viernes, 26 de septiembre de 2014
Joseph Beuys - Todo hombre es un artista - Documental en español
https://www.youtube.com/watch?v=9vBGLQd1dTs#t=159
domingo, 20 de julio de 2014
Exposición oral
Pasos previos
Selección del fragmento de
discurso a interpretar
Selección de la unidad del
programa de estudios que constituirá el marco teórico de análisis
Selección y organización de la
bibliografía
Esquema previo: guía de pasos a
seguir
-propósito del expositor
-jerarquización de las ideas
-orden de la exposición
Exposición
introducción
desarrollo
cierre
discusión: preguntas, dudas,
objeciones
Aspectos que serán objeto de evaluación
-grado de claridad en la
exposición
-grado de articulación entre los contenidos presentados
-grado de adecuación del producto discursivo relacional respecto de la temática de la exposición
-grado de articulación entre la exposición oral y el soporte técnico elegido
-grado de pertinencia de las respuestas frente a preguntas/comentarios de los docentes
-grado de articulación entre los contenidos presentados
-grado de adecuación del producto discursivo relacional respecto de la temática de la exposición
-grado de articulación entre la exposición oral y el soporte técnico elegido
-grado de pertinencia de las respuestas frente a preguntas/comentarios de los docentes
martes, 8 de julio de 2014
Examen final: condiciones
Modalidades de examen: 1) presentación escrita, 2) oral
1) Trabajo monográfico
Consideraciones previas
El propósito de este trabajo es que a partir de algunos
saberes e investigaciones ya aceptados
como relevantes, expuestos de modo explícito (sin supuestos para el lector, es
decir, sin necesidad de recurrir a los textos que se exponen y explican),
jerarquizados y ordenados mediante procesos de razonamiento, se lleguen a determinadas conclusiones que
constituyan nuevos saberes. Estos procesos requieren orden, progresión y
exhaustividad en las ideas y argumentos, a fin de que las conclusiones sean
racionalmente aceptables.
Este trabajo, entonces, debe reconstruir elementos que ya
han sido objeto de análisis en las correspondientes unidades del programa, a
fin de su valoración, puesta en relación y evaluación. Se requiere para ello de
la elaboración de inferencias y juicios
sobre lo expuesto, a fin de ser presentados ahora en la consideración de un
fragmento de discurso, estableciendo una puesta
en relación que posea el carácter de actividad interpretativa, poniendo en
evidencia la capacidad de comprensión y síntesis alcanzada por el grupo de
estudiantes.
Consigna
A partir de la elección de un fragmento de
discurso como soporte material (información periodística, film, obra literaria, etc.) se realizará un análisis del mismo
seleccionando una unidad del programa de los contenidos abordados en las unidades del programa, centrando este análisis en un marco conceptual de los autores elegidos, abordando dicho análisis desde los conceptos específicos de ese
marco, como herramienta interpretativa.
Estructura
del trabajo
Proceso
a)
Búsqueda: fragmento de discurso
potencialmente analizable desde las unidades de contenido.
b)
Elección: análisis e
identificación de alguna de las unidades correspondientes.
c)
Selección: determinación de los autores pertenecientes a la unidad
d) Puesta en relación: construcción de la
pertinencia de abordaje del fragmento de discurso con el marco teórico
seleccionado.
Producto
a) Introducción, que presente y delimite el
tema y el objetivo del trabajo, donde se anuncien, se caractericen o se sitúen
las bibliografías a presentar y analizar; se justifique el tratamiento que se
hará de las bibliografías; se anticipen y expliquen los pasos que se seguirán
en el desarrollo de la monografía.
b)
Desarrollo, que plantee las ideas
diversas en las diferentes bibliografías de la relación seleccionada a fin de caracterizar el marco
conceptual; que interprete el fragmento de discurso elegido y la explicación de
la posibilidad de ser analizado desde los conceptos jerarquizados del marco conceptual,
mostrando los razonamientos que llevaron a sostener la postura de factibilidad
del análisis asumido. Estos razonamientos deberán estar fundados en la
bibliografía seleccionada, para lo cual habrán de consignarse la referencias de
los textos que se mencionan en el trabajo, señalando qué plantea el autor
elegido que pueda relacionarse con el fragmento de discurso analizado
c) Cierre, que sintetice la tesis o
idea central del trabajo monográfico, los contenidos desarrollados y aporte
elementos de juicio de valoración sobre el trabajo de interpretación realizado
y su proceso de elaboración, señalando alcances y limitaciones. Se
sugiere la posibilidad de producir implicaciones acerca de lo llevado a cabo o
elaborar nuevos interrogantes.
d) Anexo, que incluya el soporte material
del fragmento de discurso elegido y otros materiales que se consideren pertinentes, en los que se pueda observar los subrayados, resaltados,
anotaciones u otras marcas que se hayan efectuado en el fragmento, como fruto
del proceso de elaboración del análisis producido.
martes, 10 de junio de 2014
Unidad 5. El problema del hecho estético. De la reproducción a la creación
Consideraciones acerca del hecho estetico
El cazador de instantes
(...) La memoria es un tribunal permanente aunque arbitrario: premia gratuitamente y castiga con generosidad. Años enteros de nuestra existencia quedan sepultados bajo pesadas losas de olvido y, como contrapartida, surgen, firmemente asentados, momentos fulgurantes. Lo peculiar de este íntimo tribunal es su completa amoralidad. No actúa según códigos o leyes morales establecidas ni se remite a valores éticos positivos o negativos. No se puede afirmar, desde luego, que sea ajeno a la conciencia preobra, por así decirlo, según el instinto de conciencia.
Como tal instinto operante en el tejido del tiempo, la memoria saca a flote, incrustándolos en nuestro presente, los vértices decisivos de nuestra existencia. Poco importa que estos vértices hayan quedado aparentemente sumergidos en océanos de rutina, pues acaban prevaleciendo siempre, incluso contra nuestra voluntad. Cuando retornan aquellos ojos, aquella piel, aquel sonido, aquel aroma, resulta inútil oponerles resistencia recurriendo a un supuesto orden vital que, quizá, invita a prohibirlos.
En cuanto a instinto de conciencia, la memoria construye un relato secreto de nutra vida que diverge, cuando no se opone, al relato oficial que tendemos a legalizar, no sólo en relación al mundo exterior, sino también con respecto a nuestro propio mundo. Y este relato secreto es siempre inquietante, subversivo y, en el único sentido en que puede ser empleado este término, verdadero.
Ahora bien, , cómo se constituye este misterioso relato que guardamos en algún lugar recóndito de nuestro interior y al que sólo accedemos mediante la oblicua sinceridad del recuerdo? De entrada percibimos que nada tiene que ver con el tiempo normativo que dictamina nuestra cotidianeidad. Esta percepción contradice convicciones profundamente arraigadas en nosotros. Estamos habituados a aceptar que formamos parte de un tiempo acumulativo, lineal, brotado de un principio y orientado a tener un fin. A las razones biológicas que nos llevan a este convencimiento se les suman otras, culturales, que dirigen un determinado desarrollo de los destinos colectivos e individuales. Así se forma nuestra imagen del tiempo como un continuum irreversible en el que no caben “eternos retornos” y, ni siquiera, dislocaciones. Estamos sometidos al reloj, al calendario y a la ley.
Lo paradójico, no obstante, es que de modo simultáneo estamos en condiciones de observar que hay otro tiempo en nosotros que nos configura de una manera radicalmente distinta. Un tiempo ajeno a toda linealidad, desbocado, caótico, que fluye libremente apoderándose a zarpazos de nuestra mente. Este otro tiempo, mediante el que reconocemos el relato secreto de nuestra existencia, no admite la imagen de un continuum sino que, al contrario, se manifiesta con violentas discontinuidades, con bruscos saltos y retrocesos que agreden la idea comúnmente asumida del devenir. Desconocemos su funcionamiento pero captamos su presencia en forma de instantes que se enroscan en el árbol de nuestra razón, ofreciéndonos los frutos de sabor más intenso.
La superioridad, en nuestra conciencia, de tales instantes sobre le tiempo normativo al que ficticiamente obedecemos estriba en su fuerza y, también, en su libertad, acceden a nosotros libremente y nos sugieren un poder insuperable. Aunque quisiéramos, como a veces queremos, no podemos escapar a ellos porque representan, no lo mejor o peor de nosotros mismos, sino lo que ha grabado en nuestra identidad una señal imperecedera. A través del eco queremos volver una y otra vez al sonido originario, siguiendo las ondas expansivas deseamos recrear el momento en que la piedra chocó con el agua. En nuestro relato secreto cada uno de estos instantes encierra un mundo autosuficiente y, asimismo, en permanente transformación.
