ERIC HOBSBAWM
Las vanguardias, la
rebelión y el fracaso
Dada, Futurismo,
Bauhaus: diversos modos en que el arte quiso expresar el espíritu moderno. En A
la zaga, el historiador inglés señala fracaso histórico de ese proyecto. Gente
poco corriente, en tanto, reune ensayos sobre rebeldes atípicos: desde los
primeros militantes obreros a grandes músicos de jazz.
Las diversas
corrientes de la vanguardia artística que se han distinguido durante el siglo
que acaba partían de una suposición fundamental: que las relaciones entre el
arte y la sociedad habían cambiado radicalmente, que las viejas maneras de mirar
el mundo eran inadecuadas y que debían hallarse otras nuevas. Esa suposición era
correcta. Y lo que es más: el modo de mirar el mundo y de aprehenderlo
mentalmente ha experimentado una profunda revolución. Sin embargo -y esta es la
tesis central de mi argumentación-, en el terreno de las artes visuales los
proyectos de la vanguardia no alcanzaron ese objetivo, ni podrían haberlo
alcanzado jamás.En seguida entraré a considerar por qué las artes visuales
precisamente han corrido peor suerte que las demás, pero su fracaso es
innegable.
En efecto, tras medio siglo de experimentos que han tratado de
repensar revolucionariamente el arte -digamos entre 1905 y mediados de la década
de los 60- se abandonó el proyecto, dejando en la cuneta vanguardias que se iban
a convertir en auxiliares de la mercadotecnia o que, si se me permite citar lo
que escribí en mi libro Historia del siglo XX, olían a muerte inminente. En ese
libro llegué a plantearme si eso había significado tan sólo la muerte de las
vanguardias o también la de las artes visuales todas, tal como las reconocemos
convencionalmente y del modo en que se han venido practicando desde el
Renacimiento. Pero no voy a ocuparme aquí de esa cuestión más amplia.
Para evitar
malentendidos, permítaseme dejar clara una cosa desde el principio. Este no es
un ensayo sobre opiniones estéticas acerca de las vanguardias (o lo que esta
palabra signifique) del siglo XX ni trata de adjudicar méritos o capacidades.
Tampoco voy a hablar de mis propios gustos artísticos o preferencias personales.
Sólo se ocupa del fracaso histórico que han experimentado en nuestro siglo esa
clase de artes visuales que Moholy-Nagy, de la Bauhaus, describió una vez como
confinadas al marco y al pedestal.Estamos hablando de un doble fracaso. Fue
primero un fracaso de la modernidad, un término que empezó a usarse hacia
mediados del siglo XIX y que sostenía en su programa que el arte contemporáneo
debía ser, como Proudhon había dicho del de Courbet, una expresión de los
tiempos. O, por decirlo con las palabras empleadas por el movimiento vienés
Sezession: Cada época necesita su arte. El arte necesita su libertad. Y es que
la libertad de los artistas para hacer lo que quisieran, y no necesariamente lo
que querían los demás, era tan crucial para la vanguardia como su modernidad.
La
exigencia de modernidad afectó todas las artes por igual: el arte de cada época
tenía que ser diferente de los predecesores, lo que, dicho en unos tiempos que
estaban experimentando progresos continuos, equivalía a asumir la falsa analogía
de la ciencia y la tecnología, en el sentido de que cada nueva forma de expresar
los tiempos debía ser superior a lo que había acontecido anteriormente, y eso,
está claro, no siempre es así. Por supuesto que no había consenso alguno sobre
lo que significaba expresión de los tiempos, ni tampoco sobre cómo expresarlos.
Aun cuando los artistas estaban de acuerdo en que el siglo era esencialmente una
era máquina o cuando afirmaban, como hizo Picabia en Nueva York en 1915, que a
través de la maquinaria el arte debe hallar una expresión más intensa, o bien
que los nuevos movimientos artísticos pueden existir sólo en una sociedad que ha
asimilado el tempo de la gran ciudad, la cualidad metálica de la industria
(Malevich), la mayoría de las respuestas a estos planteos eran triviales o
retóricas. ¿Significaba esa expresión algo más para los cubistas que preferir,
con el disgusto de Ortega y Gasset, el esquema geométrico a las suaves líneas de
los cuerpos vivos? ¿O para los que encolaban artefactos de la sociedad
industrial en pinturas de caballete? ¿Significaba algo más para los dadaístas
que la satírica composición de John Heartfield llamada Forma electromecánica
Tatlin, hecha con piezas industriales, que exhibían alborozados por las noticias
de un nuevo arte máquina de los constructivistas rusos? ¿O significaba sólo
pintar inspirándose en la maquinaria, como hizo Léger de forma espléndida?
Los
futuristas eran lo bastante avispados como para dejar a un lado las máquinas
reales y concentrarse en crear la impresión de ritmo y de velocidad; es decir,
lo contrario de lo que hacía Jean Cocteau, que hablaba del ritmo de la
maquinaria en términos de metro y rima propios de la poesía. En resumen, las
numerosas formas de expresar la modernidad-máquina en la pintura o en las
construcciones no utilitarias no tenían absolutamente nada en común excepto la
palabra máquina y posiblemente, aunque no siempre, una preferencia por las
líneas rectas sobre las curvas. Y es que no había ninguna lógica que
condicionara las nuevas formas de expresión, y por ello pudieron coexistir
diversas escuelas y estilos, casi todos efímeros, y los mismos artistas podían
cambiar de estilo como de ropa. La modernidad reside en los tiempos cambiantes y
no en las artes que tratan de expresarlos.El segundo fracaso fue mucho más grave
en las artes visuales que en cualesquiera otras: la limitación técnica, cada vez
más evidente, del principal medio de pintar desde el Renacimiento -el cuadro de
caballete- para expresar los tiempos o, en cualquier caso, para competir con
nuevas formas de realizar muchas de sus funciones tradicionales.
La historia de
las vanguardias visuales del siglo XX es la lucha contra la obsolescencia
tecnológica.También habría que añadir que tanto la pintura como la escultura
perdieron terreno en otro aspecto. Eran los componentes menos importantes o
menos destacados de los grandes espectáculos múltiples o colectivos, llenos de
movimiento, cada vez más representativos de la experiencia cultural del siglo
XX: desde la gran ópera, en un extremo, hasta la película, el video o el
concierto de rock en el otro. Nadie era más consciente de ello que las
vanguardias mismas que ya desde el art nouveau, pero con firme convicción desde
el futurismo, buscaban el modo de derribar las barreras entre color, sonido,
forma y palabra; es decir, buscaban la unificación de las artes. Al igual que en
la Gesamtkunstwerke de Wagner, la música, la palabra, el gesto, las luces regían
la acción, en tanto las imágenes estáticas pasaban a segundo plano.El cine
recurrió a los libros desde el principio y captó a escritores que se habían
ganado una buena reputación -Faulkner, Hemingway-, aunque pocas veces con
fortuna. El impacto de la pintura del siglo XX en el cine (fuera de películas
concretas de vanguardia) es limitado: algo de expresionismo en el cine de Weimar
o la influencia de las pinturas de Edward Hopper en los diseñadores de los
decorados de Hollywood. No es casual que en el índice alfabético de la reciente
Historia del cine mundial, de Oxford, aparezca la entrada música, pero ninguna
referente a la pintura si exceptuamos la voz animación (que, a su vez, no figura
en American Vision de Robert Hughes, una obra considerada como la épica historia
del arte en los Estados Unidos). A diferencia de los literatos y de los
compositores de música clásica, no se sabe de ningún pintor conocido en toda la
historia del arte que haya tomado parte en la carrera por un Oscar. La única
forma de arte colectivo en que el pintor, y especialmente desde Diaghilev, el
pintor vanguardista ha sido considerado realmente como un igual y no como un
subordinado es el ballet.
No obstante, aparte de esta posible desventaja, ¿cuáles
eran las dificultades específicas de las artes visuales? Cualquier estudio que se
emprenda sobre las artes visuales no utilitarias del siglo XX -y entiendo como
tales la pintura y la escultura- debe partir de la observación de que despiertan
un interés minoritario. En 1994, el 21 por ciento de los británicos habían
visitado un museo o una galería de arte una vez en el último trimestre, el 60
por ciento había leído un libro por lo menos una vez a la semana, el 58 por
ciento había escuchado discos o casetes también por lo menos una vez a la
semana, y casi el 96 por ciento de los televidentes veía películas o sus
equivalentes de modo regular. En cuanto a la práctica de esas artes, en 1974
sólo el 4,4 por ciento de los franceses decía que pintaba o esculpía como
entretenimiento, frente al 15,4 por ciento que afirmaba tocar un instrumento
musical. Los problemas de la pintura y los de la escultura son, desde luego,
algo distintos. La demanda de cuadros procede esencialmente del consumo privado,
mientras que las pinturas públicas, como los murales, sólo han tenido en nuestro
siglo una importancia ocasional, especialmente en México. Eso ha restringido el
mercado para las obras de arte visual, con excepción de las que se han utilizado
para llegar a un público más amplio, como, por ejemplo, a través de las fundas
de los discos, las revistas o las sobrecubiertas de los libros.
Y sin embargo,
dado que la población aumentaba y la gente era cada vez más rica, no existía a
priori ninguna razón para que ese mercado se contrajera. Y por si fuera poco, la
demanda de artes plásticas procedía de la iniciativa pública. El problema es que
se colapsó el mercado de su principal producto: el monumento público y el
edificio o el espacio decorados, que la arquitectura modernista rechazaba. Hay
que recordar la frase de Adolf Loos: El adorno es un crimen. Desde los tiempos
anteriores a 1914, cuando se erigía en París un promedio de 35 nuevos monumentos
cada década, se produjo un verdadero holocausto de la estatuaria: 75
desaparecieron de París durante la Guerra y, con ello, cambió el aspecto de la
ciudad. La enorme demanda de monumentos conmemorativos de la Guerra después de
1918 o el auge temporal de las esculturas prodigadas alegremente por las
dictaduras no detuvieron el declive secular. De modo que la crisis de las artes
plásticas es algo distinta de la crisis de la pintura y, aun sintiéndolo, no voy
ahora a extenderme más sobre aquéllas. Tampoco lo haré, salvo de modo ocasional,
sobre la arquitectura, que ha sido perfectamente inmune a los problemas que han
asediado a las demás artes visuales.Pero también debemos partir de otra
observación. Mucho más que cualquier otra forma de arte creativo, las artes
visuales han sufrido las consecuencias de su obsolescencia tecnológica. Esas
artes, y especialmente la pintura, no han sido capaces de adecuarse a lo que
Walter Benjamin llamó la época de la reproducibilidad técnica.
Desde mediados
del siglo XIX -es decir, desde la época en que podemos reconocer en la pintura
movimientos de vanguardia conscientes, aunque el término mismo no hubiera
entrado aún en el discurso de las artes- las artes visuales han sido conscientes
tanto de la competencia de la tecnología, en forma de cámara fotográfica, como
de su incapacidad para sobrevivir a esa competencia. Un crítico de fotografía
conservador había dicho, ya en 1850, que la nueva técnica iba a poner en peligro
especialidades enteras del arte, como los grabados, las litografías, las
pinturas de género y los retratos. Alrededor de sesenta años más tarde, el
futurista italiano Boccioni sostenía que el arte contemporáneo debía expresarse
en términos abstractos o bien a través de la espiritualización del objeto,
porque la reproducción tradicional ha sido conquistada por los medios
mecánicos.El movimiento Dadá proclamó, o así lo hizo por lo menos Wieland
Herzfelde, que no se proponía competir con la cámara, ni siquiera ser una cámara
con alma, como era el caso de los impresionistas, que habían confiado en la
menos fiable de las lentes, el ojo humano. En 1950 Jackson Pollock dijo que el
arte tenía que expresar sentimientos, porque reproducir las cosas ya lo hacían
las cámaras fotográficas. Podría citar ejemplos similares de casi todas las
décadas de este siglo. Como dijo el presidente del Centro Pompidou en 1998: El
siglo XX pertenece a la fotografía, no a la pintura.
lunes, 30 de abril de 2012
Para seguir pensando la multiperspectividad
1922, AÑO DE PRODIGIOS
Cuando todo era futuro
Erase la belle epoque en la París bohemia y la hiperinflación en Alemania: la humanidad sólo podía reinventarse en el arte. ¿Qué hizo que los mayores creadores del siglo XX coincidieran en este calendario?
MARCELO COHEN
Sobre la teoría de las probabilidades hay un chiste maligno. Un científico le dice a un millonario que si pone cien monos con tizas y libros frente a un pizarrón durante treinta años, es probable que tarde o temprano alguno escriba algo. El hombre encierra los monos y se dedica a sus negocios; a los dos meses se pregunta qué estarán haciendo y al entrar, aunque los encuentra tan monos como siempre, ve que en el pizarrón hay una frase: "Durante mucho tiempo me acosté temprano...". No es un gran chiste pero viene a la memoria cuando uno busca explicarse el año 1922, no sólo porque en 1922 murió el escritor Marcel Proust (el autor de la frase), sino porque sugiere que ninguna teoría abolirá nunca la Obra Maestra. Menos si las Obras Maestras son aluvión. La verdad, 1922 deja al intérprete a la deriva entre la razón argumental y la fe en el misterio. Por eso se puede empezar el cuento por cualquier parte. Por ejemplo, con idas y venidas.
Entre los desplazados que vagaban por la Europa de los años veinte, atónitos por las fracturas nacionales y el trauma de la Primera Guerra, estaba el judío galiziano Joseph Roth, narrador cumbre de la caída: la del Imperio austrohúngaro en la disgregación, la del filisteísmo burgués en el vértigo. En un pasaje de La cripta de los capuchinos, el ex petimetre Francisco Trotta vuelve del frente a la casa familiar. No basta con que Viena sea ruinas y él sienta culpa por no haber muerto: encuentra a su madre viuda, incólume en la dignidad, tocando un piano que no suena porque ha vendido las cuerdas para comer. Por suerte la señora no sufre porque, aunque se obstine en negarlo, está sorda.
No muchos consiguieron tanta concentración simbólica. Y sin embargo, no bastaba. La Primera Guerra fue mucho más: ratas en las trincheras, cielo de zepelines derramando fuego sobre iglesias, trizas de las dieciséis culturas que aunaba la corona del emperador Francisco José. Durante la guerra los bolcheviques instauraron el socialismo en Rusia y los dadaístas dinamitaron la gramática en el Cabaret Voltaire de Zurich. Durante la guerra Kandinsky pintó el primer cuadro abstracto y los expresionistas ajustaron una estética de sombras para vérselas con la desaparición de Dios. A fines de 1918 el alemán Walter Gropius, que purificaría de volutas la arquitectura y dirigiría la Bauhaus, escribía: "Esto es más que una guerra perdida. Un mundo ha llegado a su fin".
Pero el drama excedía lo mundano. Los físicos decían que el observador modificaba la experiencia, que la luz era a la vez onda y partícula, que la materia no era sustancia sino energía; Freud describía al Yo como un improvisado mediador entre dos inconscientes; la técnica creaba artefactos sobrehumanos; el filósofo francés Henri Bergson escribía que somos tiempo en flujo. La Ciudad se coronaba como arena fantástica de la disolución del sujeto en un tapiz de sensaciones. El atonalismo de Arnold Schönberg carcomía la majestuosa fábrica de la música germana. En 1922 Spengler haría capote entre los pesimistas con La decadencia de Occidente. Era un problema suyo. El lenguaje que había dado potestad suprema al positivismo no servía ya más que un ramo de crisantemos agusanados.
Pero de golpe pasó otra cosa. Algunos se dedicaron a moler los secos pétalos del lenguaje para llevarlo a una potencia que, en vez de representar la realidad según la razón positiva, creaba algo más vigoroso, transido por la cercanía de aquello que el lenguaje no podrá poseer nunca. El lenguaje era una jaula, sí, pero extensible al tamaño del universo. Y el proceso de extensión empezó prácticamente con el año. El arrogante James Joyce se había desentendido de la guerra en Zurich, enfrascado en mantener a su familia y escribir un libro en que la historia de la humanidad se condensaba en un día de la historia de un solo hombre. Ulises: seguidilla de sincronías en la conciencia del prototípico Leopold Bloom, judío de Dublín timorato y sensual y, como Odiseo, "hijo, marido, compañero de trabajo y padre, superador de pruebas por el sentido común". Amalgama entre la ecuanimidad de Bloom, la lucha de Stephen Dedalus por librarse de la Historia y el poder germinativo de Molly Bloom. Minucia, espesor, sexualidad y polifonía del lenguaje en la Ciudad cambiante. El poeta Ezra Pound, promotor de innovadores en apuros, no se quedó dormido. Convenció a Joyce de establecerse en París. ¿No es fantástico haber entrado en una ciudad descalzo y terminar en un departamento de lujo?, diría Joyce. Pound le consiguió zapatos, vivienda, muebles y editor: Sylvia Beach, expatriada norteamericana y dueña de la librería Shakespeare & Co. Ulises, el libro que ningún país anglosajón había querido editar por recalcitrante y escabroso, salió el 2 del 2 de 1922, el día en que Joyce cumplía cuarenta años. Se vendieron 1000 ejemplares y pronto 2000 más; la vanguardia era una poderosa red de difusión opcional.
Como vaciado en escritura, cerca del otro extremo del año, el 18 de noviembre, Proust moría después de murmurar la palabra "madre". Semanas antes se había agotado la reciente edición de Sodoma y Gomorra, el cuarto de los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido. Así, se ha dicho, el crepúsculo de una era literaria coincidía con el amanecer de otra. Pero no: si la novela de Proust parece la última palabra del siglo anterior, romántico y temporalista hasta el paroxismo, su monódica exploración del sentimiento prefigura la nueva época analítica. Porque ahora sabemos que el arte de Proust no consistió tanto en recordar como en atender al recuerdo para iluminar con gracia dolorosa, no sólo la generalidad de la pena, sino el trabajo fecundo del espíritu sobre sí mismo; en un desdoblamiento del yo para obtener un poco de tiempo en estado puro. Esta pureza no es amoral, pero sus leyes no son naturales.
Rilke lo sabía. El arte es la inversión más apasionada del mundo, un viaje de vuelta desde el Infinito en que todo lo honrado se encuentra con uno avanzando en dirección contraria, había escrito. Sin embargo ese viaje inverso no le impedía ser ídolo de la insomne juventud alemana de la República de Weimar. Rainer Maria Rilke era el Vate. Daba consejos, adoraba las perspectivas vastas y urgía al amante a tomar al amado como plataforma hacia la intemporalidad. Aunque sabía que no hay revés del lenguaje, Rilke pensaba que el canto es consonancia con el Otro Lado y por eso amaba a Orfeo y llamaba a acoger la muerte para completarse. La comprensión cabal de que la entrega aniquila le llegó en febrero de 1922. Recluido en el castillo de Muzot, junto al Ródano, terminó las Elegías de Duino y en el mismo rapto escribió la primera parte de los Sonetos a Orfeo.
En este punto el relato del año 1922 empieza a volverse irreal. Todo ángel es terrible, dice un famoso verso de las Elegías. Pero los ángeles de Rilke no son muy cristianos; son un mito de factura humana que mira al hombre desde todo lo que el hombre no es; el resguardo de un anhelo sin el cual las palabras nos aplastan. Estar aquí es glorioso, escribió, y con una paciencia apasionada reconfiguró el alemán para que acogiera esa gloria.
Pasión y aplicación dominaban el clima. Eran los Años Locos, era la Revolución y la Idea avasallante, y eran la penuria, la morbidez y la farra. La humanidad sólo podía regenerarse en el arte, porque el arte sabía usar los materiales para destruir más atinadamente que los cañones y construir mejor. 1922. En la humillada Alemania hacía falta una carretilla para cargar el dinero de un sueldo. Las consecuencias económicas de la paz irritaron a muchos, porque Keynes decía que la inflación podía alentar el desarrollo. Lejos, en Chicago, King Oliver incorporó a la Creole Jazz Band la trompeta flamígera de Louis Armstrong y empezó el baile.
Después de publicar la épica de una generación de chicas pizpiretas y galanes torturados —Cuentos de la era del jazz—, Francis Scott Fitzgerald marchó a emborracharse a París. Ahí ya estaban Hemingway aprendiendo el arte de la elipsis en los cuentos de Guy de Maupassant y Louis Aragon trasladando a la novela el collage de visiones urbanas inventado por Picasso y Braque. Todos se cruzaban en París: el músico Igor Stravinsky, el coreógrafo Diaghilev, las inquilinas del burdel Le Sphinx, Gide, Cocteau, Gertrude Stein, Picasso, Pound y Josephine Baker.
