitarias. O como afirma Nietzsche: “tenemos el arte para defendernos de la muerte”.

Pero es necesario precisar que el orden visible al que estamos acostumbrados no es totalizante, sino plural, lo que implica considerar órdenes coexistentes que se despliegan por doquier: “los cuentos de hadas, de fantasmas y de ogros eran un intento humano de reconciliarse con esta coexistencia. Los cazadores siempre lo tienen en cuenta, y por eso son capaces de leer signos que nosotros no vemos. Los niños lo perciben intuitivamente, porque les gusta esconderse detrás de las cosas, y desde allí descubren los intersticios existentes entre las diferentes gamas de lo visible”, afirma Berger (2004). Podríamos pensar además en médicos, detectives, psicólogos, artistas y otros oficios entrenados en “leer” lo visible, allí donde la mirada inadvertida nada encuentra para interpretar...

¿Dónde reside, entonces, la cuestión? Quizás en la singularidad de la mirada humana entre todo el universo de lo existente. Mirar no consiste únicamente en convertir percepciones luminosas en imágenes mentales significativas. El mirar transforma y nos transforma. Lo que vemos nos hace, y lo que vemos nos conduce a hacer. La mirada constituye la subjetividad por ser una escena continua, ya que prosigue incluso en el sueño. Cuando miramos, no sólo buscamos percibir; mirar es construir o por lo menos pretenderlo. El sujeto no es solamente recolector o predador, sino también constructor, y traza su ámbito y dimensión constructiva mediante la mirada. En ella, se encuentran las huellas del observador, hecho que produce una unión entre la experiencia del creador con la experiencia del que mira. El transcurrir y desarrollarse en la transformación del mundo, no es un suceder organizado por alguien, sin embargo, mirar ese suceder no puede no organizarse para la mirada que lo mira y que se ve implicada en él.
El otro y su mirada también nos constituye: cuando somos mirados nos convertimos en objeto para otro, su mirada nos sustrae de nuestra presencia exclusiva ante nosotros mismos: “la verdadera percepción de la alteridad del otro sólo se produce cuando yo soy objeto de su mirada”, afirma Gruner (2001). Se trata de un fenómeno de encuentro/desencuentro donde el otro se torna sujeto para nosotros. Es que cuando vemos a alguien, o incluso cuando miramos algo que nos resulta bello, la primera sensación que generalmente experimentamos es que representa un placer mirar a esa persona o a ese objeto o lugar. ¿Y si acaso el verdadero placer fuera otro, más estremecedor: el placer de ser mirado por esa persona, el placer de “estar presente” haciéndonos sentir junto a ese objeto, dentro de ese lugar? Somos concientes de nosotros mismos porque somos concientes de la existencia de los otros, plantea Vigotsky. Un sujeto es conciente de sí cuando reconoce en sí mismo a otro, y cuando además reconoce que es otro para sí mismo.

Lo otro que miramos en la escena de mirar, nunca zanja un cierto abismo de incomprensión, puesto que mirar y ser mirados produce en el intento de interpretar lo que sucede, sesgos de ignorancia, intentos por establecer un puente entre ese abismo, que puede en parte zanjarse por la existencia del lenguaje cuando se trata de un semejante, pero que fracasa cuando lo que miramos es el mundo, las formas de vida que están más allá de la reciprocidad lingüística.
No podemos pensar entonces en la posibilidad de una mirada despojada, exenta de interpretación: toda mirada asume, aún inadvertidamente, una práctica interpretativa y por ende un intento de transformación, ya que toda práctica de interpretación, en la medida en que problematiza la inmediatez de lo aparente, introduce una diferencia en el mundo, lo vuelve parcialmente opaco.


Imágenes, cultura e ideología



No te harás imagen ni ninguna semejanza de lo que esté
arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas
de la tierra. No te inclinarás ante ellas, ni las honrarás.
libro del Exodo, La Biblia


Las imágenes poseen un efecto no sólo en la subjetividad, sino también por sus connotaciones en la cultura, al punto que es posible analizar la evolución histórico-cultural de las imágenes desde sus manifestaciones más remotas en las paredes de las cuevas en el paleolítico hasta nuestro contemporáneo e inquietante mundo de la realidad virtual.