Rafael Argullol. El cazador de instantes. Cuaderno de travesía 1990-1995. Barcelona, ediciones Destino, 1996.
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En el ensayo “El nacimiento de una película”, Federico Fellini se refiere al modo en que trabaja una obra, o para decirlo con mayor pertinencia, al modo en que algo trabaja en él hasta que en cierto momento deviene obra.
Carlos Pérez
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A veces me encuentro o m descubro viéndome de lejos: veo mi mano pintando y siento que no sigue mis órdenes, va sola. Un día dibujaba mariposas y me di cuenta que no las dibujaba sino que mi mano producía el aleteo.
Ana, artista plástica.
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El sujeto, estimulado y frustrado, parece buscar en el arte, más que nunca, la expresión para su fantasía; la realidad imaginada se confunde con la imagen realizada en la obra de arte o en el producto tecnológico.
Esther Aguirre
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Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces, apenas había apagado la luz, cerrábanse mis ojos tan prestos, que ni tiempo tenía para decirme: “ya me duermo”. Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban estas reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra...
Marcel Proust
lunes, 9 de junio de 2014
Unidad 5. El problema del hecho estético. De la reproducción a la creación.
TABLEROS,
DISFRACES, TITERES, AUTITOS, MUÑECAS:
EL SENTIDO DEL
JUGAR EN EL PROCESO CREATIVO.
UNA MIRADA SOBRE
LA INFANCIA DEL ADULTO
Oscar Amaya
La madurez
significa recuperar la seriedad
que uno tuvo en
su infancia mientras jugaba.
F. Nietzsche
El que no anduvo
su pasado, no lo cavó,
no lo comió, no
sabe el misterio que va a
venir, nunca puso
su vida para ese misterio.
Los rollos del
Mar Muerto
El juego no es
una actividad como cualquier otra.
Es tan mágica como un ritual, ata y
desata
energías, oculta y revela identidades, teje una trama
misteriosa donde
entes y fragmentos de entes, hilachas
de universos contiguos y distantes, el
pasado y el
futuro, cosas muertas y otras aún no nacidas se
entrelazan
armónicamente en un bello y terrible dibujo.
Jugar es abrir la puerta prohibida,
pasar al otro lado
del espejo. Adentro, el sentido común, el buen sentido,
la vida “real” no funcionan. La identidad se quiebra,
aparece en
fragmentos reiterados de uno mismo.
La subjetividad(acostumbrada a estar sujeta,
sumergida y subyugada) se
expande y se
multiplica como
conejos saliendo uno tras
otro de una galera infinita.
Graciela Scheines
Encarar el
análisis del juego implica ponderar la utilización de medios simbólicos como
una de las características centrales de la expresión infantil. Es sabido que
juego, dibujo, lenguaje y otras formas de representación estructuran el
psiquismo del niño y su vida de relación. La literatura psicológica y
pedagógica que se ha ocupado del tema es frondosa y ha contribuido a la
comprensión de la naturaleza de esta escena infantil. Sin embargo, recortó al
juego preponderantemente en sus aspectos afectivo y cognitivo, relegando a un
segundo plano las dimensiones sociales, antropológicas y políticas. Un
recorrido incompleto puede hacer perder de vista que juegos y juguetes están
atravesados por significaciones culturales y diversas concepciones de infancia,
que no son ajenas a determinantes económicos y políticos.
El propósito del
presente artículo consistirá entonces en indagar la naturaleza del juego y del
jugar en dos dimensiones complementarias: la social y la política, con el fin
de ampliar el análisis para constituir una comprensión más profunda de este
fenómeno. Para ello realizaremos en primer término una caracterización de lo
lúdico en la escena cultural revisando críticamente las concepciones de
infancia hegemónicas, para finalizar con un análisis crítico del “atrapamiento”
del jugar a través de juegos y juguetes realizado desde la industria del
entretenimiento, en su resignificación de la infancia en términos de público
consumidor. En estos dos tiempos se intentará presentar claves de comprensión
del escenario lúdico, y se sostendrá que cuando los niños despliegan escenas
lúdicas, a través de ellas advienen tanto la historicidad cultural y las
ideologías dominantes, como la infancia de los adultos.
I. Destiempos: un
tiempo el de la cultura, otro el de la infancia
Hay gente que
puede creer lo que
quiere. Son
felices criaturas.
G.Ch. Lichtemberg
En mi casa he
reunido juguetes pequeños y grandes
sin los cuales no
podría vivir. El niño que no juega no es
niño, pero el
hombre que no juega perdió para siempre al niño
que vivía en él, y le hará mucha falta. He
edificado mi casa
también como un juguete y juego en ella de la
mañana a la noche.
Pablo Neruda
Las niñas y niños
que nos rodean nos interpelan -entre otras cosas- a evocar nuestra propia
infancia, si es que algún adulto pretende imbuirse del sentido del jugar en
cada uno de los encuentros con ellos. Esta evocación implica reflexionar sobre
una escena constitutiva del mundo infantil que en cada adulto, en forma
agazapada en muchos casos, aún pervive. “Todo adulto situado frente a un niño
no hace nada más que enfrentarse, de hecho, con su propia infancia reprimida” (Lajonquiere, 2000).
Para que esto suceda debe hacerse el ejercicio de rescatar
la experiencia propia de la infancia, desplegando “la diferencia que media
entre el niño que fue alguna vez para otros y ese otro niño real frente al cual
debe sostener una palabra”, frente a lo que pareciera ser lo único válido como
forma de vida en la sociedad: la experiencia adulta. Prácticas sociales como la
producción y transformación de los bienes materiales o las confrontaciones
políticas, hacen aparecer al juego como algo poco relevante, desvinculado de la
vida cultural “al transformarlo en una suerte de actividad transitoria, aunque
necesaria, en cierta etapa del desarrollo evolutivo de los individuos”
(Milstein y Mendes, 1999). Estas creencias adultas, “infantilizadoras” del
juego, desvalorizan esta práctica social al considerarla exclusiva de los
niños y por lo tanto poco relevante, en
una lógica que construye el binomio niñez-insignificancia.
Sin embargo, el
filósofo Agamben afirma que muchas investigaciones plantean que “el origen de
la mayoría de los juegos que conocemos se halla en antiguas ceremonias
sagradas, en danzas, luchas rituales y prácticas adivinatorias” (Agamben,
2001). Esto se ejemplifica en varios juegos: “en el de la pelota podemos
discernir las huellas de la representación ritual de un mito en el cual los
dioses luchaban por la posesión del sol; la ronda era un antiguo rito
matrimonial; los juegos de azar derivan de prácticas oraculares; el trompo y el
damero eran instrumentos adivinatorios”. Esto habilita a este autor a que
presente una bella hipótesis: “el país de los juguetes es un país donde los
habitantes se dedican a celebrar ritos y a manipular objetos y palabras
sagradas, cuyo sentido y cuyo fin sin embargo han olvidado”.
En contraposición
a la forma dominante de pensar al juego -y por ende a la infancia- creemos que
el niño posee la potencia de establecer vínculos subversivos –en el sentido de
revolver, alterar un orden- con los objetos: los transmuta en juguetes, al
mismo tiempo que se enuncia en jugador: “jugando se adquiere una conciencia
distinta de sí mismo, como no terminada ni unívoca”, afirma Scheines (1998).
Los autores que analizaremos –además de otros no abordados aquí- caracterizan
los procesos de adopción de identidades producidas por los niños en el juego,
como pasibles de ser homologadas a las del dramaturgo, escenógrafo, poeta y,
por supuesto, a la del actor, produciendo nuevos sentidos, nuevos imaginarios
que alteran las normativas del “mundo real”. Si para los adultos los objetos
constituyen algo “carente de vida propia, cuya existencia depende íntegramente
del lugar que se le haya conferido” (Forster, 1991), para los niños significa
establecer una relación de correspondencia vital: el mundo de las cosas y los
símbolos no “emerge de las páginas al ser contempladas por el niño, sino que
éste entra en ellas (...) vencen el engaño del plano y, por entretejidos de
color (...) sale al escenario donde vive el cuento de hadas” (Benjamin, 1989).
La adopción de
identidades diferentes en la niñez no constituye una metáfora, sino una
dinámica: “es el lugar de la movilidad permanente. Su cuerpo mutante juega a
descolocarse, a ser el otro en sí mismo, ser niño es tener todavía la
posibilidad de elegir. Libertad virtual que pone en el límite y arriesga la
noción misma de identidad: el niño puede devenir otra cosa de lo que se
pretende que sea (...) el cuerpo es transitorio y día a día descubre nuevas
regiones (...) como sujeto de estas mutaciones, los niños desbordan su propia
identidad y juegan a escapar así del control adulto” (Alvarado, 1996).