André Bretón, empeñado en transfigurar la vida por el azar objetivo, propuso un congreso nacional para la regulación del arte moderno. El estreno de la versión teatral de Locus Solus, financiada por el propio Raymond Roussel, fue una trifulca. Cada madrugada el remoto Paul Valery se levantaba a las cuatro a escribir su diario: "El que piensa se observa en lo que él no es". Con todo, ese año publicó Charmes, donde estaba el poema "El cementerio marino". En Berlín, sintetizando dialectos, jerga de cabaret y parodia de textos religiosos, Bertolt Brecht creaba un teatro anticatártico. Friedrich Murnau estrenó Nosferatu, el vampiro y Fritz Lang estampó los miedos alemanes en El jugador, la primera parte de su Doctor Mabuse.
En Moscú, Lenin ascendió a Stalin a secretario general del Partido. Los poetas rusos se la veían venir. Formalistas como eran, languidecían por conciliar el igualitarismo de la Revolución con la revolución de las formas. El imaginista Esenin decidió casarse con Isadora Duncan. Desde su exilio interior en Crimea, el más grande, Ossip Mandelstam, publicaba Tristia, una afirmación ovidiana de la poesía como medio universal de expresión: "Sólo un cuidado me queda, y es de oro:/ liberarme de la carga del tiempo".
En la vetusta Viena, Robert Musil terminó los relatos que componen Tres Mujeres, Alban Berg la versión definitiva de Wozzek y Freud recibió la exploratoria visita de Arthur Schnitzler, su doble literario, para conversar sobre los sueños. Murieron Solvay, el inventor de la soda, y Graham Bell, el falso inventor del teléfono. El acontecimiento del año en Italia no fue Los indomables —un flojo relato de Marinetti—, sino la marcha de los fascistas sobre Roma, que el 28 de octubre impuso a Mussolini como jefe de Gobierno. Ese mes, cincuenta mil personas habían escuchado a Adolf Hitler en Munich. Los ingleses sólo tomaban ligera cuenta.
En el seno del intenso grupo de Bloomsbury, Virginia Woolf conoció a su futura amada Vita Sackville-West y publicó The common reader, ensayos de una lectora inigualable que trataba los libros como seres vivos. Fernando Pessoa, un traductor comercial de Lisboa, avanzaba en la división de sí en diversos poetas mayúsculos. En Praga, Franz Kafka anotaba en su diario: "Todos me tienden la mano: los antepasados, el matrimonio y la descendencia, pero están demasiado lejos para mí". Subrepticiamente vuelto de una misión diplomática en China, sin otra cosa que alabanzas para la marcha del mundo, Saint John Perse contribuía al prodigio publicando Anábasis. Einstein recibió el premio Nobel de física. El de literatura lo ganó el español Jacinto Benavente. Pero si el castellano brilló ese año no fue en España por el dramaturgo de Los intereses creados y La malquerida, sino en América por el mestizo César Vallejo, con la publicación de Trilce (ver contratapa), y por Oliverio Girondo, con Veinte poemas para ser leídos en un tranvía. A comienzos de otoño T.S. Eliot, después de psicoanalizarse en Suiza, lanzó en Londres el primer número de la revista Criterion, que contenía su poema "La tierra baldía".
Lo que antecede es una especie de montaje, un aglomerado de retazos que no se pretende fehaciente. Antes de las vanguardias esta técnica casi no existía. La obra del artista clásico quería ser retrato vivo de una totalidad, un espejo del mundo. La vanguardia probó arrancar del contexto fragmentos de realidad, despojarlos de su función y reunirlos de modo que crearan sentido. La obra de arte se había vuelto artificial, pasible de ser interpretada por partes; pero hacía honor a la verdad, dijo Walter Benjamin, "admitiendo los escombros de la experiencia". El ruso Serguei Eisenstein definió un nuevo cine creando el "montaje de atracciones". Los collages de Max Ernst eran montajes, y en parte lo eran el Ulises y las novelas de John Dos Passos. El montaje reunía en un solo espacio acontecimientos paralelos; era apátrida, veloz e impersonal. El montaje fue el fetiche de los vanguardistas, la sustitución del Yo por el infinito sincrónico.
A Eliot le pareció que al presente de la lengua había que restañarlo con vestigios del pasado. El simultaneísmo de La tierra baldía fue el apogeo de la Alta Modernidad poética. "Abril es el mes más cruel; alumbra/ lilas de la tierra muerta, mezcla/ memoria y deseo, despierta/ sosas raíces con lluvia primaveral": esa ironía macabra que abre el poema y se devana en cancioncitas, himnos védicos, tercetos dantescos, órdenes de altoparlante y hastiados diálogos de alcoba, en imágenes de purgatorio, de reuniones frívolas y basura en el Támesis, se interpretó como una metáfora de la agonía de Europa; pero bien podía ser la cinta de una conciencia neurótica fecunda en mitos. El lector más curtido no se preocupa por entender, dijo Eliot. La poesía era una fusión entre emociones y una teoría de la escritura. Quizá por eso él había aceptado que el infalible Pound, a quien al fin dedicó el poema, le cortase cuatrocientos versos. De todos modos le agregó un aparato de notas explicativas y así completó ese regalo de las vanguardias que aún no hemos desenvuelto del todo: complejidad, dificultad, obras que suponen nuevas maneras de leer e incluyen directivas para la crítica. En La tierra baldía se encastran las dos utopías de 1922: exactitud de la imagen y divagación creativa. El arte como inductor de una percepción emancipada.
Quizá lo que pasó ese año deba explicarlo la numerología. A lo mejor un día pensamos que tampoco fue para tanto. En todo caso el lenguaje había chocado contra sus ardides, sus distinciones tiránicas, sus letales repeticiones, y en el tamblor de los añicos se detectaba la presencia de lo que escapa al dominio humano. El lenguaje era la forma fáctica de toda vida mental, y por lo tanto el campo de acción del artista.
El vienés Ludwig Wittgenstein, que en el frente de guerra había concebido una respuesta final a todos los equívocos filosóficos, también publicó su libro ese año increíble, en Oxford, por intercesión de Bertrand Russell. Era el Tractatus logico- philosophicus y ahí Wittgenstein decía: "Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo". Proponía una filosofía hecha sólo de elucidaciones; comparaba las palabras con una escalera que se tira después de pasar al otro lado (lo místico). Hay una foto del denodado Wittgenstein con los ojos en llamas, como avizorando cuán poco puede decirse con claridad. l había señalado la impotencia y el filo del lenguaje. Claro que en los mismos meses el gran Mandelstam refutaba la irrisión de la poesía con un aleluya por la reconciliación: "Soy el jardinero, y también soy la flor". Después de él vinieron Stalin y Hitler. Pero en el cristal de la eternidad quedó la huella de su aliento.
Marcelo Cohen es narrador y traductor. Su último libro se titula Los acuáticos.
» Edición Sábado 26.10.2002 » Revista Ñ
Cuando todo era futuro
Erase la belle epoque en la París bohemia y la hiperinflación en Alemania: la humanidad sólo podía reinventarse en el arte. ¿Qué hizo que los mayores creadores del siglo XX coincidieran en este calendario?
MARCELO COHEN
Sobre la teoría de las probabilidades hay un chiste maligno. Un científico le dice a un millonario que si pone cien monos con tizas y libros frente a un pizarrón durante treinta años, es probable que tarde o temprano alguno escriba algo. El hombre encierra los monos y se dedica a sus negocios; a los dos meses se pregunta qué estarán haciendo y al entrar, aunque los encuentra tan monos como siempre, ve que en el pizarrón hay una frase: "Durante mucho tiempo me acosté temprano...". No es un gran chiste pero viene a la memoria cuando uno busca explicarse el año 1922, no sólo porque en 1922 murió el escritor Marcel Proust (el autor de la frase), sino porque sugiere que ninguna teoría abolirá nunca la Obra Maestra. Menos si las Obras Maestras son aluvión. La verdad, 1922 deja al intérprete a la deriva entre la razón argumental y la fe en el misterio. Por eso se puede empezar el cuento por cualquier parte. Por ejemplo, con idas y venidas.
Entre los desplazados que vagaban por la Europa de los años veinte, atónitos por las fracturas nacionales y el trauma de la Primera Guerra, estaba el judío galiziano Joseph Roth, narrador cumbre de la caída: la del Imperio austrohúngaro en la disgregación, la del filisteísmo burgués en el vértigo. En un pasaje de La cripta de los capuchinos, el ex petimetre Francisco Trotta vuelve del frente a la casa familiar. No basta con que Viena sea ruinas y él sienta culpa por no haber muerto: encuentra a su madre viuda, incólume en la dignidad, tocando un piano que no suena porque ha vendido las cuerdas para comer. Por suerte la señora no sufre porque, aunque se obstine en negarlo, está sorda.
No muchos consiguieron tanta concentración simbólica. Y sin embargo, no bastaba. La Primera Guerra fue mucho más: ratas en las trincheras, cielo de zepelines derramando fuego sobre iglesias, trizas de las dieciséis culturas que aunaba la corona del emperador Francisco José. Durante la guerra los bolcheviques instauraron el socialismo en Rusia y los dadaístas dinamitaron la gramática en el Cabaret Voltaire de Zurich. Durante la guerra Kandinsky pintó el primer cuadro abstracto y los expresionistas ajustaron una estética de sombras para vérselas con la desaparición de Dios. A fines de 1918 el alemán Walter Gropius, que purificaría de volutas la arquitectura y dirigiría la Bauhaus, escribía: "Esto es más que una guerra perdida. Un mundo ha llegado a su fin".
Pero el drama excedía lo mundano. Los físicos decían que el observador modificaba la experiencia, que la luz era a la vez onda y partícula, que la materia no era sustancia sino energía; Freud describía al Yo como un improvisado mediador entre dos inconscientes; la técnica creaba artefactos sobrehumanos; el filósofo francés Henri Bergson escribía que somos tiempo en flujo. La Ciudad se coronaba como arena fantástica de la disolución del sujeto en un tapiz de sensaciones. El atonalismo de Arnold Schönberg carcomía la majestuosa fábrica de la música germana. En 1922 Spengler haría capote entre los pesimistas con La decadencia de Occidente. Era un problema suyo. El lenguaje que había dado potestad suprema al positivismo no servía ya más que un ramo de crisantemos agusanados.
Pero de golpe pasó otra cosa. Algunos se dedicaron a moler los secos pétalos del lenguaje para llevarlo a una potencia que, en vez de representar la realidad según la razón positiva, creaba algo más vigoroso, transido por la cercanía de aquello que el lenguaje no podrá poseer nunca. El lenguaje era una jaula, sí, pero extensible al tamaño del universo. Y el proceso de extensión empezó prácticamente con el año. El arrogante James Joyce se había desentendido de la guerra en Zurich, enfrascado en mantener a su familia y escribir un libro en que la historia de la humanidad se condensaba en un día de la historia de un solo hombre. Ulises: seguidilla de sincronías en la conciencia del prototípico Leopold Bloom, judío de Dublín timorato y sensual y, como Odiseo, "hijo, marido, compañero de trabajo y padre, superador de pruebas por el sentido común". Amalgama entre la ecuanimidad de Bloom, la lucha de Stephen Dedalus por librarse de la Historia y el poder germinativo de Molly Bloom. Minucia, espesor, sexualidad y polifonía del lenguaje en la Ciudad cambiante. El poeta Ezra Pound, promotor de innovadores en apuros, no se quedó dormido. Convenció a Joyce de establecerse en París. ¿No es fantástico haber entrado en una ciudad descalzo y terminar en un departamento de lujo?, diría Joyce. Pound le consiguió zapatos, vivienda, muebles y editor: Sylvia Beach, expatriada norteamericana y dueña de la librería Shakespeare & Co. Ulises, el libro que ningún país anglosajón había querido editar por recalcitrante y escabroso, salió el 2 del 2 de 1922, el día en que Joyce cumplía cuarenta años. Se vendieron 1000 ejemplares y pronto 2000 más; la vanguardia era una poderosa red de difusión opcional.
Como vaciado en escritura, cerca del otro extremo del año, el 18 de noviembre, Proust moría después de murmurar la palabra "madre". Semanas antes se había agotado la reciente edición de Sodoma y Gomorra, el cuarto de los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido. Así, se ha dicho, el crepúsculo de una era literaria coincidía con el amanecer de otra. Pero no: si la novela de Proust parece la última palabra del siglo anterior, romántico y temporalista hasta el paroxismo, su monódica exploración del sentimiento prefigura la nueva época analítica. Porque ahora sabemos que el arte de Proust no consistió tanto en recordar como en atender al recuerdo para iluminar con gracia dolorosa, no sólo la generalidad de la pena, sino el trabajo fecundo del espíritu sobre sí mismo; en un desdoblamiento del yo para obtener un poco de tiempo en estado puro. Esta pureza no es amoral, pero sus leyes no son naturales.
Rilke lo sabía. El arte es la inversión más apasionada del mundo, un viaje de vuelta desde el Infinito en que todo lo honrado se encuentra con uno avanzando en dirección contraria, había escrito. Sin embargo ese viaje inverso no le impedía ser ídolo de la insomne juventud alemana de la República de Weimar. Rainer Maria Rilke era el Vate. Daba consejos, adoraba las perspectivas vastas y urgía al amante a tomar al amado como plataforma hacia la intemporalidad. Aunque sabía que no hay revés del lenguaje, Rilke pensaba que el canto es consonancia con el Otro Lado y por eso amaba a Orfeo y llamaba a acoger la muerte para completarse. La comprensión cabal de que la entrega aniquila le llegó en febrero de 1922. Recluido en el castillo de Muzot, junto al Ródano, terminó las Elegías de Duino y en el mismo rapto escribió la primera parte de los Sonetos a Orfeo.
En este punto el relato del año 1922 empieza a volverse irreal. Todo ángel es terrible, dice un famoso verso de las Elegías. Pero los ángeles de Rilke no son muy cristianos; son un mito de factura humana que mira al hombre desde todo lo que el hombre no es; el resguardo de un anhelo sin el cual las palabras nos aplastan. Estar aquí es glorioso, escribió, y con una paciencia apasionada reconfiguró el alemán para que acogiera esa gloria.
Pasión y aplicación dominaban el clima. Eran los Años Locos, era la Revolución y la Idea avasallante, y eran la penuria, la morbidez y la farra. La humanidad sólo podía regenerarse en el arte, porque el arte sabía usar los materiales para destruir más atinadamente que los cañones y construir mejor. 1922. En la humillada Alemania hacía falta una carretilla para cargar el dinero de un sueldo. Las consecuencias económicas de la paz irritaron a muchos, porque Keynes decía que la inflación podía alentar el desarrollo. Lejos, en Chicago, King Oliver incorporó a la Creole Jazz Band la trompeta flamígera de Louis Armstrong y empezó el baile.
Después de publicar la épica de una generación de chicas pizpiretas y galanes torturados —Cuentos de la era del jazz—, Francis Scott Fitzgerald marchó a emborracharse a París. Ahí ya estaban Hemingway aprendiendo el arte de la elipsis en los cuentos de Guy de Maupassant y Louis Aragon trasladando a la novela el collage de visiones urbanas inventado por Picasso y Braque. Todos se cruzaban en París: el músico Igor Stravinsky, el coreógrafo Diaghilev, las inquilinas del burdel Le Sphinx, Gide, Cocteau, Gertrude Stein, Picasso, Pound y Josephine Baker.
André Bretón, empeñado en transfigurar la vida por el azar objetivo, propuso un congreso nacional para la regulación del arte moderno. El estreno de la versión teatral de Locus Solus, financiada por el propio Raymond Roussel, fue una trifulca. Cada madrugada el remoto Paul Valery se levantaba a las cuatro a escribir su diario: "El que piensa se observa en lo que él no es". Con todo, ese año publicó Charmes, donde estaba el poema "El cementerio marino". En Berlín, sintetizando dialectos, jerga de cabaret y parodia de textos religiosos, Bertolt Brecht creaba un teatro anticatártico. Friedrich Murnau estrenó Nosferatu, el vampiro y Fritz Lang estampó los miedos alemanes en El jugador, la primera parte de su Doctor Mabuse.
En Moscú, Lenin ascendió a Stalin a secretario general del Partido. Los poetas rusos se la veían venir. Formalistas como eran, languidecían por conciliar el igualitarismo de la Revolución con la revolución de las formas. El imaginista Esenin decidió casarse con Isadora Duncan. Desde su exilio interior en Crimea, el más grande, Ossip Mandelstam, publicaba Tristia, una afirmación ovidiana de la poesía como medio universal de expresión: "Sólo un cuidado me queda, y es de oro:/ liberarme de la carga del tiempo".
En la vetusta Viena, Robert Musil terminó los relatos que componen Tres Mujeres, Alban Berg la versión definitiva de Wozzek y Freud recibió la exploratoria visita de Arthur Schnitzler, su doble literario, para conversar sobre los sueños. Murieron Solvay, el inventor de la soda, y Graham Bell, el falso inventor del teléfono. El acontecimiento del año en Italia no fue Los indomables —un flojo relato de Marinetti—, sino la marcha de los fascistas sobre Roma, que el 28 de octubre impuso a Mussolini como jefe de Gobierno. Ese mes, cincuenta mil personas habían escuchado a Adolf Hitler en Munich. Los ingleses sólo tomaban ligera cuenta.
En el seno del intenso grupo de Bloomsbury, Virginia Woolf conoció a su futura amada Vita Sackville-West y publicó The common reader, ensayos de una lectora inigualable que trataba los libros como seres vivos. Fernando Pessoa, un traductor comercial de Lisboa, avanzaba en la división de sí en diversos poetas mayúsculos. En Praga, Franz Kafka anotaba en su diario: "Todos me tienden la mano: los antepasados, el matrimonio y la descendencia, pero están demasiado lejos para mí". Subrepticiamente vuelto de una misión diplomática en China, sin otra cosa que alabanzas para la marcha del mundo, Saint John Perse contribuía al prodigio publicando Anábasis. Einstein recibió el premio Nobel de física. El de literatura lo ganó el español Jacinto Benavente. Pero si el castellano brilló ese año no fue en España por el dramaturgo de Los intereses creados y La malquerida, sino en América por el mestizo César Vallejo, con la publicación de Trilce (ver contratapa), y por Oliverio Girondo, con Veinte poemas para ser leídos en un tranvía. A comienzos de otoño T.S. Eliot, después de psicoanalizarse en Suiza, lanzó en Londres el primer número de la revista Criterion, que contenía su poema "La tierra baldía".
Lo que antecede es una especie de montaje, un aglomerado de retazos que no se pretende fehaciente. Antes de las vanguardias esta técnica casi no existía. La obra del artista clásico quería ser retrato vivo de una totalidad, un espejo del mundo. La vanguardia probó arrancar del contexto fragmentos de realidad, despojarlos de su función y reunirlos de modo que crearan sentido. La obra de arte se había vuelto artificial, pasible de ser interpretada por partes; pero hacía honor a la verdad, dijo Walter Benjamin, "admitiendo los escombros de la experiencia". El ruso Serguei Eisenstein definió un nuevo cine creando el "montaje de atracciones". Los collages de Max Ernst eran montajes, y en parte lo eran el Ulises y las novelas de John Dos Passos. El montaje reunía en un solo espacio acontecimientos paralelos; era apátrida, veloz e impersonal. El montaje fue el fetiche de los vanguardistas, la sustitución del Yo por el infinito sincrónico.
A Eliot le pareció que al presente de la lengua había que restañarlo con vestigios del pasado. El simultaneísmo de La tierra baldía fue el apogeo de la Alta Modernidad poética. "Abril es el mes más cruel; alumbra/ lilas de la tierra muerta, mezcla/ memoria y deseo, despierta/ sosas raíces con lluvia primaveral": esa ironía macabra que abre el poema y se devana en cancioncitas, himnos védicos, tercetos dantescos, órdenes de altoparlante y hastiados diálogos de alcoba, en imágenes de purgatorio, de reuniones frívolas y basura en el Támesis, se interpretó como una metáfora de la agonía de Europa; pero bien podía ser la cinta de una conciencia neurótica fecunda en mitos. El lector más curtido no se preocupa por entender, dijo Eliot. La poesía era una fusión entre emociones y una teoría de la escritura. Quizá por eso él había aceptado que el infalible Pound, a quien al fin dedicó el poema, le cortase cuatrocientos versos. De todos modos le agregó un aparato de notas explicativas y así completó ese regalo de las vanguardias que aún no hemos desenvuelto del todo: complejidad, dificultad, obras que suponen nuevas maneras de leer e incluyen directivas para la crítica. En La tierra baldía se encastran las dos utopías de 1922: exactitud de la imagen y divagación creativa. El arte como inductor de una percepción emancipada.
