miércoles, 21 de mayo de 2014

Unidad 4. El problema del pensamiento. De la recepción a la interpretación. (II)




DE LA NECESARIA DISTINCIÓN ENTRE
EL CONOCIMIENTO Y EL PENSAR



Oscar Amaya


En los ámbitos que nos incumben,
el conocimiento se da sólo como un
relámpago. El texto es como el trueno
que resuena después largamente.
Walter Benjamin

Un signo somos, indescifrado.
Hölderlin



Postulado: 
con frecuencia, el conocimiento (estructura) torna en cristalizado al pensamiento (acontecimiento) perdiéndose de esta manera, la relación dialéctica existente entre ambos fenómenos

Conocimiento
Se trata de un escenario habitual: las instituciones pedagógicas transmiten conocimientos, en una dinámica pedagógica respecto de un objeto social legitimado, instituido por autoridades, que proceden a fijarlo en aparatos pedagógico-didácticos a cargos de docentes y profesores. La autoridad que posee un saber, posee asimismo un poder, en términos de poder decir, poder ser leído, poder imponer una recepción en un espacio social. La dinámica epistémica es el establecimiento de certezas, significaciones determinadas (y determinantes), clausuradas para su discusión, es decir, un lugar que produce condensaciones de conocimientos. La lógica epistémica se asemeja a la lógica del capital: quien detenta el saber desarrolla una práctica de acumulación y de posesión, en este caso, de bienes simbólicos. Esta lógica fuerza la determinación, el cierre de lo indeterminado, la absolutización de la definición de lo que se considera real y simbólico, excluyendo lo posible e incierto, designando lo necesario, en definitiva, racionalizando todo lo cognoscente.

Para el alumno/estudiante/cursante la relación con el saber es de un carácter específico: la ajenidad, pues se trata de un saber que circula a través de una palabra o bien neutra (que no pertenece a nadie) o, en su mayoría, de una palabra ajena, autosuficiente, hecha de los enunciados de los otros, que pertenecen a otras personas, y que se presentan como saberes necesarios, verosímiles o verdaderos. Se espera de este sujeto de la transmisión un comportamiento producto de la dinámica pedagógica: replicación del conocimiento instituido (conocer las respuestas), independiente de la intencionalidad de este sujeto, pero a sabiendas de su necesidad de supervivencia en la institución pedagógica de la que se trate.

La figura para estas dinámicas y lógica puede ser la estructura, es decir, un conjunto de objetivaciones, de reales instituidos, sistemas de significados que median simbólicamente fundando categorías cognoscitivas: verdad/falsedad, cierto/incierto, posible/imposible, probable/improbable. La estructura constituye la cristalización de los significados, es por ello que la dinámica pedagógica es de carácter reproductivo: producto y condicionamiento para la repetición eficaz del producto. 

Pensamiento/ pensar
A diferencia del conocimiento, el pensar despliega un proceso que consiste en construir una relación pensante con un fenómeno o problema. En rigor, hacemos aquí referencia a “el pensar” ya que no se designa tanto el resultado -el pensamiento- de un proceso psíquico, sino al proceso que produce ese resultado, es decir, el pensar. Se trata entonces de la apertura y expansión del sentido al interior de este proceso. En otras palabras, un devenir instituyente, en el sentido de un trabajo que consiste en modificar, subvertir -y de ser preciso- traicionar el conocimiento.

El pensar se erige entonces como una auto-interrogación, un atrevimiento del sujeto para consigo mismo, y por ello desencadena la producción de subjetividad, ya que habitamos los lugares en los que podemos pensar, y ese pensar funda asimismo nuevos lugares: el despliegue de una escena incierta, novedosa en la que habitar. Experiencia de un despliegue de subjetividad, un modo en que el sujeto realiza la experiencia del sí-mismo en relación al mundo en el intento por significarlo, y por ende, significarse.

Un proceso, el pensar, que lejos de determinar significaciones dirigidas hacia su clausura, configura significaciones abiertas, es decir, una actualización de lo acontecido, de lo no-pensado, lo-no pronunciado.

La dinámica pedagógica del pensar respecto de un objeto cognoscente es la pregunta, configurada por los intervinientes en un proceso de indagación e investigación. La autoridad no pretende detentar la palabra final, no decreta una versión autorizada, sino que se posiciona en una relación de co-pensar con los demás. Esto invierte la dinámica pedagógica del conocimiento, puesto que en tanto ésta instaura un dispositivo explicador, supone una incapacidad del sujeto para comprender por sí mismo, que requiere de quien explique. El explicador, sostiene Ranciére (2007) despliega un doble gesto inaugural: decreta, por una parte, un comienzo absoluto al partir del cual y sólo en ese momento, comenzará el acto de aprender. Arroja, por otra parte, un velo de ignorancia sobre las cosas a aprender, que él mismo se encargará de levantar. En el pensar, por el contrario, se cancela esta asimetría de inicio, descree de un mundo dividido en espíritus “sabios” e “ignorantes”, “maduros” e “inmaduros”, “capaces” e “incapaces” o “inteligentes” y “estúpidos”. En el pensar advienen la voluntad y la inteligencia de los iguales que acuerdan en iniciar juntos una búsqueda, en develar una pregunta, una insuficiencia en el conocimiento. La tarea de pensar emancipa a los iguales, a pesar de sus distinciones sociales al interior de las instituciones, puesto que se trata de un inicio para todos, de un “dirigirse hacia” de carácter incierto.

La dinámica epistémica es el despliegue de incógnitas, de problemas abiertos, de significaciones indeterminadas, dispuestas para su discusión, es decir, se trata de la producción de lugares de dispersión. Por su parte, la lógica epistémica es la de la circulación y la orfandad de certezas en un inicio de saberes ausentes, de suspensión momentánea de respuestas. Es por ello que la relación con el saber se configura en un carácter específico: la apropiación de sentidos a través de un proceso de descubrimiento a partir de un espacio de falta, de ausencia de conocimiento legitimado.

La figura para estas dinámicas y lógica puede ser el acontecimiento, entendido como novedad y no como repetición, aquello que se produce una sola vez en el tiempo y en el espacio: es un aquí y ahora, en una dimensión de indeterminación de carácter parcial y contingente. La fuerza del acontecimiento es su carácter de ruptura respecto de una continuidad, es la marca de lo singular, de una particularidad que irrumpe en lo universal constituido y aceptado. Este singular forja otra temporalidad diferente a la de la continuidad, a la temporalidad de lo no-advertido, a la sucesión de presentes: la temporalidad del acontecimiento no es el tiempo donde las cosas son, sino aquella donde las cosas advienen, se presentan, llegan de manera inesperada para el sujeto: así se manifiesta el pensar.
El acontecimiento entonces, constituye la irrupción azarosa de un exceso que hace poner en duda los saberes constituidos y obliga a construir una nueva verdad de la situación, esto es, una nueva manera de entenderla. Es un exceso puesto que el acontecimiento, aun formando parte de una situación determinada, no puede ser explicado por los recursos (conocimientos vigentes) de la misma. Y si el conocimiento consolidado es impotente para pensar el acontecimiento, esto obliga al sujeto, por ende, a pensar más allá de sus límites.  El acontecimiento significa confrontarse con lo impensable de esa situación. Su carácter de ruptura refiere a la irrupción que produce,  pues con  ello se manifiesta una falla que resquebraja desde su interior la presunta idea englobadora y totalizante que el conocimiento predica.

Es relevante observar que todo acontecimiento puede ser objeto de la narración, y es a través de ella que éste puede ser integrado a una estructura de pensamiento y a una coyuntura. La trama narrada, en tanto intento de síntesis de lo heterogéneo,  puede integrar –modificándolo- una estructura. La posibilidad de narrar el acontecimiento alude a la representación que de él se realiza. Es por ello que debe considerarse que toda representación posee una estructura bifásica: por una parte, evoca el acontecimiento ausente por mediación de otra instancia que lo sustituye y que lo representa por defecto; por otra, el representante puede ocultar la operación de sustitución del acontecimiento, apareciendo como una presencia plena y verdadera, pretensión de todo conocimiento. 
No obstante, la operación que efectúa la representación consiste en construir esa presencia a partir, precisamente, de lo que la representación dice de ella, desnudando, de esta manera, el juego especular del mecanismo de la representación. Si no existiera ninguna presencia para ser representada, ésta  naufragaría;  en consecuencia, debemos presuponer esa  presencia, la cual, finalmente, no es sino aquello que la misma representación define y enmarca.
Sin embargo, el acontecimiento debe ser "representado" en su figura de eclipse; el acontecimiento surge, pero tal emergencia es al mismo tiempo su desvanecimiento parcial o total. Lo que subsistirá del acontecimiento es su nombre, es decir, lo que circulará a partir de entonces no será el acontecimiento como tal –puesto que se ha evanescido y rescindido- sino su nominación. La nominación del acontecimiento, entonces, es lo que circulará en el futuro como parte del conocimiento. La presencia nominalizada produce el riesgo de “cristalización” del acontecimiento, allí es donde la representación puede perder su carácter de metáfora viva, si no se sostiene una relación dialéctica entre conocimiento y pensar.

Por último, pueden denominarse súbitos a los acontecimientos puesto que suscitan un viraje inesperado, contrario a la lógica de la previsión. En términos generales, la discordancia acontecimental  rivaliza con la concordancia que busca el pensamiento. Es por ello que no es a través de la categoría de verdad que las “verdades” del conocimiento son producidas: éstas son posibles a través de mecanismos singulares que ocurren a partir de los  acontecimientos. Las  verdades (lo que sucede, lo que transcurre en el pensar) van de la mano del pensar y “lo verdadero” comulga con el conocimiento. La potencia de las verdades abre el camino de nuevas configuraciones en el  conocimiento. Esto quiere decir que todo conocimiento real, instituido, plasmado, debería reconocer (frecuentemente lo olvida o lo niega) como  punto de partida de su posibilidad, una ruptura, un "imposible". No obstante, este nuevo conocimiento que logra instituirse, por  más coherente  y totalizador que se muestre, nunca podrá abolir el pensar ese azar, esa contingencia que está en la "matriz" de todo conocimiento.


      EL CONOCIMIENTO COMO                               EL PENSAR COMO
      CONCEPCION INSTITUIDA                     CONCEPCION INSTITUYENTE                   

E
S
E             necesidad                                                                imposibilidad
                DEBE SER                                                           NO DEBE SER
N
C
I
A

___________________________

D
E
V
E      posibilidad                                             contingencia
        PUEDE SER                                     PUEDE NO SER                                                  
N
I
R



Bibliografía consultada

Bajtín, Mijail. (1995) Estética de la creación verbal. México, Siglo XXI.
Crespi, Franco. (1997) Acontecimiento y estructura. Buenos Aires, Nueva Visión.
Ranciére, Jacques (2007) El maestro ignorante. Buenos Aires, Libros del Zorzal.
Ricoeur, Paul. (2004) La memoria, la historia, el olvido, FCE.
Ricoeur, Paul. (1999) Tiempo y narración, Vol. I y III, Madrid, Siglo XXI.

Unidad 4. El problema del pensamiento. De la recepción a la interpretación.


ACERCA DEL PREGUNTAR Y DEL PREGUNTARSE COMO 

PRACTICA DE PENSAMIENTO



Oscar D. Amaya


Toda obra es un viaje, un trayecto,
pero que sólo recorre tal o cual camino exterior
en virtud de los caminos interiores que la componen,
que constituyen su paisaje o su concierto
Gilles Deleuze

Lo nuevo no está en lo que se dice,
sino en el acontecimiento de su retorno
Michel Foucault

I.

Todo decir, todo discurso, sean cual sean los significantes que utilice (palabras, movimientos, trazos, melodías, etc.) debe enfrentarse al desafío de rehusarse a producir verdades acabadas, respuestas indiscutibles, saberes absolutos, desalojando las semillas del pensamiento: las dudas y las preguntas. La búsqueda de certezas es paradojal, ya que está atravesada por lo incierto, por lo inacabado. La pregunta se enfrenta a todo intento por castrar la curiosidad, y el asombro, indispensables para el proceso del pensar.