En este sentido,
los niños anticipan lo que no ven, predicen lo que seguirá, corroboran lo que
es, e imaginan todo nuevamente. El filósofo vienés Benjamin, atento lector de
Freud, plantea la existencia de una “gran ley” que “rige sobre el conjunto del
mundo de los juegos: la ley de la repetición (...) para el niño, esto es el
alma del juego, nada lo hace más feliz que el ‘otra vez’ (...) toda vivencia
profunda busca insaciablemente, hasta el final, repetición y retorno, busca el
restablecimiento de la situación primitiva en la cual se originó” (Benjamin,
1989).
Esto no significa
que la infancia, la imaginación y los juegos
–así como el jugar- constituyan
conceptos abstractos que den cuenta de una misma realidad, cualquiera sea el
niño, sus condiciones de existencia o cualquiera el lugar del planeta en donde
juegue. Sin embargo, tanto la literatura
especializada como el sentido común, han forjado una suerte de “naturalización”
de esta escena que es pensada en forma
dominante de la siguiente forma: “la niñez, por definición, juega. Y el juego,
también por definición, es propio de la niñez. La naturalidad del vínculo (...)
queda así establecida en términos casi biológicos” (Milstein y Mendes, 1999).
En realidad, el jugar reviste un conjunto de transformaciones históricas
propias de todo fenómeno social, y por ello no puede ser reducido sólo a una
manifestación instintiva, descarga energética, fenómeno espontáneo, vía regia
de acceso a la cultura, espacio de intervención para crear intereses o encauzar
necesidades, o lugar de deseo del niño por ser adulto (“la atracción del Mayor,
el motor esencial de la infancia” según el pedagogo M. Debesse).
Los intentos del
adulto por apropiarse, encauzar e incluso dirigir el juego, sostenido por la
creatividad, la fantasía y la ficcionalización (y quizás debido precisamente a
estos componentes) provienen de voluntades paternas, pedagógicas y
especializadas en la infancia. La pretensión es racionalizarlo, pedagogizarlo
(1), y diagnosticarlo a fin de “corregir
el juego de los niños para volver sus acciones compatibles con los mandatos de
la socialización normativa, disciplinadora y homogeneizadora (...) como
finalidad preponderante de todo el proceso educativo” (2) y junto a esta
finalidad, las de preparación para la vida adulta, los procesos de reeducación del jugar o la de “curación”
frente a perturbaciones, tendientes todas ellas a lograr el apropiado
funcionamiento de los niños en la familia, la escuela y la sociedad toda.
Desde la
psicología evolutiva, por ejemplo, algunos enfoques sostienen un
instrumentalización del juego, al plantear que “los niños y las niñas son
felices jugando y eso, por sí solo, ya sería suficiente para pensar en incluir
el juego en el proyecto educativo” y por ello proponen una “tutorización” del
juego que signifique una “tolerancia vigilante a la iniciativa de los
jugadores, la disponibilidad para la intervención, el consejo y el comentario
(...) interviniendo cuando la situación
lo requiere (...) añadiendo, sugiriendo, redefiniendo” (3).
Los ejemplos de
infantilización y pedagogización en la historia de la cultura abundan. Platón
afirma: “los juegos son necesarios a los niños (...) les son naturales (...)
los niños se reunirán en sitios consagrados a los dioses. Su nodriza estará con
ellos, para cuidar de que todo se mantenga en orden y moderar sus pequeñas
vivacidades” (4). Aristóteles por su parte plantea que “es preciso saber
emplear el juego como un remedio saludable (...) a fin de prepararles para
trabajos que más tarde les esperan, y así, ser en general ensayos de los
ejercicios a que habrán de dedicarse en edad más avanzada” (5). San Agustín
caracteriza al juego como “algo ligado a lo banal de la vida y lamentándose de
sus travesuras de niño para poder jugar y que tantos azotes le costaran” (6).
El filósofo Kant, en su “Tratado de Pedagogía” afirma: “es de lo más
perjudicial habituar al niño a que mire todas las cosas como un juego (...) es
preciso que tenga también sus momentos de trabajo. Si no comprende
inmediatamente para qué le sirve esta coacción, más tarde advertirá su gran
utilidad”. En “Manifiesto sobre la educación” llega aún más lejos: “...en razón
de sus inclinaciones animales no dispone aún de la libertad y debe ser, por
tanto, constreñido por una disciplina. El niño sólo se convierte en hombre
mediante la educación; entendámonos: se convierte en la persona humana que aún
no es” (7).
Si se dirige la
mirada hacia la América del siglo XIX, las cosas no varían: Sarmiento es claro
en su concepción: “ustedes conocen por experiencia el efecto del corral sobre
los animales indómitos. Basta el reunirlos para que se amansen al contacto del
hombre. Un niño no es más que un animal que se educa y dociliza” (...) “el niño
ante la razón es un ser incompleto, y el púber lo es más aún, ya porque su
juicio no está todavía suficientemente desenvuelto, ya porque sus pasiones
tomen en aquella época un desusado y peligroso desenvolvimiento”. Otros
pedagogos, políticos y filántropos latinoamericanos de esa época producen
planteos cercanos al sarmientino.
El siglo XX
siguió mostrando concepciones semejantes: para el psicólogo alemán Groos el
juego constituye un ejercicio preparatorio para el desarrollo de funciones
adultas. Los pedagogos de la “escuela nueva” (8) O. Decroly y E. Claparede
plantean: “ ¿no es preferible explotar esta fuerza cuya eficacia es indudable
en todos los niños, a saber, la necesidad del juego y favorecer así la
conciencia de un fin cada vez más remoto, aumentando gradualmente las
dificultades?” (9). Para el segundo “el juego es el trabajo, es el bien, es el
deber, es el ideal de la vida”. Por otra parte, en Cosettini (1962) encontramos
explícitamente cuál es el objetivo que todo pedagogo debiera seguir: “intentar
trasladar la atmósfera del juego libre a una expresión más formal (...) parto
del juego, le doy coherencia, lo transformo en actividad estética, no fuerzo su
ritmo, los impulso a pasar de un ciclo a otro en un proceso natural (...) y le
doy elementos para su crecimiento”, o también “en el juego se educa
espontáneamente, consiguiendo a su tiempo, y sin proponérselo, instrucción,
civilidad, disciplina” (10).
Ya en el campo de
la clínica psicológica y psicopedagógica de niños, el ejemplo paradigmático lo
constituye la técnica denominada “hora de juego diagnóstica”, que
tradicionalmente ha consistido en “ofrecerle al niño la posibilidad de jugar en
un contexto particular, con un encuadre dado que incluye espacio, tiempo,
explicitación de roles y finalidad”. Esta técnica constriñe el jugar a una
limitación temporo-espacial predeterminada, con material específico a ser
utilizado y objetivos ya delimitados. El profesional interviene en “la puesta
de límites en caso de que el paciente tienda a romper el encuadre”. La tensión
que se produce por el intento de uso de la escena lúdica para ser transformada
en un fenómeno instrumental es inevitable: se planifica una fuerte intervención
regulatoria al tiempo que se pretende “crear la condiciones óptimas para que el
niño pueda desarrollar su juego con la mayor espontaneidad posible” (Siquier de
Ocampo y otros, 1983). Hace más de 80 años, el psicólogo ruso Lev Vigotsky
afirmaba: “no hay método que sea válido si actúa en contra de los intereses del
niño”.
En todo caso, más
que un intento –generalmente fallido- de dirigir o corregir el juego, el
clínico debería “auspiciarlo en su advenimiento” (Baraldi, 1999) o bien
establecer otra lógica, que no es la del discurrir del juego: proponer al
niño actividades lúdicas propiciadas por
el profesional como estrategia clínica guiada por hipótesis de trabajo.
Todas las formas
de apropiación adultas del juego mencionadas, hablan de una concepción del niño
como “adulto en formación” que frente al jugar, operan pedagogizando juegos y
juguetes: el jugar, al ser pensado como natural en el niño, resulta ideal para
llevar a cabo un “aprendizaje placentero”, vehiculizando su potencia creadora
en “productiva”. En otras palabras: “La pedagogía, que consolidó su prestigio
durante el siglo XIX, mantiene hasta nuestros días el monopolio de los
discursos institucionales sobre la niñez y legitima con su aparente neutralidad
la ética de la productividad o el máximo rendimiento” (11). También las
disciplinas psi corren el riesgo de legitimar un deber ser del niño respecto
del juego y su despliegue metafórico al pretender “descubrir juguetes que
tengan la potestad de hacer madurar adecuadamente o de forma rápida, límpida,
libre y correcta las potencialidades infantiles” (Lajonquiere, 2000).