Quizá lo que pasó ese año deba explicarlo la numerología. A lo mejor un día pensamos que tampoco fue para tanto. En todo caso el lenguaje había chocado contra sus ardides, sus distinciones tiránicas, sus letales repeticiones, y en el tamblor de los añicos se detectaba la presencia de lo que escapa al dominio humano. El lenguaje era la forma fáctica de toda vida mental, y por lo tanto el campo de acción del artista.
El vienés Ludwig Wittgenstein, que en el frente de guerra había concebido una respuesta final a todos los equívocos filosóficos, también publicó su libro ese año increíble, en Oxford, por intercesión de Bertrand Russell. Era el Tractatus logico- philosophicus y ahí Wittgenstein decía: "Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo". Proponía una filosofía hecha sólo de elucidaciones; comparaba las palabras con una escalera que se tira después de pasar al otro lado (lo místico). Hay una foto del denodado Wittgenstein con los ojos en llamas, como avizorando cuán poco puede decirse con claridad. l había señalado la impotencia y el filo del lenguaje. Claro que en los mismos meses el gran Mandelstam refutaba la irrisión de la poesía con un aleluya por la reconciliación: "Soy el jardinero, y también soy la flor". Después de él vinieron Stalin y Hitler. Pero en el cristal de la eternidad quedó la huella de su aliento.
Marcelo Cohen es narrador y traductor. Su último libro se titula Los acuáticos.
» Edición Sábado 26.10.2002 » Revista Ñ
miércoles, 25 de abril de 2012
LAS TRANSFORMACIONES DEL CONOCIMIENTO, LA BELLEZA Y EL
SENTIMIENTO: UNA APROXIMACION A WALTER BENJAMIN
Oscar D.
Amaya
No fue Benjamin un arqueólogo de las ideas, sino un
alegorista y un fisonomista.
Concibió la dialéctica como una relación del sueño con
el despertar: la dialéctica
organiza las reminiscencias oníricas. Intentó
reconstruir el mundo social a partir
de visiones que con espléndida agudeza se apoderaban
de realidades astilladas,
como el espectáculo de un café de la city después del horario bursátil o los
ceniceros desparramados después de una reunión en el
interior burgués.
Es nuestro contemporáneo.
Horacio González
El presente
artículo constituye una aproximación a la obra del filosofo Walter Benjamin con
el propósito de enmarcar su ensayo “La
obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. Se procederá en
primer lugar a caracterizar la figura de este filósofo alemán como intelectual
lúcido que indagó diversos aspectos de la condición humana. En segundo lugar,
se puntualizarán las líneas de pensamiento que atraviesan su ensayo arriba
mencionado para luego, en tercer lugar, efectuar un recorrido que organice la
lectura interpretativa de “La obra de
arte...”.
Acerca de Walter Benjamin
Benjamin: Estoy cansado, madre, aquí me
detengo. No puedo seguir, ¿me escuchas madre?
Madre: Pelea, pelea, mi niño.
Benjamin: Mi mundo ha muerto... soy un fantasma.
Madre: Queda tu vida, hijo.
Benjamin: No, no queda nada, dejé mi vida
abandonada
en la
biblioteca de París. ¿Mi hijo? El sabrá
arreglárselas. No he sido un buen padre.
Madre: ¿Y tus papeles escritos, quién los
terminará?
Benjamin: Nadie, nadie. Pertenezco a otra época.
Los
olvidarán con gusto. Y si no es así, dejemos que vivan
su propia
vida, ya no me pertenecen.
Biografías (fragmento de programa radial con guión de
R. Forster)
Como muchos especialistas en la obra de Walter
Benjamin ya han confirmado, “cualquier intento de establecer una unidad a
partir de textos tan variados como los de Benjamin, está siempre condenado
desde el principio” (McCole, John. Walter
Benjamin
y las antinomias de la tradición. Cornell University Press, 1933). También
atenta contra la búsqueda de unidad el hecho de que Benjamin escribiera textos
muchas veces fragmentarios a lo largo de su vida, a la manera de trozos de
rompecabezas, fragmentos fulgurantes a menudo contradictorios, del que quedaron
muchos tramos inconclusos. Este pensador alemán no sólo escribió sobre una
variedad muy amplia de temas –el teatro trágico alemán, el Romanticismo, la
historia, el lenguaje y la traducción, el cine, París, Baudelaire, el materialismo
dialéctico, la narración, la infancia, la identidad judía, por mencionar
algunos- sino que estilísticamente se expresaba mediante la prosa, el ensayo, la
correspondencia epistolar, los aforismos, las citas y en ocasiones la poesía.
Su pensamiento fue producto del fructífero cruce de influencias entre el
marxismo, el judaísmo y las vanguardias artísticas.
Nacido en Berlín en 1892, “un hijo de la
burguesía acomodada”, como se definió a sí mismo, estudió Historia y Filosofía
en la Universidad de Fribourg en Brisgau, donde sus primeros trabajos
estuvieron orientados hacia la literatura y la historia del arte. Su tesis
doctoral en 1919 en la Universidad de Berna trató sobre la concepción de la
crítica de arte en el romanticismo alemán. Fue crítico de arte, historiador,
traductor, profesor en varias universidades europeas, coleccionista, viajante y
caminante nómade, lector insaciable, “cazador” de citas en infinidad de textos,
buscador de “puentes” entre el pensamiento secularizador y el místico,
estudioso de la decadencia de la cultura europea burguesa, “arqueólogo” de
ciudades e indagador, “residente” en bibliotecas, e indagador del universo
espiritual infantil, entre algunas de sus pasiones.
Su tarea intelectual estuvo ligada al
Instituto de Investigaciones Sociales, fundado en 1923, y más conocido como
“Escuela de Frankfurt” (relación que no estuvo exenta de tensiones), que
desarrolló su producción teórica claramente marcada por el marxismo y por su
férrea posición antifascista. Este Instituto estuvo conformado por un grupo de
filósofos críticos del proyecto moderno-burgués y de la naciente sociedad de
masas, entre los que se encontraba Theodor Adorno, con quien mantuvo una
prolongada correspondencia entre 1928 hasta su muerte, (puede consultarse el
libro “Theodor W. Adorno, Walter Benjamin. Correspondencia 1928-1940” que
recopila este intercambio epistolar publicado por la editorial Trotta en 1998) y
que dijera a propósito de este filósofo: “un escritor tiene su hogar en los
textos: para quien ya no tiene patria, escribir se transforma en el lugar donde
vivir”.
En el seno de un congreso internacional a
propósito del centenario del natalicio de Benjamin celebrado en Osnabrück,
Alemania, el filósofo Hans Lehman afirmó: “la filosofía debe ser otra vez
pensar el mundo, aunque por ahora nadie se entere de ese acto. Ya no afiliarse
a un autor, a una terminología, o dictar un programa higiénico. En este sentido
posiblemente sea cierto que Benjamin nos puede ayudar a reflexionar este
sentimiento de catástrofe espiritual que vivimos, pero si lo llevamos adentro.
Si nos presta cada tanto sus ojos”.
Entre las obras de este autor, pueden
nombrarse algunas relevantes, en sus traducciones al castellano: los cuatro volúmenes
de “Iluminaciones” (entre 1980 y 1991 por editorial Taurus, Madrid), “El origen
del drama barroco alemán” (1990, también por Taurus), “Ensayos escogidos”
publicado por la revista Sur en 1967 y traducido por Héctor Murena (conocido en
otras ediciones como Angelus Novus), “Infancia
en Berlín hacia 1900” (1982, ediciones Alfaguara), la serie “Discursos
Interrumpidos”, particularmente el Tomo I, “Filosofía del Arte y de la
Historia” (1973, Taurus) y recientemente, la edición final de “Libro de los Pasajes”
(2005, editorial Trotta), obra que su muerte había dejado inconclusa.
“Si escribo un alemán mejor que el de la
mayoría de mi generación –admitía sin falsas modestias en 1932- lo debo en
buena parte a la obediencia, durante veinte años, de una breve y única regla:
no utilizar nunca la palabra Yo, a
menos que sea en las cartas personales”. Desde el ascenso del nazismo en
Alemania en 1933, Benjamin vivió exiliado en la casa del dramaturgo Bertold
Brecht en Dinamarca y luego en la capital de Francia. Una vez estallada la
guerra, estuvo en 1939 confinado en un campo de trabajos forzados en Nevers,
dictando clases a cambio de cigarrillos. Una vez liberado y cuando las tropas
hitlerianas entraron a París, huyó en tren hacia el sur del país dirigiéndose a
Port-Bou, la ciudad fronteriza franco-española. “Leo cada periódico como si
allí hubiera una orden contra mí”, le escribió a Adorno en 1940.
Al encontrar cerrada la frontera en esta
ciudad (en su intento por dirigirse a Portugal para viajar a Estados Unidos) y
temiendo ser descubierto y detenido por la Gestapo para ser enviado a los
campos de concentración, Benjamin se envenenó tomando catorce tabletas de
morfina, en septiembre de 1940. Por mucho tiempo sus restos estuvieron en una
fosa común. Actualmente se hallan ubicados junto al mar en el cementerio de
Port-Bou y en su lápida puede leerse un fragmento de una de la tesis de su obra
“Tesis de filosofía de la historia”: “no existe ningún documento de cultura que
no lo sea al mismo tiempo de la barbarie”.
Su vida entera hubo de ser una continua
peregrinación, al punto que trasladó su biblioteca a través de diez ciudades,
perseguido por la guerra y por su doble condición de judío y marxista. Acaso
esta forma de vida haya modelado su escritura de lo fragmentario (y de pensar a
la cultura como fragmentos de una totalidad irremediablemente perdida), del
procedimiento por atrapar lo considerado pequeño y trivial, de lo inacabado y
lo fugaz. Acaso su muerte, acaecida en una frontera, hable del modo de pensamiento
y escritura que siempre lo caracterizara: la búsqueda de los márgenes en los
saberes especializados, de los cruces en las disciplinas del conocimiento. Este
dato del lugar de su muerte, dibuja
la intención de Benjamin de extinguirse en el linde de un tiempo, el de la
Europa en edad de su máxima barbarie, estallada en la guerra y en los campos de
concentración
Acerca de “La obra de arte en su
época de reproductibilidad técnica”
Hay que ver en el capitalismo una religión, es decir,
el capitalismo sirve
esencialmente a la satisfacción de las mismas
preocupaciones, suplicios,
inquietudes, a las que daban respuesta antiguamente
las llamadas religiones.
Walter Benjamin
Algunas consideraciones preliminares
Benjamin encuentra (siguiendo algunos
análisis de A. Verón Ospina) que la fascinación con el progreso tecnológico y
la defensa de la experiencia estuvieron presentes como tensiones dialécticas en
la expresión artística vanguardista de la primera mitad del siglo veinte
europeo. El "maquinismo", el "futurismo" la "abstracción"
fueron corrientes estéticas que identificaban las búsquedas imaginativas con el
reconocimiento y el aprovechamiento que el espíritu de racionalización y la
colectivización del imaginario tecnológico estaban dejando, y que trazaban nuevos
límites para la acción humana a partir de una relación particular entre la
razón y la máquina.
Contemporánea de las revoluciones
socialistas de principios del siglo XX, las vanguardias se encontraron
inspiradas por una utopía depositaria de las esperanzas de redención social. La
utopía creció en el interior de una gran civilización, donde lo nuevo contenía el germen de una
identificación emancipadora con las capacidades imaginativas de la subjetividad
humana. Desde los inicios de la cultura industrial moderna, la novedad estuvo identificada al progreso
moral o social, a pesar de que en algunos sectores de artistas y filósofos haya
existido una reacción negativa a ese tipo de vanguardia, por considerarla
ausente de un ideario emancipador lo suficientemente radical. La "experiencia
moderna" se descubre crecientemente reducida a un presente continuo de
fascinación por la novedad y la información, donde tanto las catástrofes
sociales como las experiencias individuales brillan y estallan en la
instantánea misma de un presente que todo lo devora. Pensar con una perspectiva
histórica lo cercano, aquello que se presenta como moderno, historiar desde un
ámbito crítico lo pequeño, darle voz a zonas silenciadas donde no se ha escrito
la historia, se vuelve un reto que Benjamin asume.
En las corrientes vanguardistas se
transparentaba esta fascinación por
el progreso que prometía un nuevo entorno cultural, pregonando liberación
espiritual por medio del arte, pero también augurando el reconocimiento de
antiguos sentimientos que de la fascinación se aproximaban al fascismo y que los
artistas de estas vanguardias hacían suyos desde el arte y la política. Benjamin
recoge el ejemplo de esta “síntesis poética” que hace emblemático el idilio de
los poetas con la tecnología: "Desde hace veintisiete años, nosotros,
los futuristas, nos levantamos contra la idea de que la guerra sería
antiestética... Por ello... afirmamos: la guerra es bella porque gracias a las
máscaras antiguas, al terrible megáfono o los lanzallamas y los carros de
asalto, se fundamenta la soberanía del hombre sobre la máquina subyugada. La
guerra es bella, porque enriquece una pradera con orquídeas ardientes: las
ametralladoras. La guerra es bella, porque reúne, para hacer una sinfonía, los
disparos de fusil, los cañonazos, los altos del fuego, los perfumes y los
olores de la descomposición. La guerra es bella, ya que crea arquitecturas
nuevas como la de los tanques, la de las escuadrillas formadas geométricamente,
la de las espirales de humo en las aldeas incendiadas...”
Resulta inquietante, además, cotejar
este manifiesto con una carta que escribiera el jerarca nazi Joseph Goebbels en
1933: “nosotros los que modelamos la política moderna
alemana nos sentimos personas artísticas, a quienes se ha confiado la gran responsabilidad
de configurar, a partir del material crudo de las masas, la sólida y bien
forjada estructura de un Pueblo”.
Son éstos, claros
ejemplos de la alianza modernista entre la imagen del progreso técnico unido al
desarrollo espiritual propiciados por el arte y la política, en los cuales se
usa la imagen de la nueva guerra, aquella que de las lanzas y el fusil ha
pasado a los tanques, las metrallas y las bombas.
Benjamin
afirma en su escrito "Teorías del fascismo Alemán" de su
libro “Para una crítica de la violencia y otros ensayos. (Iluminaciones IV)” que
"...sin que vaya en detrimento de la importancia
de las raíces económicas de la guerra, la guerra imperialista está condicionada
en su núcleo más duro y fatal por la discrepancia abismal entre los inmensos
medios de la técnica y la ínfima clarificación moral que aportan.". Este comentario esclarece su posición respecto de los avances de la
tecnología y sus efectos, analizándolos en sus dimensiones de dominio y
transformación social. Para este autor, la guerra moderna no tiene en absoluto
nada de heroica, la imagen del soldado se encuentra desarticulada de cualquier
representación moral que haga concebirlo como un héroe de la experiencia
espiritual. Benjamin ya había indicado en sus investigaciones sobre el estudio
de los pasajes en la ciudad de París, que el héroe moderno en la obra del
escritor francés Charles Baudelaire no tenía la imagen del soldado, ya que la
figura militar se encontraba en decadencia. Este descrédito del heroísmo
militar se encontraba relacionado con la capacidad destructiva de las nuevas
máquinas de guerra usadas por los ejércitos. Para Benjamin, la fascinación
técnica se había vuelto fatal racionalidad instrumental para la destrucción. La
vida moderna, sostiene, atenaza la experiencia individual como vivencia directa,
en términos de sentimiento, deseo, amor, de contemplación del paisaje que se
mira desde algún punto.
De las
muchas acepciones de “experiencia” pueden utilizarse dos de ellas, presentadas
en el Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora, por resultar cercanas a la
posición benjaminiana: "La aprehensión por un sujeto de una
realidad, una forma de ser, un modo de hacer, una manera de vivir, etc. La
experiencia es entonces un modo de conocer algo inmediatamente, antes de todo
juicio formulado sobre lo aprehendido". También en términos filosóficos, la
experiencia puede ser entendida como: "El
hecho de soportar o sufrir algo, como cuando se dice que se experimenta un
dolor, una alegría, etc.".
Si bien la noción de experiencia fue utilizada anteriormente
por el filósofo Kant, es notorio que Benjamin le otorga a ésta nuevos
contenidos. Esta noción es pensada
por Kant como el área dentro de la cual se vuelve posible el conocimiento.
Según él, no es posible conocer nada que no se halle dentro de la experiencia
posible. Como el conocimiento es además conocimiento del mundo de la
apariencia, la noción de experiencia es abordada con el carácter de experiencia interna, señalando que la
existencia humana en el tiempo es consciente mediante tal experiencia. Para los
idealistas alemanes, el proyecto era el de dar razón de los fundamentos de toda
experiencia, es por ello que con esta tesis, lo que se pretendía era establecer
una experiencia absoluta que de nuevo vinculase al ser humano con el mundo.
A partir de lo anterior, se puede
realizar una distinción en la dimensión de la experiencia tal como Benjamin la
aborda: la que refiere a vivir una experiencia como aventura, esto es, una
experiencia que se ubica en el nivel psicológico inmediato como un shock, algo que se vive con absoluta
inmediatez en el corazón de la cultura moderna, para luego ser abandonada a
cambio de otra nueva vivencia, "la
pequeña moneda de lo actual”, en sus palabras.
Este concepto de shock es analizado por el filósofo atendiendo a las investigaciones
del psicoanalista Sigmund Freud: la conciencia es un escudo que protege al
organismo frente a los estímulos, por tratarse de “energías demasiado grandes que
trabajan en el exterior”, en palabras del psicoanalista. Así, se produce el efecto de aislar a
la conciencia actual del recuerdo del pasado, algo que Benjamin analiza
planteando que sin la profundidad de la memoria, la experiencia se empobrece.
Así como Freud se interesó en las neurosis de guerra (trauma mental originado
en los campos de batalla en la Primera Guerra Mundial), Benjamin afirmaba que
esta experiencia bélica productora de shock,
“se había convertido en norma” en la vida moderna, tal como lo planteó en sus textos “Poesía y
capitalismo” y “Sobre algunos temas en Baudelaire”. En éste último afirma: “moverse
a través del tránsito significa para el individuo una serie de shocks y de
colisiones (...) a la experiencia del shock que el transeúnte sufre en medio de
la multitud, corresponde la del obrero al servicio de las máquinas”. Al respecto, S. Buck-Morss en su
libro “Walter Benjamin, escritor revolucionario” (Interzona editora, Buenos
Aires, 2005) afirma: “en la producción industrial, no menos que en
la guerra moderna, en las multitudes en las calles y en encuentros eróticos, en
parques de diversiones y en casinos, el shock es la esencia misma de la
experiencia moderna”.
En Benjamin, la experiencia obliga a
la integración del sujeto concreto a un contexto social de carácter más amplio,
a través de la tradición. Esta integración a un contexto tradicional es lo que
favorece la aparición del aura (ver
más abajo el subtítulo “Cómo organizar la lectura interpretativa...”), la
experiencia donde se vive la realización y contacto irrepetible y único del ser
humano con los objetos del mundo. De esta manera, Benjamin supera la acepción
de experiencia como acumulación de información, para orientarse en pos de una
experiencia más duradera y profunda de lo humano.
En su análisis de esta vivencia,
alerta acerca de lo doloroso que llega a convertirse para el sujeto moderno un
acercamiento directo a las cosas del mundo. En este camino se han levantado
toda una serie de elementos: desde un complejo arsenal conceptual hasta un
sistema moderno de regulaciones propias de las nuevas tecnologías y los medios
masivos de comunicación. Por eso la crisis de la experiencia implica la
dificultad que tiene el sujeto concreto de disfrutar de un hallazgo abierto y
no mediado con el mundo.
La superación de esta fractura en
términos de alejamiento o extrañamiento es resuelta por Benjamin a partir de
habitar dos escenas de la experiencia: el viaje y el paseo. Ambas permiten
salir de las costumbres de la “tribu cultural” en que el sujeto moderno se
encuentra inserto. Los límites de una ciudad o de una nación son también los
límites y los diques de la experiencia personal de sus ciudadanos. Se puede
asumir como cierta la experiencia cultural de pertenecer a un país o una nación,
pero resulta demasiado atrayente el viaje como posibilidad de fuga y escape de
los límites, como verificación de que existe en la base de ese mundo, en
apariencia homogéneo de la modernidad, una franja que se resiste a la
estandarización del modelo.