Lo que llamamos verdad “no nace ni se encuentra en la cabeza de un solo hombre, sino que se origina entre los hombres que la buscan conjuntamente, en el proceso de su comunicación dialógica” (Percia, 2002). La insistencia de la pregunta nos susurrra que no hay una última palabra, toda pregunta llega a desalojar una creencia, ya sea porque la niega o la ignora, ya sea porque la cambia o la desarrolla.

Acaso misterio del preguntarse no se resuelva con el responderse. Ocurre que entre ambos actos, parece existir un intersticio. La aventura consiste en introducirse en ese hiato, en ese tiempo y  espacio tan peculiar, entre una pregunta y una respuesta. Poder sostenerse allí, en ese silencio, para comenzar a experimentar una presencia, un acontecimiento que esté mas allá (o más acá) de las explicaciones.

Habitar este intersticio es experimentar aquello que no necesita sólo de razones, pues no necesariamente será comprendido únicamente a través del saber constituído, sino a través de la aventura del pensar, ya que no es mediante significados instituídos que accederemos a la experiencia de suspender el juicio, de demorar una respuesta. Quien pregunta ha producido cierta síntesis conceptual o sensitiva en su discurrir en torno a aquello que intenta comprender, la pregunta muestra el modo de pensar y sentir de quien pregunta.

Es que las respuestas a menudo encierran, por eso es importante ejercer la disciplina de dejar de reaccionar, de responder conceptualmente o con creencias, frente a la angustia que despierta un interrogante. La pregunta produce desasosiego, suspensión, interpela a la búsqueda y no requiere apaciguar prontamente la incertidumbre, sino transitarla.

Esta manera de afrontar la pregunta sin silenciarla con respuestas, nos permite sentir la ignorancia, soportar el no saber y aprender el significado instituyente que hay en ese sentir, que nos habla del misterio del desconocer, inherente a nuestra condición humana, manera que permite sentir el abandono que esto produce, abandono que no se resuelve con sustituciones, con respuestas cabales, tranquilizadoras.

Con estas dudas, con estos interrogantes, con estos haceres erráticos, con estas deformaciones estamos en el mundo. (...) Esta formulación nos remite nuevamente al interrogante sobre el ser, pero sobre un ser en constante mutación, no la pregunta por la esencia, ni por las trascendencia, sino la pregunta por ese ser en autoproducción constante, autoproducción inmanente a la producción de realidades que su práctica y su teoría producen. Práctica y teoría que son acción, no una práctica como “bajada” de unos conceptos teóricos, ni una teoría como “subida” al cielo de los conceptos de una acciones prácticas.
(...)
Retomar la pregunta por nuestro hacer desde esta posición, nos impone abandonar el camino que nos lleva a la reducción en su faz técnica del complejo proceso de producción inmanente en cada práctica, fragmentando el proceso y al sujeto de este proceso.
(...)
Si en cambio transformamos la pregunta por la práctica, por nuestro hacer, pensándola como un proceso de producción, si en vez de preguntarnos ¿qué hacer?, nos interrogamos por ¿qué hacemos ser cuando hacemos?, estaríamos poniendo el acento sobre el ser, sobre el tipo de subjetividad que produce nuestro hacer, encontrándonos en mejores condiciones para recobrar la potencia para la creación, para la invención de lo nuevo, para la autoproducción.
(1)


II.

Necesitamos, queremos respuestas, deseamos conocimientos, experimentamos la necesidad de defendernos ante lo distinto, lo ignorado. La respuesta es una reacción que aparece a la manera de un mecanismo de defensa ante el temor. La práctica de pensamiento es el tiempo de investigar la acción y reacción, investigar el intervalo entre el pedir y el recibir, a fin de maximizar su presencia. Esta presencia es de una naturaleza diferente a la del dualismo pregunta-respuesta. Aquí no hay ninguna necesidad de demostrar algo, no hay obligaciones, ni búsqueda de semejanzas o diferencias.

Antes de convertir, de disolver la pregunta en una respuesta, parece necesario darle albergue un tiempo significativo “como una madre expande su seno para que la criatura crezca en ella. La respuesta prematura es un aborto de la indagación de la vida”. La interpelación que produce la pregunta viene a enjuiciar la aparente seguridad de la respuesta, como afirma Kovadloff: “en un mundo que cree disponer más respuestas que las que efectivamente tiene, preguntar se vuelve imperioso para poner al; desnudo el hondo grado de simulación y de jactancia con que se vive”.

Es así que antes de responder cualquier interrogante, es esencial suspender el juicio y prolongar la recepción del mensaje otorgando una delicada atención al instinto de reacción o a la respuesta convencional, a fin de observar esta dinámica que funciona como obstáculo a la hora de comprender la riqueza de aquello que nace con la pregunta y se desarrolla cuando la respuesta es suspendida. El acontecimiento desprenderá un suceder, una danza en que la respuesta será un gesto que recomienza.

La infancia, esa temporada de la existencia que el adulto deja diluir sin remedio, constituye un espacio de la vida en que las preguntas son motores para la interpretación del mundo. Frente a lo inquietante de las preguntas de los niños, el adulto dice “qué ingenioso”. A la gravedad de sus interrogantes la diluye exclamando “ qué divertido”. La belleza de la pregunta es transformada en la sentencia “qué insólito lo que dice”, y frente a la radicalidad de ellas reacciona tiernamente ensalzando la expresión de una inocencia, fruto de un “alma pura”.

La adultez cancela muchas veces la osadía que posee la infancia. Los niños “se atreven a quedar en la intemperie, a soportar los enigmas impuestos por una realidad que, rompiendo su cascarón de docilidad aparente, se planta ante ellos revulsiva, irreductible, misteriosa y desafiante”, afirma Kovadloff. La infancia emerge como un momento vital que asume la responsabilidad de preguntar.

No hay regreso. Cada llegada es una partida, un errar recomenzando sobre los territorios de la tierra, el mar, el aire, ¿quién garantiza el recomenzar y de nuevo la partida? Un gesto que recoge lo imprevisto, el resquebrajamiento mutuo y desilusionado del cuerpo que queriendo saber se traslada, para decirlo en un lugar donde el yo de nuevo recomienza. Saber infinito imposible, siempre por rehacer y que aporta, quizá, una exploración si no de lugares por otros ya transitados por lo menos este recorrido de innumerables partidas que no hubiera tenido lugar si no existiese el lugar del alto, de la ruptura de la unidad recompuesta para ser puesta a prueba. (2)


III

Al estatuto de la infancia lo continúa el espíritu poético. Un ejemplo de ello lo constituye Pablo Neruda, quien en sus dos últimos años de vida escribe ocho libros de poesía con los que pensaba festejar sus setenta años de vida, en julio de 1974. Uno de ellos, Libro de las preguntas, constituye un ejercicio pleno de curiosidad y asombro, ya mencionados como atributos de la práctica de pensamiento. Dividido en setenta y cuatro secciones, está íntegramente poblado de preguntas que abarcan los más variados fenómenos de la existencia humana y natural.

Una lectura atenta parece sugerir una fuerte continuidad entre el universo infantil y el poético: ¿por qué los árboles esconden el esplendor de sus raíces?; ¿hay algo más triste en el mundo que un tren inmóvil en la lluvia?; ¿las lágrimas que no se lloran esperan en pequeños lagos?; ¿cómo logró su libertas la bicicleta abandonada?; ¿puedo preguntar a mi libro si es verdad que yo lo escribí?; ¿por qué me muevo sin querer, por qué no puedo estar inmóvil?; ¿las hojas viven en invierno en secreto, con las raíces?; ¿quién era aquella que te amó en el sueño, cuando dormías?

¿De dónde viene ese afán de preguntar, esa gran dignidad que se concede a la pregunta?
Preguntar es buscar, y buscar es buscar radicalmente, ir al fondo, sondear,
trabajar el fondo y, en última instancia, arrancar. Ese arrancamiento que contiene la raíz
es la labor de la pregunta. (...) Freud dice, más o menos, que todas las preguntas
que hacen los niños a diestra y siniestra, les sirven de sustitutos de la que no hacen,
esto es, la pregunta del origen. Asimismo, nos interrogamos sobre todo, con el fin de
mantener en movimiento la pasión de la pregunta (...) Interrogar, entonces, consiste
en ponerse en la imposibilidad de preguntar por medio de preguntas parciales. (...)
La pregunta es el deseo del pensamiento. (...) es el llamado a saltar, que no se
deja retener en un resultado. (3)

IV

Se trata entonces de la pregunta por la pregunta, de preguntarse en qué consiste esta práctica de pensamiento , qué pregunta una pregunta cuando lo hace. Aquello que no es sabido y que bajo la forma de interrogante produce otro no saber: lo que no sabemos es adónde nos puede llevar esa fuerza movediza de curiosidad y asombro, ya que como afirma Blanchot, esta práctica nos pone en relación con lo que no tiene fin.

¿Llegaremos a comprender alguna vez lo que realmente queremos saber?
 


Bibliografía citada

(3) BLANCHOT, M. (1974) El diálogo inconcluso. Caracas, Monte Avila eds.
      KOVADLOFF, S. (1993) El silencio primordial. Buenos Aires, Emece.
(2) KRISTEVA, J. (1988) Historias de amor. México, S.XXI.
      NERUDA, P. (1975) Libro de las preguntas. Buenos Aires, Torres Agüero ed.
      PERCIA, M. (2002) Una subjetividad que se inventa. Buenos Aires, Lugar Editorial
(1) VEGA, D. y otros (2000) Travesías institucionales. Buenos Aires, Lugar Editorial.

lunes, 19 de mayo de 2014

cambio en horario de entrada para hoy lunes 19/5

el profe Gabriel Estévez se encuentra enfermo, por lo que hoy no habrá TP, sino teórico a la hora habitual. (20.45-21.00)

jueves, 15 de mayo de 2014

Cambio de bibliografía para el próximo lunes

La bibliografía
BENJAMIN, W. (1967) Algunos temas en Baudelaire" en: Ensayos escogidos. Versión de H. Murena, Ed. Sur., 
será reemplazada por la que figura en la entrada anterior de este blog: también es un texto de Benjamin sobre el escritor Baudelaire, a propósito de la unidad III.

miércoles, 14 de mayo de 2014

W. BENJAMIN Notas sobre los cuadros parisinos de Baudelaire


http://www.boletindeestetica.com.ar/boletines/Boletin.Estetica.2.pdf



 LA OBRA DE ARTE EN LA ÉPOCA DE SU REPRODUCTIBILIDAD TÉCNICA 

WALTER BENJAMIN

 “En un tiempo muy distinto del nuestro, y por hombres cuyo poder de acción sobre las 
cosas era insignificante comparado con el que nosotros poseemos, fueron instituidas 
nuestras Bellas Artes y fijados sus tipos y usos. Pero el acrecentamiento sorprendente 
de nuestros medios, la flexibilidad y la precisión que éstos alcanzan, las ideas y 
costumbres que introducen, nos aseguran respecto de cambios próximos y profundos 
en la antigua industria de lo Bello. En todas las artes hay una parte física que no puede 
ser tratada como antaño, que no puede sustraerse a la acometividad del conocimiento 
y la fuerza modernos. Ni la materia, ni el espacio, ni el tiempo son, desde hace veinte 
años, lo que han venido siendo desde siempre. Es preciso contar con que novedades 
tan grandes transformen toda la técnica de las artes y operen por tanto sobre la 
inventiva, llegando quizás hasta a modificar de una manera maravillosa la noción 
misma del arte.” 

Paul Valéry, Pièces sur l’art (“La conquête de l’ubiquité”). 


PROLOGO

Cuando Marx emprendió el análisis de la producción capitalista estaba ésta en sus
comienzos. Marx orientaba su empeño de modo que cobrase valor de pronóstico.
Se remontó hasta la relaciones fundamentales de dicha producción y las expuso
de tal guisa que resultara de ellas lo que en el futuro pudiera esperarse del
capitalismo. Y resultó que no sólo cabía esperar de él una explotación
crecientemente agudizada de los proletarios, sino además el establecimiento de
condiciones que posibilitan su propia abolición.