Si tal como
plantea críticamente el historiador Huizinga (1944), la cultura moderna ha
producido una clara división entre trabajo y juego creando pares antinómicos
como sabiduría-necedad, seriedad-banalidad, orden-desorden y aún
racionalidad-instinto, caracterizando al polo del juego como una actividad poco
seria, irracional, carente de productividad, que implica pérdida de tiempo,
etc., entonces es esperable que produzca una intervención y un reemplazo del
juego por actividades productivas. En contrario a esta concepción hegemónica,
este autor sostiene la idea de que la cultura humana nace del juego –como
juego- y en él se desarrolla, hasta que la modernidad produce la operación
recién descrita.
Lo mismo puede
pensarse para la infancia: para la concepción cultural dominante, es ésta una
forma cultural de vida que deberá necesariamente mutar hacia fines razonables y
redituables. Claro que así las cosas, el como si, la ficcionalización propia
del jugar, se transforma -como producto de la intervención adulta- “en como si
fuera juego” (12), desnaturalizándolo en su significación profunda, perdiendo
su carácter imaginativo, desinteresado, autónomo y espontaneísta en pos de una
planificación con propósitos externos a él. La definición de juego planteada
por Huizinga se aleja claramente de todo intento por capturarlo: “el juego es
una actividad libre, que se desarrolla dentro de unos límites temporarios y
espaciales determinados, según reglas absolutamente obligatorias, aunque
libremente aceptadas, acción que tiene su fin en sí misma y que va acompañada
de un sentimiento de tensión y alegría, y de la conciencia de ‘ser de otro
modo’ que en la vida corriente” (13).
II. Una política
de colonización de la infancia
No crean que el
destino sea otra
cosa que la
plenitud de la infancia
R.M.Rilke
Nunca es
demasiado pronto para crear unos
hábitos de
consumo tales como la fidelidad a una
marca o la frecuentación de un punto de venta
J. Brée
La felicidad,
sobre todo la felicidad durante la niñez,
parece alcanzarse
a través de la adecuación de los signos:
se es feliz
cuando se dispone adecuadamente de los signos
y esos signos
efectivamente significan lo que deben significar.
D. Diederichsen
Al caracterizar
los juegos, el jugar y los juguetes, planteamos que un análisis de éstos sería
incompleto si no se consideraba la dimensión política, que en el capitalismo
post-industrial de principios de siglo XXI, se encuentra ya indisolublemente
subordinado a las prácticas económicas y financieras. No es posible desconocer entonces
que juegos y juguetes circulan como mercancías, que los niños son
caracterizados como consumidores, en un contexto de uniformización y
disciplinamiento de sus tiempos tanto privados como públicos. Esto constituye
una verdadera operación de racionalización discursiva que funda una nueva
concepción de infancia, que destituye a la anterior, propia de la modernidad
con su sesgo moralizante y humanista, sostenido por las instituciones familiar
y escolar.
Este poder
disciplinario que reglamenta tiempos, espacios, cuerpos e imaginarios, se
ejerce a través de las instituciones sociales de la cultura, legitimado a su
vez por las prácticas disciplinarias como la medicina, psiquiatría, derecho,
psicología y pedagogía (1).
Para la posición
mercantil, juegos y juguetes que no se instituyen en objetos de consumo son
improductivos y de función inacabada: se trata de borrar el grado de
indeterminación necesaria en todo juguete, que implica que posea un valor
polisémico. La industria cultural (2) para el consumo infantil formatea prácticas y discursos a través del
merchandising del juguete.
Al respecto, es
clara la mirada que el semiólogo Barthes (1980) dirige hacia este fenómeno:
“los juguetes habituales son esencialmente un microcosmos adulto; todos
constituyen reproducciones reducidas de objetos humanos, como si el niño, a los
ojos del público, sólo fuese un hombre más pequeño, un homúnculo al que se debe
proveer de objetos de su tamaño”. Todos ellos provenientes “de la vida moderna
adulta: ejército, medicina (maletines y equipos en miniatura, salas de
operación para muñecas), escuela, peinado artístico, aviación, transportes
(trenes, autos, motos, lanchas, estaciones de servicio), ciencia (equipos de
química), (...) ante este universo de objetos fieles y complicados, el niño se
constituye, apenas, en propietario, en usuario, jamás en creador; no inventa el
mundo, lo utiliza”.
Si juegos y juguetes no se adecuan a las
necesidades del mercado -y a las de los adultos- serán entonces marginales con
respecto a su valor utilitario. No se concibe el manipuleo inútil, gozoso y
desinteresado que implica a relación jugador-juguete, y por ello se la
reemplaza por la de poseedor-posesión, donde el juguete es entonces símbolo de
poder y riqueza para el niño que lo ostenta. Este estado de cosas genera un
“proceso de enajenación de la infancia (...) que expulsa a los niños y niñas de
las calles y plazas, de los juegos y las canciones espontáneamente
reinventados, de la interacción directa entre ellos” (Alonso, M. y otros, 1995).
Marginado,
excluido o más precisamente expulsado (3), es la categoría complementaria a
consumidor. ¿Qué significa niño cliente-consumidor? El que accede a las
variantes que el mercado ofrece en calidad de mercancías a través de canales de
cable especializados y sus productos: muñecos, revistas, videos, indumentaria;
a juegos electrónicos públicos y de bolsillo; a sitios específicos en páginas
web; a locales de fast-foods, a plazas de juegos en supermercados y shoppings;
a espacios infantiles en librerías y museos, entre otros. ¿Qué significa niño
expulsado? Millones de ellos, que n las ciudades del mundo son empujados a un
estado de pobreza, viviendo y trabajando en calles, trenes y subterráneos,
y en el mejor de los casos, con una
escolaridad deficiente. Es sabido que los gustos y consumos culturales de los
niños poseen significaciones contrastantes según la clase social a la que
pertenecen, es decir, a condiciones de existencia específicas, pero en el caso
del niño expulsado, cabe la pregunta de qué significa la infancia allí donde no
hay lugar para un niño, sino lugar para el desamparo. ¿Cómo se ha llegado a
este estado de cosas?
Desde la segunda
mitad del siglo XX y con el perfeccionamiento del industrialismo, se fue
configurando la denominada “segunda industrialización”, que se ha dirigido no a
la producción y consumo de bienes materiales, sino simbólicos: la tecnología
dirigida al dominio interior del sujeto,
a través de mercancías culturales, producidas y distribuidas sobre el modelo de
la industria técnica y económica, que utilizan a los medios masivos de
comunicación y la publicidad (agente discursivo del mercado) a fin de dinamizar
este proceso, alcanzando a la masa de público.
La producción en
masa tiene su propia lógica: la del consumo incesante de las mercancías
culturales. Si bien a principios del siglo XX la cultura estaba estratificada
fuertemente a través de las clases sociales, las edades, los niveles de
educación que delimitaban zonas de cultura respectivas, estas barreras han sido
parcialmente borroneadas, a partir de las profundas transformaciones sociales y
tecnológicas producidas desde la década de los ’50. Esto trajo como
consecuencia el establecimiento de nuevos tipos de públicos-consumidores: el
femenino, el juvenil y el infantil.
El público
infantil comienza a consumir productos culturales específicamente diseñados,
produciéndose así un doble efecto inédito: en primer lugar, la aceleración de
la infancia, de manera que los niños sean aptos para iniciarse en su historia
de consumidores de productos culturales
específicos, y en su conjunto luego, en la adolescencia y la adultez; y
en segundo lugar, la adopción por parte de los adultos de conductas de consumo
propias de niños y jóvenes.
El quiebre (por
efecto de la globalización, como se explica más abajo) del escenario cultural
instaurado por el proyecto moderno, modificó fuertemente la identidad de la
relación individuo-sociedad: si bien la sociedad de consumo ejerce una
violencia sobre la subjetividad, atendiendo a lo analizado en el punto
anterior, en relación a los desarrollos del constructivismo respecto del
desarrollo del sujeto, no se puede afirmar que “anula todo posible despliegue
del pensamiento autónomo” (4). Si bien el análisis crítico que un niño puede
realizar acerca de la incitación al consumo pueda ser precario –por tratarse de
un “cliente desprevenido”- este fenómeno de imposición no es absoluto, es
decir, no se manifiesta como imposible el librarse de la atención hegemónica y
de la instauración de mecanismos automáticos en el psiquismo al consumir los
productos de consumo. La lógica de la relación no es manipulatoria, sino que el
efecto puede pensarse como relativo, a
partir de las prácticas de recepción que los niños despliegan.