Como respuesta
a este panorama, donde el orden de la experiencia humana pareciera confrontarse
y ser borrado por la acumulación de información tecnológica, la reflexión benjaminiana se constituye en una vía de
entrada a una alternativa de superación del conflicto técnica – espíritu. La experiencia
entonces, resulta para este autor una filosofía que de contemplación se vuelve acción de comunicar nuevos sentidos de
lenguaje capaces de incidir sobre la realidad. En el ensayo que analiza
este artículo, Benjamin plantea el pasaje del arte como ritual religioso o de
la belleza, hacia una práctica política,
a una relación dialéctica capaz de dinamitar los diques clásicos de la
contemplación para enfrentarse a un tenaz reto de transformación en las maneras
de percibir el mundo. Esa transformación la elabora el filósofo en aras de un
lenguaje que cruza por el centro mismo de los sucesivos “magmas” o sedimentos
de la expresión simbólica humana, tal como el mito, la religión, la razón o el
arte.
La nueva práctica comunicativa -con
la que Benjamín intenta recuperar la experiencia de carácter político y
estético- se produce gracias a una profunda transformación en la manera de
percibir el arte por parte del público. No se trata de una vulgarización de los
bienes más refinados de las élites sino de una redención (léase revolución) por parte de una multitud que del
silencio milenario y la fascinación fascista a la que fuera abocada, invertiría
su papel y usurparía o escamotearía el lugar de la producción estética. Las obras
de teatro, los films cinematográficos, o una literatura de la revolución, sostuvieron
en Benjamin la idea de que las personas “comunes y silvestres” podrían escribir
en los periódicos y las revistas, y se harían protagonistas de las tablas y de
las pantallas. Resulta evidente que este filósofo estaba comprometido con las
consecuencias lógicas que habría de traer esta nueva fase del proyecto moderno,
en tanto éste implicase la unidad entre técnica y humanismo, es decir, la
liberación de la creatividad humana en diversos grupos sociales y en diversas
latitudes del planeta. Creía que las consecuencias de esto no demorarían en explotar:
una escritura, tanto en la poesía como en la novela y en la filosofía, más
agresiva, que ligarían palabra y revolución, palabra y compromiso individual,
creación estética y transformación política.
Cabe entonces formular la pregunta de
si existió por lo tanto un perfil, una forma común que tradujese la experiencia
del ser moderno. La búsqueda estética y política propiciada por Benjamin
implicaba un intento de transformar el mundo sabiendo comunicar esta posición. Pero
saber comunicar estos contenidos no es únicamente un problema de contenidos, es
también asunto de construcción de lenguaje. En Benjamin, el lenguaje no es tan
sólo un medio con el que se comunica esta “experiencia redentora”, sino que para
él, en el lenguaje mismo se encuentran las claves de la redención del género
humano, en tanto se trata de una especie productora de lenguaje: el sujeto es
una especie cultural productora de significaciones. La tarea a la que este
filósofo se encomendó fue la de descubrir los elementos subterráneos
irracionales e inconscientes que estaban fracturando el lenguaje transparente y
unívoco de la tradición mayoritaria en Occidente, para dirigirse entonces hacia
la construcción de una nueva racionalidad, capaz de asumir tanto la sinrazón, como
de edificar una nueva historia, donde se recupere a través de la memoria de los
humillados y ofendidos, el recuerdo de los vencidos.
Esta tradición moderna fue abordada por
Benjamin analizándola a lo largo de todo su proyecto racional o de abstracción,
en el movimiento de sometimiento de la naturaleza y la realidad social, a
universales y categorías generales. Tanto en el idealismo, como en la
ilustración y en el positivismo, esta tradición configuró una epistemología o un
estatuto de verdad que penetró y determinó a las prácticas sociales, donde el
progreso surgió como idea redentora y reconciliadora entre las palabras y el
mundo: redención de una humanidad que avizoraba en el futuro las esperanzas
perdidas en anteriores pasados. Al respecto, Benjamin plantea en su texto "Teoría del progreso": “No sirve de nada decir que el
pasado aclara el presente o que el presente aclara el pasado. Una imagen
contraria y quizá mejor es aquella en que el Antes encuentra al Ahora, en un
relámpago fugaz y para formar una constelación. Dicho de otra manera, esta
imagen es la dialéctica en detención. Pues mientras que la relación entre
pasado y presente es puramente temporal, la relación del Antes con el Ahora es
dialéctica: no es de naturaleza temporal, sino figurativa... No es algo que se
desarrolla, sino una imagen de brusca discontinuidad. Apenas las imágenes
dialécticas son imágenes auténticas, y el lugar donde las encontramos es el
lenguaje”.
Este fenómeno, denominado tragedia de la cultura moderna, tiene en
Benjamín un momento de tensión gracias a la reflexión que realiza acerca del
papel que el lenguaje posee en el territorio de la experiencia cultural, debido
a que la estética expresa la respuesta del individuo concreto frente a la
devaluación de la experiencia humana.
Para el pensador alemán, el saber
debe convertirse en acción unida a la conciencia individual, como el origen del
conocimiento y de la acción. El ser
del hombre no reside en el saber, sino que se justifica gracias a la acción. La
acción humana incide en la historia, una historia consciente de su propia
naturaleza. Su pensamiento dialéctico le permite sostener que el ser humano
trasciende mediante la acción histórica.
La historia de la burguesía es la
historia de una economía y de una ética basadas en la autonomía que expone al
filósofo alemán Immanuel Kant como su portavoz moderno. Su economía es la de
una sociedad en que producción, distribución y consumo operan al modo de un
engranaje. El sujeto cobra vigor en esta estructura cuando las prescripciones
externas a él se diluyen en los mecanismos internos de la oferta y la demanda.
Una dialéctica de la experiencia que puede
pensarse también a partir del reconocimiento del "otro", el distinto, ése por quien se vieron seducidos y obligados
a viajar los antropólogos occidentales del siglo XIX y que produjo el contacto
con la posibilidad de situar al hombre moderno en una nueva ruta experiencial,
entendida como la fascinación por lo distinto. El recorrido entonces lleva
hacia el “otro", quien habla
desde su diferencia, ya sea marginado social o extranjero, mujer o niño, pero
también ese otro que diariamente niega, confronta, y se diferencia, y de quien
el científico recoge un vasto repertorio de signos que configuran otras maneras
de pensar y de sentir.
Para Benjamin, el camino que redime al
pensamiento moderno de la escisión entre información abstracta y experiencia
concreta, pasa por el reconocimiento de la condición heroica de quien habita
los márgenes de la cultura, los nuevos escenarios de la ciudad moderna, el
extrañamiento y el shock, que
producen en el sujeto moderno una otredad para consigo mismo. El reconocimiento
de ese héroe moderno, el cual se perfila surgiendo de las cenizas de la
historia, los sucesivos restos del tiempo acumulado -de los dioses a la
máquina, de lo sagrado a lo profano- los lleva inscritos en la piel, aunque sus
ojos hayan pasado de contemplar el drama religioso al de la política, la
economía y la superabundancia de imágenes, un desgarramiento abordado a lo largo
de la obra de Benjamin.
Cómo organizar la lectura
interpretativa de “La obra de arte...”
Hay un cuadro de Paul Klee que se llama Angelus Novus.
En él se presenta a un
ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse
de algo que le tiene
pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la
boca abierta y extendidas
las alas. Y éste deberá ser el aspecto del ángel de la
historia. Ha vuelto el rostro
hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta
una cadena de datos,
él ve una catástrofe única que amontona
incansablemente ruina sobre ruina,
arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse,
despertar a los muertos
y recomponer lo despedazado. Pero desde el Paraíso
sopla un huracán que
se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el
ángel ya no puede cerrarlas.
Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el
futuro, al cual da las espaldas,
mientras que los montones de ruinas crecen ante él
hacia el cielo.
Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.
Walter Benjamin
Antes de comentar puntualmente el texto, es
necesario insistir en una característica central de la escritura de Walter
Benjamin: debido a su desconfianza en la expresión lineal de las ideas –como si
los problemas teóricos fuesen claros y fácilmente delimitables- este autor
prefería desarrollar sus reflexiones en forma de “constelaciones” con el objeto
de producir “iluminaciones profanas.” Por constelaciones, Benjamin entendía la
conjunción de problemas y cuestiones aparentemente contradictorias o poco
relacionadas con el tema que se proponía discutir, con el objeto de que al
yuxtaponerlos pudiese emerger una comprensión profunda de aquello que se
discutía (una revelación con componentes místicos, aunque profundamente
intelectual a la vez). “Pensamiento en acertijo” lo llamó Adorno, revelando la
raíz surrealista y expresionista del procedimiento teórico e investigativo de
Benjamin. “Este método –afirma el sociólogo argentino H. González- que
es el de los montajistas, los niños y los coleccionistas, forma parte de un ensayo
general de estetizar la filosofía y de investigar el lejano y esquivo nombre
original de las cosas, lo que equivaldría a ´revelar la verdad´ a través de la
tarea del traductor”.
Aunque “La obra de arte...” es uno de sus textos menos fragmentarios, sigue
siendo válida la advertencia de no leerlo linealmente, sino en forma dialéctica
(se afirma una idea, se la niega, se recupera la idea previa pero con
significados nuevos.)
Por su parte, Buck-Morss reflexiona: “el
escribir, Benjamin imitaba al camarógrafo. Las características más distintivas
de su escritura –la construcción de imágenes a partir de fragmentos verbales,
el foco puesto en el detalle, la yuxtaposición de extremos, la sucesión
discontinua e independiente de partes- tenían una enorme deuda con las técnicas
cinematográficas. Sus “constelaciones” estaban construidas de acuerdo con
principios que las hacían análogas al ensamblaje de “células de montaje” en los
filmes de Sergei Eisenstein.”
“La obra de arte...” forma parte de
“Discursos Interrumpidos” y, aunque toda la obra de Benjamin puede ser leída
como una reflexión sobre la Modernidad, este texto tuvo siempre un claro
protagonismo en el debate acerca de dicha
problemática. Escrito en el marco de un análisis político sobre la
reproducción de las obras de arte, excede tal objetivo y se convierte en un
agudo abordaje del cambio radical del status
del arte y su relación con la tecnología en la era moderna. Tanto la fotografía
como el cine –y su inédito consumo por parte de las masas- serán considerados
como factores centrales del proceso mencionado. El nuevo público masivo,
llevado por una creciente necesidad de adueñarse de la obra “trastorna
la función íntegra del arte”, según Benjamin manifiesta. Este pensador creía que el proceso de
reproductibilidad de imágenes de obras de arte permitiría atacar a la cultura
burguesa en sus posesiones estéticas, ya que mediante este proceso estas obras perdían
el aura de tesoros culturales únicos en su clase y así, su importancia como
pertenencias privadas.
Para Buck-Morss, este optimismo con respecto
a las transformaciones tecnológicas se basaba en la creencia de Benjamín en “que
la tecnología industrial había por un lado provocado una fragmentación de la
experiencia, pero por otro había proporcionado los medios para volver a
reunirla bajo una nueva forma; una que, si bien permanecía en el mundo de las
apariencias, permitía expresarla en un lenguaje crítico y autorreflexivo”.
Este filósofo alemán escribe su ensayo
alarmado por el uso del cine para la propaganda política y el exterminio por
parte del régimen nazi. Plantea que si bien el arte de masas marca la
superación de la autonomía artística, lo hace en un sentido que resulta
peligroso: bajo la cubierta de la politización, este autor cree que se produce
la estatización de la violencia política. Afirma que el clásico concepto
marxista de alienación generada por el trabajo industrial, tiene su correlato
cultural en un empobrecimiento de la
percepción de lo real al que conduce el arte de masas, multiplicado al infinito
por obra de la técnica. La naciente cultura de la imagen no sólo le acerca al
hombre moderno mundos exóticos que compensaron –a modo de los sueños- la
miseria de su vida cotidiana, sino que también empieza a servir para sustituir
con datos lo que el hombre ya no puede ni se molesta en verificar a su
alrededor, fenómeno que constituye la cancelación de su experiencia.
Resulta importante considerar lo que algunos
estudiosos de la reflexión benjaminiana aportan. Por ejemplo, y analizando este
ensayo, el ya citado González afirma: “el
arte quedaba convertido en el sacrificio de las masas ante el nuevo despotismo
que se alzaba en las plazas públicas. La técnica se estetizaba en la guerra y
perdía su respiración creadora, cubriendo Europa de cadáveres, cenizas,
automóviles baleados y máscaras de gas. Frente a ello, es necesario contar una
historia sin la técnica, sin el arte y sin la idea de progreso del fascismo.
Una historia a contrapelo, exclamó Benjamin”. En tanto que para Buck-Morss, este pensador “nos
está diciendo que la alienación sensorial está en el origen de la estetización
de la política, que el fascismo no inventa sino que meramente administra. Hemos
de asumir que la alienación y la política estetizada, en tanto condiciones
sensoriales de la modernidad, sobreviven al fascismo, y que del mismo modo lo
sobrevive el goce obtenido en la contemplación de nuestra propia destrucción”. Esta
autora somete a análisis la propuesta de Benjamin de “politización del arte”,
interpretando que el filósofo “le exige al arte una tarea mucho más difícil:
la de deshacer la alienación del sensorium corporal, restaurar la fuerza
instintiva de los sentidos corporales por el bien de la autopreservación de la
humanidad, y la de hacer todo esto no evitando las nuevas tecnologías sino
atravesándolas”.
“La obra de arte...”
se compone de un prólogo, quince
apartados y un epílogo. En el prólogo, Benjamin expone sus objetivos
teóricos: analizar la producción artística para reconducirla a los fines
revolucionarios. Que el arte contribuya a la revolución proletaria implicará
abandonar la concepción burguesa/idealista de arte, así como la noción fascista
y estalinista de arte (con sus enormes diferencias, ambos subordinan la
autonomía del arte a los intereses del Estado). Para Benjamin, cada persona
debe contribuir a la revolución interviniendo en su ámbito específico de
trabajo, siendo conciente de las condiciones de producción modernas. Si se piensa
en el arte, sugiere de alguna manera Benjamin, esos “datos actuales” son la
pérdida de aura del objeto artístico y la vigencia de la copia para satisfacción
de las masas (piénsese cuánto valor tiene la “Mona Lisa” pintada por Da Vinci,
en virtud de ser única e irrepetible, y lo poco que importa ver una u otra
copia de un filme.) En síntesis, en este prólogo Benjamin anticipa su plan de
trabajo sobre la relación arte-política en la Modernidad.
El primer apartado comienza a trabajar la
reproducción de la obra de arte desde una perspectiva histórica. Esta sección releva cómo la obra de arte fue
concebida como original y única en el mundo antiguo y, a través de sucesivas
transformaciones, la reproducción técnica dejó de ser un criterio accesorio del
arte para irse transformando en hegemónico. Respecto a esta sección, es
importante relevar el concepto de reproducción en la esfera artística.
En la segunda sección, se establece una de
las ideas nodales del texto: “incluso en la reproducción mejor acabada falta
algo; el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar
en que se encuentra”. Es decir, una obra de arte auténtica (aurática en la
terminología de Benjamin) será la materialización de ciertas condiciones
concretas de existencia y de una relación vital y específica del productor con
los materiales de la obra; relación inexistente en la obra de arte reproducida
mecánicamente.
En el segundo párrafo se establece una
diferencia central entre obras auráticas y no auráticas: las primeras siempre
conservan autoridad por ser únicas (si alguien destruyese el cuadro la Mona
Lisa de Da Vinci, esta obra cesa de existir; si alguien quema una película, muy
probablemente existan decenas de copias de la misma, puesto que en la obra de
arte no aurática es imposible distinguir entre original y copia.)
El desarrollo de esta idea alcanza el párrafo
siguiente, donde se redondea la relación entre autoridad y autenticidad. El
último párrafo advierte ya implicancias políticas de la conmoción generada por
este nuevo tipo de obras de arte –en particular el cine- que desvincula la obra
del ámbito de la tradición y la pone cara a cara con las masas.
En la sección tres, el eje del artículo se
desplaza (en conformidad con la lógica no lineal de la escritura benjaminiana)
a las problemáticas de percepción sensorial. Resulta muy importante la relación
que establece el autor entre cambios sociales y transformaciones en la
percepción y la sensibilidad de una época. A continuación, recuperando lo
desarrollado en el segundo apartado, se ilustra el concepto de aura. Sin
embargo, ya se establece un vínculo explícito entre aura y sociedad, ya que se
habla de considerar “los condicionamientos
sociales del actual desmoronamiento del aura.”.
En el cuarto apartado, se identifica el arte
aurático con la tradición. Esta relación se materializaba en el culto. Lo cultual
de la obra aurática no se explica por la vinculación mágica y religiosa de las
primeras obras de arte, sino porque la verdadera obra de arte se funda en el
ritual en el que tuvo su primer y original valor útil. Tal
ritualidad /autenticidad de la obra entra en crisis con “el primer medio de
reproducción de veras revolucionario, a saber la fotografía”. No son relevantes, a los efectos del tipo de abordaje
de este texto en los trabajos prácticos, los conceptos de l’art pour l’art y lo dicho sobre Mallarmé. Finalmente, la
idea-fuerza en relación a esta cuestión se expresa –luego de su correspondiente
derrotero dialéctico- en la siguiente afirmación: “por primera vez en la
historia universal, la reproductibilidad técnica emancipa a la obra artística
de su existencia parasitaria en un
ritual”. Sí es de relevancia en este apartado lo que afirma el autor para
entender el meollo de su argumentación: si hoy la técnica ya no permite
legitimar la obra de arte en su función ritual, necesariamente se trastorna la
función íntegra del arte. Según Benjamin, la fundamentación actual del arte no
se encuentra en lo ritual, sino en la política.
Es importante observar los aspectos polares
que caracterizan a las obras de arte: valor cultual y valor exhibitivo. Los
ejemplos dados vuelven a establecer diferencias entre el arte aurático
(predominantemente cultual) y el no aurático (fundamentalmente exhibitivo).
Benjamin afirma que la hegemonía de uno u otro valor modifica cualitativamente
la naturaleza del objeto artístico.
La sección seis marca una línea divisoria en
el ensayo: hasta aquí se puso énfasis en definir el arte no aurático o
susceptible de reproducción mecánica y, para ello, se lo diferenció
minuciosamente del arte cultual. A partir de esta sección, el análisis se focaliza
en la fotografía y el cine, al menos hasta las secciones catorce en adelante.
Para ello, el autor ejemplifica cómo el paso
de la modalidad cultual a la exhibitiva no es abrupta, sino producto de una
transición. Benjamin lo ejemplifica con la apariencia o ausencia del rostro
humano en la fotografía.
Dicha transición de la tradición a la
Modernidad, se manifestó en la lucha de la fotografía por ser considerada
generadora de tanto valor artístico como la pintura, de lo que se informa en la
séptima sección. Otras informaciones comprendidas en este apartado no resultan
imprescindibles para la comprensión global del texto.
De contenido más descriptivo, los apartados
ocho, nueve, diez y once reflejan una nueva modalidad de relación entre
productor y obra: en el cine, el actor no moldea materiales para constituir una
obra; por el contrario, el actor debe someterse a las imposiciones del
mecanismo técnico, perdiendo hasta la posibilidad de crear de acuerdo a las
necesidades corporales y temporales humanas (obsérvese cómo el montaje
cinematográfico descompone la acción humana del actor en un tiempo y espacio
abstractos, irreconciliables con los percibidos por el hombre.) Es importante
comparar la manipulación del actor cinematográfico con lo vivenciado por el
actor de teatro.
Si en los primeros apartados Benjamin hizo
hincapié en las diferencias perceptivas y estatutarias del arte, por primera
vez en la doceava sección se presenta una tesis general acerca de la relación
masa-arte: “la reproductibilidad técnica de la obra artística modifica la
relación de la masa para con el arte”. Así, la masa se identifica más con
Chaplin que con Picasso, porque el cómico trabaja con materiales propios de la
experiencia moderna, con las condiciones sociales vigentes en su contemporaneidad:
la máquina y su impersonal brutalidad, el movimiento acelerado, la
transformación de lo urbano, etcétera.
El autor plantea que existe una nueva
modalidad de recepción colectiva, a la que acceden las masas: hay nuevas
condiciones sociales que alientan la emergencia de una producción y recepción
del hecho artístico. Al respecto, es importante considerar las reflexiones
sobre el cine del apartado trece. Ya
existe allí una valoración positiva de los nuevos medios artísticos. Intente
rescatar tal razonamiento.
Es aconsejable leer cuidadosamente las dos
últimas secciones y el epílogo, porque consolidan los argumentos y las tesis
fundamentales del artículo.
En el apartado catorce, Benjamin sostiene que
las vanguardias artísticas intentaban ser revolucionarias, pero seguían atadas
a ciertas restricciones propias de los materiales de la pintura (la pintura no
puede expresar la aceleración de la experiencia urbana tan fielmente como el
cine, por sólo citar un ejemplo.)