La transformación de la superestructura, que ocurre mucho más lentamente que la
de la infraestructura, ha necesitado más de medio siglo para hacer vigente en
todos los campos de la cultura el cambio de las condiciones de producción. En
qué forma sucedió, es algo que sólo hoy puede indicarse. Pero de esas
indicaciones debemos requerir determinados pronósticos. Poco corresponderán a
tales requisitos las tesis sobre el arte del proletariado después de su toma del
poder; mucho menos todavía algunas sobre el de la sociedad sin clases; más en
cambio unas tesis acerca de las tendencias evolutivas del arte bajo las actuales
condiciones de producción. Su dialéctica no es menos perceptible en la
superestructura que en la economía. Por eso sería un error menospreciar su valor
combativo. Dichas tesis dejan de lado una serie de conceptos heredados (como
creación y genialidad, perennidad y misterio), cuya aplicación incontrolada, y por el
momento difícilmente controlable, lleva a la elaboración del material fáctico en el
sentido fascista. Los conceptos que seguidamente introducimos por vez primera
en la teoría del arte se distinguen de los usuales en que resultan por completo
inútiles para los fines del fascismo. Por el contrario, son utilizables para la
formación de exigencias revolucionarias en la política artística.

1

La obra de arte ha sido siempre fundamentalmente susceptible de reproducción.
Lo que los hombres habían hecho, podía ser imitado por los hombres. Los
alumnos han hecho copias como ejercicio artístico, los maestros las hacen para
difundir las obras, y finalmente copian también terceros ansiosos de ganancias.
Frente a todo ello, la reproducción técnica de la obra de arte es algo nuevo que se
impone en la historia intermitentemente, a empellones muy distantes unos de
otros, pero con intensidad creciente. Los griegos sólo conocían dos
procedimientos de reproducción técnica: fundir y acuñar. Bronces, terracotas y
monedas eran las únicas obras artísticas que pudieron reproducir en masa. Todas
las restantes eran irrepetibles y no se prestaban a reproducción técnica alguna. La
xilografía hizo que por primera vez se reprodujese técnicamente el dibujo, mucho
tiempo antes de que por medio de la imprenta se hiciese lo mismo con la escritura.
Son conocidas las modificaciones enormes que en la literatura provocó la
imprenta, esto es, la reproductibilidad técnica de la escritura. Pero a pesar de su
importancia, no representan más que un caso especial del fenómeno que aquí
consideramos a escala de historia universal. En el curso de la Edad Media se
añaden a la xilografía el grabado en cobre y el aguafuerte, así como la litografía a
comienzos del siglo diecinueve.

Con la litografía, la técnica de la reproducción alcanza un grado fundamentalmente
nuevo. El procedimiento, mucho más preciso, que distingue la transposición del
dibujo sobre una piedra de su incisión en taco de madera o de su grabado al
aguafuerte en una plancha de cobre, dio por primera vez al arte gráfico no sólo la
posibilidad de poner masivamente (como antes) sus productos en el mercado, sino
además la de ponerlos en figuraciones cada día nuevas. La litografía capacitó al
dibujo para acompañar, ilustrándola, la vida diaria. Comenzó entonces a ir al paso
con la imprenta. Pero en estos comienzos fue aventajado por la fotografía pocos
decenios después de que se inventara la impresión litográfica. En el proceso de la
reproducción plástica, la mano se descarga por primera vez de las incumbencias
artísticas más importantes que en adelante van a concernir únicamente al ojo que
mira por el objetivo. El ojo es más rápido captando que la mano dibujando; por eso
se ha apresurado tantísimo el proceso de la reproducción plástica que ya puede ir
a paso con la palabra hablada. Al rodar en el estudio, el operador de cine fija las
imágenes con la misma velocidad con la que el actor habla. En la litografía se
escondía virtualmente el periódico ilustrado y en la fotografía el cine sonoro. La
reproducción técnica del sonido fue empresa acometida a finales del siglo pasado.
Todos estos esfuerzos convergentes hicieron previsible una situación que Paul
Valéry caracteriza con la frase siguiente: “Igual que el agua, el gas y la corriente
eléctrica vienen a nuestras casas, para servirnos, desde lejos y por medio de una
manipulación casi imperceptible, así estamos también provistos de imágenes y de
series de sonidos que acuden a un pequeño toque, casi a un signo, y que del
mismo modo nos abandonan”1
 Hacia 1900 la reproducción técnica había
alcanzado un standard en el que no sólo comenzaba a convertir en tema propio la
totalidad de las obras de arte heredadas (sometiendo además su función a
modificación hondísimas), sino que también conquistaba un puesto específico
entre los procedimientos artísticos. Nada resulta más instructivo para el estudio de
ese standard que referir dos manifestaciones distintas, la reproducción de la obra
artística y el cine, al arte en su figura tradicional.

2

Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de
arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra. En dicha existencia
singular, y en ninguna otra cosa, se realizó la historia a la que ha estado sometida
en el curso de su perduración. También cuentan las alteraciones que haya
padecido en su estructura física a lo largo del tiempo, así como sus eventuales
cambios de propietario.2
 No podemos seguir el rastro de las primeras más que por
medio de análisis físicos o químicos impracticables sobre una reproducción; el de
los segundos es tema de una tradición cuya búsqueda ha de partir del lugar de
origen de la obra.

El aquí y ahora del original constituye el concepto de su autenticidad. Los análisis
químicos de la pátina de un bronce favorecerán que se fije si es auténtico;
correspondientemente, la comprobación de que un determinado manuscrito
medieval procede de un archivo del siglo XV favorecerá la fijación de su
autenticidad. El ámbito entero de la autenticidad se sustrae a la reproductibilidad
técnica -y desde luego que no sólo a la técnica-3
. Cara a la reproducción manual,
que normalmente es catalogada como falsificación, lo auténtico conserva su
autoridad plena, mientras que no ocurre lo mismo cara a la reproducción técnica.
La razón es doble. En primer lugar, la reproducción técnica se acredita como más
independiente que la manual respecto del original. En la fotografía, por ejemplo,
pueden resaltar aspectos del original accesibles únicamente a una lente manejada
a propio antojo con el fin de seleccionar diversos puntos de vista, inaccesibles en
cambio para el ojo humano. O con ayuda de ciertos procedimientos, como la
ampliación o el retardador, retendrá imágenes que se le escapan sin más a la
 1
 PAUL VALÉRY, Pièces sur l’art, París, 1934 2
 Claro que la historia de una obra de arte abarca más elementos: la historia de Mona Lisa, por
ejemplo, abarca el tipo y número de copias que se han hecho de ella en los siglos diecisiete,
dieciocho y diecinueve.
3
 Precisamente porque la autenticidad no es susceptible de que se la reproduzca, determinados
procedimientos reproductivos, técnicos por cierto, han permitido al infiltrarse intensamente,
diferenciar y graduar la autenticidad misma. Elaborar esas distinciones ha sido una función
importante del comercio del arte. Podríamos decir que el invento de la xilografía atacó en su raíz la
cualidad de lo auténtico, antes desde luego de que hubiese desarrollado su último esplendor. La
imagen de una Virgen medieval no era auténtica en el tiempo en que fue hecha; lo fue siendo en el
curso de los siglos siguientes, y más exhuberantemente que nunca en el siglo pasado. www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS.
 - 4 -
óptica humana. Además, puede poner la copia del original en situaciones
inasequibles para éste. Sobre todo le posibilita salir al encuentro de su
destinatario, ya sea en forma de fotografía o en la de disco gramofónico. La
catedral deja su emplazamiento para encontrar acogida en el estudio de un
aficionado al arte; la obra coral, que fue ejecutada en una sala o al aire libre,
puede escucharse en una habitación.

Las circunstancias en que se ponga el producto de la reproducción de una obra de
arte, quizás dejen intacta la consistencia de ésta, pero en cualquier caso
deprecian su aquí y ahora. Aunque en modo alguno valga ésto sólo para una obra
artística, sino que parejamente vale también, por ejemplo, para un paisaje que en
el cine transcurre ante el espectador. Sin embargo, el proceso aqueja en el objeto
de arte una médula sensibilísima que ningún objeto natural posee en grado tan
vulnerable. Se trata de su autenticidad. La autenticidad de una cosa es la cifra de
todo lo que desde el origen puede transmitirse en ella desde su duración material
hasta su testificación histórica. Como esta última se funda en la primera, que a su
vez se le escapa al hombre en la reproducción, por eso se tambalea en ésta la
testificación histórica de la cosa. Claro que sólo ella; pero lo que se tambalea de
tal suerte es su propia autoridad.4


Resumiendo todas estas deficiencias en el concepto de aura, podremos decir: en
la época de la reproducción técnica de la obra de arte lo que se atrofia es el aura
de ésta. El proceso es sintomático; su significación señala por encima del ámbito
artístico. Conforme a una formulación general: la técnica reproductiva desvincula
lo reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las reproducciones pone su
presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible. Y confiere actualidad a
lo reproducido al permitirle salir, desde su situación respectiva, al encuentro de
cada destinatario. Ambos procesos conducen a una fuerte conmoción de lo
transmitido, a una conmoción de la tradición, que es el reverso de la actual crisis y
de la renovación de la humanidad. Están además en estrecha relación con los
movimientos de masas de nuestros días. Su agente más poderoso es el cine. La
importancia social de éste no es imaginable incluso en su forma más positiva, y
precisamente en ella, sin este otro lado suyo destructivo, catártico: la liquidación
del valor de la tradición en la herencia cultural. Este fenómeno es sobre todo
perceptible en las grandes películas históricas. Es éste un terreno en el que
constantemente toma posiciones. Y cuando Abel Gance proclamó con entusiasmo
en 1927: “Shakespeare, Rembrandt, Beethoven, harán cine... Todas las leyendas,
toda la mitología y todos los mitos, todos los fundadores de religiones y todas las
religiones incluso... esperan su resurrección luminosa, y los héroes se apelotonan,
para entrar, ante nuestras puertas”5
, nos estaba invitando, sin saberlo, a una
liquidación general.
 4
 La representación de Fausto más provinciana y pobretona aventajará siempre a una película
sobre la misma obra, porque en cualquier caso le hace la competencia ideal al estreno en Weimar.
Toda la sustancia tradicional que nos recuerdan las candilejas (que en Mefistófeles se esconde
Johann Heinrich Merck, un amigo de juventud de Goethe, y otras cosas parecidas), resulta inútil en
la pantalla.
5
 ABEL GANCE, “Le temps de l’image est venu” (L’art cinématographique, II), París, 1927.

3

Dentro de grandes espacios históricos de tiempo se modifican, junto con toda la
existencia de las colectividades humanas, el modo y manera de su percepción
sensorial. Dichos modo y manera en que esa percepción se organiza, el medio en
el que acontecen, están condicionados no sólo natural, sino también
históricamente. El tiempo de la Invasión de los Bárbaros, en el cual surgieron la
industria artística del Bajo Imperio y el Génesis de Viena,6
 trajo consigo además
de un arte distinto del antiguo una percepción también distinta. Los eruditos de la
escuela vienesa, Riegel y Wickhoff, hostiles al peso de la tradición clásica que
sepultó aquel arte, son los primeros en dar con la ocurrencia de sacar de él
conclusiones acerca de la organización de la percepción en el tiempo en que tuvo
vigencia. Por sobresalientes que fueran sus conocimientos, su limitación estuvo en
que nuestros investigadores se contentaron con indicar la signatura formal propia
de la percepción en la época del Bajo Imperio. No intentaron (quizás ni siquiera
podían esperarlo) poner de manifiesto las transformaciones sociales que hallaron
expresión en esos cambios de la sensibilidad. En la actualidad son más favorables
las condiciones para un atisbo correspondiente. Y si las modificaciones en el
medio de la percepción son susceptibles de que nosotros, sus coetáneos, las
entendamos como desmoronamiento del aura, sí que podremos poner de bulto
sus condicionamientos sociales.