Esto no significa
concebir al sujeto como autónomo frente al poder de los medios como formadores
de subjetividad, sino plantear que los niños peculiarizan formas de expresión
discursiva a través de instrumentos de mediación (juegos, canciones,
narrativas) con sus mecanismos enunciativos correspondientes, expresiones que
no remiten a meras reproducciones, sino a una compleja trama de
reconstrucciones y transformaciones al interior de sus juegos y juguetes,
compuesta tanto por aspectos reproductivos como originales. Este proceso es
claramente descrito por Vigotski: “los elementos que entran en la composición
de los productos de la imaginación son tomados de la realidad por el hombre,
dentro del cual, en su pensamiento, sufrieron una compleja reelaboración
convirtiéndose en producto de su imaginación. Por último, materializándose,
volvieron a la realidad, pero trayendo ya consigo una fuerza activa, nueva,
capaz de modificar esa misma realidad, cerrándose de este modo el círculo de la actividad
creadora de la imaginación humana” (5).
Frente al
desmesurado desarrollo de las nuevas tecnologías comunicacionales, que imprimen
un sesgo impensado a la producción masiva de productos culturales a nivel
planetario, la Industria Cultural se ido ha transformado en un fenómeno que la
desborda: la conformación de corporaciones multinacionales abocadas al
creciente e incesante negocio del entretenimiento y la información.
En las dos
últimas décadas del siglo pasado, los consorcios multinacionales -que diluyen
las particularidades continentales, nacionales y regionales que presentan los
públicos consumidores- se reagruparon a partir de fusiones empresariales, en un
grupo cada vez más reducido de corporaciones que controla, posee y distribuye
la mayor parte de productos que la audiencia mundial consume, sobretodo a
través de los principales medios masivos de comunicación.
Este proceso,
denominado globalización, también es responsable del forjamiento de este nuevo
estatuto de la infancia, en donde su socialización “es concebida como un
proceso complejo y multidireccional en el que intervienen simultáneamente
diversos agentes sociales con los que los niños interactúan (...) muchas de las
organizaciones que actualmente llevan adelante la pedagogía cultural no son
organismos educativos sino entidades comerciales que no apuntan al bien social
sino a la ganancia corporativa” (Minzi, 2003).
Juegos y
juguetes, capturados por la lógica del mercado, pasan a un nuevo hábitat
material y simbólico de la infancia: se produce entonces una “reconfiguración
de las relaciones de poder niño-adulto, donde la imagen de la infancia que
distribuyen los medios de comunicación muestra niños “astutos, rápidos,
independientes y superan, en mucho, las capacidades de los adultos” (6).
Pensemos en la recepción de los nuevos tipos de narrativas de los dibujos
animados de los canales de televisión infantiles, o las destrezas desarrolladas
en el manejo de video-games.
Se puede inferir,
para finalizar, que el escenario actual ha modificado sustancialmente “la
manera de construir el saber, el modo de aprender, la forma de conocer” (7), lo
que constituye un desafío de proporciones a la hora de encarar el trabajo
clínico con niños, ya que es imperativo comprender la lógica de estas nuevas
cogniciones y los lazos que ellos establecen con los diversos contextos
simbólicos que los atraviesan: los medios masivos y los mercados del juguete y
el esparcimiento.
Pequeñas
reflexiones finales: hacia una mirada de la infancia
como invención
Leer lo que no
sabemos leer, lo que se hurta a
nuestros esquemas
previos de comprensión,
lo que no está
dicho en nuestra propia lengua.
M. Heidegger
A lo largo del
presente artículo se ha analizado críticamente la concepción dominante acerca
del juego y de la infancia, y cómo ésta puede habitar inadvertidamente las
concepciones adultas si se instrumentaliza sin más una actividad como el jugar,
que demanda una comprensión profunda que no quede sepultada por un afán de
capturar significaciones que hablen de lo que se pretende instaurar en niños y
niñas. Las dimensiones sociales, antropológicas y culturales del juego también son
constitutivas de los procesos de desarrollo en la infancia.
Luego se abordó
la lógica posmoderna de asedio a la infancia a través de la producción
planetaria de mercancías lúdicas, destinadas a homogeneizar las prácticas e
imaginarios infantiles.
En el juego se
materializa una existencia, la del niño, que sigue siendo inquietante para la
vida adulta que, asustada, intenta colonizarlo, quizás sospechando que aunque
someta al niño a castigos y penitencias, a éste le bastará con cerrar los ojos
para hacer saltar al mundo impuesto en pedazos.
Un pensar
responsable podría contraponer al asedio de la subjetividad infantil, una
potencia crítica en defensa de un modo de existencia cada vez más frágil,
escuchando aquello que se escabulle en el jugar hacia otros mundos, tan
difíciles de atrapar en informes, ateneos y simposios de las disciplinas que se
arrogan el “explicar a la infancia”: instaurar una mirada de la infancia en
términos de invención. Abandonar la intención de evaluar o psicometrizar al
juego quizás permita a los especialistas recordar sus propios juegos, y algo
más lejano aún: su jugar.
Es preciso seguir
construyendo “un saber sobre la infancia que aún nos trabaja interiormente” (Frigerio,
1999) para asumir que el juego es algo que acontece, no es un niño que juega
para el adulto que lo observa, no se trata de establecer una lectura o
interpretación más allá del juego sino en su territorio: una escena que no
puede ser prevista o planificada, sino inesperada.
En palabras del filósofo
Deleuze: “es a fuerza de deslizarse que se pasará del otro lado, ya que el otro
lado no es sino el sentido inverso. Y si no hay nada que ver detrás del telón,
es que todo lo visible, o más bien, toda la ciencia posible, está a lo largo
del telón, que basta con seguir lo bastante lejos y lo bastante estrechamente
como para invertir lo derecho”.
El juego es una
obra abierta de multiplicidad de sentidos, una geografía inquieta, “es la
acción de un desvío, la oportunidad o la excusa para realizar un salto, una
rotación hacia otra conexión de cada uno (...) para eso el otro en necesario”
(Percia, 1991). El juego requiere del jugar, y es con el niño con quien se debe
lograr -desde la propia infancia del adulto- que ese espacio advenga.
Referencias del
punto I
(1) la
pedagogización puede ser entendida como un proceso a través del cual los niños
son constituidos en forma progresiva en objetos pedagógicos, sobre los que se
ejercen acciones sistemáticas de inculcación de raciocinio y cultura,
orientadas al desarrollo intelectual y social, enmarcadas en un principio
dentro del sistema escolar y luego en otros contextos a los que pertenecen los
niños. (ver en unidad 4 “Los lugares sociales de la infancia...”)
(2) Milstein, D.;
Mendes, H. (1999)
(3) Ortega, R.;
Lozano, T. Espacios de juego y desarrollo de la autonomía y la identidad en la
educación infantil. Revista “Aula”, 1996
(4) Platón.
Diálogos. Ed. Porrúa, México, 1991.
(5) Aristóteles.
Política. Ed. Espasa Calpe, Buenos Aires, 1941.
(6) Arrupe, 2000,
ob.cit.
(7) Para ver en
detalle estas concepciones en la antigüedad y el renacimiento, consultar Marrou
,1976 y Gueventter, s/f.
(8) La escuela
nueva fue una corriente de renovación pedagógica que durante las primeras
décadas del siglo XX sostuvo el protagonismo del niño en el proceso educativo y
la necesidad de modificar sustancialmente la metodología y didáctica vigentes.
En un intento de diálogo con otras disciplinas abocadas al estudio del niño, algunos autores
consideran que la teoría psicogenética de Piaget constituye una fundamentación
científica de esta escuela.
(9) Decroly, O.
El juego educativo. Ed. Morata, Barcelona, 1998.
(10) Vidari,
citado en Arrupe, 2000.
(11) Alvarado,
1996.
(12) Milstein,
D.; Mendes, H., ob.cit.
(13) Huizinga,
1944, ob.cit.
Bibliografía
consultada del punto I
Agamben, G.
Infancia e historia. Adriana Hidalgo edit., Buenos Aires, 2001.
Arrupe, O.
Lenguaje, juego y aprendizaje escolarizado. Ed. Dunken, Buenos Aires, 2000.
Alvarado, M.;
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una estética de la infancia. Ed. La Marca, Buenos Aires, 1996.
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Escritos. La literatura infantil, los niños y los jóvenes. Ed. Nueva Visión,
Buenos Aires, 1989.
Cossetini. L. Del
juego al arte infantil. Eudeba, Buenos Aires,1962.
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Psicopedagogía: conceptos y problemas. Ed. Biblos, Buenos Aires, 2002.