Para Benjamin, la experiencia del cine es
enriquecedora, porque allí la masa destruye la recepción tradicional/burguesa
del arte (contemplación, recogimiento) e impone la posibilidad de su recepción
colectiva. Así lo expresa el autor en el apartado quince, donde plantea cuáles
son las consecuencias políticas de este pensamiento.
Por último, el epílogo sumerge la discusión
desarrollada en el texto en vectores decididamente políticos. Las últimas
líneas del mismo sirven como síntesis y como posible solución sobre cómo
reconducir la práctica artística a los fines revolucionarios, es decir, la politización
del arte.
"En
los ámbitos que nos incumben, el conocimiento se da sólo como un relámpago. El
texto es como el trueno que resuena después largamente." Walter Benjamin. El libro de los pasajes.
martes, 24 de abril de 2012
Walter Benjamin. La obra de arte en la epoca de su reproductibilidad técnica
WALTER BENJAMIN
LA OBRA DE ARTE EN LA ÉPOCA DE SU REPRODUCTIBILIDAD TÉCNICA
EN “DISCURSOS INTERRUMPIDOS”
“En un tiempo muy distinto del nuestro, y por hombres cuyo poder de acción sobre las
cosas era insignificante comparado con el que nosotros poseemos, fueron instituidas
nuestras Bellas Artes y fijados sus tipos y usos. Pero el acrecentamiento sorprendente
de nuestros medios, la flexibilidad y la precisión que éstos alcanzan, las ideas y
costumbres que introducen, nos aseguran respecto de cambios próximos y profundos
en la antigua industria de lo Bello. En todas las artes hay una parte física que no puede
ser tratada como antaño, que no puede sustraerse a la acometividad del conocimiento
y la fuerza modernos. Ni la materia, ni el espacio, ni el tiempo son, desde hace veinte
años, lo que han venido siendo desde siempre. Es preciso contar con que novedades
tan grandes transformen toda la técnica de las artes y operen por tanto sobre la
inventiva, llegando quizás hasta a modificar de una manera maravillosa la noción
misma del arte.”
PAUL VALÉRY, Pièces sur l’art (“La conquête de l’ubiquité”).
PROLOGO
Cuando Marx emprendió el análisis de la producción capitalista estaba ésta en sus
comienzos. Marx orientaba su empeño de modo que cobrase valor de pronóstico.
Se remontó hasta la relaciones fundamentales de dicha producción y las expuso
de tal guisa que resultara de ellas lo que en el futuro pudiera esperarse del
capitalismo. Y resultó que no sólo cabía esperar de él una explotación
crecientemente agudizada de los proletarios, sino además el establecimiento de
condiciones que posibilitan su propia abolición.
La transformación de la superestructura, que ocurre mucho más lentamente que la
de la infraestructura, ha necesitado más de medio siglo para hacer vigente en
todos los campos de la cultura el cambio de las condiciones de producción. En
qué forma sucedió, es algo que sólo hoy puede indicarse. Pero de esas
indicaciones debemos requerir determinados pronósticos. Poco corresponderán a
tales requisitos las tesis sobre el arte del proletariado después de su toma del
poder; mucho menos todavía algunas sobre el de la sociedad sin clases; más en
cambio unas tesis acerca de las tendencias evolutivas del arte bajo las actuales
condiciones de producción. Su dialéctica no es menos perceptible en la
superestructura que en la economía. Por eso sería un error menospreciar su valor
combativo. Dichas tesis dejan de lado una serie de conceptos heredados (como
creación y genialidad, perennidad y misterio), cuya aplicación incontrolada, y por el
momento difícilmente controlable, lleva a la elaboración del material fáctico en el
sentido fascista. Los conceptos que seguidamente introducimos por vez primera
en la teoría del arte se distinguen de los usuales en que resultan por completo
inútiles para los fines del fascismo. Por el contrario, son utilizables para la
formación de exigencias revolucionarias en la política artística.
1
La obra de arte ha sido siempre fundamentalmente susceptible de reproducción.
Lo que los hombres habían hecho, podía ser imitado por los hombres. Los
alumnos han hecho copias como ejercicio artístico, los maestros las hacen para
difundir las obras, y finalmente copian también terceros ansiosos de ganancias.
Frente a todo ello, la reproducción técnica de la obra de arte es algo nuevo que se
impone en la historia intermitentemente, a empellones muy distantes unos de
otros, pero con intensidad creciente. Los griegos sólo conocían dos
procedimientos de reproducción técnica: fundir y acuñar. Bronces, terracotas y
monedas eran las únicas obras artísticas que pudieron reproducir en masa. Todas
las restantes eran irrepetibles y no se prestaban a reproducción técnica alguna. La
xilografía hizo que por primera vez se reprodujese técnicamente el dibujo, mucho
tiempo antes de que por medio de la imprenta se hiciese lo mismo con la escritura.
Son conocidas las modificaciones enormes que en la literatura provocó la
imprenta, esto es, la reproductibilidad técnica de la escritura. Pero a pesar de su
importancia, no representan más que un caso especial del fenómeno que aquí
consideramos a escala de historia universal. En el curso de la Edad Media se
añaden a la xilografía el grabado en cobre y el aguafuerte, así como la litografía a
comienzos del siglo diecinueve.
Con la litografía, la técnica de la reproducción alcanza un grado fundamentalmente
nuevo. El procedimiento, mucho más preciso, que distingue la transposición del
dibujo sobre una piedra de su incisión en taco de madera o de su grabado al
aguafuerte en una plancha de cobre, dio por primera vez al arte gráfico no sólo la
posibilidad de poner masivamente (como antes) sus productos en el mercado, sino
además la de ponerlos en figuraciones cada día nuevas. La litografía capacitó al
dibujo para acompañar, ilustrándola, la vida diaria. Comenzó entonces a ir al paso
con la imprenta. Pero en estos comienzos fue aventajado por la fotografía pocos
decenios después de que se inventara la impresión litográfica. En el proceso de la
reproducción plástica, la mano se descarga por primera vez de las incumbencias
artísticas más importantes que en adelante van a concernir únicamente al ojo que
mira por el objetivo. El ojo es más rápido captando que la mano dibujando; por eso
se ha apresurado tantísimo el proceso de la reproducción plástica que ya puede ir
a paso con la palabra hablada. Al rodar en el estudio, el operador de cine fija las
imágenes con la misma velocidad con la que el actor habla. En la litografía se
escondía virtualmente el periódico ilustrado y en la fotografía el cine sonoro. La
reproducción técnica del sonido fue empresa acometida a finales del siglo pasado.
Todos estos esfuerzos convergentes hicieron previsible una situación que Paul
Valéry caracteriza con la frase siguiente: “Igual que el agua, el gas y la corriente
eléctrica vienen a nuestras casas, para servirnos, desde lejos y por medio de una
manipulación casi imperceptible, así estamos también provistos de imágenes y de
series de sonidos que acuden a un pequeño toque, casi a un signo, y que del
mismo modo nos abandonan”
1 Hacia 1900 la reproducción técnica había
alcanzado un standard en el que no sólo comenzaba a convertir en tema propio la
totalidad de las obras de arte heredadas (sometiendo además su función a
modificación hondísimas), sino que también conquistaba un puesto específico
entre los procedimientos artísticos. Nada resulta más instructivo para el estudio de
ese standard que referir dos manifestaciones distintas, la reproducción de la obra
artística y el cine, al arte en su figura tradicional.
2
Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de
arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra. En dicha existencia
singular, y en ninguna otra cosa, se realizó la historia a la que ha estado sometida
en el curso de su perduración. También cuentan las alteraciones que haya
padecido en su estructura física a lo largo del tiempo, así como sus eventuales
cambios de propietario.
2 No podemos seguir el rastro de las primeras más que por
medio de análisis físicos o químicos impracticables sobre una reproducción; el de
los segundos es tema de una tradición cuya búsqueda ha de partir del lugar de
origen de la obra.
El aquí y ahora del original constituye el concepto de su autenticidad. Los análisis
químicos de la pátina de un bronce favorecerán que se fije si es auténtico;
correspondientemente, la comprobación de que un determinado manuscrito
medieval procede de un archivo del siglo XV favorecerá la fijación de su
autenticidad. El ámbito entero de la autenticidad se sustrae a la reproductibilidad
técnica -y desde luego que no sólo a la técnica-
3. Cara a la reproducción manual,
que normalmente es catalogada como falsificación, lo auténtico conserva su
autoridad plena, mientras que no ocurre lo mismo cara a la reproducción técnica.
La razón es doble. En primer lugar, la reproducción técnica se acredita como más
independiente que la manual respecto del original. En la fotografía, por ejemplo,
pueden resaltar aspectos del original accesibles únicamente a una lente manejada
a propio antojo con el fin de seleccionar diversos puntos de vista, inaccesibles en
cambio para el ojo humano. O con ayuda de ciertos procedimientos, como la
ampliación o el retardador, retendrá imágenes que se le escapan sin más a la
1
PAUL VALÉRY, Pièces sur l’art, París, 1934
2
Claro que la historia de una obra de arte abarca más elementos: la historia de Mona Lisa, por
ejemplo, abarca el tipo y número de copias que se han hecho de ella en los siglos diecisiete,
dieciocho y diecinueve.
3
Precisamente porque la autenticidad no es susceptible de que se la reproduzca, determinados
procedimientos reproductivos, técnicos por cierto, han permitido al infiltrarse intensamente,
diferenciar y graduar la autenticidad misma. Elaborar esas distinciones ha sido una función
importante del comercio del arte. Podríamos decir que el invento de la xilografía atacó en su raíz la
cualidad de lo auténtico, antes desde luego de que hubiese desarrollado su último esplendor. La
imagen de una Virgen medieval no era
auténtica en el tiempo en que fue hecha; lo fue siendo en el
curso de los siglos siguientes, y más exhuberantemente que nunca en el siglo pasado.
óptica humana. Además, puede poner la copia del original en situaciones
inasequibles para éste. Sobre todo le posibilita salir al encuentro de su
destinatario, ya sea en forma de fotografía o en la de disco gramofónico. La
catedral deja su emplazamiento para encontrar acogida en el estudio de un
aficionado al arte; la obra coral, que fue ejecutada en una sala o al aire libre,
puede escucharse en una habitación.
Las circunstancias en que se ponga el producto de la reproducción de una obra de
arte, quizás dejen intacta la consistencia de ésta, pero en cualquier caso
deprecian su aquí y ahora. Aunque en modo alguno valga ésto sólo para una obra
artística, sino que parejamente vale también, por ejemplo, para un paisaje que en
el cine transcurre ante el espectador. Sin embargo, el proceso aqueja en el objeto
de arte una médula sensibilísima que ningún objeto natural posee en grado tan
vulnerable. Se trata de su autenticidad. La autenticidad de una cosa es la cifra de
todo lo que desde el origen puede transmitirse en ella desde su duración material
hasta su testificación histórica. Como esta última se funda en la primera, que a su
vez se le escapa al hombre en la reproducción, por eso se tambalea en ésta la
testificación histórica de la cosa. Claro que sólo ella; pero lo que se tambalea de
tal suerte es su propia autoridad.
4
Resumiendo todas estas deficiencias en el concepto de aura, podremos decir: en
la época de la reproducción técnica de la obra de arte lo que se atrofia es el aura
de ésta. El proceso es sintomático; su significación señala por encima del ámbito
artístico. Conforme a una formulación general: la técnica reproductiva desvincula
lo reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las reproducciones pone su
presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible. Y confiere actualidad a
lo reproducido al permitirle salir, desde su situación respectiva, al encuentro de
cada destinatario. Ambos procesos conducen a una fuerte conmoción de lo
transmitido, a una conmoción de la tradición, que es el reverso de la actual crisis y
de la renovación de la humanidad. Están además en estrecha relación con los
movimientos de masas de nuestros días. Su agente más poderoso es el cine. La
importancia social de éste no es imaginable incluso en su forma más positiva, y
precisamente en ella, sin este otro lado suyo destructivo, catártico: la liquidación
del valor de la tradición en la herencia cultural. Este fenómeno es sobre todo
perceptible en las grandes películas históricas. Es éste un terreno en el que
constantemente toma posiciones. Y cuando Abel Gance proclamó con entusiasmo
en 1927: “Shakespeare, Rembrandt, Beethoven, harán cine... Todas las leyendas,
toda la mitología y todos los mitos, todos los fundadores de religiones y todas las
religiones incluso... esperan su resurrección luminosa, y los héroes se apelotonan,
para entrar, ante nuestras puertas”
5, nos estaba invitando, sin saberlo, a una
liquidación general.
4
La representación de Fausto más provinciana y pobretona aventajará siempre a una película
sobre la misma obra, porque en cualquier caso le hace la competencia ideal al estreno en Weimar.
Toda la sustancia tradicional que nos recuerdan las candilejas (que en Mefistófeles se esconde
Johann Heinrich Merck, un amigo de juventud de Goethe, y otras cosas parecidas), resulta inútil en
la pantalla.
5
ABEL GANCE, “Le temps de l’image est venu” (L’art cinématographique, II), París, 1927.
3
Dentro de grandes espacios históricos de tiempo se modifican, junto con toda la
existencia de las colectividades humanas, el modo y manera de su percepción
sensorial. Dichos modo y manera en que esa percepción se organiza, el medio en
el que acontecen, están condicionados no sólo natural, sino también
históricamente. El tiempo de la Invasión de los Bárbaros, en el cual surgieron la
industria artística del Bajo Imperio y el
Génesis de Viena,6 trajo consigo además
de un arte distinto del antiguo una percepción también distinta. Los eruditos de la
escuela vienesa, Riegel y Wickhoff, hostiles al peso de la tradición clásica que
sepultó aquel arte, son los primeros en dar con la ocurrencia de sacar de él
conclusiones acerca de la organización de la percepción en el tiempo en que tuvo
vigencia. Por sobresalientes que fueran sus conocimientos, su limitación estuvo en
que nuestros investigadores se contentaron con indicar la signatura formal propia
de la percepción en la época del Bajo Imperio. No intentaron (quizás ni siquiera
podían esperarlo) poner de manifiesto las transformaciones sociales que hallaron
expresión en esos cambios de la sensibilidad. En la actualidad son más favorables
las condiciones para un atisbo correspondiente. Y si las modificaciones en el
medio de la percepción son susceptibles de que nosotros, sus coetáneos, las
entendamos como desmoronamiento del aura, sí que podremos poner de bulto
sus condicionamientos sociales.
Conviene ilustrar el concepto de aura, que más arriba hemos propuesto para
temas históricos, en el concepto de un aura de objetos naturales. Definiremos esta
última como la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda
estar). Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada una cordillera
en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa, eso es
aspirar el aura de esas montañas, de esa rama. De la mano de esta descripción
es fácil hacer una cala en los condicionamientos sociales del actual
desmoronamiento del aura. Estriba éste en dos circunstancias que a su vez
dependen de la importancia creciente de las masas en la vida de hoy. A saber:
acercar
espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las masas
actuales
7 tan apasionada como su tendencia a superar la singularidad de cada
dato acogiendo su reproducción. Cada día cobra una vigencia más irrecusable la
necesidad de adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanías, en la
imagen, más bien en la copia, en la reproducción. Y la reproducción, tal y como la
aprestan los periódicos ilustrados y los noticiarios, se distingue inequívocamente
de la imagen. En ésta, la singularidad y la perduración están imbricadas una en
6
El Wiener Genesis es una glosa poética del Génesis bíblico, compuesta por un monje austríaco
hacia 1070 (N. de. T.).
7
Acercar las cosas humanamente a las masas, puede significar que se hace caso omiso de su
función social. Nada garantiza que un retratista actual, al pintar a un cirujano célebre desayunando
en el círculo familiar, acierte su función social con mayor precisión que un pintor del siglo dieciséis
que expone al público los médicos de su tiempo representativamente, tal y como lo hace, por
ejemplo, Rembrandt en
La lección de anatomía.
otra de manera tan estrecha como lo están en aquélla la fugacidad y la posible
repetición. Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de
una percepción cuyo
sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que
incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible. Se denota
así en el ámbito plástico lo que en el ámbito de la teoría advertimos como un
aumento de la importancia de la estadística. La orientación de la realidad a las
masas y de éstas a la realidad es un proceso de alcance ilimitado tanto para el
pensamiento como para la contemplación.
4
La unicidad de la obra de arte se identifica con su ensamblamiento en el contexto
de la tradición. Esa tradición es desde luego algo muy vivo, algo
extraordinariamente cambiante. Una estatua antigua de Venus, por ejemplo,
estaba en un contexto tradicional entre los griegos, que hacían de ella objeto de
culto, y en otro entre los clérigos medievales que la miraban como un ídolo
maléfico. Pero a unos y a otros se les enfrentaba de igual modo su unicidad, o
dicho con otro término: su aura. La índole original del ensamblamiento de la obra
de arte en el contexto de la tradición encontró su expresión en el culto. Las obras
artísticas más antiguas sabemos que surgieron al servicio de un ritual primero
mágico, luego religioso. Es de decisiva importancia que el modo aurático de
existencia de la obra de arte jamás se desligue de la función ritual.
8 Con otras
palabras: el valor único de la
auténtica obra artística se funda en el ritual en el que
tuvo su primer y original valor útil. Dicha fundamentación estará todo lo mediada
que se quiera, pero incluso en las formas más profanas del servicio a la belleza
resulta perceptible en cuanto ritual secularizado
9. Este servicio profano, que se
formó en el Renacimiento para seguir vigente por tres siglos, ha permitido, al
transcurrir ese plazo y a la primera conmoción grave que le alcanzara, reconocer
con toda claridad tales fundamentos. Al irrumpir el primer medio de reproducción
de veras revolucionario, a saber la fotografía (a un tiempo con el despunte del
socialismo), el arte sintió la proximidad de la crisis (que después de otros cien
años resulta innegable), y reaccionó con la teoría de “l’art pour l’art”, esto es, con
8
La definición del aura como “la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda
estar)” no representa otra cosa que la formulación del valor cultural de la obra artística en
categorías de percepción espacial-temporal. Lejanía es lo contrario que cercanía. Lo
esencialmente lejano es lo inaproximable. Y serlo es de hecho una cualidad capital de la imagen
cultural. Por propia naturaleza sigue siendo “lejanía, por cercana que pueda estar”. Una vez
aparecida conserva su lejanía, a la cual en nada perjudica la cercanía que pueda lograrse de su
materia.
9
A medida que se seculariza el valor cultural de la imagen, nos representaremos con mayor
indeterminación el sustrato de su singularidad. La singularidad empírica del artista o de su
actividad artística desplaza cada vez más en la mente del espectador a la singularidad de las
manifestaciones que imperan en la imagen cultural. Claro que nunca enteramente; el concepto de
autenticidad jamás deja de tender a ser más que una adjudicación de origen. (Lo cual se pone
especialmente en claro en el coleccionista, que siempre tiene algo de adorador de fetiches y que
por la posesión de la obra de arte participa de su virtud cultural). Pero a pesar de todo la función
del concepto de lo auténtico sigue siendo terminante en la teoría del arte: con la secularización de
este último la autenticidad (en el sentido de adjudicación de origen) sustituye al valor cultural.
una teología del arte. De ella procedió ulteriormente ni más ni menos que una
teología negativa en figura de la idea de un arte “puro” que rechaza no sólo
cualquier función social, sino además toda determinación por medio de un
contenido objetual. (En la poesía, Mallarmé ha sido el primero en alcanzar esa
posición).
Hacer justicia a esta serie de hechos resulta indispensable para una cavilación
que tiene que habérselas con la obra de arte en la época de su reproducción
técnica. Esos hechos preparan un atisbo decisivo en nuestro tema: por primera
vez en la historia universal, la reproductibilidad técnica emancipa a la obra artística
de su existencia parasitaria en un ritual. La obra de arte reproducida se convierte,
en medida siempre creciente, en reproducción de una obra artística dispuesta para
ser reproducida.
10 De la placa fotográfica, por ejemplo, son posibles muchas
copias; preguntarse por la copia auténtica no tendría sentido alguno. Pero en el
mismo instante en que la norma de la autenticidad fracasa en la producción
artística, se trastorna la función íntegra del arte. En lugar de su fundamentación en
un ritual aparece su fundamentación en una praxis distinta, a saber en la política.
5
La recepción de las obras de arte sucede bajo diversos acentos entre los cuales
hay dos que destacan por su polaridad. Uno de esos acentos reside en el valor
cultural, el otro en el valor exhibitivo de la obra artística
11. La producción artística
10
En las obras cinematográficas la posibilidad de reproducción técnica del producto no es, como
por ejemplo en las obras literarias o pictóricas, una condición extrínseca de su difusión masiva. Ya
que se funda de manera inmediata en la técnica de su producción. Esta no sólo posibilita
directamente la difusión masiva de las películas, sino que más bien la impone ni más ni menos que
por la fuerza. Y la impone porque la producción de una película es tan cara que un particular que,
pongamos por caso podría permitirse el lujo de un cuadro, no podrá en cambio permitirse el de una
película. En 1927 se calculó que una película de largo metraje, para ser rentable, tenía que
conseguir un público de nueve millones de personas. Bien es verdad que el cine sonoro trajo
consigo por de pronto un movimiento de retrocesión. Su público quedaba limitado por las fronteras
lingüísticas, lo cual ocurría al mismo tiempo que el fascismo subrayaba los intereses nacionales.