En otras palabras, la imagen ha sido, históricamente, un aparato visual de constitución de la subjetividad colectiva y el imaginario social-histórico, cumpliendo una función de transmisión ideológica, construcción de una memoria social que buscar cristalizar, a través de la mirada, el orden de pertenencia y reconocimiento prescripto para los sujetos de una cultura.  A través de imágenes singulares y concretas resulta posible instaurar ideas generales dominantes: como hemos afirmado más arriba, los poderes sociales han requerido de un uso social de las imágenes (artísticas, periodísticas, etc.) para producir una memoria y reproducir a través de ella, ciertos valores y desestimar otros.

Aunque la legitimación del uso social de las imágenes no siempre estuvo aceptada en la cultura occidental. Ya desde el tabú icónico del monoteísmo del pueblo judío enfrentado a la idolatría pagana de las imágenes, podemos encontrar rastros de esta “batalla de las imágenes”. Esta querella se registra en la cultura griega posterior y en los inicios del cristianismo y la edad media, reflejando una cuestión central, que es la del estatuto ontológico de la imagen, que puede ser entendida como

 -representación de una ausencia (presencia simbólica o sígnica), o

-presentificación o puesta en escena de una existencia (presencia plena vital y real).

La guerra icónica ha generado en la cultura dos actitudes opuestas, debido a la frágil frontera entre imagen y realidad, alcanzando grados de confusión notables:

 -iconofilia o idolatría y culto de las imágenes

-iconofobia o abstención u odio y agresión hacia las imágenes

ambas dotadas de una creencia en la realidad existencial de las imágenes, fenómeno creciente desde mediados del siglo XX a partir del desarrollo de la “realidad virtual” con su presunto realismo ontológico de las representaciones que trascienden soportes y materiales.

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Modos de la subjetividad en la escena del sujeto y su contemplación, que se añaden para comprender que el mirar constituye una experiencia corporal, emocional e interpretativa, en la cual se conjugan vida y arte, donde el observador tiene la oportunidad de captar el advenimiento del espíritu del mirar: una escena con cadencias y silencios, que funda su propio tiempo y espacio.



La creación comienza en la visión. Ver ya es una operación creadora que exige un esfuerzo. Todo lo que vemos en la vida diaria sufre, en mayor o menor grado, la deformación que engendran las costumbres adquiridas... el esfuerzo para desembarazarse de ellas exige mucho valor, indispensable para el artista
que debe ver las cosas como si las viera por primera vez: es necesario
ver siempre como cuando éramos niños; la pérdida de esa posibilidad
coarta la de expresarse de manera original, es decir, personal.
        Henri Matisse



Bibliografía consultada

Berger, J. (2004) El tamaño de una bolsa. Buenos Aires, Alfaguara.

Berger, J. (1998) Mirar. Buenos Aires, eds. De la Flor

Gubern, R. (1996) Del bisonte a la realidad virtual. Barcelona, Anagrama.

Gruner, E. (2001) El sitio de la mirada. Buenos Aires, Norma.

Marafioti, R. (2005) Problemática de la comunicación. Buenos Aires, UNLZ.

Matisse, H. (1993)  Escritos y opiniones sobre el arte. Madrid, Debate.


Vigotski, L. (1988) El desarrollo de los procesos psicológicos superiores. México, Ed. Grijalbo.

las problemáticas que se abordan refieren a un concepto: problematización

el concepto de problematización alude a una práctica de pensamiento que cuestiona un saber vigente respecto de un objeto de conocimiento. Se trata de una modalidad epistémica de la discontinuidad respecto de una comprensión anterior sostenida como válida, es decir, un espacio de interrogación crítica.

Unidad III - J. Crary

LA MODERNIDAD Y LA CUESTION DEL OBSERVADOR

Cámara oscura: aparato en que se reproducían en el fondo de una caja oscura, los objetos exteriores. Se emplea para la fotografía. Caja cuyas paredes son opacas, excepto la situada enfrente de un pequeño orificio que es de vidrio esmerilado. Sobre éste se forma la imagen de objeto colocado delante del orificio. la imagen aparece invertida. La relación entre las dimensiones lineales del objeto e imagen es igual al cociente entre las respectivas distancias del orificio.