Gueventter, E. La
educación en el humanismo renacentista. Ed. Huemul, Buenos Aires, s/f.
Huizinga, J. Homo
ludens. El juego como elemento de la historia. Ed. Azar, Lisboa, 1944.
Lajonquiere, L.
Infancia e ilusión (Psico)-Pedagógica. Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 2000.
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“Posibles implicancias recíprocas entre psicología genética y clínica
psicopedagógica”. En: Desarrollos y problemas en psicología genética. Eudeba,
Buenos Aires, 2001.
Marrou, H.
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Milstein, D.;
Mendes, H. La escuela en el cuerpo. Miño y Dávila Eds., Buenos Aires, 1999.
Scheines, G.
Juegos inocentes, juegos terribles.
Schmid-Kitsikis,
E. Investigación clínica y psicología genética. Cuadernos del Centro de
Estudios Psicopedagógicos, Buenos Aires, 1981.
Siquier de
Ocampo, M. Las técnicas proyectivas y el proceso psicodiagnóstico. Edic. Nueva
Visión, Buenos Aires, 1983.
Referencias del
punto II
(1) Un pormenorizado estudio de este fenómeno
puede encontrarse en Foucault (1978).
(2) Para ver el fenómeno de la Industria
Cultural, consultar en la unidad 1 “Mutaciones en el escenario cultural
contemporáneo...”
(3) “¿Cómo llamar a niños y adolescentes víctimas
del despojo material y simbólico? “Descartamos marginal porque su definición
remite a un centro desde donde se señala y delimita la periferia; también
exclusión, porque esta categoría desdibuja los lugares donde otros habitan y
carga de una valor positivo inexcusable al territorio al que es necesario
integrar; vulnerables, porque pone el acento en la debilidad del otro y nos
coloca del lado de la fortaleza, del poder; menores, por su connotación
penalizante; en riesgo, porque abre inevitablemente la pregunta: ¿en riesgo de
qué y para quién?; desertores porque, no su carga militarizada, refiere a la
falta individual a un deber; pobres, porque termina funcionando como una suerte
de esencia totalizante a la que se encadenan otros significantes, todos
asociados con la carencia; de la calle porque naturaliza la condición de vida
de muchos niños y adolescentes” (Diker, 2006). Aquí caracterizamos a estas
masas poblacionales como expulsados, puesto que “la pobreza define estados de
desposesión material y cultural que no necesariamente atacan procesos de
filiación y horizontes o imaginarios futuros (...) la idea de expulsión social
refiere a la relación entre un estado de exclusión y lo que lo hizo posible
(...) el resultado de una operación social (...) se trata de sujetos que han
perdido su visibilidad en la vida pública” (Duschatzky y Corea, 2002). De la
misma forma, la caracterización de exclusión aparece como equívoca, puesto que
“se presenta más como un destino (contra el que hay que luchar) que como el
resultado de una asimetría social de la que algunas personas sacarían partido
en perjuicio de otras. (...) unos, mejor dotados de múltiples virtudes, han
sabido aprovechar las oportunidades que otros, menos inteligentes o aquejados
de desventajas (o vicios), dejaron escapar” (Boltanski y Chiapello, 2002). La
exclusión borra el fenómeno de la explotación que tiene su epicentro en la
relación empleador-empleado: los expulsados ni siquiera son explotados, ya que
carecen de un trabajo estable que conlleve alguna relación de dependencia
salarial (e incluso de cualquier tipo de trabajo, aún el de mano de obra barata
o esclava)”. En: “Aprendizajes y políticas de expulsión social: implicancias en
la clínica de niños y adolescentes”. Cerdá, L. y Equipo de cátedra (2004)
Estrategias teóricas y clínicas de intervención en psicopedagogía. Buenos
Aires, UNLZ.
(3) Horkheimer, M.; Adorno, Th. (1994)
(4) Vigotski, 1988, ob.cit.
(5) Minzi (ob. cit.)
(6) Minzi, (ob.cit)
Bibliografía
consultada del punto II
Alonso, M.,
Matilla, L.; Vázquez, M. Teleniños públicos, teleniños privados. Edic. de la
Torre, Madrid, 1995.
Barthes. R.
Mitologías. Ed. Siglo XXI, México, 1980.
Foucault. M.
Vigilar y Castigar. Ed. Siglo XXI, Madrid, 1978.
Horkheimer, M.;
Adorno, Th. Dialéctica de la Ilustración. Ed. Trotta, Madrid, 1994.
Minzi, V. Mercado
para la infancia o una infancia para el mercado. En: Carli, S. “Estudios sobre
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Nakache, D. La
Psicología Educacional en el escenario cultural mediático. En: Chardón, M.
(comp.) “Perspectivas e interrogantes en Psicología Educacional”. Eudeba,
Buenos Aires, 2000.
Percia, M. Notas
para pensar lo grupal. Lugar edit., Buenos Aires, 1991.
EL
CREADOR LITERARIO Y EL FANTASEO (1907)
Sigmund FREUD
A nosotros, los legos, siempre nos intrigó
poderosamente averiguar de dónde esa maravillosa
personalidad, el poeta, toma sus materiales
-acaso en el sentido de la pregunta que aquel
excitaciones de las que quizá ni siquiera
nos creíamos capaces. Y no hará sino acrecentar
nuestro interés la circunstancia de que el
poeta mismo, si le preguntamos, no nos dará noticia
alguna, o ella no será satisfactoria; aquel
persistirá aun cuando sepamos que ni la mejor
intelección sobre las condiciones bajo las
cuales él elige sus materiales, y sobre el arte con que
plasma a estos, nos ayudará en nada a
convertirnos nosotros mismos en poetas.
¡Si al menos pudiéramos descubrir en
nosotros o en nuestros pares una actividad de algún
modo afín al poetizar! Emprenderíamos su
indagación con la esperanza de obtener un primer
esclarecimiento sobre el crear poético. Y
en verdad, esa perspectiva existe; los propios poetas
gustan de reducir el abismo entre su rara
condición y la naturaleza humana universal: harto a
menudo nos aseguran que en todo hombre se
esconde un poeta, y que el último poeta sólo
desaparecerá con el último de los hombres.
¿No deberíamos buscar ya en el niño las
primeras huellas del quehacer poético? La ocupación
preferida y más intensa del niño es el
juego. Acaso tendríamos derecho a decir: todo niño que
juega se comporta como un poeta, pues se
crea un mundo propio o, mejor dicho, inserta las
cosas de su mundo en un nuevo orden que le
agrada. Además, sería injusto suponer que no
toma en serio ese mundo; al contrario, toma
muy en serio su juego, emplea en él grandes
montos de afecto. Lo opuesto al juego no es
la seriedad, sino... la realidad efectiva. El niño
diferencia muy bien de la realidad su mundo
del juego, a pesar de toda su investidura afectiva; y
tiende a apuntalar sus objetos y
situaciones imaginados en cosas palpables y visibles del
mundo real. Sólo ese apuntalamiento es el
que diferencia aún su «jugar» del «fantasear».
Ahora bien, el poeta hace lo mismo que el
niño que juega: crea un mundo de fantasía al que
toma muy en serio, vale decir, lo dota de
grandes montos de afecto, al tiempo que lo separa
tajantemente de la realidad efectiva. Y el
lenguaje ha recogido este parentesco entre juego
infantil y creación poética llamando
«juegos» {«Spiel»} a las escenificaciones del poeta que
necesitan apuntalarse en objetos palpables
y son susceptibles de figuración, a saber:
«Lustspiel» {«comedia»; literalmente,
«juego de placer»}, «Trauerspiel» {«tragedia»; «juego de
duelo»}, y designando «Schauspieler»
{«actor dramático»; «el que juega al espectáculo»} a
quien las figura. Ahora bien, de la
irrealidad del mundo poético derivan muy importantes
consecuencias para la técnica artística,
pues muchas cosas que de ser reales no depararían
goce pueden, empero, depararlo en el juego
de la fantasía¡ y muchas excitaciones que en sí
mismas son en verdad penosas pueden convertirse
en fuentes de placer para el auditorio y los
espectadores del poeta.
En virtud de otro nexo, nos demoraremos
todavía un momento en esta oposición entre realidad
efectiva y juego. Cuando el niño ha crecido
y dejado de jugar, tras décadas de empeño anímico
por tomar las realidades de la vida con la
debida seriedad, puede caer un día en una
predisposición anímica que vuelva a
cancelar la oposición entre juego y realidad. El adulto
puede acordarse de la gran seriedad con que
otrora cultivó sus juegos infantiles y, poniéndolos
en un pie de igualdad con sus ocupaciones
que se suponen serias arrojar la carga demasiado
pesada que le impone la vida y conquistarse
la elevada ganancia de placer que le procura el
humor.