Pero más importante que registrar este retroceso, atenuado por lo demás con los doblajes, será
que nos percatemos de su conexión con el fascismo. Ambos fenómenos son simultáneos y se
apoyan en la crisis económica. Las mismas perturbaciones que, en una visión de conjunto, llevaron
a intentar mantener con pública violencia las condiciones existentes de la propiedad, han llevado
también a un capital cinematográfico, amenazado por la crisis, a acelerar los preparativos del cine
sonoro. La introducción de películas habladas causó en seguida un alivio temporal. Y no sólo
porque inducía de nuevo a las masas a ir al cine, sino además porque conseguía la solidaridad de
capitales nuevos procedentes de la industria eléctrica.
Considerado desde fuera, el cine sonoro ha favorecido intereses nacionales; pero considerado
desde dentro, ha internacionalizado más que antes la producción cinematográfica.
11
Esta polaridad no cobrará jamás su derecho en el idealismo, cuyo concepto de belleza incluye a
ésta por principio como indivisa (y por consiguiente la excluye en tanto que dividida). Con todo se
anuncia en Hegel tan claramente como resulta imaginable en las barreras del idealismo. En las
Lecciones de Filosofía de la Historia
se dice así: “Imágenes teníamos desde hace largo tiempo: la
piedad necesitó de ellas muy temprano para sus devociones, pero no precisaba de imágenes
bellas
, que en este caso eran incluso perturbadoras. En una imagen bella hay también un elemento
comienza con hechuras que están al servicio del culto. Presumimos que es más
importante que dichas hechuras estén presentes y menos que sean vistas. El alce
que el hombre de la Edad de Piedra dibuja en las paredes de su cueva es un
instrumento mágico. Claro que lo exhibe ante sus congéneres; pero está sobre
todo destinado a los espíritus. Hoy nos parece que el valor cultural empuja a la
obra de arte a mantenerse oculta: ciertas estatuas de dioses sólo son accesibles a
los sacerdotes en la “cella”. Ciertas imágenes de Vírgenes permanecen casi todo
el año encubiertas, y determinadas esculturas de catedrales medievales no son
visibles para el espectador que pisa el santo suelo. A medida que las
ejercitaciones artísticas se emancipan del regazo ritual, aumentan las ocasiones
de exhibición de sus productos. La capacidad exhibitiva de un retrato de medio
cuerpo, que puede enviarse de aquí para allá, es mayor que la de la estatua de un
dios, cuyo puesto fijo es el interior del templo. Y si quizás la capacidad exhibitiva
de una misa no es de por sí menor que la de una sinfonía, la sinfonía ha surgido
en un tiempo en el que su exhibición prometía ser mayor que la de una misa.
Con los diversos métodos de su reproducción técnica han crecido en grado tan
fuerte las posibilidades de exhibición de la obra de arte, que el corrimiento
cuantitativo entre sus dos polos se torna, como en los tiempos primitivos, en una
modificación cualitativa de su naturaleza. A saber, en los tiempos primitivos, y a
causa de la preponderancia absoluta de su valor cultural, fue en primera línea un
instrumento de magia que sólo más tarde se reconoció en cierto modo como obra
artística; y hoy la preponderancia absoluta de su valor exhibitivo hace de ella una
exterior presente, pero en tanto que es bella su espíritu habla al hombre; y en la devoción es
esencial la relación para con una cosa, ya que se trata no más que de un enmohecimiento del
alma... El arte bello ha surgido en la Iglesia... aunque... el arte proceda del principio del arte”
(GE
ORG FRIEDRICH WILHELM HEGEL, Werke, Berlín y Leipzig, 1832, vol. IX, pág. 414). Un pasaje en
las
Lecciones sobre Estética indica que Hegel rastreó aquí un problema: “Estamos por encima de
rendir un culto divino a las obras de arte, de poder adorarlas; la impresión que nos hacen es de
índole más circunspecta, y lo que provocan en nosotros necesita de una piedra de toque superior”
(G
EORG FRIEDRICH WILHELM HEGEL, l. c., vol. X, pág. 14).
El tránsito del primer modo de recepción artística al segundo determina el decurso histórico de
la recepción artística en general. No obstante podríamos poner de bulto una cierta oscilación entre
ambos modos receptivos por principio para cada obra de arte. Así, por ejemplo, para la
Virgen
Sixtina
. Desde la investigación de Hubert Grimme sabemos que originalmente fue pintada para
fines de exposición. Para sus trabajos le impulsó a Grimme la siguiente pregunta: ¿por qué en el
primer plano del cuadro ese portante de madera sobre el que se apoyan los dos angelotes?
¿Como pudo un Rafael, siguió preguntándose Grimme, adornar el cielo con un par de portantes?
De la investigación resultó que la
Virgen Sixtina había sido encargada con motivo de la capilla
ardiente pública del Papa Sixto. Dicha ceremonia pontificia tenía lugar en una capilla lateral de la
basílica de San Pedro. En el fondo a modo de nicho de esa capilla se instaló, apoyado sobre el
féretro, el cuadro de Rafael. Lo que Rafael representa en él es la Virgen acercándose entre nubes
al féretro papal desde el fondo del nicho delimitado por dos portantes verdes. El sobresaliente valor
exhibitivo del cuadro de Rafael encontró su utilización en los funerales del Papa Sixto. Poco tiempo
después vino a parar el cuadro al altar mayor de un monasterio de Piacenza. La razón de este
exilio está en el ritual romano que prohíbe ofrecer al culto en un altar mayor imágenes que hayan
sido expuestas en celebraciones funerarias. Hasta cierto punto dicha prescripción depreciaba la
obra de Rafael. Para conseguir sin embargo un precio adecuado, se decidió la curia a tolerar
tácitamente el cuadro en un altar mayor. Pero para evitar el escándalo lo envió a la comunidad de
una ciudad de provincia apartada.
hechura con funciones por entero nuevas entre las cuales la artística -la que nos
es consciente- se destaca como la que más tarde tal vez se reconozca en cuanto
accesoria.
12 Por lo menos es seguro que actualmente la fotografía y además el
cine proporcionan las aplicaciones más útiles de ese conocimiento.
6
En la fotografía, el valor exhibitivo comienza a reprimir en toda la línea al valor
cultural. Pero éste no cede sin resistencia. Ocupa una última trinchera que es el
rostro humano. En modo alguno es casual que en los albores de la fotografía el
retrato ocupe un puesto central. El valor cultural de la imagen tiene su último
refugio en el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos. En
las primeras fotografías vibra por vez postrera el aura en la expresión fugaz de
una cara humana. Y esto es lo que constituye su belleza melancólica e
incomparable. Pero cuando el hombre se retira de la fotografía, se opone
entonces, superándolo, el valor exhibitivo al cultural. Atget es sumamente
importante por haber localizado este proceso al retener hacia 1900 las calles de
París en aspectos vacíos de gente. Con mucha razón se ha dicho de él que las
fotografió como si fuesen el lugar del crimen. Porque también éste está vacío y se
le fotografía a causa de los indicios. Con Atget comienzan las placas fotográficas a
convertirse en pruebas en el proceso histórico. Y así es como se forma su secreta
significación histórica. Exigen una recepción en un sentido determinado. La
contemplación de vuelos propios no resulta muy adecuada. Puesto que inquietan
hasta tal punto a quien las mira, que para ir hacia ellas siente tener que buscar un
determinado camino. Simultáneamente los periódicos ilustrados comienzan a
presentarle señales indicadoras. Acertadas o erróneas, da lo mismo. Por primera
vez son en esos periódicos obligados los pies de las fotografías. Y claro está que
éstos tiene un carácter muy distinto al del título de un cuadro. El que mira una
revista ilustrada recibe de los pies de sus imágenes unas directivas que en el cine
se harán más precisas e imperiosas, ya que la comprensión de cada imagen
aparece prescrita por la serie de todas las imágenes precedentes.
7
Aberrante y enmarañada se nos antoja hoy la disputa sin cuartel que al correr el
siglo diecinueve mantuvieron la fotografía y la pintura en cuanto al valor artístico
de sus productos. Pero no pondremos en cuestión su importancia, sino que más
bien podríamos subrayarla. De hecho esa disputa era expresión de un trastorno en
12
Brecht dispone reflexiones análogas a otro nivel: “Cuando una obra artística se transforma en
mercancía, el concepto de obra de arte no resulta ya sostenible en cuanto a la cosa que surge.
Tenemos entonces cuidadosa y prudentemente, pero sin ningún miedo, que dejar de lado dicho
concepto, si es que no queremos liquidar esa cosa. Hay que atravesar esa fase y sin reticencias.
No se trata de una desviación gratuita del camino recto, sino que lo que en este caso ocurre con la
cosa la modifica fundamentalmente y borra su pasado hasta tal punto que, si se aceptase de nuevo
el antiguo concepto (y se le aceptará, ¿por qué no?), ya no provocaría ningún recuerdo de aquella
cosa que antaño designara” (B
ERTOLT BRECHT, Der Dreigroschenprozess).
la historia universal del que ninguno de los dos contendientes era consciente. La
época de su reproductibilidad técnica desligó al arte de su fundamento cultural: y
el halo de su autonomía se extinguió para siempre. Se produjo entonces una
modificación en la función artística que cayó fuera del campo de visión del siglo. E
incluso se le ha escapado durante tiempo al siglo veinte, que es el que ha vivido el
desarrollo del cine.
En vano se aplicó por de pronto mucha agudeza para decidir si la fotografía es un
arte (sin plantearse la cuestión previa sobre si la invención de la primera no
modificaba por entero el carácter del segundo). Enseguida se encargaron los
teóricos del cine de hacer el correspondiente y precipitado planteamiento. Pero las
dificultades que la fotografía deparó a la estética tradicional fueron juego de niños
comparadas con las que aguardaban a esta última en el cine. De ahí esa ciega
vehemencia que caracteriza los comienzos de la teoría cinematográfica. Abel
Gance, por ejemplo, compara el cine con los jeroglíficos: “Henos aquí, en
consecuencia de un prodigioso retroceso, otra vez en el nivel de expresión de los
egipcios... El lenguaje de las imágenes no está todavía a punto, porque nosotros
no estamos aún hechos para ellas. No hay por ahora suficiente respeto, suficiente
culto por lo que expresan”
13. También Séverin-Mars escribe: “¿Qué otro arte tuvo
un sueño más altivo... a la vez más poético y más real? Considerado desde este
punto de vista representaría el cine un medio incomparable de expresión, y en su
atmósfera debieran moverse únicamente personas del más noble pensamiento y
en los momentos más perfectos y misteriosos de su carrera”
14. Por su parte,
Alexandre Arnoux concluye una fantasía sobre el cine mudo con tamaña pregunta:
“Todos los términos audaces que acabamos de emplear, ¿no definen al fin y al
cabo la oración?”
15. Resulta muy instructivo ver cómo, obligados por su empeño
en ensamblar el cine en el
arte, esos teóricos ponen en su interpretación, y por
cierto sin reparo de ningún tipo, elementos culturales. Y sin embargo, cuando se
publicaron estas especulaciones ya existían obras como
La opinión pública y La
quimera del oro
. Lo cual no impide a Abel Gance aducir la comparación con los
jeroglíficos y a Séverin-Mars hablar del cine como podría hablarse de las pinturas
de Fra Angelico. Es significativo que autores especialmente reaccionarios busquen
hoy la importancia del cine en la misma dirección, si no en lo sacral, sí desde
luego en lo sobrenatural. Con motivo de la realización de Reinhardt del
Sueño de
una noche de verano
afirma Werfel que no cabe duda de que la copia estéril del
mundo exterior con sus calles, sus interiores, sus estaciones, sus restaurantes,
sus autos y sus playas es lo que hasta ahora ha obstruido el camino para que el
cine ascienda al reino del arte. “El cine no ha captado todavía su verdadero
sentido, sus posibilidades reales... Estas consisten en su capacidad singularísima
para expresar, con medios naturales y con una fuerza de convicción incomparable,
lo quimérico, lo maravilloso, lo sobrenatural”
16.
13
ABEL GANCE, l. c., págs. 100-101.
14
Séverin-Mars, cit. por ABEL GANCE, l. c., pág. 100.
15
ALEXANDRE ARNOUX, Cinéma, París, 1929, pág. 28.
16
FRANZ WERFEL, “Ein Sommernachtstraum. Ein Film nach Shakespeare von Reinhardt”, Neues
Wiener Journal
, 15 de noviembre de 1935.
8
En definitiva, el actor de teatro presenta él mismo en persona al público su
ejecución artística; por el contrario, la del actor de cine es presentada por medio
de todo un mecanismo. Esto último tiene dos consecuencias. El mecanismo que
pone ante el público la ejecución del actor cinematográfico no está atenido a
respetarla en su totalidad. Bajo la guía de la cámara va tomando posiciones a su
respecto. Esta serie de posiciones, que el montador compone con el material que
se le entrega, constituye la película montada por completo. La cual abarca un
cierto número de momentos dinámicos que en cuanto tales tiene que serle
conocidos a la cámara (para no hablar de enfoques especiales o de grandes
planos). La actuación del actor está sometida por tanto a una serie de tests
ópticos. Y ésta es la primera consecuencia de que su trabajo se exhiba por medio
de un mecanismo. La segunda consecuencia estriba en que este actor, puesto
que no es él mismo quien presenta a los espectadores su ejecución, se ve
mermado en la posibilidad, reservada al actor de teatro, de acomodar su actuación
al público durante la función. El espectador se encuentra pues en la actitud del
experto que emite un dictamen sin que para ello le estorbe ningún tipo de contacto
personal con el artista. Se compenetra con el actor sólo en tanto que se
compenetra con el aparato. Adopta su actitud: hace test
17. Y no es ésta una actitud
a la que puedan someterse valores culturales.
9
Al cine le importa menos que el actor represente ante el público un personaje; lo
que le importa es que se represente a sí mismo ante el mecanismo. Pirandello ha
sido uno de los primeros en dar con este cambio que los tests imponen al actor.
Las advertencias que hace a este respecto en su novela
Se rueda quedan
perjudicadas, pero sólo un poco, al limitarse a destacar el lado negativo del
asunto. Menos aún les daña que se refieran únicamente al cine mudo. Puesto que
el cine sonoro no ha introducido en este orden ninguna alteración fundamental.
Sigue siendo decisivo representar para un aparato -o en el caso del cine sonoro
para dos. “El actor de cine”, escribe Pirandello, “se siente como en el exilio.
Exiliado no sólo de la escena, sino de su propia persona. Con un oscuro malestar
percibe el vacío inexplicable debido a que su cuerpo se convierte en un síntoma
17
“El cine... da (o podría dar) informaciones muy útiles por su detalle sobre acciones humanas...
No hay motivaciones de carácter, la vida interior de las personas jamás es causa primordial y raras
veces resultado capital de la acción” (B
ERTOLT BRECHT, l. c.). La ampliación por medio del
mecanismo cinematográfico del campo sometido a los tests corresponde a la extraordinaria
ampliación que de ese campo “testable” traen consigo para el individuo las circunstancias
económicas. Constantemente está aumentando la importancia de las pruebas de aptitud
profesional. En ellas lo que se ventila son consecuencias de la ejecución del individuo. El rodaje de
una película y las pruebas de aptitud profesional se desarrollan ante un gremio de especialistas. El
director en el estudio de cine ocupa exactamente el puesto del director experimental en las
pruebas a que nos referimos.
de deficiencia que se volatiliza y al que se expolia de su realidad, de su vida, de su
voz y de los ruidos que produce al moverse, transformándose entonces en una
imagen muda que tiembla en la pantalla un instante y que desaparece enseguida
quedamente... La pequeña máquina representa ante el público su sombra, pero él
tiene que contentarse con representar ante la máquina”
18. He aquí un estado de
cosas que podríamos caracterizar así: por primera vez -y esto es obra del cinellega
el hombre a la situación de tener que actuar con toda su persona viva, pero
renunciando a su aura. Porque el aura está ligada a su aquí y ahora. Del aura no
hay copia. La que rodea a Macbeth en escena es inseparable de la que, para un
público vivo, ronda al actor que le representa. Lo peculiar del rodaje en el estudio
cinematográfico consiste en que los aparatos ocupan el lugar del público. Y así
tiene que desaparecer el aura del actor y con ella la del personaje que representa.
No es sorprendente que en su análisis del cine un dramaturgo como Pirandello
toque instintivamente el fondo de la crisis que vemos sobrecoge al teatro. La
escena teatral es de hecho la contrapartida más resuelta respecto de una obra de
arte captada íntegramente por la reproducción técnica y que incluso, como el cine,
procede de ella. Así lo confirma toda consideración mínimamente intrínseca.
Espectadores peritos, como Arnheim en 1932, se han percatado hace tiempo de
que en el cine “casi siempre se logran los mayores efectos si se actúa lo menos
posible... El último progreso consiste en que se trata al actor como a un accesorio
escogido característicamente... al cual se coloca en un lugar adecuado”
19. Pero
hay otra cosa que tiene con esto estrecha conexión. El artista que actúa en
escena se transpone en un papel. Lo cual se le niega frecuentemente al actor de
cine. Su ejecución no es unitaria, sino que se compone de muchas ejecuciones.
Junto a miramientos ocasionales por el precio del alquiler de los estudios, por la
disponibilidad de los colegas, por el decorado, etc., son necesidades elementales
de la maquinaria las que desmenuzan la actuación del artista en una serie de
18
LUIGI PIRANDELLO, On tourne, cit. por LÉON PIERRE-QUINT, “Signification du cinéma” (L’ art
cinématographique,
II, París, 1927, págs. 14-15).
19
RUDOLF ARNHEIM, Film als Kunst, Berlín, 1932. En este contexto cobran un interés redoblado
determinadas particularidades, aparentemente marginales, que distancian al director de cine de las
prácticas de la escena teatral. Así la tentativa de hacer que los actores representen sin maquillaje,
como hizo Dreyer, entre nosotros, en su
Juana de Arco. Empleó meses sólo en encontrar los
cuarenta actores que componen el jurado contra la hereje. Esta búsqueda se asemejaba a la de
accesorios de difícil procura. Dreyer aplicó gran esfuerzo en evitar parecidos en edad, estatura,
fisonomía, etc. Si el actor se convierte en accesorio, no es raro que el accesorio desempeñe por su
lado la función del actor. En cualquier caso no es insólito que llegue el cine a confiar un papel al
accesorio. Y en lugar de destacar ejemplos a capricho en cantidad infinita, nos atendremos a uno
cuya fuerza de prueba es especial. Un reloj en marcha no es en escena más que una perturbación.
No puede haber en el teatro lugar para su papel, que es el de medir el tiempo. Incluso en una obra
naturalista chocaría el tiempo astronómico con el escénico. Así las cosas, resulta sumamente
característico que en ocasiones el cine utilice la medida del tiempo de un reloj. Puede que en ello
se perciba mejor que en muchos otros rasgos cómo cada accesorio adopta a veces en él funciones
decisivas. Desde aquí no hay más que un paso hasta la afirmación de Pudowkin: “la actuación del
artista ligada a un objeto, construida por él, será... siempre uno de los métodos más vigorosos de
la figuración cinematográfica” (W. P
UDOWKIN, Filmregie und filmmanuskript, Berlín, 1928, pág. 126).
El cine es por lo tanto el primer medio artístico que está en situación de mostrar cómo la materia
colabora con el hombre. Es decir, que puede ser un excelente instrumento de discurso materialista.
episodios montables. Se trata sobre todo de la iluminación, cuya instalación obliga
a realizar en muchas tomas, distribuidas a veces en el estudio en horas diversas,
la exposición de un proceso que en la pantalla aparece como un veloz decurso
unitario. Para no hablar de montajes mucho más palpables. El salto desde una
ventana puede rodarse en forma de salto desde el andamiaje en los estudios y, si
se da el caso, la fuga subsiguiente se tomará semanas más tarde en exteriores.