Conviene ilustrar el concepto de aura, que más arriba hemos propuesto para
temas históricos, en el concepto de un aura de objetos naturales. Definiremos esta
última como la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda
estar). Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada una cordillera
en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa, eso es
aspirar el aura de esas montañas, de esa rama. De la mano de esta descripción
es fácil hacer una cala en los condicionamientos sociales del actual
desmoronamiento del aura. Estriba éste en dos circunstancias que a su vez
dependen de la importancia creciente de las masas en la vida de hoy. A saber:
acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las masas
actuales7
 tan apasionada como su tendencia a superar la singularidad de cada
dato acogiendo su reproducción. Cada día cobra una vigencia más irrecusable la
necesidad de adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanías, en la
imagen, más bien en la copia, en la reproducción. Y la reproducción, tal y como la
aprestan los periódicos ilustrados y los noticiarios, se distingue inequívocamente
de la imagen. En ésta, la singularidad y la perduración están imbricadas una en
 6
 El Wiener Genesis es una glosa poética del Génesis bíblico, compuesta por un monje austríaco
hacia 1070 (N. de. T.).
7
 Acercar las cosas humanamente a las masas, puede significar que se hace caso omiso de su
función social. Nada garantiza que un retratista actual, al pintar a un cirujano célebre desayunando
en el círculo familiar, acierte su función social con mayor precisión que un pintor del siglo dieciséis
que expone al público los médicos de su tiempo representativamente, tal y como lo hace, por
ejemplo, Rembrandt en La lección de anatomía.
otra de manera tan estrecha como lo están en aquélla la fugacidad y la posible
repetición. Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de
una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que
incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible. Se denota
así en el ámbito plástico lo que en el ámbito de la teoría advertimos como un
aumento de la importancia de la estadística. La orientación de la realidad a las
masas y de éstas a la realidad es un proceso de alcance ilimitado tanto para el
pensamiento como para la contemplación.

4

La unicidad de la obra de arte se identifica con su ensamblamiento en el contexto
de la tradición. Esa tradición es desde luego algo muy vivo, algo
extraordinariamente cambiante. Una estatua antigua de Venus, por ejemplo,
estaba en un contexto tradicional entre los griegos, que hacían de ella objeto de
culto, y en otro entre los clérigos medievales que la miraban como un ídolo
maléfico. Pero a unos y a otros se les enfrentaba de igual modo su unicidad, o
dicho con otro término: su aura. La índole original del ensamblamiento de la obra
de arte en el contexto de la tradición encontró su expresión en el culto. Las obras
artísticas más antiguas sabemos que surgieron al servicio de un ritual primero
mágico, luego religioso. Es de decisiva importancia que el modo aurático de
existencia de la obra de arte jamás se desligue de la función ritual.8
 Con otras palabras: el valor único de la auténtica obra artística se funda en el ritual en el que
tuvo su primer y original valor útil. Dicha fundamentación estará todo lo mediada
que se quiera, pero incluso en las formas más profanas del servicio a la belleza
resulta perceptible en cuanto ritual secularizado9
. Este servicio profano, que se
formó en el Renacimiento para seguir vigente por tres siglos, ha permitido, al
transcurrir ese plazo y a la primera conmoción grave que le alcanzara, reconocer
con toda claridad tales fundamentos. Al irrumpir el primer medio de reproducción
de veras revolucionario, a saber la fotografía (a un tiempo con el despunte del
socialismo), el arte sintió la proximidad de la crisis (que después de otros cien
años resulta innegable), y reaccionó con la teoría de “l’art pour l’art”, esto es, con
 8
 La definición del aura como “la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda
estar)” no representa otra cosa que la formulación del valor cultural de la obra artística en
categorías de percepción espacial-temporal. Lejanía es lo contrario que cercanía. Lo
esencialmente lejano es lo inaproximable. Y serlo es de hecho una cualidad capital de la imagen
cultural. Por propia naturaleza sigue siendo “lejanía, por cercana que pueda estar”. Una vez
aparecida conserva su lejanía, a la cual en nada perjudica la cercanía que pueda lograrse de su
materia.
9
 A medida que se seculariza el valor cultural de la imagen, nos representaremos con mayor
indeterminación el sustrato de su singularidad. La singularidad empírica del artista o de su
actividad artística desplaza cada vez más en la mente del espectador a la singularidad de las
manifestaciones que imperan en la imagen cultural. Claro que nunca enteramente; el concepto de
autenticidad jamás deja de tender a ser más que una adjudicación de origen. (Lo cual se pone
especialmente en claro en el coleccionista, que siempre tiene algo de adorador de fetiches y que
por la posesión de la obra de arte participa de su virtud cultural). Pero a pesar de todo la función
del concepto de lo auténtico sigue siendo terminante en la teoría del arte: con la secularización de
este último la autenticidad (en el sentido de adjudicación de origen) sustituye al valor cultural.

una teología del arte. De ella procedió ulteriormente ni más ni menos que una
teología negativa en figura de la idea de un arte “puro” que rechaza no sólo
cualquier función social, sino además toda determinación por medio de un
contenido objetual. (En la poesía, Mallarmé ha sido el primero en alcanzar esa
posición).

Hacer justicia a esta serie de hechos resulta indispensable para una cavilación
que tiene que habérselas con la obra de arte en la época de su reproducción
técnica. Esos hechos preparan un atisbo decisivo en nuestro tema: por primera
vez en la historia universal, la reproductibilidad técnica emancipa a la obra artística
de su existencia parasitaria en un ritual. La obra de arte reproducida se convierte,
en medida siempre creciente, en reproducción de una obra artística dispuesta para
ser reproducida.10 De la placa fotográfica, por ejemplo, son posibles muchas
copias; preguntarse por la copia auténtica no tendría sentido alguno. Pero en el
mismo instante en que la norma de la autenticidad fracasa en la producción
artística, se trastorna la función íntegra del arte. En lugar de su fundamentación en
un ritual aparece su fundamentación en una praxis distinta, a saber en la política.


5

La recepción de las obras de arte sucede bajo diversos acentos entre los cuales
hay dos que destacan por su polaridad. Uno de esos acentos reside en el valor
cultural, el otro en el valor exhibitivo de la obra artística11. La producción artística
 10 En las obras cinematográficas la posibilidad de reproducción técnica del producto no es, como
por ejemplo en las obras literarias o pictóricas, una condición extrínseca de su difusión masiva. Ya
que se funda de manera inmediata en la técnica de su producción. Esta no sólo posibilita
directamente la difusión masiva de las películas, sino que más bien la impone ni más ni menos que
por la fuerza. Y la impone porque la producción de una película es tan cara que un particular que,
pongamos por caso podría permitirse el lujo de un cuadro, no podrá en cambio permitirse el de una
película. En 1927 se calculó que una película de largo metraje, para ser rentable, tenía que
conseguir un público de nueve millones de personas. Bien es verdad que el cine sonoro trajo
consigo por de pronto un movimiento de retrocesión. Su público quedaba limitado por las fronteras
lingüísticas, lo cual ocurría al mismo tiempo que el fascismo subrayaba los intereses nacionales.
Pero más importante que registrar este retroceso, atenuado por lo demás con los doblajes, será
que nos percatemos de su conexión con el fascismo. Ambos fenómenos son simultáneos y se
apoyan en la crisis económica. Las mismas perturbaciones que, en una visión de conjunto, llevaron
a intentar mantener con pública violencia las condiciones existentes de la propiedad, han llevado
también a un capital cinematográfico, amenazado por la crisis, a acelerar los preparativos del cine
sonoro. La introducción de películas habladas causó en seguida un alivio temporal. Y no sólo
porque inducía de nuevo a las masas a ir al cine, sino además porque conseguía la solidaridad de
capitales nuevos procedentes de la industria eléctrica.
 Considerado desde fuera, el cine sonoro ha favorecido intereses nacionales; pero considerado
desde dentro, ha internacionalizado más que antes la producción cinematográfica.
11 Esta polaridad no cobrará jamás su derecho en el idealismo, cuyo concepto de belleza incluye a
ésta por principio como indivisa (y por consiguiente la excluye en tanto que dividida). Con todo se
anuncia en Hegel tan claramente como resulta imaginable en las barreras del idealismo. En las
Lecciones de Filosofía de la Historia se dice así: “Imágenes teníamos desde hace largo tiempo: la
piedad necesitó de ellas muy temprano para sus devociones, pero no precisaba de imágenes
bellas, que en este caso eran incluso perturbadoras. En una imagen bella hay también un elemento
comienza con hechuras que están al servicio del culto. Presumimos que es más
importante que dichas hechuras estén presentes y menos que sean vistas. El alce
que el hombre de la Edad de Piedra dibuja en las paredes de su cueva es un
instrumento mágico. Claro que lo exhibe ante sus congéneres; pero está sobre
todo destinado a los espíritus. Hoy nos parece que el valor cultural empuja a la
obra de arte a mantenerse oculta: ciertas estatuas de dioses sólo son accesibles a
los sacerdotes en la “cella”. Ciertas imágenes de Vírgenes permanecen casi todo
el año encubiertas, y determinadas esculturas de catedrales medievales no son
visibles para el espectador que pisa el santo suelo. A medida que las
ejercitaciones artísticas se emancipan del regazo ritual, aumentan las ocasiones
de exhibición de sus productos. La capacidad exhibitiva de un retrato de medio
cuerpo, que puede enviarse de aquí para allá, es mayor que la de la estatua de un
dios, cuyo puesto fijo es el interior del templo. Y si quizás la capacidad exhibitiva
de una misa no es de por sí menor que la de una sinfonía, la sinfonía ha surgido
en un tiempo en el que su exhibición prometía ser mayor que la de una misa.

Con los diversos métodos de su reproducción técnica han crecido en grado tan
fuerte las posibilidades de exhibición de la obra de arte, que el corrimiento
cuantitativo entre sus dos polos se torna, como en los tiempos primitivos, en una
modificación cualitativa de su naturaleza. A saber, en los tiempos primitivos, y a
causa de la preponderancia absoluta de su valor cultural, fue en primera línea un
instrumento de magia que sólo más tarde se reconoció en cierto modo como obra
artística; y hoy la preponderancia absoluta de su valor exhibitivo hace de ella una

exterior presente, pero en tanto que es bella su espíritu habla al hombre; y en la devoción es
esencial la relación para con una cosa, ya que se trata no más que de un enmohecimiento del
alma... El arte bello ha surgido en la Iglesia... aunque... el arte proceda del principio del arte”
(GEORG FRIEDRICH WILHELM HEGEL, Werke, Berlín y Leipzig, 1832, vol. IX, pág. 414). Un pasaje en las Lecciones sobre Estética indica que Hegel rastreó aquí un problema: “Estamos por encima de
rendir un culto divino a las obras de arte, de poder adorarlas; la impresión que nos hacen es de
índole más circunspecta, y lo que provocan en nosotros necesita de una piedra de toque superior”
(GEORG FRIEDRICH WILHELM HEGEL, l. c., vol. X, pág. 14).
 El tránsito del primer modo de recepción artística al segundo determina el decurso histórico de
la recepción artística en general. No obstante podríamos poner de bulto una cierta oscilación entre
ambos modos receptivos por principio para cada obra de arte. Así, por ejemplo, para la Virgen
Sixtina. Desde la investigación de Hubert Grimme sabemos que originalmente fue pintada para
fines de exposición. Para sus trabajos le impulsó a Grimme la siguiente pregunta: ¿por qué en el
primer plano del cuadro ese portante de madera sobre el que se apoyan los dos angelotes?
¿Como pudo un Rafael, siguió preguntándose Grimme, adornar el cielo con un par de portantes?
De la investigación resultó que la Virgen Sixtina había sido encargada con motivo de la capilla
ardiente pública del Papa Sixto. Dicha ceremonia pontificia tenía lugar en una capilla lateral de la
basílica de San Pedro. En el fondo a modo de nicho de esa capilla se instaló, apoyado sobre el
féretro, el cuadro de Rafael. Lo que Rafael representa en él es la Virgen acercándose entre nubes
al féretro papal desde el fondo del nicho delimitado por dos portantes verdes. El sobresaliente valor
exhibitivo del cuadro de Rafael encontró su utilización en los funerales del Papa Sixto. Poco tiempo
después vino a parar el cuadro al altar mayor de un monasterio de Piacenza. La razón de este
exilio está en el ritual romano que prohíbe ofrecer al culto en un altar mayor imágenes que hayan
sido expuestas en celebraciones funerarias. Hasta cierto punto dicha prescripción depreciaba la
obra de Rafael. Para conseguir sin embargo un precio adecuado, se decidió la curia a tolerar
tácitamente el cuadro en un altar mayor. Pero para evitar el escándalo lo envió a la comunidad de
una ciudad de provincia apartada.
hechura con funciones por entero nuevas entre las cuales la artística -la que nos
es consciente- se destaca como la que más tarde tal vez se reconozca en cuanto
accesoria.12 Por lo menos es seguro que actualmente la fotografía y además el
cine proporcionan las aplicaciones más útiles de ese conocimiento.