Unidad 3 - el problema de la percepción. Mondzain

¿Pueden matar las imágenes?

La violencia de lo visible se vincula con la guerra que se libra al pensamiento. En palabras de Godard, todo contrato aceptado con las visibilidades se abre como una colaboración con el enemigo. Pensar la imagen es dar cuenta del destino de la violencia.

Marie - Jose Mondzain filósofa y especialista en el estudio de las imágenes, desde el período bizantino hasta sus representaciones modernas en la publicidad, la propaganda y el arte contemporáneo. Es desde hace más de tres décadas investigadora en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas de Francia (CNRS). Entre sus libros se encuentran los clásicos Image, icône, économie. Les Sources byzantines de l’imaginaire contemporain(Seuil, 1996) ; Le Commerce des Regards (Seuil, 2003) y Qu’est-ce que tu vois?(Gallimard, 2008).

Entre Guantánamo y Daesh, entre los videos difundidos en Youtube y los drones armados teledirigidos, hay una lengua común: la puesta en escena criminal de la muerte distribuida ciegamente y la exhibición y difusión sin límites de los gestos más salvajes frente a un público horrorizado y fascinado a la vez. Una erotización de lo peor.
El 11 de septiembre de 2001 se dio el golpe más grande al imperio de lo visible. Fue un crimen real, con víctimas de carne y sangre. Al instante se trató el caso en términos visuales, mezclando lo visible y lo invisible, la realidad y la ficción, el duelo real y la invencibilidad de los emblemas. El presidente de los Estados Unidos anunció un ayuno de imágenes: ningún muerto en las pantallas.

Lo visible entraba en crisis. Pero es más fácil prohibir ver que permitir pensar. La violencia de lo visible se vincula con la guerra que se libra al pensamiento. En palabras de Godard, todo contrato aceptado con las visibilidades se abre como una colaboración con el enemigo. Pensar la imagen es dar cuenta del destino de la violencia.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