Por lo demás es fácil construir casos muchísmo más paradójicos. Tras una
llamada a la puerta se exige al actor que se estremezca. Quizás ese sobresalto no
ha salido tal y como se desea. El director puede entonces recurrir a la estratagema
siguiente: cuando el actor se encuentre ocasionalmente otra vez en el estudio le
disparan, sin que él lo sepa, un tiro por la espalda. Se filma su susto en ese
instante y se monta luego en la película. Nada pone más drásticamente de bulto
que el arte se ha escapado del reino del
halo de lo bello, único en el que se pensó
por largo tiempo que podía alcanzar florecimiento.
10
El extrañamiento del actor frente al mecanismo cinematográfico es de todas, tal y
como lo describe Pirandello, de la misma índole que el que siente el hombre ante
su aparición en el espejo. Pero es que ahora esa imagen del espejo puede
despegarse de él, se ha hecho transportable. ¿Y adónde se la transporta? Ante el
público
20. Ni un sólo instante abandona al actor de cine la consciencia de ello.
Mientras está frente a la cámara sabe que en última instancia es con el público
con quien tiene que habérselas: con el público de consumidores que forman el
mercado. Este mercado, al que va no sólo con su fuerza de trabajo, sino con su
piel, con sus entrañas todas, le resulta, en el mismo instante en que determina su
actuación para él, tan poco asible como lo es para cualquier artículo que se hace
en una fábrica. ¿No tendrá parte esta circunstancia en la congoja, en esa angustia
que, según Pirandello, sobrecoge al actor ante el aparato? A la atrofia del aura el
cine responde con una construcción artificial de la
personality fuera de los
estudios; el culto a las “estrellas”, fomentado por el capital cinematográfico,
conserva aquella magia de la personalidad, pero reducida, desde hace ya tiempo,
a la magia averiada de su carácter de mercancía. Mientras sea el capital quien de
20
También en la política es perceptible la modificación que constatamos trae consigo la técnica
reproductiva en el modo de exposición. La crisis actual de las democracias burguesas implica una
crisis de las condiciones determinantes de cómo deben presentarse los gobernantes. Las
democracias presentan a éstos inmediatamente, en persona, y además ante representantes. ¡El
Parlamento es su público! Con las innovaciones en los mecanismos de transmisión, que permiten
que el orador sea escuchado durante su discurso por un número ilimitado de auditores y que poco
después sea visto por un número también ilimitado de espectadores, se convierte en primordial la
presentación del hombre político ante esos aparatos. Los Parlamentos quedan desiertos, así como
los teatros. La radio y el cine no sólo modifican la función del actor profesional, sino que cambian
también la de quienes, como los gobernantes, se presentan ante sus mecanismos. Sin perjuicio de
los diversos cometidos específicos de ambos, la dirección de dicho cambio es la misma en lo que
respecta al actor de cine y al gobernante. Aspira, bajo determinadas condiciones sociales, a exhibir
sus actuaciones de manera más comprobable e incluso más asumible. De lo cual resulta una
nueva selección, una selección ante esos aparatos, y de ella salen vencedores el dictador y la
estrella de cine.
en él el tono, no podrá adjudicársele al cine actual otro mérito revolucionario que el
de apoyar una crítica revolucionaria de las concepciones que hemos heredado
sobre el arte. Claro que no discutimos que en ciertos casos pueda hoy el cine
apoyar además una crítica revolucionaria de las condiciones sociales, incluso del
orden de la propiedad. Pero no es éste el centro de gravedad de la presente
investigación (ni lo es tampoco de la producción cinematográfica de Europa
occidental).
Es propio de la técnica del cine, igual que de la del deporte, que cada quisque
asista a sus exhibiciones como un medio especialista. Bastaría con haber
escuchado discutir los resultados de una carrera ciclista a un grupo de
repartidores de periódicos, recostados sobre sus bicicletas, para entender
semejante estado de la cuestión. Los editores de periódicos no han organizado en
balde concursos de carreras entre sus jóvenes repartidores. Y por cierto que
despiertan gran interés en los participantes. El vencedor tiene la posibilidad de
ascender de repartidor de diarios a corredor de carreras. Los noticiarios, por
ejemplo, abren para todos la perspectiva de ascender de transeúntes a comparsas
en la pantalla. De este modo puede en ciertos casos hasta verse incluido en una
obra de arte -recordemos
Tres canciones sobre Lenin de Wertoff o Borinage de
Ivens. Cualquier hombre aspirará hoy a participar en un rodaje. Nada ilustrará
mejor esta aspiración que una cala en la situación histórica de la literatura actual.
Durante siglos las cosas estaban así en la literatura: a un escaso número de
escritores se enfrentaba un número de lectores mil veces mayor. Pero a fines del
siglo pasado se introdujo un cambio. Con la creciente expansión de la prensa, que
proporcionaba al público lector nuevos órganos políticos, religiosos, científicos,
profesionales y locales, una parte cada vez mayor de esos lectores pasó, por de
pronto ocasionalmente, del lado de los que escriben. La cosa empezó al abrirles
su
buzón la prensa diaria; hoy ocurre que apenas hay un europeo en curso de
trabajo que no haya encontrado alguna vez ocasión de publicar una experiencia
laboral, una queja, un reportaje o algo parecido. La distinción entre autores y
público está por tanto a punto de perder su carácter sistemático. Se convierte en
funcional y discurre de distinta manera en distintas circunstancias. El lector está
siempre dispuesto a pasar a ser un escritor. En cuanto perito (que para bien o
para mal en perito tiene que acabar en un proceso laboral sumamente
especializado, si bien su peritaje lo será sólo de una función mínima), alcanza
acceso al estado de autor. En la Unión Soviética es el trabajo mismo el que toma
la palabra. Y su exposición verbal constituye una parte de la capacidad que es
requisito para su ejercicio. La competencia literaria ya no se funda en una
educación especializada, sino politécnica. Se hace así patrimonio común.
21
21
Se pierde así el carácter privilegiado de las técnicas correspondientes. Aldous Huxley escribe:
“Los progresos técnicos han conducido... a la vulgarización... Las técnicas reproductivas y las
rotativas en la prensa han posibilitado una multiplicación imprevisible del escrito y de la imagen. La
instrucción escolar generalizada y los salarios relativamente altos han creado un público muy
grande capaz de leer y de procurarse material de lectura y de imágenes. Para tener éstos a punto,
se ha constituido una industria importante. Ahora bien, el talento artístico es muy raro; de ello se
sigue... que en todo tiempo y lugar una parte preponderante de la producción artística
Todo ello puede transponerse sin más al cine, donde ciertas remociones, que en
la literatura han reclamado siglos, se realizan en el curso de un decenio. En la
praxis cinematográfica -sobre todo en la rusa- se ha consumado ya esa remoción
esporádicamente. Una parte de los actores que encontramos en el cine ruso no
son actores en nuestro sentido, sino gentes que desempeñan su propio papel,
sobre todo en su actividad laboral. En Europa occidental la explotación capitalista
del cine prohibe atender la legítima aspiración del hombre actual a ser
reproducido. En tales circunstancias la industria cinematográfica tiene gran interés
en aguijonear esa participación de las masas por medio de representaciones
ilusorias y especulaciones ambivalentes.
11
El rodaje de una película, y especialmente de una película sonora, ofrece aspectos
que eran antes completamente inconcebibles. Representa un proceso en el que es
imposible ordenar una sola perspectiva sin que todo un mecanismo (aparatos de
iluminación, cuadro de ayudantes, etc.), que de suyo no pertenece a la escena
filmada, interfiera en el campo visual del espectador (a no ser que la disposición
de su pupila coincida con la de la cámara). Esta circunstancia hace, más que
cualquier otra, que las semejanzas, que en cierto modo se dan entre una escena
en el estudio cinematográfico y en las tablas, resulten superficiales y de poca
monta. El teatro conoce por principio el emplazamiento desde el que no se
descubre sin más ni más que lo que sucede es ilusión. En el rodaje de una escena
cinematográfica no existe ese emplazamiento. La naturaleza de su ilusión es de
segundo grado; es un resultado del montaje. Lo cual significa: en el estudio de
cine el mecanismo ha penetrado tan hondamente en la realidad que el aspecto
puro de ésta, libre de todo cuerpo extraño, es decir técnico, no es más que el
minusvalente. Pero hoy el porcentaje de desechos en el conjunto de la producción artística es
mayor que nunca... Estamos frente a una simple cuestión de aritmética. En el curso del siglo
pasado ha aumentado en más del doble la población de Europa occidental. El material de lectura y
de imágenes calculo que ha crecido por lo menos en una proporción de 1 a 2 y tal vez a 50 o
incluso a 100. Si una población de
x millones tiene n talentos artísticos, una población de 2x
millones tendrá 2
n talentos artísticos. La situación puede resumirse de la manera siguiente. Por
cada página que hace cien años se publicaba impresa con escritura e imágenes, se publican hoy
veinte, si no cien. Por otro lado, si hace un siglo existía un talento artístico, existen hoy dos.
Concedo que, en consecuencia de la instrucción escolar generalizada, gran número de talentos
virtuales, que no hubiesen antes llegado a desarrollar sus dotes, pueden hoy hacerse productivos.
Supongamos pues... que haya hoy tres o incluso cuatro talentos artísticos por uno que había antes.
No por eso deja de ser indudable que el consumo de material de lectura y de imágenes ha
superado con mucho la producción natural de escritores y dibujantes dotados. Y con el material
sonoro pasa lo mismo. La prosperidad, el gramófono y la radio han dado vida a un público, cuyo
consumo de material sonoro está fuera de toda proporción con el crecimiento de la población y en
consecuencia con el normal aumento de músicos con talento. Resulta por tanto que, tanto
hablando en términos absolutos como en términos relativos, la producción de desechos es en
todas las artes mayor que antes; y así seguirá siendo mientras las gentes continúen con su
consumo desproporcionado de material de lectura, de imágenes y sonoro” (A
LDOUS HUXLEY,
Croisière d’hiver en Amérique Centrale
, París, pág. 273). Semejante manera de ver las cosas está
claro que no es progresivo.
resultado de un procedimiento especial, a saber el de la toma por medio de un
aparato fotográfico dispuesto a este propósito y su montaje con otras tomas de
igual índole. Despojada de todo aparato, la realidad es en este caso sobremanera
artificial, y en el país de la técnica la visión de la realidad inmediata se ha
convertido en una flor imposible.
Este estado de la cuestión, tan diferente del propio del teatro, es susceptible de
una confrontación muy instructiva con el que se da en la pintura. Es preciso que
nos preguntemos ahora por la relación que hay entre el operador y el pintor. Nos
permitiremos una construcción auxiliar apoyada en el concepto de operador usual
en cirugía. El cirujano representa el polo de un orden cuyo polo opuesto ocupa el
mago. La actitud del mago, que cura al enfermo imponiéndole las manos, es
distinta de la del cirujano que realiza una intervención. El mago mantiene la
distancia natural entre él mismo y su paciente. Dicho más exactamente: la aminora
sólo un poco por virtud de la imposición de sus manos, pero la acrecienta mucho
por virtud de su autoridad. El cirujano procede al revés: aminora mucho la
distancia para con el paciente al penetrar dentro de él, pero la aumenta sólo un
poco por la cautela con que sus manos se mueven entre sus órganos. En una
palabra: a diferencia del mago (y siempre hay uno en el médico de cabecera) el
cirujano renuncia en el instante decisivo a colocarse frente a su enfermo como
hombre frente a hombre; más bien se adentra en él operativamente. Mago y
cirujano se comportan uno respecto del otro como el pintor y el cámara. El primero
observa en su trabajo una distancia natural para con su dato; el cámara por el
contrario se adentra hondo en la texura de los datos
22. Las imágenes que
consiguen ambos son enormemente diversas. La del pintor es total y la del cámara
múltiple, troceada en partes que se juntan según una ley nueva. La representación
cinematográfica de la realidad es para el hombre actual incomparablemente más
importante, puesto que garantiza, por razón de su intensa compenetración con el
aparato, un aspecto de la realidad despojado de todo aparato que ese hombre
está en derecho de exigir de la obra de arte.
12
La reproductibilidad técnica de la obra artística modifica la relación de la masa
para con el arte. De retrógrada, frente a un Picasso por ejemplo, se transforma en
progresiva, por ejemplo cara a un Chaplin. Este comportamiento progresivo se
caracteriza porque el gusto por mirar y por vivir se vincula en él íntima e
22
Las audacias del cámara pueden de hecho compararse a las del cirujano. En un catálogo de
destrezas cuya técnica es específicamente de orden gestual, enuncia Luc Durtain las que “en
ciertas intervenciones difíciles son imprescindibles en cirujía. Escojo como ejemplo un caso de
otorrinolaringología; ... me refiero al procedimiento que se llama perspectivo-endonasal; o señalo
las destrezas acrobáticas que ha de llevar a cabo la cirujía de laringe al utilizar un espejo que le
devuelve una imagen invertida; también podría hablar de la cirujía de oídos cuya precisión en el
trabajo recuerda al de los relojeros. Del hombre que quiere reparar o salvar el cuerpo humano se
requiere en grado sumo una sutil acrobacia muscular. Basta con pensar en la operación de
cataratas, en la que el acero lucha por así decirlo con tejidos casi fluidos, o en las importantísimas
intervenciones en la región abdominal (laparatomía).
inmediatamente con la actitud del que opina como perito. Esta vinculación es un
indicio social importante. A saber, cuanto más disminuye la importancia social de
un arte, tanto más se disocian en el público la actitud crítica y la fruitiva. De lo
convencional se disfruta sin criticarlo, y se critica con aversión lo verdaderamente
nuevo. En el público del cine coinciden la actitud crítica y la fruitiva. Y desde luego
que la circunstancia decisiva es ésta: las reacciones de cada uno, cuya suma
constituye la reacción masiva del público, jamás han estado como en el cine tan
condicionadas de antemano por su inmediata, inminente masificación. Y en cuanto
se manifiestan, se controlan. La comparación con la pintura sigue siendo
provechosa. Un cuadro ha tenido siempre la aspiración eminente a ser
contemplado por uno o por pocos. La contemplación simultánea de cuadros por
parte de un gran público, tal y como se generaliza en el siglo XIX, es un síntoma
temprano de la crisis de la pintura, que en modo alguno desató solamente la
fotografía, sino que con relativa independencia de ésta fue provocada por la
pretensión por parte de la obra de arte de llegar a las masas.
Ocurre que la pintura no está en situación de ofrecer objeto a una recepción
simultánea y colectiva. Desde siempre lo estuvo en cambio la arquitectura, como
lo estuvo antaño el epos y lo está hoy el cine. De suyo no hay por qué sacar de
este hecho conclusiones sobre el papel social de la pintura, aunque sí pese sobre
ella como perjuicio grave cuando, por circunstancias especiales y en contra de su
naturaleza, ha de confrontarse con las masas de una manera inmediata. En las
iglesias y monasterios de la Edad Media, y en las cortes principescas hasta casi
finales del siglo dieciocho, la recepción colectiva de pinturas no tuvo lugar
simultáneamente, sino por mediación de múltiples grados jerárquicos. Al suceder
de otro modo, cobra expresión el especial conflicto en que la pintura se ha
enredado a causa de la reproductibilidad técnica de la imagen. Por mucho que se
ha intentado presentarla a las masas en museos y en exposiciones, no se ha dado
con el camino para que esas masas puedan organizar y controlar su recepción.
23
Y así el mismo público que es retrógado frente al surrealismo, reaccionará
progresivamente ante una película cómica.
13
El cine no sólo se caracteriza por la manera como el hombre se presenta ante el
aparato, sino además por cómo con ayuda de éste se representa el mundo en
torno. Una ojeada a la psicología del rendimiento nos ilustrará sobre la capacidad
del aparato para hacer tests. Otra ojeada al psicoanálisis nos ilustrará sobre lo
mismo bajo otro aspecto. El cine ha enriquecido nuestro mundo perceptivo con
métodos que de hecho se explicarían por los de la teoría freudiana. Un lapsus en
23
Esta manera de ver las cosas parecerá quizás burda; pero como muestra el gran teórico que fue
Leonardo, las opiniones burdas pueden muy bien ser invocadas a tiempo. Leonardo compara la
pintura y la música en los términos siguientes: “La pintura es superior a la música, porque no tiene
que morir apenas se la llama a la vida, como es el caso infortunado de la música... Esta, que se
volatiliza en cuanto surge, va a la zaga de la pintura, que con el uso del barniz se ha hecho eterna”
(cit. en
Revue de Littérature comparée, febrero-marzo, 1935, página 79).
la conversación pasaba hace cincuenta años más o menos desapercibido.
Resultaba excepcional que de repente abriese perspectivas profundas en esa
conversación que parecía antes discurrir superficialmente. Pero todo ha cambiado
desde la
Psicopatología de la vida cotidiana. Esta ha aislado cosas (y las ha hecho
analizables), que antes nadaban inadvertidas en la ancha corriente de lo percibido.
Tanto en el mundo óptico, como en el acústico, el cine ha traído consigo una
profundización similar de nuestra apercepción. Pero esta situación tiene un
reverso: las ejecuciones que expone el cine son pasibles de análisis mucho más
exacto y más rico en puntos de vista que el que se llevaría a cabo sobre las que
se representan en la pintura o en la escena. El cine indica la situación de manera
incomparablemente más precisa, y esto es lo que constituye su mayor
susceptibilidad de análisis frente a la pintura; respecto de la escena, dicha
capacidad está condicionada porque en el cine hay también más elementos
susceptibles de ser aislados. Tal circunstancia tiende a favorecer -y de ahí su
capital importancia- la interpenetración recíproca de ciencia y arte. En realidad,
apenas puede señalarse si un comportamiento limpiamente dispuesto dentro de
una situación determinada (como un músculo en un cuerpo) atrae más por su
valor artístico o por la utilidad científica que rendiría. Una de las funciones
revolucionarias del cine consistirá en hacer que se reconozca que la utilización
científica de la fotografía y su utilización artística son idénticas. Antes iban
generalmente cada una por su lado.
24
Haciendo primeros planos de nuestro inventario, subrayando detalles escondidos
de nuestros enseres más corrientes, explorando entornos triviales bajo la guía
genial del objetivo, el cine aumenta por un lado los atisbos en el curso irresistible
por el que rige nuestra existencia, pero por otro lado nos asegura un ámbito de
acción insospechado, enorme. Parecía que nuestros bares, nuestras oficinas,
nuestras viviendas amuebladas, nuestras estaciones y fábricas nos aprisionaban
sin esperanza. Entonces vino el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo
hizo saltar ese mundo carcelario. Y ahora emprendemos entre sus dispersos
escombros viajes de aventuras. Con el primer plano se ensancha el espacio y bajo
el retardador se alarga el movimiento. En una ampliación no sólo se trata de
aclarar lo que
de otra manera no se veía claro, sino que más bien aparecen en ella
formaciones estructurales del todo nuevas. Y tampoco el retardador se limita a
aportar temas conocidos del movimiento, sino que en éstos descubre otros
enteramente desconocidos que “en absoluto operan como lentificaciones de
movimientos más rápidos, sino propiamente en cuanto movimientos deslizantes,
24
Si buscamos una situación análoga, se nos ofrece como tal, y muy instructivamente, la pintura
del Renacimiento. Nos encontramos en ella con un arte cuyo auge incomparable y cuya
importancia consisten en gran parte en que integran un número de ciencias nuevas o de datos
nuevos de la ciencia. Tiene pretensiones sobre la anatomía y la perspectiva, las matemáticas, la
metereología y la teoría de los colores. Como escribe Valéry: “Nada hay más ajeno a nosotros que
la sorprendente pretensión de un Leonardo, para el cual la pintura era una meta suprema y la
suma demostración del conocimiento, puesto que estaba convencido de que exigía la ciencia
universal. Y él mismo no retrocedía ante un análisis teórico, cuya precisión y hondura nos
desconcierta hoy” (P
AUL VALÉRY, Pièces sur l’art, París, 1934, pág. 191).
flotantes, supraterrenales”
25. Así es como resulta perceptible que la naturaleza que
habla a la cámara no es la misma que la que habla al ojo. Es sobre todo distinta
porque en lugar de un espacio que trama el hombre con su consciencia presenta
otro tramado inconscientemente. Es corriente que pueda alguien darse cuenta,
aunque no sea más que a grandes rasgos, de la manera de andar de las gentes,
pero desde luego que nada sabe de su actitud en esa fracción de segundo en que
comienzan a alargar el paso. Nos resulta más o menos familiar el gesto que
hacemos al coger el encendedor o la cuchara, pero apenas si sabemos algo de lo
que ocurre entre la mano y el metal, cuanto menos de sus oscilaciones según los
diversos estados de ánimo en que nos encontremos. Y aquí es donde interviene la
cámara con sus medios auxiliares, sus subidas y sus bajadas, sus cortes y su
capacidad aislativa, sus dilataciones y arrezagamientos de un decurso, sus
ampliaciones y disminuciones. Por su virtud experimentamos el inconsciente
óptico, igual que por medio el psicoanálisis nos enteramos del inconsciente
pulsional.