6

En la fotografía, el valor exhibitivo comienza a reprimir en toda la línea al valor
cultural. Pero éste no cede sin resistencia. Ocupa una última trinchera que es el
rostro humano. En modo alguno es casual que en los albores de la fotografía el
retrato ocupe un puesto central. El valor cultural de la imagen tiene su último
refugio en el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos. En
las primeras fotografías vibra por vez postrera el aura en la expresión fugaz de
una cara humana. Y esto es lo que constituye su belleza melancólica e
incomparable. Pero cuando el hombre se retira de la fotografía, se opone
entonces, superándolo, el valor exhibitivo al cultural. Atget es sumamente
importante por haber localizado este proceso al retener hacia 1900 las calles de
París en aspectos vacíos de gente. Con mucha razón se ha dicho de él que las
fotografió como si fuesen el lugar del crimen. Porque también éste está vacío y se
le fotografía a causa de los indicios. Con Atget comienzan las placas fotográficas a
convertirse en pruebas en el proceso histórico. Y así es como se forma su secreta
significación histórica. Exigen una recepción en un sentido determinado. La
contemplación de vuelos propios no resulta muy adecuada. Puesto que inquietan
hasta tal punto a quien las mira, que para ir hacia ellas siente tener que buscar un
determinado camino. Simultáneamente los periódicos ilustrados comienzan a
presentarle señales indicadoras. Acertadas o erróneas, da lo mismo. Por primera
vez son en esos periódicos obligados los pies de las fotografías. Y claro está que
éstos tiene un carácter muy distinto al del título de un cuadro. El que mira una
revista ilustrada recibe de los pies de sus imágenes unas directivas que en el cine
se harán más precisas e imperiosas, ya que la comprensión de cada imagen
aparece prescrita por la serie de todas las imágenes precedentes.

7

Aberrante y enmarañada se nos antoja hoy la disputa sin cuartel que al correr el
siglo diecinueve mantuvieron la fotografía y la pintura en cuanto al valor artístico
de sus productos. Pero no pondremos en cuestión su importancia, sino que más
bien podríamos subrayarla. De hecho esa disputa era expresión de un trastorno en
 12 Brecht dispone reflexiones análogas a otro nivel: “Cuando una obra artística se transforma en
mercancía, el concepto de obra de arte no resulta ya sostenible en cuanto a la cosa que surge.
Tenemos entonces cuidadosa y prudentemente, pero sin ningún miedo, que dejar de lado dicho
concepto, si es que no queremos liquidar esa cosa. Hay que atravesar esa fase y sin reticencias.
No se trata de una desviación gratuita del camino recto, sino que lo que en este caso ocurre con la
cosa la modifica fundamentalmente y borra su pasado hasta tal punto que, si se aceptase de nuevo
el antiguo concepto (y se le aceptará, ¿por qué no?), ya no provocaría ningún recuerdo de aquella
cosa que antaño designara” (BERTOLT BRECHT, Der Dreigroschenprozess).
la historia universal del que ninguno de los dos contendientes era consciente. La
época de su reproductibilidad técnica desligó al arte de su fundamento cultural: y
el halo de su autonomía se extinguió para siempre. Se produjo entonces una
modificación en la función artística que cayó fuera del campo de visión del siglo. E
incluso se le ha escapado durante tiempo al siglo veinte, que es el que ha vivido el
desarrollo del cine.

En vano se aplicó por de pronto mucha agudeza para decidir si la fotografía es un
arte (sin plantearse la cuestión previa sobre si la invención de la primera no
modificaba por entero el carácter del segundo). Enseguida se encargaron los
teóricos del cine de hacer el correspondiente y precipitado planteamiento. Pero las
dificultades que la fotografía deparó a la estética tradicional fueron juego de niños
comparadas con las que aguardaban a esta última en el cine. De ahí esa ciega
vehemencia que caracteriza los comienzos de la teoría cinematográfica. Abel
Gance, por ejemplo, compara el cine con los jeroglíficos: “Henos aquí, en
consecuencia de un prodigioso retroceso, otra vez en el nivel de expresión de los
egipcios... El lenguaje de las imágenes no está todavía a punto, porque nosotros
no estamos aún hechos para ellas. No hay por ahora suficiente respeto, suficiente
culto por lo que expresan”13. También Séverin-Mars escribe: “¿Qué otro arte tuvo
un sueño más altivo... a la vez más poético y más real? Considerado desde este
punto de vista representaría el cine un medio incomparable de expresión, y en su
atmósfera debieran moverse únicamente personas del más noble pensamiento y
en los momentos más perfectos y misteriosos de su carrera”14. Por su parte,
Alexandre Arnoux concluye una fantasía sobre el cine mudo con tamaña pregunta:
“Todos los términos audaces que acabamos de emplear, ¿no definen al fin y al
cabo la oración?”15. Resulta muy instructivo ver cómo, obligados por su empeño
en ensamblar el cine en el arte, esos teóricos ponen en su interpretación, y por
cierto sin reparo de ningún tipo, elementos culturales. Y sin embargo, cuando se
publicaron estas especulaciones ya existían obras como La opinión pública y La
quimera del oro. Lo cual no impide a Abel Gance aducir la comparación con los
jeroglíficos y a Séverin-Mars hablar del cine como podría hablarse de las pinturas
de Fra Angelico. Es significativo que autores especialmente reaccionarios busquen
hoy la importancia del cine en la misma dirección, si no en lo sacral, sí desde
luego en lo sobrenatural. Con motivo de la realización de Reinhardt del Sueño de
una noche de verano afirma Werfel que no cabe duda de que la copia estéril del
mundo exterior con sus calles, sus interiores, sus estaciones, sus restaurantes,
sus autos y sus playas es lo que hasta ahora ha obstruido el camino para que el
cine ascienda al reino del arte. “El cine no ha captado todavía su verdadero
sentido, sus posibilidades reales... Estas consisten en su capacidad singularísima
para expresar, con medios naturales y con una fuerza de convicción incomparable,
lo quimérico, lo maravilloso, lo sobrenatural”16.
 13 ABEL GANCE, l. c., págs. 100-101. 14 Séverin-Mars, cit. por ABEL GANCE, l. c., pág. 100. 15 ALEXANDRE ARNOUX, Cinéma, París, 1929, pág. 28. 16 FRANZ WERFEL, “Ein Sommernachtstraum. Ein Film nach Shakespeare von Reinhardt”, Neues
Wiener Journal, 15 de noviembre de 1935. -

8

En definitiva, el actor de teatro presenta él mismo en persona al público su
ejecución artística; por el contrario, la del actor de cine es presentada por medio
de todo un mecanismo. Esto último tiene dos consecuencias. El mecanismo que
pone ante el público la ejecución del actor cinematográfico no está atenido a
respetarla en su totalidad. Bajo la guía de la cámara va tomando posiciones a su
respecto. Esta serie de posiciones, que el montador compone con el material que
se le entrega, constituye la película montada por completo. La cual abarca un
cierto número de momentos dinámicos que en cuanto tales tiene que serle
conocidos a la cámara (para no hablar de enfoques especiales o de grandes
planos). La actuación del actor está sometida por tanto a una serie de tests
ópticos. Y ésta es la primera consecuencia de que su trabajo se exhiba por medio
de un mecanismo. La segunda consecuencia estriba en que este actor, puesto
que no es él mismo quien presenta a los espectadores su ejecución, se ve
mermado en la posibilidad, reservada al actor de teatro, de acomodar su actuación
al público durante la función. El espectador se encuentra pues en la actitud del
experto que emite un dictamen sin que para ello le estorbe ningún tipo de contacto
personal con el artista. Se compenetra con el actor sólo en tanto que se
compenetra con el aparato. Adopta su actitud: hace test17. Y no es ésta una actitud
a la que puedan someterse valores culturales.

9

Al cine le importa menos que el actor represente ante el público un personaje; lo
que le importa es que se represente a sí mismo ante el mecanismo. Pirandello ha
sido uno de los primeros en dar con este cambio que los tests imponen al actor.
Las advertencias que hace a este respecto en su novela Se rueda quedan
perjudicadas, pero sólo un poco, al limitarse a destacar el lado negativo del
asunto. Menos aún les daña que se refieran únicamente al cine mudo. Puesto que
el cine sonoro no ha introducido en este orden ninguna alteración fundamental.
Sigue siendo decisivo representar para un aparato -o en el caso del cine sonoro
para dos. “El actor de cine”, escribe Pirandello, “se siente como en el exilio.
Exiliado no sólo de la escena, sino de su propia persona. Con un oscuro malestar
percibe el vacío inexplicable debido a que su cuerpo se convierte en un síntoma
 17 “El cine... da (o podría dar) informaciones muy útiles por su detalle sobre acciones humanas...
No hay motivaciones de carácter, la vida interior de las personas jamás es causa primordial y raras
veces resultado capital de la acción” (BERTOLT BRECHT, l. c.). La ampliación por medio del
mecanismo cinematográfico del campo sometido a los tests corresponde a la extraordinaria
ampliación que de ese campo “testable” traen consigo para el individuo las circunstancias
económicas. Constantemente está aumentando la importancia de las pruebas de aptitud
profesional. En ellas lo que se ventila son consecuencias de la ejecución del individuo. El rodaje de
una película y las pruebas de aptitud profesional se desarrollan ante un gremio de especialistas. El
director en el estudio de cine ocupa exactamente el puesto del director experimental en las
pruebas a que nos referimos. www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS.
 - 12 -
de deficiencia que se volatiliza y al que se expolia de su realidad, de su vida, de su
voz y de los ruidos que produce al moverse, transformándose entonces en una
imagen muda que tiembla en la pantalla un instante y que desaparece enseguida
quedamente... La pequeña máquina representa ante el público su sombra, pero él
tiene que contentarse con representar ante la máquina”18. He aquí un estado de
cosas que podríamos caracterizar así: por primera vez -y esto es obra del cine-
llega el hombre a la situación de tener que actuar con toda su persona viva, pero
renunciando a su aura. Porque el aura está ligada a su aquí y ahora. Del aura no
hay copia. La que rodea a Macbeth en escena es inseparable de la que, para un
público vivo, ronda al actor que le representa. Lo peculiar del rodaje en el estudio
cinematográfico consiste en que los aparatos ocupan el lugar del público. Y así
tiene que desaparecer el aura del actor y con ella la del personaje que representa.