I. La violenta historia de las imágenes
¿Quién negaría hoy ver en la imagen el instrumento de un poder sobre los cuerpos y las mentes? En la actualidad se sospecha que este poder, concebido a lo largo de veinte siglos de cristianismo como liberador y redentor, es el instrumento de estrategias alienantes y dominantes. Por lo tanto, se trata a la imagen de “instigadora al crimen” cuando una muerte parece haber encontrado su modelo en las ficciones difundidas por las pantallas. Los culpables la hacen responsable. ¿Pero quiénes son los culpables? ¿Aquellos que matan o aquellos que producen y difunden las imágenes? Ahora bien, culpabilidad y responsabilidad son términos que pueden ser atribuidos solo a las personas, jamás a las cosas. Y las imágenes son cosas. Abandonemos esta extraña retórica. Si se quiere dar a las imágenes un estatuto singular entre las cosas diciendo que son, a la vez, cosas y no cosas, que así sea. ¿Pero por esto son personas? Cosas y no cosas, más bien se tambalean en una irrealidad singular que podría difícilmente aumentar su responsabilidad. Sin embargo, indudablemente es así que hay que considerar la imagen en su realidad sensible y sus operaciones ficcionales. Hay que reconocer que están a mitad de camino entre las cosas y los sueños, en un entre-mundo, un cuasi-mundo, en el que tal vez se ponen en juego nuestras limitaciones y nuestras libertades. Pensar la imagen en esta perspectiva permite interrogar la paradoja de su insignificancia y de sus poderes. Para entender esta situación extraña que hace de tan poca cosa, es decir la imagen, un asunto de gran magnitud, la libertad, es necesario recorrer un poco su historia en la palabra y en los gestos de los hombres que la producen. Porque la imagen existe solo a lo largo de los gestos y las palabras que la califican, la construyen, como de aquellos que la descalifican y la destruyen. El deseo de mostrar induce a una necesidad de hacer y no, inevitablemente, el deseo de hacer hacer. ¿No pensaba Aristóteles, por el contrario, que el espectáculo de la violencia suspendía todo pasaje al acto? ¿Habrán cambiado las cosas?
Hace más de diez siglos, los pensadores cristianos de la imagen fueron los primeros en la historia occidental en hacer de la imagen un desafío filosófico y político. La imagen fue primero prohibida y luego celebrada, una tras otra, con tal violencia que desde el comienzo fue un desafío pasional. Esta ambivalencia de lo visible está lejos de ser reciente porque se trata de un estado de cosas en la aparición material de una inmaterialidad. Tal fue el sentido de la encarnación que daba carne y cuerpo a una imagen, al tiempo que le atribuía el poder de conducir a la invisibilidad de su modelo divino. Con la encarnación, una nueva definición de la imagen entraba en la cultura greco-latina y se convertía en la matriz icónica de todas las visibilidades compartidas. Se construyó un mundo común que definió su cultura como una gestión articulada y simultánea de lo invisible y lo visible. Se apasionaron por la imagen. Designar la vida de la imagen del Padre, la del Cristo, con la palabra Pasión, se adecua perfectamente con el desafío icónico. La Pasión de Cristo, es decir la Pasión de la imagen, tuvo lugar en la imagen de la Pasión. Es una travesía de las tinieblas hasta el triunfo final. La historia de la encarnación es la leyenda de la imagen misma. Pero en la actualidad se agrega una extraña inquietud: la fuerza de la imagen estaría en impulsarnos a imitarla, y de este modo el contenido narrativo de la imagen podría ejercer directamente una violencia al obligar a hacer. Antes se la criticaba porque hacía ver, en adelante se la acusa de hacer hacer. Si lo que parece ser un problema nuevo oculta los orígenes milenarios de la cuestión, se debe esencialmente a dos razones. La primera es una simple constatación: se dice que los actos de violencia gratuita no cesan de multiplicarse en nuestra sociedad, dominada al mismo tiempo por un crecimiento del espectáculo de las visibilidades. Si esta primera constatación es aceptable, el vínculo de causa a efecto es totalmente contestable y no descansa sobre ningún dato real tal como las encuestas y estadísticas lo demostraron. Sin mencionar el hecho esencial, al que volveré, a saber que la inflación de las “visibilidades” no significa, de ninguna manera, la inflación de imágenes.
La segunda razón del miedo actual, tal vez la verdadera razón, obedece a que la producción visual se ha convertido en un mercado tan válido como cualquier otro. Los desafíos económicos son tan potentes, las figuraciones de la violencia se venden tan bien y son la fuente de  ganancias tan grandes, que el debate se desplaza para no ser solo la tensión contradictoria entre los intereses económicos y la preocupación ética. Tanto que, en lugar de interesarse en la imagen en sí misma y en la naturaleza de su propia violencia, se hace como si, el vínculo de causa a efecto entre imagen y violencia siendo una evidencia o una conquista, la cuestión esperase, en un mismo movimiento, su solución moral y financiera a través de la vía jurídica. La libertad de la imagen, su relativa inocencia, su irrealidad tan fecunda, desaparecen detrás de los desafíos económicos que desde entonces acompañan su uso y su difusión. ¿Cómo preguntarse acerca de la violencia de la imagen y la imagen de la violencia antes de toda reflexión sobre lo que es una imagen? Los debates sobre los decretos de regulación controlada de las fotografías, articulados con un pretendido derecho a la imagen, son una caricatura flagrante de esto ya que se decide controlar la imagen sin siquiera saber de qué se está hablando, de qué imagen se trata y si la imagen tiene que ver, más o menos, con una propiedad y un derecho. La expresión “derecho a la imagen” tiene que ver con una total confusión y no hace más que esconder, bajo el pretexto de la protección de los inocentes y de las víctimas, el establecimiento de un nuevo mercado: no se toma una imagen, ¡se la paga a su propietario!