14
Desde siempre ha venido siendo uno de los cometidos más importantes del arte
provocar una demanda cuando todavía no ha sonado la hora de su satisfacción
plena.
26 La historia de toda forma artística pasa por tiempos críticos en los que
tiende a urgir efectos que se darían sin esfuerzo alguno en un tenor técnico
modificado, esto es, en una forma artística nueva. Y así las extravagancias y
crudezas del arte, que se producen sobre todo en los llamados tiempos
25
RUDOLF ARNHEIM, l. c., pág. 138.
26
André Breton dice que “la obra de arte sólo tiene valor cuando tiembla de reflejos del futuro”. En
realidad toda forma artística elaborada se encuentra en el cruce de tres líneas de evolución. A
saber, la técnica trabaja por de pronto en favor de una determinada forma de arte. Antes de que
llegase el cine había cuadernillos de fotos cuyas imágenes, a golpe de pulgar, hacían pasar ante la
vista a la velocidad del rayo una lucha de boxeo o una partida de tenis; en los bazares había
juguetes automáticos en los que la sucesión de imágenes era provocada por el giro de una
manivela. En segundo lugar, formas artísticas tradicionales trabajan esforzadamente en ciertos
niveles de su desarrollo por conseguir efectos que más tarde alcanzará con toda espontaneidad la
forma artística nueva. Antes de que el cine estuviese en alza, los dadaístas procuraban con sus
manifestaciones introducir en el público un movimiento que un Chaplin provocaría después de
manera más natural. En tercer lugar, modificaciones sociales con frecuencia nada aparentes
trabajan en orden a un cambio en la recepción que sólo favorecerá a la nueva forma artística.
Antes de que el cine empezase a formar su público, hubo imágenes en el Panorama imperial
(imágenes que ya habían dejado de ser estáticas) para cuya recepción se reunía un público. Se
encontraba éste ante un biombo en el que estaban instalados estereoscopios, cada uno de los
cuales se dirigía a cada visitante. Antes esos estereoscopios aparecían automáticamente
imágenes que se detenían apenas y dejaban luego su sitio a otras. Con medios parecidos tuvo que
trabajar Edison cuando, antes de que se conociese la pantalla y el procedimiento de la proyección,
pasó la primera banda filmada ante un pequeño público que miraba estupefacto un aparato en el
que se desenrrollaban las imágenes. Por cierto que en la disposición del Panorama imperial se
expresa muy claramente una dialéctica del desarrollo. Poco antes de que el cine convirtiese en
colectiva la visión de imágenes, cobra ésta vigencia en forma individualizada ante los
estereoscopios de aquel establecimiento, pronto anticuado, con la misma fuerza que antaño tuviera
en la “cella” la visión de la imagen de los dioses por parte del sacerdote.
decadentes, provienen en realidad de su centro virtual histórico más rico.
Ultimamente el dadaísmo ha rebosado de semejantes barbaridades. Sólo ahora
entendemos su impulso: el dadaísmo intentaba, con los medios de la pintura (o de
la literatura respectivamente), producir los efectos que el público busca hoy en el
cine.
Toda provocación de demandas fundamentalmente nuevas, de esas que abren
caminos, se dispara por encima de su propia meta. Así lo hace el dadaísmo en la
medida en que sacrifica valores del mercado, tan propios del cine, en favor de
intenciones más importantes de las que, tal y como aquí las describimos, no es
desde luego consciente. Los dadaístas dieron menos importancia a la utilidad
mercantil de sus obras de arte que a su inutilidad como objetos de inmersión
contemplativa. Y en buena parte procuraron alcanzar esa inutilidad por medio de
una degradación sistemática de su material. Sus poemas son “ensaladas de
palabras” que contienen giros obscenos y todo detritus verbal imaginable. E igual
pasa con sus cuadros, sobre los que montaban botones o billetes de tren o de
metro o de tranvía. Lo que consiguen de esta manera es una destrucción sin
miramientos del aura de sus creaciones. Con los medios de producción imprimen
en ellas el estigma de las reproducciones. Ante un cuadro de Arp o un poema de
August Stramm es imposible emplear un tiempo en recogerse y formar un juicio,
tal y como lo haríamos ante un cuadro de Derain o un poema de Rilke. Para una
burguesía degenerada el recogimiento se convirtió en una escuela de conducta
asocial, y a él se le enfrenta ahora la distracción como una variedad de
comportamiento social.
27 Al hacer de la obra de arte un centro de escándalo, las
manifestaciones dadaístas garantizaban en realidad una distracción muy
vehemente. Había sobre todo que dar satisfacción a una exigencia, provocar
escándalo público.
De ser una apariencia atractiva o una hechura sonora convincente, la obra de arte
pasó a ser un proyectil. Chocaba con todo destinatario. Había adquirido una
calidad táctil. Con lo cual favoreció la demanda del cine, cuyo elemento de
distracción es táctil en primera línea, es decir que consiste en un cambio de
escenarios y de enfoque que se adentran en el espectador como un choque.
Comparemos el lienzo (pantalla) sobre el que se desarrolla la película con el lienzo
en el que se encuentra una pintura. Este último invita a la contemplación; ante él
podemos abandonarnos al fluir de nuestras asociaciones de ideas. Y en cambio
no podremos hacerlo ante un plano cinematográfico. Apenas lo hemos registrado
con los ojos y ya ha cambiado. No es posible fijarlo. Duhamel, que odia el cine y
no ha entendido nada de su importancia, pero sí lo bastante de su estructura,
anota esta circunstancia del modo siguiente: “Ya no puedo pensar lo que quiero.
Las imágenes movedizas sustituyen a mis pensamientos”.
28 De hecho, el curso de
27
El arquetipo teológico de este recogimiento es la consciencia de estar a solas con Dios. En las
grandes épocas de la burguesía ésta consciencia ha dado fuerzas a la libertad para sacudirse la
tutela de la Iglesia. En las épocas de su decadencia la misma consciencia tuvo que tener en cuenta
la tendencia secreta a que en los asuntos de la comunidad estuviesen ausentes las fuerzas que el
individuo pone por obra de su trato con Dios.
28
GEORGES DUHAMEL, Scènes de la vie future, París, 1930, página 52.
las asociaciones en la mente de quien contempla las imágenes queda enseguida
interrumpido por el cambio de éstas. Y en ello consiste el efecto del choque del
cine que, como cualquier otro, pretende ser captado gracias a una presencia de
espíritu más intensa.
29 Por virtud de su estructura técnica el cine ha liberado al
efecto físico de choque del embalaje por así decirlo moral en que lo retuvo el
dadaísmo.
30
15
La masa es una matriz de la que actualmente surte, como vuelto a nacer, todo
comportamiento consabido frente a las obras artísticas. La cantidad se ha
convertido en calidad: el crecimiento masivo del número de participantes ha
modificado la índole de su participación. Que el observador no se llame a engaño
porque dicha participación aparezca por de pronto bajo una forma desacreditada.
No han faltado los que, guiados por su pasión, se han atenido precisamente a este
lado superficial del asunto. Duhamel es entre ellos el que se ha expresado de
modo más radical. Lo que agradece al cine es esa participación peculiar que
despierta en las masas. Le llama “pasatiempo para parias, disipación para
iletrados, para criaturas miserables aturdidas por sus trajines y sus
preocupaciones..., un espectáculo que no reclama esfuerzo alguno, que no
supone continuidad en las ideas, que no plantea ninguna pregunta, que no aborda
con seriedad ningún problema, que no enciende ninguna pasión, que no alumbra
ninguna luz en el fondo de los corazones, que no excita ninguna otra esperanza a
no ser la esperanza ridícula de convertirse un día en “star” en Los Angeles”
31. Ya
vemos que en el fondo se trata de la antigua queja: las masas buscan disipación,
pero el arte reclama recogimiento. Es un lugar común. Pero debemos
preguntarnos si da lugar o no para hacer una investigación acerca del cine.
Se trata de mirar más de cerca. Disipación y recogimiento se contraponen hasta
tal punto que permiten la fórmula siguiente: quien se recoge ante una obra de arte,
se sumerge en ella; se adentra en esa obra, tal y como narra la leyenda que le
ocurrió a un pintor chino al contemplar acabado su cuadro. Por el contrario, la
masa dispersa sumerge en sí misma a la obra artística. Y de manera
29
El cine es la forma artística que corresponde al creciente peligro en que los hombres de hoy
vemos nuestra vida. La necesidad de exponerse a efectos de choque es una acomodación del
hombre a los peligros que le amenazan. El cine corresponde a modificaciones de hondo alcance
en el aparato perceptivo, modificaciones que hoy vive a escala de existencia privada todo
transeúnte en el tráfico de una gran urbe, así como a escala histórica cualquier ciudadano de un
Estado contemporáneo.
30
Del cine podemos lograr informaciones importantes tanto en lo que respecta al dadaísmo como
al cubismo y al futurismo. Estos dos últimos aparecen como tentativas insuficientes del arte para
tener en cuenta la imbricación de la realidad y los aparatos. Estas escuelas emprendieron su
intento no a través de una valoración de los aparatos en orden a la representación artística, que así
lo hizo el cine, sino por medio de una especie de mezcla de la representación de la realidad y de la
de los aparatos. En el cubismo el papel preponderante lo desempeña el presentimiento de la
construcción, apoyada en la óptica, de esos aparatos; en el futurismo el presentimiento de sus
efectos, que cobrarán todo su valor en el rápido decurso de la película de cine.
31
GEORGES DUHAMEL, l. c., pág. 58.
especialmente patente a los edificios. La arquitectura viene desde siempre
ofreciendo el prototipo de una obra de arte, cuya recepción sucede en la
disipación y por parte de una colectividad. Las leyes de dicha recepción son
sobremanera instructivas.
Las edificaciones han acompañado a la humanidad desde su historia primera.
Muchas formas artísticas han surgido y han desaparecido. La tragedia nace con
los griegos para apagarse con ellos y revivir después sólo en cuanto a sus reglas.
El epos, cuyo origen está en la juventud de los pueblos, caduca en Europa al
terminar el Renacimiento. La pintura sobre tabla es una creación de la Edad Media
y no hay nada que garantice su duración ininterrumpida. Pero la necesidad que
tiene el hombre de alojamiento sí que es estable. El arte de la edificación no se ha
interrumpido jamás. Su historia es más larga que la de cualquier otro arte, y su
eficacia al presentizarse es importante para todo intento de dar cuenta de la
relación de las masas para con la obra artística. Las edificaciones pueden ser
recibidas de dos maneras: por el uso y por la contemplación. O mejor dicho: táctil
y ópticamente. De tal recepción no habrá concepto posible si nos la
representamos según la actitud recogida que, por ejemplo, es corriente en turistas
ante edificios famosos. A saber: del lado táctil no existe correspondencia alguna
con lo que del lado óptico es la contemplación. La recepción táctil no sucede tanto
por la vía de la atención como por la de la costumbre. En cuanto a la arquitectura,
esta última determina en gran medida incluso la recepción óptica. La cual tiene
lugar, de suyo, mucho menos en una atención tensa que en una advertencia
ocasional. Pero en determinadas circunstancias esta recepción formada en la
arquitectura tiene valor canónico. Porque las tareas que en tiempos de cambio se
le imponen al aparato perceptivo del hombre no pueden resolverse por la vía
meramente óptica, esto es por la de la contemplación. Poco a poco quedan
vencidas por la costumbre (bajo la guía de la recepción táctil).
También el disperso puede acostumbrarse. Más aún: sólo cuando resolverlas se le
ha vuelto una costumbre, probará poder hacerse de la dispersión con ciertas
tareas. Por medio de la dispersión, tal y como el arte la depara, se controlará bajo
cuerda hasta qué punto tiene solución las tareas nuevas de la apercepción. Y
como, por lo demás, el individuo está sometido a la tentación de hurtarse a dichas
tareas, el arte abordará la más difícil e importante movilizando a las masas. Así lo
hace actualmente en el cine. La recepción en la dispersión, que se hace notar con
insistencia creciente en todos los terrenos del arte y que es el síntoma de
modificaciones de hondo alcance en la apercepción, tiene en el cine su
instrumento de entrenamiento. El cine corresponde a esa forma receptiva por su
efecto de choque. No sólo reprime el valor cultural porque pone al público en
situación de experto, sino además porque dicha actitud no incluye en las salas de
proyección atención alguna. El público es un examinador, pero un examinador que
se dispersa.
EPILOGO
La proletarización creciente del hombre actual y el alineamiento también creciente
de las masas son dos caras de uno y el mismo suceso. El fascismo intenta
organizar las masas recientemente proletarizadas sin tocar las condiciones de la
propiedad que dichas masas urgen por suprimir. El fascismo ve su salvación en
que las masas lleguen a expresarse (pero que ni por asomo hagan valer sus
derechos)
32. Las masas tienen derecho a exigir que se modifiquen las condiciones
de la propiedad; el fascismo procura que se expresen precisamente en la
conservación de dichas condiciones. En consecuencia, desemboca en un
esteticismo de la vida política. A la violación de las masas, que el fascismo impone
por la fuerza en el culto a un caudillo, corresponde la violación de todo un
mecanismo puesto al servicio de la fabricación de valores culturales.
Todos los esfuerzos por un esteticismo político culminan en un solo punto. Dicho
punto es la guerra. La guerra, y sólo ella, hace posible dar una meta a
movimientos de masas de gran escala, conservando a la vez las condiciones
heredadas de la propiedad. Así es como se formula el estado de la cuestión desde
la política. Desde la técnica se formula del modo siguiente: sólo la guerra hace
posible movilizar todos los medios técnicos del tiempo presente, conservando a la
vez las condiciones de la propiedad. Claro que la apoteosis de la guerra en el
fascismo no se sirve de estos argumentos. A pesar de lo cual es instructivo
echarles una ojeada. En el manifiesto de Marinetti sobre la guerra colonial de
Etiopía se llega a decir: “Desde hace veintisiete años nos estamos alzando los
futuristas en contra de que se considere a la guerra antiestética... Por ello mismo
afirmamos: la guerra es bella, porque, gracias a las máscaras de gas, al terrorífico
megáfono, a los lanzallamas y a las tanquetas, funda la soberanía del hombre
sobre la máquina subyugada. La guerra es bella, porque inaugura el sueño de la
metalización del cuerpo humano. La guerra es bella, ya que enriquece las
praderas florecidas con las orquídeas de fuego de las ametralladoras. La guerra
es bella, ya que reúne en una sinfonía los tiroteos, los cañonazos, los altos el
fuego, los perfumes y olores de la descomposición. La guerra es bella, ya que crea
arquitecturas nuevas como la de los tanques, la de las escuadrillas formadas
geométricamente, la de las espirales de humo en las aldeas incendiadas y muchas
otras... ¡Poetas y artistas futuristas... acordaos de estos principios fundamentales
de una estética de la guerra para que iluminen vuestro combate por una nueva
poesía, por unas artes plásticas nuevas!”
33.
32
Una circunstancia técnica resulta aquí importante, sobre todo respecto de los noticiarios cuya
significación propagandística apenas podrá ser valorada con exceso. A la reproducción masiva
corresponde en efecto la reproducción de masas. La masa se mira a la cara en los grandes
desfiles festivos, en las asambleas monstruos, en las enormes celebraciones deportivas y en la
guerra, fenómenos todos que pasan ante la cámara. Este proceso, cuyo alcance no necesita ser
subrayado, está en relación estricta con el desarrollo de la técnica reproductiva y de rodaje. Los
movimientos de masas se exponen más claramente ante los aparatos que ante el ojo humano.
Sólo a vista de pájaro se captan bien esos cuadros de centenares de millares. Y si esa perspectiva
es tan accesible al ojo humano como a los aparatos, también es cierto que la ampliación a que se
somete la toma de la cámara no es posible en la imagen ocular. Esto es, que los movimientos de
masas y también la guerra representan una forma de comportamiento humano especialmente
adecuada a los aparatos técnicos.
33
La Stampa, Turín.
Este manifiesto tiene la ventaja de ser claro. Merece que el dialéctico adopte su
planteamiento de la cuestión. La estética de la guerra actual se le presenta de la
manera siguiente: mientras que el orden de la propiedad impide el
aprovechamiento natural de las fuerzas productivas, el crecimiento de los medios
técnicos, de los ritmos, de las fuentes de energía, urge un aprovechamiento
antinatural. Y lo encuentra en la guerra que, con sus destrucciones, proporciona la
prueba de que la sociedad no estaba todavía lo bastante madura para hacer de la
técnica su órgano, y de que la técnica tampoco estaba suficientemente elaborada
para dominar las fuerzas elementales de la sociedad. La guerra imperialista está
determinada en sus rasgos atroces por la discrepancia entre los poderosos
medios de producción y su aprovechamiento insuficiente en el proceso productivo
(con otras palabras: por el paro laboral y la falta de mercados de consumo). La
guerra imperialista es un levantamiento de la técnica, que se cobra en el
material
humano
las exigencias a las que la sociedad ha sustraído su material natural. En
lugar de canalizar ríos, dirige la corriente humana al lecho de sus trincheras; en
lugar de esparcir grano desde sus aeroplanos, esparce bombas incendiarias sobre
las ciudades; y la guerra de gases ha encontrado un medio nuevo para acabar con
el aura.
“Fiat ars, pereat mundus”, dice el fascismo, y espera de la guerra, tal y como lo
confiesa Marinetti, la satisfacción artística de la percepción sensorial modificada
por la técnica. Resulta patente que esto es la realización acabada del “arte pour
l’art”. La humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para
los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su
autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción
como un goce estético de primer orden. Este es el esteticismo de la política que el
fascismo propugna. El comunismo le contesta con la politización del arte.
NOTA DEL TRADUCTOR
En una versión sensiblemente abreviada aparece este trabajo, no en alemán, sino
en traducción francesa de Pierre Klossowski, en la
Zeitschrift für Sozialforschung
en 1936. La revista se editaba a la sazón en París. En carta a Max Horkheimer,
escrita en París el 16 de octubre de 1935, dice Benjamin que pretende “fijar en
una serie de reflexiones provisionales la signatura de la hora fatal del arte”. Con
tales reflexiones intentaría “dar a la cuestiones teóricas del arte una figura
realmente actual: y dársela además desde dentro, evitando toda referencia
no
mediada
a la política”. También desde París, y pocos días después, le confía a
Gerhard Scholem: “Mantengo (este trabajo) muy en secreto, ya que sus ideas son
incomparablemente más idóneas para el robo que la mayoría de las mías”. En
diciembre del mismo año comunica a Werner Kraft que ha concluido la redacción
del texto, por cierto “escrito desde el materialismo histórico.”. En febrero de 1936
le habla a Adorno de su trato con el traductor Klossowski, del que ya antes había
hecho alabanzas. Jean Selz, que conoció a Benjamin en Ibiza en 1932, nos dice
que “Klossowski... sabe de los estados de angustia filosófica en que pone
[Benjamin] a sus traductores”. Poco antes de su muerte, y en busca de ayuda
económica, redacta Benjamin un curriculum vitae. En él explica que “este trabajo
[“La obra de arte...”] procura entender determinadas formas artísticas,
especialmente el cine, desde el cambio de funciones a que el arte en general está
sometido en los tirones de la evolución social”.
En mi prólogo a
Iluminaciones I de Walter Benjamin (Taurus, Madrid, 1971) he
aludido a las distorsiones que sufrieron los textos que nuestro autor llegó a
publicar durante los últimos años de su vida, años de exilio y de penuria. “La obra
de arte...” es precisamente uno de estos textos cuya integridad quizás ni siquiera
ahora conocemos. En la primera edición de 1936 quedó suprimido por entero nada
menos que el actual prólogo (a más de otras supresiones al parecer sólo en parte
redimidas en las actuales ediciones alemanas, de las cuales la primera data de
1955). Según Adorno declara en 1968: “Las tachaduras que motivó Horkheimer en
la teoría de la reproducción se referían a un uso por parte de Benjamin de
categorías materialistas que Horkheimer, con razón, encontraba insuficientes”. Los
bejaminianos de izquierdas reclaman la publicación de la versión auténtica. Según
ellos la entrega fundamental que Benjamin hizo de su pensamiento está en esa
versión. Sobre ella se fundamentaría teóricamente incluso “La obra de los
pasajes”, también inédita por ahora (confr. mi prólogo a
Iluminaciones II de Walter
Benjamin, Taurus, Madrid, 1972). Advirtamos que esta opinión es considerada por
los benjaminianos oficiales, los ligados a la editorial Suhrkamp y al equipo de
Adorno, como “lisa y llana insensatez”.
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