El adulto deja, pues, de jugar; aparentemente
renuncia a la ganancia de placer que extraía del
juego. Pero quien conozca la vida anímica
del hombre sabe que no hay cosa más difícil para él
que la renuncia a un placer que conoció. En
verdad, no podemos renunciar a nada; sólo
permutamos una cosa por otra; lo que parece
ser una renuncia es en realidad una formación de
sustituto o subrogado. Así, el adulto,
cuando cesa de jugar, sólo resigna el apuntalamiento en
objetos reales; en vez de jugar, ahora
fantasea. Construye castillos en el aire, crea lo que se
llama sueños diurnos. Opino que la mayoría
de los seres humanos crean fantasías en ciertas
épocas de su vida. He ahí un hecho por
largo tiempo descuidado y cuyo valor, por eso mismo,
no se apreció lo suficiente.
El fantasear de los hombres es menos fácil
de observar que el jugar de los niños. El niño juega
solo o forma con otros niños un sistema
psíquico cerrado a los fines del juego, pero así como
no juega para los adultos como si fueran su
público, tampoco oculta de ellos su jugar. En
cambio, el adulto se avergüenza de sus
fantasías y se esconde de los otros, las cría como a
sus intimidades más personales, por lo
común preferiría confesar sus faltas a comunicar sus
fantasías. Por eso mismo puede creerse el
único que forma tales fantasías, y ni sospechar la
universal difusión de parecidísimas
creaciones en los demás. Esta diversa conducta del que
juega y el que fantasea halla su buen
fundamento en los motivos de esas dos actividades, una
de las cuales es empero continuación de la
otra.
El jugar del niño estaba dirigido por
deseos, en verdad por un solo deseo que ayuda a su
educación; helo aquí: ser grande y adulto.
juega siempre a «ser grande», imita en el juego lo que
le ha devenido familiar de la vida de los
mayores. Ahora bien, no hay razón alguna para
esconder ese deseo. Diverso es el caso del
adulto; por una parte, este sabe lo que de él
esperan: que ya no juegue ni fantasee, sino
que actúe en el mundo real; por la otra, entre los
deseos productores de sus fantasías hay
muchos que se ve precisado a esconder; entonces
su fantasear lo avergüenza por infantil y
por no permitido.
Preguntarán ustedes de dónde se tiene una
información tan exacta sobre el fantasear de los
hombres, si ellos lo rodean de tanto
misterio. Pues bien; hay un género de hombres a quienes
no por cierto un dios, sino una severa
diosa -la Necesidad-, ha impartido la orden de decir sus
penas y alegrías. Son los neuróticos, que
se ven forzados a confesar al médico, de quien esperan
su curación por
tratamiento psíquico, también sus fantasías; de esta fuente proviene nuestro mejor conocimiento, y
luego hemos llegado a la bien fundada conjetura de que nuestros enfermos no nos comunican sino lo
que también podríamos averiguar en las personas
sanas.
Procedamos a tomar conocimiento de algunos
de los caracteres del fantasear. Es lícito decir
que el dichoso nunca fantasea; sólo lo hace
el insatisfecho. Deseos insatisfechos son las
fuerzas pulsionales de las fantasías, y
cada fantasía singular es un cumplimiento de deseo, una
rectificación de la insatisfactoria
realidad. Los deseos pulsionantes difieren según sexo, carácter
y circunstancias de vida de la personalidad
que fantasea; pero con facilidad se dejan agrupar
siguiendo dos orientaciones rectoras. Son
deseos ambiciosos, que sirven a la exaltación de la
personalidad, o son deseos eróticos. En la
mujer joven predominan casi exclusivamente los
eróticos, pues su ambición acaba, en
general, en el querer-alcanzar amoroso; en el hombre
joven, junto a los deseos eróticos cobran
urgencia los egoístas y de ambición. Sin embargo, no
queremos destacar la oposición entre ambas
orientaciones, sino más bien su frecuente
reunión; así como en muchos retablos puede
verse en un rincón la imagen del donador, en la
mayoría de las fantasías egoístas se
descubre en un rinconcito a la dama para la cual el
fantaseador lleva a cabo todas esas
hazañas, y a cuyos pies él pone todos sus logros. Ya ven
ustedes: hay aquí hartos y poderosos
motivos de ocultación; es que a la mujer bien educada
sólo se le admite un mínimo de apetencia
erótica, y el hombre joven debe aprender a sofocar la
desmesura en su sentimiento de sí, en que
lo malcriaron en su niñez, a fin de insertarse en una
sociedad donde sobreabundan los individuos
con parecidas pretensiones.
Guardémonos de imaginar rígidos e
inmutables los productos de esta actividad fantaseadora:
las fantasías singulares, castillos en el
aire o sueños diurnos. Más bien se adecuan a las
cambiantes impresiones vitales, se alteran
a cada variación de las condiciones de vida, reciben
de cada nueva impresión eficaz una «marca
temporal», según se la llama. El nexo de la
fantasía con el tiempo es harto sustantivo.
Es lícito decir: una fantasía oscila en cierto modo
entre tres tiempos, tres momentos
temporales de nuestro representar. El trabajo anímico se
anuda a una impresión actual, a una ocasión
del presente que fue capaz de despertar los
grandes deseos de la persona; desde ahí se
remonta al recuerdo de una vivencia anterior,
infantil las más de las veces, en que aquel
deseo se cumplía, y entonces crea una situación
referida al futuro, que se figura como el
cumplimiento de ese deseo, justamente el sueño diurno
o la fantasía, en que van impresas las
huellas de su origen en la ocasión y en el recuerdo. Vale
decir, pasado, presente y futuro son como
las cuentas de un collar engarzado por el deseo.
El ejemplo más trivial puede servir para
ilustrarles mi tesis. Supongan el caso de un joven pobre
y huérfano, a quien le han dado la
dirección de un empleador que acaso lo contrate. Por el
camino quizá se abandone a un sueño diurno,
nacido acorde con su situación. El contenido de
esa fantasía puede ser que allí es
recibido, le cae en gracia a su nuevo jefe, se vuelve
indispensable para el negocio, lo aceptan
en la familia del dueño, se casa con su encantadora
hijita y luego dirige el negocio, primero
como copropietario y más tarde como heredero. Con ello
el soñante se ha sustituido lo que poseía
en la dichosa niñez: la casa protectora, los amantes
padres y los primeros objetos de su
inclinación tierna. En este ejemplo ustedes ven cómo el
deseo aprovecha una ocasión del presente
para proyectarse un cuadro del futuro siguiendo el
modelo del pasado.
Aún habría mucho que decir sobre las
fantasías; me limitaré a las más escuetas indicaciones.
El hecho de que las fantasías proliferen y
se vuelvan hiperpotentes crea las condiciones para la
caída en una neurosis o una psicosis;
además, las fantasías son los estadios previos más
inmediatos de los síntomas patológicos de
que nuestros enfermos se quejan. En este punto se
abre una ancha rama lateral hacia la
patología.
No puedo omitir el nexo de las fantasías
con el sueño. Tampoco nuestros sueños nocturnos
son otra cosa que unas tales fantasías,
como podemos ponerlo en evidencia mediante su
interpretación. El lenguaje, con su
insuperable sabiduría, hace tiempo que ha
decidido el problema de la esencia de los
sueños {Traum} llamando también «sueños diurnos»
{«Tagtraum»} a los castillos en el aire de
los fantaseadores. Si a pesar de esa indicación el
sentido de nuestros sueños nos parece la
mayoría de las veces oscuro, ello es debido a una
sola circunstancia: que por la noche se
ponen en movimiento en nuestro interior también unos
deseos de los que tenemos que avergonzarnos
y debemos ocultar, y que por eso mismo fueron
reprimidos, empujados a lo inconciente.
Ahora bien, a tales deseos reprimidos y sus retoños no
se les puede consentir otra expresión que
una gravemente desfigurada. Después que el trabajo
científico logró esclarecer la
desfiguración onírica, ya no fue difícil discernir que los sueños
nocturnos son unos cumplimientos de deseo
como los diurnos, esas fantasías familiares a
todos nosotros.
Hasta aquí las fantasías. Pasemos ahora al
poeta. ¿Estamos realmente autorizados a
comparar al poeta con el «soñante a pleno
día», y a sus creaciones con unos sueños diurnos?