* * *
Las imágenes se presentan como objetos que pueden ser examinados. Estos objetos son susceptibles de provocar un discurso y de ser sostenidos por un saber. Incluso si su estatuto de objeto es profundamente problemático, las imágenes aparecen como una realidad sensible ofrecida de modo simultáneo a la mirada y al conocimiento. Pero la violencia, ella, no es un objeto. El diccionario la define como la manifestación abusiva de una fuerza. La violencia designa un exceso, de modo que el discurso sobre este estado se constituye más bien como un juicio que como un saber y supone un estado de derecho organizado por leyes que permiten evaluar la norma y la transgresión. Este juicio se pronuncia sobre un gasto de energía y denuncia su exceso. La violencia es, por lo tanto, fuerza de más o mal empleada, y se reconoce este exceso en los efectos negativos cuando conllevan un perjuicio a dos principios que fundan a la comunidad: la vida y la libertad de cada uno. La violencia implica, entonces, la existencia de sujetos.
Al tratar a la imagen como a un sujeto, se la sospecha de poder abusar de su potencia. Allí comienzan los deslizamientos y los malos entendidos. En realidad, cada uno de nosotros tiene con la violencia, en tanto que fuerza, una connivencia, una relación, una familiaridad, que no son extranjeras a la definición de la vida misma. Una paz sin fuerza se parece a la muerte, y la fuerza de la vida se construye en base a las reservas de la violencia. Quien dice reserva, dice a la vez recursos y remoción. Dicho de otro modo, es en la capacidad de ser violento que hay que ir a extraer la fuerza de no serlo. La violencia sería por lo tanto potencia, antes de ser o no un acto. Está claro que todo ser vivo solo sobrevive por el efecto de una economía compleja y muchas veces contradictoria entre las fuerzas que lo habitan, fuerzas que lo amenazan y que, a la vez, lo sostienen. La fuerza de los movimientos que nos agitan tiene que ver con una experiencia que se siente, antes incluso de someterla a juicio. En el espacio de una convivencia, enseguida la violencia es negociada. ¿Hay que suprimir la violencia, incluso es posible, o más bien hay que considerar las condiciones de su transformación en el seno de la comunidad? Cuando la violencia surge brutalmente, sin meditación, no es jamás el índice de la fuerza sino más bien de la debilidad. Esta violencia es destructiva, produce una doble exclusión, la del violento y la de su víctima, llegando al suicidio así como al asesinato. Existe otra violencia, articulada con la primera, es la violencia fusional en la que el sujeto puede hundirse y desaparecer en el anonadamiento unificador del Todo. En los dos casos, la destrucción y la muerte hacen acto de presencia.
La cuestión es entonces saber en qué inducirían las producciones visuales a una pasión asesina o a una destrucción fusional. ¿Lo visible estaría al servicio de una irrupción masiva de la violencia de los deseos o es susceptible de un tratamiento simbólico? Dicho de otro modo, ¿la imagen es una potencia no mediatizable por la palabra o es, por el contrario, aquello en donde se juega en primer lugar la convivencia de los deseos? Lo visible nos afecta en tanto que tiene que ver con la potencia del deseo y que nos exige encontrar la manera de amar u odiar al mismo tiempo. Toda visibilidad compromete a los pensamientos y a los cuerpos a mantener con esas violencias una relación constructiva o bien destructiva. Sin duda, Aristóteles pensaba en esto cuando inscribió el espectáculo trágico en un programa de tratamiento simbólico de la violencia pasional. El deseo de matar y el miedo a morir pueden arruinar todo proyecto de construcción de un espacio social en el que no podrían jamás convivir los muertos y los asesinos en potencia que somos. Según Aristóteles, hacer ver y hacer escuchar palabras era el único medio de hacer posible la vida en común para los sujetos en lucha con sus deseos y sus miedos. Pero privilegiaba el texto y la fábula, dudando más de los poderes simbólicos del espectáculo. Dudaba respecto de la cuestión de lo visible. Hoy no podemos dudar del control de lo visible por sobre las pasiones y de lo que allí se juega para la comunidad, por lo tanto, políticamente. Nos incumbe saber dónde y cómo la violencia de nuestras imágenes va a generar la fuerza que necesitamos para vivir todos juntos. Desde entonces, un mismo sujeto puede ser figurado bajo una forma que amenaza a la libertad o bien bajo una forma que la constituye. La imagen de la virtud o la de la belleza pueden generar violencia. Tal fue el caso de las películas nazis que exaltaban la perfección aria y se apoyaban en la fusión de todos en el odio del otro. Visibilidades sin palabra inervadas por un discurso ensordecedor.