No es sorprendente que en su análisis del cine un dramaturgo como Pirandello
toque instintivamente el fondo de la crisis que vemos sobrecoge al teatro. La
escena teatral es de hecho la contrapartida más resuelta respecto de una obra de
arte captada íntegramente por la reproducción técnica y que incluso, como el cine,
procede de ella. Así lo confirma toda consideración mínimamente intrínseca.
Espectadores peritos, como Arnheim en 1932, se han percatado hace tiempo de
que en el cine “casi siempre se logran los mayores efectos si se actúa lo menos
posible... El último progreso consiste en que se trata al actor como a un accesorio
escogido característicamente... al cual se coloca en un lugar adecuado”19. Pero
hay otra cosa que tiene con esto estrecha conexión. El artista que actúa en
escena se transpone en un papel. Lo cual se le niega frecuentemente al actor de
cine. Su ejecución no es unitaria, sino que se compone de muchas ejecuciones.
Junto a miramientos ocasionales por el precio del alquiler de los estudios, por la
disponibilidad de los colegas, por el decorado, etc., son necesidades elementales
de la maquinaria las que desmenuzan la actuación del artista en una serie de
 18 LUIGI PIRANDELLO, On tourne, cit. por LÉON PIERRE-QUINT, “Signification du cinéma” (L’ art
cinématographique, II, París, 1927, págs. 14-15). 19 RUDOLF ARNHEIM, Film als Kunst, Berlín, 1932. En este contexto cobran un interés redoblado
determinadas particularidades, aparentemente marginales, que distancian al director de cine de las
prácticas de la escena teatral. Así la tentativa de hacer que los actores representen sin maquillaje,
como hizo Dreyer, entre nosotros, en su Juana de Arco. Empleó meses sólo en encontrar los
cuarenta actores que componen el jurado contra la hereje. Esta búsqueda se asemejaba a la de
accesorios de difícil procura. Dreyer aplicó gran esfuerzo en evitar parecidos en edad, estatura,
fisonomía, etc. Si el actor se convierte en accesorio, no es raro que el accesorio desempeñe por su
lado la función del actor. En cualquier caso no es insólito que llegue el cine a confiar un papel al
accesorio. Y en lugar de destacar ejemplos a capricho en cantidad infinita, nos atendremos a uno
cuya fuerza de prueba es especial. Un reloj en marcha no es en escena más que una perturbación.
No puede haber en el teatro lugar para su papel, que es el de medir el tiempo. Incluso en una obra
naturalista chocaría el tiempo astronómico con el escénico. Así las cosas, resulta sumamente
característico que en ocasiones el cine utilice la medida del tiempo de un reloj. Puede que en ello
se perciba mejor que en muchos otros rasgos cómo cada accesorio adopta a veces en él funciones
decisivas. Desde aquí no hay más que un paso hasta la afirmación de Pudowkin: “la actuación del
artista ligada a un objeto, construida por él, será... siempre uno de los métodos más vigorosos de
la figuración cinematográfica” (W. PUDOWKIN, Filmregie und filmmanuskript, Berlín, 1928, pág. 126).
El cine es por lo tanto el primer medio artístico que está en situación de mostrar cómo la materia
colabora con el hombre. Es decir, que puede ser un excelente instrumento de discurso materialista.

episodios montables. Se trata sobre todo de la iluminación, cuya instalación obliga
a realizar en muchas tomas, distribuidas a veces en el estudio en horas diversas,
la exposición de un proceso que en la pantalla aparece como un veloz decurso
unitario. Para no hablar de montajes mucho más palpables. El salto desde una
ventana puede rodarse en forma de salto desde el andamiaje en los estudios y, si
se da el caso, la fuga subsiguiente se tomará semanas más tarde en exteriores.
Por lo demás es fácil construir casos muchísmo más paradójicos. Tras una
llamada a la puerta se exige al actor que se estremezca. Quizás ese sobresalto no
ha salido tal y como se desea. El director puede entonces recurrir a la estratagema
siguiente: cuando el actor se encuentre ocasionalmente otra vez en el estudio le
disparan, sin que él lo sepa, un tiro por la espalda. Se filma su susto en ese
instante y se monta luego en la película. Nada pone más drásticamente de bulto
que el arte se ha escapado del reino del halo de lo bello, único en el que se pensó
por largo tiempo que podía alcanzar florecimiento.

10

El extrañamiento del actor frente al mecanismo cinematográfico es de todas, tal y
como lo describe Pirandello, de la misma índole que el que siente el hombre ante
su aparición en el espejo. Pero es que ahora esa imagen del espejo puede
despegarse de él, se ha hecho transportable. ¿Y adónde se la transporta? Ante el
público20. Ni un sólo instante abandona al actor de cine la consciencia de ello.
Mientras está frente a la cámara sabe que en última instancia es con el público
con quien tiene que habérselas: con el público de consumidores que forman el
mercado. Este mercado, al que va no sólo con su fuerza de trabajo, sino con su
piel, con sus entrañas todas, le resulta, en el mismo instante en que determina su
actuación para él, tan poco asible como lo es para cualquier artículo que se hace
en una fábrica. ¿No tendrá parte esta circunstancia en la congoja, en esa angustia
que, según Pirandello, sobrecoge al actor ante el aparato? A la atrofia del aura el
cine responde con una construcción artificial de la personality fuera de los
estudios; el culto a las “estrellas”, fomentado por el capital cinematográfico,
conserva aquella magia de la personalidad, pero reducida, desde hace ya tiempo,
a la magia averiada de su carácter de mercancía. Mientras sea el capital quien de
 20 También en la política es perceptible la modificación que constatamos trae consigo la técnica
reproductiva en el modo de exposición. La crisis actual de las democracias burguesas implica una
crisis de las condiciones determinantes de cómo deben presentarse los gobernantes. Las
democracias presentan a éstos inmediatamente, en persona, y además ante representantes. ¡El
Parlamento es su público! Con las innovaciones en los mecanismos de transmisión, que permiten
que el orador sea escuchado durante su discurso por un número ilimitado de auditores y que poco
después sea visto por un número también ilimitado de espectadores, se convierte en primordial la
presentación del hombre político ante esos aparatos. Los Parlamentos quedan desiertos, así como
los teatros. La radio y el cine no sólo modifican la función del actor profesional, sino que cambian
también la de quienes, como los gobernantes, se presentan ante sus mecanismos. Sin perjuicio de
los diversos cometidos específicos de ambos, la dirección de dicho cambio es la misma en lo que
respecta al actor de cine y al gobernante. Aspira, bajo determinadas condiciones sociales, a exhibir
sus actuaciones de manera más comprobable e incluso más asumible. De lo cual resulta una
nueva selección, una selección ante esos aparatos, y de ella salen vencedores el dictador y la
estrella de cine.

en él el tono, no podrá adjudicársele al cine actual otro mérito revolucionario que el
de apoyar una crítica revolucionaria de las concepciones que hemos heredado
sobre el arte. Claro que no discutimos que en ciertos casos pueda hoy el cine
apoyar además una crítica revolucionaria de las condiciones sociales, incluso del
orden de la propiedad. Pero no es éste el centro de gravedad de la presente
investigación (ni lo es tampoco de la producción cinematográfica de Europa
occidental).

Es propio de la técnica del cine, igual que de la del deporte, que cada quisque
asista a sus exhibiciones como un medio especialista. Bastaría con haber
escuchado discutir los resultados de una carrera ciclista a un grupo de
repartidores de periódicos, recostados sobre sus bicicletas, para entender
semejante estado de la cuestión. Los editores de periódicos no han organizado en
balde concursos de carreras entre sus jóvenes repartidores. Y por cierto que
despiertan gran interés en los participantes. El vencedor tiene la posibilidad de
ascender de repartidor de diarios a corredor de carreras. Los noticiarios, por
ejemplo, abren para todos la perspectiva de ascender de transeúntes a comparsas
en la pantalla. De este modo puede en ciertos casos hasta verse incluido en una
obra de arte -recordemos Tres canciones sobre Lenin de Wertoff o Borinage de
Ivens. Cualquier hombre aspirará hoy a participar en un rodaje. Nada ilustrará
mejor esta aspiración que una cala en la situación histórica de la literatura actual.

Durante siglos las cosas estaban así en la literatura: a un escaso número de
escritores se enfrentaba un número de lectores mil veces mayor. Pero a fines del
siglo pasado se introdujo un cambio. Con la creciente expansión de la prensa, que
proporcionaba al público lector nuevos órganos políticos, religiosos, científicos,
profesionales y locales, una parte cada vez mayor de esos lectores pasó, por de
pronto ocasionalmente, del lado de los que escriben. La cosa empezó al abrirles
su buzón la prensa diaria; hoy ocurre que apenas hay un europeo en curso de
trabajo que no haya encontrado alguna vez ocasión de publicar una experiencia
laboral, una queja, un reportaje o algo parecido. La distinción entre autores y
público está por tanto a punto de perder su carácter sistemático. Se convierte en
funcional y discurre de distinta manera en distintas circunstancias. El lector está
siempre dispuesto a pasar a ser un escritor. En cuanto perito (que para bien o
para mal en perito tiene que acabar en un proceso laboral sumamente
especializado, si bien su peritaje lo será sólo de una función mínima), alcanza
acceso al estado de autor. En la Unión Soviética es el trabajo mismo el que toma
la palabra. Y su exposición verbal constituye una parte de la capacidad que es
requisito para su ejercicio. La competencia literaria ya no se funda en una
educación especializada, sino politécnica. Se hace así patrimonio común.21
 21 Se pierde así el carácter privilegiado de las técnicas correspondientes. Aldous Huxley escribe:
“Los progresos técnicos han conducido... a la vulgarización... Las técnicas reproductivas y las
rotativas en la prensa han posibilitado una multiplicación imprevisible del escrito y de la imagen. La
instrucción escolar generalizada y los salarios relativamente altos han creado un público muy
grande capaz de leer y de procurarse material de lectura y de imágenes. Para tener éstos a punto,
se ha constituido una industria importante. Ahora bien, el talento artístico es muy raro; de ello se
sigue... que en todo tiempo y lugar una parte preponderante de la producción artística ha sido

Todo ello puede transponerse sin más al cine, donde ciertas remociones, que en
la literatura han reclamado siglos, se realizan en el curso de un decenio. En la
praxis cinematográfica -sobre todo en la rusa- se ha consumado ya esa remoción
esporádicamente. Una parte de los actores que encontramos en el cine ruso no
son actores en nuestro sentido, sino gentes que desempeñan su propio papel,
sobre todo en su actividad laboral. En Europa occidental la explotación capitalista
del cine prohibe atender la legítima aspiración del hombre actual a ser
reproducido. En tales circunstancias la industria cinematográfica tiene gran interés
en aguijonear esa participación de las masas por medio de representaciones
ilusorias y especulaciones ambivalentes.

11

El rodaje de una película, y especialmente de una película sonora, ofrece aspectos
que eran antes completamente inconcebibles. Representa un proceso en el que es
imposible ordenar una sola perspectiva sin que todo un mecanismo (aparatos de
iluminación, cuadro de ayudantes, etc.), que de suyo no pertenece a la escena
filmada, interfiera en el campo visual del espectador (a no ser que la disposición
de su pupila coincida con la de la cámara). Esta circunstancia hace, más que
cualquier otra, que las semejanzas, que en cierto modo se dan entre una escena
en el estudio cinematográfico y en las tablas, resulten superficiales y de poca
monta. El teatro conoce por principio el emplazamiento desde el que no se
descubre sin más ni más que lo que sucede es ilusión. En el rodaje de una escena
cinematográfica no existe ese emplazamiento. La naturaleza de su ilusión es de
segundo grado; es un resultado del montaje. Lo cual significa: en el estudio de
cine el mecanismo ha penetrado tan hondamente en la realidad que el aspecto
puro de ésta, libre de todo cuerpo extraño, es decir técnico, no es más que el
minusvalente. Pero hoy el porcentaje de desechos en el conjunto de la producción artística es
mayor que nunca... Estamos frente a una simple cuestión de aritmética. En el curso del siglo
pasado ha aumentado en más del doble la población de Europa occidental. El material de lectura y
de imágenes calculo que ha crecido por lo menos en una proporción de 1 a 2 y tal vez a 50 o
incluso a 100. Si una población de x millones tiene n talentos artísticos, una población de 2x
millones tendrá 2n talentos artísticos. La situación puede resumirse de la manera siguiente. Por
cada página que hace cien años se publicaba impresa con escritura e imágenes, se publican hoy
veinte, si no cien. Por otro lado, si hace un siglo existía un talento artístico, existen hoy dos.
Concedo que, en consecuencia de la instrucción escolar generalizada, gran número de talentos
virtuales, que no hubiesen antes llegado a desarrollar sus dotes, pueden hoy hacerse productivos.
Supongamos pues... que haya hoy tres o incluso cuatro talentos artísticos por uno que había antes.
No por eso deja de ser indudable que el consumo de material de lectura y de imágenes ha
superado con mucho la producción natural de escritores y dibujantes dotados. Y con el material
sonoro pasa lo mismo. La prosperidad, el gramófono y la radio han dado vida a un público, cuyo
consumo de material sonoro está fuera de toda proporción con el crecimiento de la población y en
consecuencia con el normal aumento de músicos con talento. Resulta por tanto que, tanto
hablando en términos absolutos como en términos relativos, la producción de desechos es en
todas las artes mayor que antes; y así seguirá siendo mientras las gentes continúen con su
consumo desproporcionado de material de lectura, de imágenes y sonoro” (ALDOUS HUXLEY,
Croisière d’hiver en Amérique Centrale, París, pág. 273). Semejante manera de ver las cosas está
claro que no es progresivo resultado de un procedimiento especial, a saber el de la toma por medio de un
aparato fotográfico dispuesto a este propósito y su montaje con otras tomas de
igual índole. Despojada de todo aparato, la realidad es en este caso sobremanera
artificial, y en el país de la técnica la visión de la realidad inmediata se ha
convertido en una flor imposible.