Es que se nos impone una primera
diferencia; prescindamos de los poetas que recogen
materiales ya listos, como los épicos y
trágicos antiguos, y consideremos a los que parecen -
crearlos libremente. Detengámonos, pues, en
estos últimos, pero sin buscar, con miras a
aquella comparación, a los poetas más
estimados por la crítica, sino a los menos pretenciosos
narradores de novelas, novelas breves y
cuentos, que en cambio son quienes encuentran
lectores y lectoras más numerosos y ávidos.
Sobre todo, un rasgo no puede menos que
resultarnos llamativo en las creaciones de
estos narradores; todos ellos tienen un héroe situado
en el centro del interés y para quien el
poeta procura por todos los medios ganar nuestra
simpatía; parece protegerlo, se diría, con
una particular providencia. Si al terminar el capítulo de
una novela he dejado al héroe desmayado,
sangrante de graves heridas, estoy seguro de
encontrarlo, al comienzo del siguiente,
objeto de los mayores cuidados y en vías de
restablecimiento; y sí el primer tomo
terminó con el naufragio, en medio de la tormenta, del
barco en que se hallaba nuestro héroe,
estoy seguro de leer, al comienzo del segundo tomo,
sobre su maravilloso rescate, sin el cual
la novela no habría podido continuar. El sentimiento de
seguridad con el que yo acompaño al héroe a
través de sus azarosas peripecias es el mismo
con el que un héroe real se arroja al agua
para rescatar a alguien que se ahoga, o se expone al
fuego enemigo para tomar por asalto una
batería; es ese genuino sentimiento heroico al que uno
de nuestros mejores poetas ofrendó esta
preciosa expresión: «Eso nunca puede sucederte a ti»
(Anzengruber). Pero yo opino que en esa marca reveladora que
es la invulnerabilidad se discierne
sin
trabajo... a Su Majestad el Yo, el héroe de todos los sueños diurnos así como de todas las novelas.
Otros rasgos típicos de estas narraciones
egocéntricas apuntan también a idéntico parentesco.
Si todas las mujeres de la novela se
enamoran siempre del héroe, difícilmente se lo pueda
concebir como una pintura de la realidad;
sí se lo comprende, en cambio, como un patrimonio
necesario del sueño diurno. Lo mismo cuando
las otras personas de la novela se dividen
tajantemente en buenas y malas, renunciando
a la riqueza de matices que se observa en los
caracteres humanos reales; los «buenos» son
justamente los auxiliadores del yo devenido en el
héroe, y los «malos», sus enemigos y
rivales.
En modo alguno desconocemos que muchísimas
creaciones poéticas se mantienen
distanciadas del arquetipo del sueño diurno
ingenuo, pero tampoco sofocaré yo la conjetura de
que aun las desviaciones más extremas
pueden ligarse con ese modelo por medio de una serie
de transiciones continuas. También en
muchas de las denominadas «novelas psicológicas»
atrajo mi atención que sólo describan desde
adentro a una persona, otra vez el héroe; en su
alma se afinca el poeta, por así decir, y
mira desde afuera a las otras personas. La novela
psicológica en su conjunto debe sin duda su
especificidad a la inclinación del poeta moderno a
escindir su yo, por observación de sí, en
yoes-parciales, y a personificar luego en varios héroes
las corrientes que entran en conflicto en
su propia vida anímica. En particularísima oposición al
tipo del sueño diurno parecen encontrarse
las novelas que podrían designarse «ex-céntricas»
en que la persona introducida como héroe
desempeña el mínimo papel activo, y más bien ve
pasar, como un espectador, las hazañas y
penas de los otros. De esa índole son varias de las
últimas novelas de Zola. Empero, debo
señalar que el análisis psicológico de individuos no
poetas, desviados en muchos aspectos de lo
que se llama normal, nos ha anoticiado de unas
variaciones análogas en sueños diurnos en
que el yo se limita al papel de espectador.
Para que posea algún valor nuestra
equiparación del poeta con el que tiene sueños diurnos, y
de la creación poética con el sueño diurno
mismo, es preciso ante todo que muestre su
fecundidad de cualquier manera. Intentemos,
por ejemplo, aplicar a las obras del poeta nuestra
tesis ya enunciada sobre la referencia de
la fantasía a los tres tiempos y al deseo que los
engarza, y procuremos estudiar también con
su ayuda los nexos entre la vida del poeta y sus
creaciones. En general, no se ha sabido con
qué representaciones-expectativa era menester
abordar este problema; a menudo ese nexo se
imaginó demasiado simple, Desde la intelección
obtenida para las fantasías, nosotros
deberíamos esperar el siguiente estado de cosas: una
intensa vivencia actual despierta en el
poeta el recuerdo de una. anterior, las más de las veces
una perteneciente a su niñez, desde la cual
arranca entonces el deseo que se procura su
cumplimiento en la creación poética; y en
esta última se pueden discernir elementos tanto de la
ocasión fresca como del recuerdo antiguo.
Que no les arredre la complicación de esta
fórmula; conjeturo que en la realidad probará ser un
esquema harto mezquino, que, sin embargo,
puede contener una primera aproximación al
estado real de cosas. Y según ciertos
ensayos que he emprendido, estoy por pensar que ese
abordaje de las producciones poéticas no ha
de resultar infecundo. No olviden ustedes que la
insistencia, acaso sorprendente, sobre el
recuerdo infantil en la vida del poeta deriva en última
instancia de la premisa según la cual la
creación poética, como el sueño diurno, es continuación
y sustituto de los antiguos juegos del
niño.
No olvidemos reconsiderar la clase de
poemas en que nos vimos precisados a no ver unas
creaciones libres, sino elaboraciones de un
material consabido y ya listo. También aquí el poeta
tiene permitido exteriorizar cierta
autonomía, que se expresa en la elección del material y en las
variantes, a menudo muy considerables, que
le imprime. Pero en la medida en que los
materiales mismos están dados, provienen
del tesoro popular de mitos, sagas y cuentos
tradicionales. Ahora bien, la indagación de
estas formaciones de la psicología de los pueblos en
modo alguno ha concluido, pero, por ejemplo
respecto de los mitos, es muy probable que
respondan a los desfigurados relictos de
unas fantasías de deseo de naciones enteras, a los
sueños seculares de la humanidad joven.
Dirán ustedes que les he referido mucho más
sobre las fantasías que sobre el poeta, al que
empero puse en primer término en el título
de mi conferencia. Lo sé, e intentaré justificarlo por
referencia al estado actual de nuestro
conocimiento. Sólo pude aportarles unas incitaciones y
exhortaciones que desde el estudio de las
fantasías desbordan sobre el problema de la elección
poética de los materiales. El otro
problema, a saber, con qué recursos el poeta nos provoca los
afectos que recibimos de sus creaciones, ni
siquiera lo hemos rozado aún. Todavía me gustaría
mostrarles, al menos, el camino que lleva
desde nuestras elucidaciones sobre las fantasías a
los problemas de los efectos poéticos.
Como ustedes recuerdan, dijimos que el
soñante diurno pone el mayor cuidado en ocultar sus
fantasías de los demás porque registra
motivos para avergonzarse de ellas. Ahora agrego que,
aunque nos las comunicara, no podría
depararnos placer alguno mediante esa revelación. Tales
fantasías, si nos enteráramos de ellas, nos
escandalizarían, o al menos nos dejarían fríos. En
cambio, si el poeta juega sus juegos ante
nosotros como su público, o nos refiere lo que nos
inclinamos a declarar sus personales sueños
diurnos, sentimos un elevado placer, que
probablemente tenga tributarios de varias
fuentes. Cómo lo consigue, he ahí su más genuino
secreto; en la técnica para superar aquel
escándalo, que sin duda tiene que ver con las barreras
que se levantan entre cada yo singular y
los otros, reside la auténtica ars poetica. Podemos
colegir en esa técnica dos clases de
recursos: El poeta atempera el carácter del sueño diurno
egoísta mediante variaciones y
encubrimientos, y nos soborna por medio de una ganancia de
placer puramente formal, es decir,
estética, que él nos brinda en la figuración de sus fantasías.
A esa ganancia de placer que se nos ofrece
para posibilitar con ella el desprendimiento de un
placer mayor, proveniente de fuentes
psíquicas situadas a mayor profundidad, la llamamos
prima de incentivación o placer previo.
Opino que todo placer estético que el poeta nos procura
conlleva el carácter de
ese placer previo, y que el goce genuino de la obra poética proviene de la
liberación de
tensiones en el interior de nuestra alma. Acaso contribuya en no menor medida a este
resultado que el
poeta nos habilite para gozar en lo sucesivo, sin remordimiento ni vergüenza algunos,
de
nuestras propias fantasías. Aquí estaríamos a las puertas de nuevas, interesantes y complejas
indagaciones, pero, al menos por esta vez, hemos llegado al término de nuestra elucidación.
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