Cuando se dice que una imagen es violenta, se sugiere que puede actuar directamente sobre un sujeto por fuera de toda mediación del lenguaje. Esto significa que vamos a abandonar el campo de las producciones simbólicas para abordar aquel, más imperceptible, de la influencia cuasi hipnótica, de la pérdida de lo real, de la alucinación colectiva o del delirio privado. Quiere decir que nos vamos a interesar por los movimientos comunicados por la imagen y no por su contenido figurativo. Por lo tanto, la cuestión ahora es distinguir, en las producciones visibles, aquellas que se dirigen a las pulsiones destructoras y fusionales y aquellas que se encargan de liberar al espectador de semejante presión mortífera, tanto para él como para la comunidad.
Si se elude un cuestionamiento semejante, se continuará responsabilizando a la imagen no de aquello que comete sino de aquello que impulsaría a cometer. Dicho de otro modo, delante del tribunal de la razón y de la moral, ella sería inculpada de crímenes que no ha cometido salvo si se considera que aquellos que los cometen han perdido la facultad de juzgar y de actuar libremente a causa de ella. Se trata de su juicio y de su libertad. Este es un punto esencial en la reflexión sobre la censura de las imágenes.
Suponiendo que la imagen nos vuelva pasivos, ¿cómo puede hacernos cometer un acto? Si, por el contrario, formulo la hipótesis de que no la recibo pasivamente, ya no es más la imagen que está en el origen de mis actos sino yo mismo en tanto que sujeto libre de mi acción. Desde ese momento, si hay crimen, ya no fue cometido por la imagen sino por la mano que lo perpetró. Solo podemos salir de esta contradicción y de este problema estudiando metódicamente la imagen, su fuerza y sus excesos y haciéndonos un buen número de preguntas acerca de ella. Solo este trabajo permitirá concluir sobre la naturaleza de un vínculo entre lo que se ve y lo que se hace. En cierta manera, es una interrogación acerca del carácter performativo de la imagen, con la diferencia de que uno no se pregunta qué hace la imagen sino qué hace hacer.
¿La imagen puede matar? ¿La imagen puede convertirnos en un asesino? ¿Es posible otorgarle una realidad tal que podamos designarla culpable o responsable de los crímenes y de los delitos que, en tanto que objeto, no puede haber cometido? ¿De qué acto una imagen puede ser capaz? Objeto sin cuerpo, sin mano, sin voluntad, ¿ella puede actuar como la magia de una influencia? Escuchar historias de lobos, más bien nos ayudó a dar una forma a los miedos y a los fantasmas indecibles que pueblan las pesadillas, por lo tanto a superarlos. ¿Las alegorías edificantes de la virtud y del patriotismo produjeron un mundo virtuoso y patriótico? ¿La deconstrucción del rostro de Dora Maar que hizo Picasso suscitó el recorte voraz de un ser amado? ¿No? ¿Entonces por qué algunas imágenes gozarían del privilegio singular de ser más resistibles que otras? La imitación de estos íconos del miedo y del placer por ver no hacen hacer nada. El problema concierne a la naturaleza intrínseca de la imagen y no a su contenido narrativo o referencial. La historia de la violencia es totalmente disociable de las imágenes, tanto tiempo como disociemos aquello que se juega en ellas del destino del juicio crítico y de la palabra, por lo tanto del lugar de nuestros cuerpos y nuestro pensamiento en el encuentro con estos objetos. Solo la palabra surte efecto sobre la economía de nuestros deseos, y esto específicamente en el mundo visual en el que hay una gran tendencia a creer que el ser hablante se volvió mudo. ¿Pero es realmente una tendencia? ¿No es más bien una estrategia de dependencia? El silencio aparente de las imágenes no tiene ninguna razón de querer volvernos mudos. De una manera general, una imagen no quiere hacernos callar más que la visión de una silla nos impone sentarnos. Lo visible, él solo, no da ninguna orden. ¿Entonces quién la da? ¿En qué el reclinatorio ordena, a su manera, arrodillarse?