Este estado de la cuestión, tan diferente del propio del teatro, es susceptible de
una confrontación muy instructiva con el que se da en la pintura. Es preciso que
nos preguntemos ahora por la relación que hay entre el operador y el pintor. Nos
permitiremos una construcción auxiliar apoyada en el concepto de operador usual
en cirugía. El cirujano representa el polo de un orden cuyo polo opuesto ocupa el
mago. La actitud del mago, que cura al enfermo imponiéndole las manos, es
distinta de la del cirujano que realiza una intervención. El mago mantiene la
distancia natural entre él mismo y su paciente. Dicho más exactamente: la aminora
sólo un poco por virtud de la imposición de sus manos, pero la acrecienta mucho
por virtud de su autoridad. El cirujano procede al revés: aminora mucho la
distancia para con el paciente al penetrar dentro de él, pero la aumenta sólo un
poco por la cautela con que sus manos se mueven entre sus órganos. En una
palabra: a diferencia del mago (y siempre hay uno en el médico de cabecera) el
cirujano renuncia en el instante decisivo a colocarse frente a su enfermo como
hombre frente a hombre; más bien se adentra en él operativamente. Mago y
cirujano se comportan uno respecto del otro como el pintor y el cámara. El primero
observa en su trabajo una distancia natural para con su dato; el cámara por el
contrario se adentra hondo en la texura de los datos22. Las imágenes que
consiguen ambos son enormemente diversas. La del pintor es total y la del cámara
múltiple, troceada en partes que se juntan según una ley nueva. La representación
cinematográfica de la realidad es para el hombre actual incomparablemente más
importante, puesto que garantiza, por razón de su intensa compenetración con el
aparato, un aspecto de la realidad despojado de todo aparato que ese hombre
está en derecho de exigir de la obra de arte.

12

La reproductibilidad técnica de la obra artística modifica la relación de la masa
para con el arte. De retrógrada, frente a un Picasso por ejemplo, se transforma en
progresiva, por ejemplo cara a un Chaplin. Este comportamiento progresivo se
caracteriza porque el gusto por mirar y por vivir se vincula en él íntima e
 22 Las audacias del cámara pueden de hecho compararse a las del cirujano. En un catálogo de
destrezas cuya técnica es específicamente de orden gestual, enuncia Luc Durtain las que “en
ciertas intervenciones difíciles son imprescindibles en cirujía. Escojo como ejemplo un caso de
otorrinolaringología; ... me refiero al procedimiento que se llama perspectivo-endonasal; o señalo
las destrezas acrobáticas que ha de llevar a cabo la cirujía de laringe al utilizar un espejo que le
devuelve una imagen invertida; también podría hablar de la cirujía de oídos cuya precisión en el
trabajo recuerda al de los relojeros. Del hombre que quiere reparar o salvar el cuerpo humano se
requiere en grado sumo una sutil acrobacia muscular. Basta con pensar en la operación de
cataratas, en la que el acero lucha por así decirlo con tejidos casi fluidos, o en las importantísimas
intervenciones en la región abdominal (laparatomía).
inmediatamente con la actitud del que opina como perito. Esta vinculación es un
indicio social importante. A saber, cuanto más disminuye la importancia social de
un arte, tanto más se disocian en el público la actitud crítica y la fruitiva. De lo
convencional se disfruta sin criticarlo, y se critica con aversión lo verdaderamente
nuevo. En el público del cine coinciden la actitud crítica y la fruitiva. Y desde luego
que la circunstancia decisiva es ésta: las reacciones de cada uno, cuya suma
constituye la reacción masiva del público, jamás han estado como en el cine tan
condicionadas de antemano por su inmediata, inminente masificación. Y en cuanto
se manifiestan, se controlan. La comparación con la pintura sigue siendo
provechosa. Un cuadro ha tenido siempre la aspiración eminente a ser
contemplado por uno o por pocos. La contemplación simultánea de cuadros por
parte de un gran público, tal y como se generaliza en el siglo XIX, es un síntoma
temprano de la crisis de la pintura, que en modo alguno desató solamente la
fotografía, sino que con relativa independencia de ésta fue provocada por la
pretensión por parte de la obra de arte de llegar a las masas.

Ocurre que la pintura no está en situación de ofrecer objeto a una recepción
simultánea y colectiva. Desde siempre lo estuvo en cambio la arquitectura, como
lo estuvo antaño el epos y lo está hoy el cine. De suyo no hay por qué sacar de
este hecho conclusiones sobre el papel social de la pintura, aunque sí pese sobre
ella como perjuicio grave cuando, por circunstancias especiales y en contra de su
naturaleza, ha de confrontarse con las masas de una manera inmediata. En las
iglesias y monasterios de la Edad Media, y en las cortes principescas hasta casi
finales del siglo dieciocho, la recepción colectiva de pinturas no tuvo lugar
simultáneamente, sino por mediación de múltiples grados jerárquicos. Al suceder
de otro modo, cobra expresión el especial conflicto en que la pintura se ha
enredado a causa de la reproductibilidad técnica de la imagen. Por mucho que se
ha intentado presentarla a las masas en museos y en exposiciones, no se ha dado
con el camino para que esas masas puedan organizar y controlar su recepción.23
Y así el mismo público que es retrógado frente al surrealismo, reaccionará
progresivamente ante una película cómica.

13

El cine no sólo se caracteriza por la manera como el hombre se presenta ante el
aparato, sino además por cómo con ayuda de éste se representa el mundo en
torno. Una ojeada a la psicología del rendimiento nos ilustrará sobre la capacidad
del aparato para hacer tests. Otra ojeada al psicoanálisis nos ilustrará sobre lo
mismo bajo otro aspecto. El cine ha enriquecido nuestro mundo perceptivo con
métodos que de hecho se explicarían por los de la teoría freudiana. Un lapsus en

23 Esta manera de ver las cosas parecerá quizás burda; pero como muestra el gran teórico que fue
Leonardo, las opiniones burdas pueden muy bien ser invocadas a tiempo. Leonardo compara la
pintura y la música en los términos siguientes: “La pintura es superior a la música, porque no tiene
que morir apenas se la llama a la vida, como es el caso infortunado de la música... Esta, que se
volatiliza en cuanto surge, va a la zaga de la pintura, que con el uso del barniz se ha hecho eterna”
(cit. en Revue de Littérature comparée, febrero-marzo, 1935, página 79).
la conversación pasaba hace cincuenta años más o menos desapercibido.
Resultaba excepcional que de repente abriese perspectivas profundas en esa
conversación que parecía antes discurrir superficialmente. Pero todo ha cambiado
desde la Psicopatología de la vida cotidiana. Esta ha aislado cosas (y las ha hecho
analizables), que antes nadaban inadvertidas en la ancha corriente de lo percibido.
Tanto en el mundo óptico, como en el acústico, el cine ha traído consigo una
profundización similar de nuestra apercepción. Pero esta situación tiene un
reverso: las ejecuciones que expone el cine son pasibles de análisis mucho más
exacto y más rico en puntos de vista que el que se llevaría a cabo sobre las que
se representan en la pintura o en la escena. El cine indica la situación de manera
incomparablemente más precisa, y esto es lo que constituye su mayor
susceptibilidad de análisis frente a la pintura; respecto de la escena, dicha
capacidad está condicionada porque en el cine hay también más elementos
susceptibles de ser aislados. Tal circunstancia tiende a favorecer -y de ahí su
capital importancia- la interpenetración recíproca de ciencia y arte. En realidad,
apenas puede señalarse si un comportamiento limpiamente dispuesto dentro de
una situación determinada (como un músculo en un cuerpo) atrae más por su
valor artístico o por la utilidad científica que rendiría. Una de las funciones
revolucionarias del cine consistirá en hacer que se reconozca que la utilización
científica de la fotografía y su utilización artística son idénticas. Antes iban
generalmente cada una por su lado.24

Haciendo primeros planos de nuestro inventario, subrayando detalles escondidos
de nuestros enseres más corrientes, explorando entornos triviales bajo la guía
genial del objetivo, el cine aumenta por un lado los atisbos en el curso irresistible
por el que rige nuestra existencia, pero por otro lado nos asegura un ámbito de
acción insospechado, enorme. Parecía que nuestros bares, nuestras oficinas,
nuestras viviendas amuebladas, nuestras estaciones y fábricas nos aprisionaban
sin esperanza. Entonces vino el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo
hizo saltar ese mundo carcelario. Y ahora emprendemos entre sus dispersos
escombros viajes de aventuras. Con el primer plano se ensancha el espacio y bajo
el retardador se alarga el movimiento. En una ampliación no sólo se trata de
aclarar lo que de otra manera no se veía claro, sino que más bien aparecen en ella
formaciones estructurales del todo nuevas. Y tampoco el retardador se limita a
aportar temas conocidos del movimiento, sino que en éstos descubre otros
enteramente desconocidos que “en absoluto operan como lentificaciones de
movimientos más rápidos, sino propiamente en cuanto movimientos deslizantes,
 24 Si buscamos una situación análoga, se nos ofrece como tal, y muy instructivamente, la pintura
del Renacimiento. Nos encontramos en ella con un arte cuyo auge incomparable y cuya
importancia consisten en gran parte en que integran un número de ciencias nuevas o de datos
nuevos de la ciencia. Tiene pretensiones sobre la anatomía y la perspectiva, las matemáticas, la
metereología y la teoría de los colores. Como escribe Valéry: “Nada hay más ajeno a nosotros que
la sorprendente pretensión de un Leonardo, para el cual la pintura era una meta suprema y la
suma demostración del conocimiento, puesto que estaba convencido de que exigía la ciencia
universal. Y él mismo no retrocedía ante un análisis teórico, cuya precisión y hondura nos
desconcierta hoy” (PAUL VALÉRY, Pièces sur l’art, París, 1934, pág. 191).
flotantes, supraterrenales”25. Así es como resulta perceptible que la naturaleza que
habla a la cámara no es la misma que la que habla al ojo. Es sobre todo distinta
porque en lugar de un espacio que trama el hombre con su consciencia presenta
otro tramado inconscientemente. Es corriente que pueda alguien darse cuenta,
aunque no sea más que a grandes rasgos, de la manera de andar de las gentes,
pero desde luego que nada sabe de su actitud en esa fracción de segundo en que
comienzan a alargar el paso. Nos resulta más o menos familiar el gesto que
hacemos al coger el encendedor o la cuchara, pero apenas si sabemos algo de lo
que ocurre entre la mano y el metal, cuanto menos de sus oscilaciones según los
diversos estados de ánimo en que nos encontremos. Y aquí es donde interviene la
cámara con sus medios auxiliares, sus subidas y sus bajadas, sus cortes y su
capacidad aislativa, sus dilataciones y arrezagamientos de un decurso, sus
ampliaciones y disminuciones. Por su virtud experimentamos el inconsciente
óptico, igual que por medio el psicoanálisis nos enteramos del inconsciente
pulsional.