Por lo tanto, ¿qué es la fuerza de una imagen? ¿Qué nos enseñan aquellos que creen en su violencia? Recordemos primero los usos llamados mágicos de las imágenes. El término magia con frecuencia es un cajón de sastre al que el antropólogo de principios de siglo recurría ni bien se confrontaba con un régimen de causalidad diferente al nuestro. Con el mismo abuso del lenguaje se habló de fetiches para designar las fabricaciones substitutivas dotadas de una eficacidad singular. Se trata de todos estos dispositivos imaginarios que en algunas culturas permiten actuar sobre lo real por el intermedio de objetos eficaces en una operación simbólica de desplazamiento. Es por la imagen, facsimilar u objeto substitutivo, que se instaura una relación de poder. Si estas imágenes tienen un poder, existe una respuesta a este poder, porque siempre es posible producir contra-poderes, contra-imágenes que desvían o invalidan los poderes de la primera.
Tomaré el ejemplo de los rollos mágicos etíopes utilizados por una población cristiana sincréticamente fieles a las creencias animistas. Gracias a los ritos sacrificiales y figurativos, estos rollos debían curar a los enfermos. La enfermedad era concebida en términos de posesión por los espíritus demoníacos; el rollo terapéutico, hecho en la piel de un animal sacrificado, estaba cubierto por inscripciones y figuras que eran, alternativamente, oraciones, invocaciones, fórmulas en una lengua secreta y figuraciones de santos, de ángeles, de arcángeles y de demonios inscriptos en cierto número de grafos simbólicos que atan al mal y desatan al poseído. El tema icónico central es la figura del ojo o más exactamente la mirada. El principio operatorio es el siguiente: el enfermo le presenta al demonio que lo posee su propia imagen y, frente al espectáculo insoportable de esta imagen que no es otra que la suya, el espíritu astuto, vencido por el miedo, huye liberando al enfermo del mal. Es la encarnación icónica de su mal quien libera al cuerpo del enfermo. La idea de una imagen que mata es familiar en numerosas tradiciones populares o míticas donde se mezclan la simulación, el simulacro y el maleficio. La imagen insostenible del mal es un tema recurrente en toda la Antigüedad, desde la mirada de la Medusa al espejo empleado por Teseo para derrotarla, pasando por la fusión mortal de Narciso y de su imagen. La historia de Narciso nos habla de la violencia de un reflejo que mata. Estos mitos y estas leyendas dicen una misma cosa: la imagen nos mira y puede devorarnos. Todos estos dispositivos de creencia y de fabricación se fundan en la identificación. Hacer unidad con lo que vemos es mortal y aquello que salva siempre es la producción de una distancia liberadora. Vivir, curar, es distanciarse de toda fusión y hacer caer al mal en su propia trampa, el de la identificación. La violencia de la imagen se desencadena cuando esta permite la identificación de lo infigurable con lo visible. Lo que equivale a decir que la imagen solo se sostiene en la disimilitud, en la distancia entre lo visible y el sujeto de la mirada. ¿Pero esta distancia es visible? Si lo fuera, ya no sería distancia. Hay por lo tanto, en el acto de ver, un “gesto” invisible que constituye la distancia de ver. Tal vez esté instituido por la voz.

Para comprender lo que es el poder de la imagen, no solo hay que decir que es siempre imagen de algo sino también que es la imagen de algo que le es extranjero, substancialmente. Toda imagen es imagen de otro, incluso en el autorretrato. Esta distancia es la de la simbolización, distancia que abre un abismo infranqueable con la incorporación de una presencia substancial y fatal. El paganismo griego se reúne, en este punto, con el monoteísmo bíblico tanto como con el musulmán. Todos parten de la convicción de que cierto cara a cara mata y que, para que la figuración sea posible, hay que hacer un sacrificio, hacer el duelo de una presencia identificatoria. Si el etíope enfermo se curó, es porque la imagen invirtió el proceso identificatorio en una operación de liberación. No sucedió otra cosa en el sacrificio crístico, porque quien es la imagen visible del Padre infigurable da acceso a todas las imágenes bajo un modo salvador, convirtiéndose en aquello que se le parece menos: un muerto. Pero lo que constituye un vínculo entre lo visible y lo invisible, es una homonimia. El nombre dado por la voz a aquello que es visto designa, en un mismo trazo, lo que se deja ver y lo que se propone invisiblemente a la mirada.