14

Desde siempre ha venido siendo uno de los cometidos más importantes del arte
provocar una demanda cuando todavía no ha sonado la hora de su satisfacción
plena.26 La historia de toda forma artística pasa por tiempos críticos en los que
tiende a urgir efectos que se darían sin esfuerzo alguno en un tenor técnico
modificado, esto es, en una forma artística nueva. Y así las extravagancias y
crudezas del arte, que se producen sobre todo en los llamados tiempos
 25 RUDOLF ARNHEIM, l. c., pág. 138. 26 André Breton dice que “la obra de arte sólo tiene valor cuando tiembla de reflejos del futuro”. En realidad toda forma artística elaborada se encuentra en el cruce de tres líneas de evolución. A saber, la técnica trabaja por de pronto en favor de una determinada forma de arte. Antes de que llegase el cine había cuadernillos de fotos cuyas imágenes, a golpe de pulgar, hacían pasar ante la vista a la velocidad del rayo una lucha de boxeo o una partida de tenis; en los bazares había
juguetes automáticos en los que la sucesión de imágenes era provocada por el giro de una
manivela. En segundo lugar, formas artísticas tradicionales trabajan esforzadamente en ciertos
niveles de su desarrollo por conseguir efectos que más tarde alcanzará con toda espontaneidad la
forma artística nueva. Antes de que el cine estuviese en alza, los dadaístas procuraban con sus
manifestaciones introducir en el público un movimiento que un Chaplin provocaría después de
manera más natural. En tercer lugar, modificaciones sociales con frecuencia nada aparentes
trabajan en orden a un cambio en la recepción que sólo favorecerá a la nueva forma artística.
Antes de que el cine empezase a formar su público, hubo imágenes en el Panorama imperial
(imágenes que ya habían dejado de ser estáticas) para cuya recepción se reunía un público. Se
encontraba éste ante un biombo en el que estaban instalados estereoscopios, cada uno de los
cuales se dirigía a cada visitante. Antes esos estereoscopios aparecían automáticamente
imágenes que se detenían apenas y dejaban luego su sitio a otras. Con medios parecidos tuvo que
trabajar Edison cuando, antes de que se conociese la pantalla y el procedimiento de la proyección,
pasó la primera banda filmada ante un pequeño público que miraba estupefacto un aparato en el
que se desenrrollaban las imágenes. Por cierto que en la disposición del Panorama imperial se
expresa muy claramente una dialéctica del desarrollo. Poco antes de que el cine convirtiese en
colectiva la visión de imágenes, cobra ésta vigencia en forma individualizada ante los
estereoscopios de aquel establecimiento, pronto anticuado, con la misma fuerza que antaño tuviera
en la “cella” la visión de la imagen de los dioses por parte del sacerdote.
decadentes, provienen en realidad de su centro virtual histórico más rico.
Ultimamente el dadaísmo ha rebosado de semejantes barbaridades. Sólo ahora
entendemos su impulso: el dadaísmo intentaba, con los medios de la pintura (o de
la literatura respectivamente), producir los efectos que el público busca hoy en el
cine.

Toda provocación de demandas fundamentalmente nuevas, de esas que abren
caminos, se dispara por encima de su propia meta. Así lo hace el dadaísmo en la
medida en que sacrifica valores del mercado, tan propios del cine, en favor de
intenciones más importantes de las que, tal y como aquí las describimos, no es
desde luego consciente. Los dadaístas dieron menos importancia a la utilidad
mercantil de sus obras de arte que a su inutilidad como objetos de inmersión
contemplativa. Y en buena parte procuraron alcanzar esa inutilidad por medio de
una degradación sistemática de su material. Sus poemas son “ensaladas de
palabras” que contienen giros obscenos y todo detritus verbal imaginable. E igual
pasa con sus cuadros, sobre los que montaban botones o billetes de tren o de
metro o de tranvía. Lo que consiguen de esta manera es una destrucción sin
miramientos del aura de sus creaciones. Con los medios de producción imprimen
en ellas el estigma de las reproducciones. Ante un cuadro de Arp o un poema de
August Stramm es imposible emplear un tiempo en recogerse y formar un juicio,
tal y como lo haríamos ante un cuadro de Derain o un poema de Rilke. Para una
burguesía degenerada el recogimiento se convirtió en una escuela de conducta
asocial, y a él se le enfrenta ahora la distracción como una variedad de
comportamiento social.27 Al hacer de la obra de arte un centro de escándalo, las
manifestaciones dadaístas garantizaban en realidad una distracción muy
vehemente. Había sobre todo que dar satisfacción a una exigencia, provocar
escándalo público.

De ser una apariencia atractiva o una hechura sonora convincente, la obra de arte
pasó a ser un proyectil. Chocaba con todo destinatario. Había adquirido una
calidad táctil. Con lo cual favoreció la demanda del cine, cuyo elemento de
distracción es táctil en primera línea, es decir que consiste en un cambio de
escenarios y de enfoque que se adentran en el espectador como un choque.
Comparemos el lienzo (pantalla) sobre el que se desarrolla la película con el lienzo
en el que se encuentra una pintura. Este último invita a la contemplación; ante él
podemos abandonarnos al fluir de nuestras asociaciones de ideas. Y en cambio
no podremos hacerlo ante un plano cinematográfico. Apenas lo hemos registrado
con los ojos y ya ha cambiado. No es posible fijarlo. Duhamel, que odia el cine y
no ha entendido nada de su importancia, pero sí lo bastante de su estructura,
anota esta circunstancia del modo siguiente: “Ya no puedo pensar lo que quiero.
Las imágenes movedizas sustituyen a mis pensamientos”.28 De hecho, el curso de
 27 El arquetipo teológico de este recogimiento es la consciencia de estar a solas con Dios. En las
grandes épocas de la burguesía ésta consciencia ha dado fuerzas a la libertad para sacudirse la
tutela de la Iglesia. En las épocas de su decadencia la misma consciencia tuvo que tener en cuenta
la tendencia secreta a que en los asuntos de la comunidad estuviesen ausentes las fuerzas que el
individuo pone por obra de su trato con Dios.
28 GEORGES DUHAMEL, Scènes de la vie future, París, 1930, página 52.
las asociaciones en la mente de quien contempla las imágenes queda enseguida
interrumpido por el cambio de éstas. Y en ello consiste el efecto del choque del
cine que, como cualquier otro, pretende ser captado gracias a una presencia de
espíritu más intensa.29 Por virtud de su estructura técnica el cine ha liberado al
efecto físico de choque del embalaje por así decirlo moral en que lo retuvo el
dadaísmo.30

15

La masa es una matriz de la que actualmente surte, como vuelto a nacer, todo
comportamiento consabido frente a las obras artísticas. La cantidad se ha
convertido en calidad: el crecimiento masivo del número de participantes ha
modificado la índole de su participación. Que el observador no se llame a engaño
porque dicha participación aparezca por de pronto bajo una forma desacreditada.
No han faltado los que, guiados por su pasión, se han atenido precisamente a este
lado superficial del asunto. Duhamel es entre ellos el que se ha expresado de
modo más radical. Lo que agradece al cine es esa participación peculiar que
despierta en las masas. Le llama “pasatiempo para parias, disipación para
iletrados, para criaturas miserables aturdidas por sus trajines y sus
preocupaciones..., un espectáculo que no reclama esfuerzo alguno, que no
supone continuidad en las ideas, que no plantea ninguna pregunta, que no aborda
con seriedad ningún problema, que no enciende ninguna pasión, que no alumbra
ninguna luz en el fondo de los corazones, que no excita ninguna otra esperanza a
no ser la esperanza ridícula de convertirse un día en “star” en Los Angeles”31. Ya
vemos que en el fondo se trata de la antigua queja: las masas buscan disipación,
pero el arte reclama recogimiento. Es un lugar común. Pero debemos
preguntarnos si da lugar o no para hacer una investigación acerca del cine.

Se trata de mirar más de cerca. Disipación y recogimiento se contraponen hasta
tal punto que permiten la fórmula siguiente: quien se recoge ante una obra de arte,
se sumerge en ella; se adentra en esa obra, tal y como narra la leyenda que le
ocurrió a un pintor chino al contemplar acabado su cuadro. Por el contrario, la
masa dispersa sumerge en sí misma a la obra artística. Y de manera
 29 El cine es la forma artística que corresponde al creciente peligro en que los hombres de hoy
vemos nuestra vida. La necesidad de exponerse a efectos de choque es una acomodación del
hombre a los peligros que le amenazan. El cine corresponde a modificaciones de hondo alcance
en el aparato perceptivo, modificaciones que hoy vive a escala de existencia privada todo
transeúnte en el tráfico de una gran urbe, así como a escala histórica cualquier ciudadano de un
Estado contemporáneo.
30 Del cine podemos lograr informaciones importantes tanto en lo que respecta al dadaísmo como
al cubismo y al futurismo. Estos dos últimos aparecen como tentativas insuficientes del arte para
tener en cuenta la imbricación de la realidad y los aparatos. Estas escuelas emprendieron su
intento no a través de una valoración de los aparatos en orden a la representación artística, que así
lo hizo el cine, sino por medio de una especie de mezcla de la representación de la realidad y de la
de los aparatos. En el cubismo el papel preponderante lo desempeña el presentimiento de la
construcción, apoyada en la óptica, de esos aparatos; en el futurismo el presentimiento de sus
efectos, que cobrarán todo su valor en el rápido decurso de la película de cine.
31 GEORGES DUHAMEL, l. c., pág. 58.
especialmente patente a los edificios. La arquitectura viene desde siempre
ofreciendo el prototipo de una obra de arte, cuya recepción sucede en la
disipación y por parte de una colectividad. Las leyes de dicha recepción son
sobremanera instructivas.

Las edificaciones han acompañado a la humanidad desde su historia primera.
Muchas formas artísticas han surgido y han desaparecido. La tragedia nace con
los griegos para apagarse con ellos y revivir después sólo en cuanto a sus reglas.
El epos, cuyo origen está en la juventud de los pueblos, caduca en Europa al
terminar el Renacimiento. La pintura sobre tabla es una creación de la Edad Media
y no hay nada que garantice su duración ininterrumpida. Pero la necesidad que
tiene el hombre de alojamiento sí que es estable. El arte de la edificación no se ha
interrumpido jamás. Su historia es más larga que la de cualquier otro arte, y su
eficacia al presentizarse es importante para todo intento de dar cuenta de la
relación de las masas para con la obra artística. Las edificaciones pueden ser
recibidas de dos maneras: por el uso y por la contemplación. O mejor dicho: táctil
y ópticamente. De tal recepción no habrá concepto posible si nos la
representamos según la actitud recogida que, por ejemplo, es corriente en turistas
ante edificios famosos. A saber: del lado táctil no existe correspondencia alguna
con lo que del lado óptico es la contemplación. La recepción táctil no sucede tanto
por la vía de la atención como por la de la costumbre. En cuanto a la arquitectura,
esta última determina en gran medida incluso la recepción óptica. La cual tiene
lugar, de suyo, mucho menos en una atención tensa que en una advertencia
ocasional. Pero en determinadas circunstancias esta recepción formada en la
arquitectura tiene valor canónico. Porque las tareas que en tiempos de cambio se
le imponen al aparato perceptivo del hombre no pueden resolverse por la vía
meramente óptica, esto es por la de la contemplación. Poco a poco quedan
vencidas por la costumbre (bajo la guía de la recepción táctil).

También el disperso puede acostumbrarse. Más aún: sólo cuando resolverlas se le
ha vuelto una costumbre, probará poder hacerse de la dispersión con ciertas
tareas. Por medio de la dispersión, tal y como el arte la depara, se controlará bajo
cuerda hasta qué punto tiene solución las tareas nuevas de la apercepción. Y
como, por lo demás, el individuo está sometido a la tentación de hurtarse a dichas
tareas, el arte abordará la más difícil e importante movilizando a las masas. Así lo
hace actualmente en el cine. La recepción en la dispersión, que se hace notar con
insistencia creciente en todos los terrenos del arte y que es el síntoma de
modificaciones de hondo alcance en la apercepción, tiene en el cine su
instrumento de entrenamiento. El cine corresponde a esa forma receptiva por su
efecto de choque. No sólo reprime el valor cultural porque pone al público en
situación de experto, sino además porque dicha actitud no incluye en las salas de
proyección atención alguna. El público es un examinador, pero un examinador que
se dispersa.

EPILOGO
 
La proletarización creciente del hombre actual y el alineamiento también creciente
de las masas son dos caras de uno y el mismo suceso. El fascismo intenta
organizar las masas recientemente proletarizadas sin tocar las condiciones de la
propiedad que dichas masas urgen por suprimir. El fascismo ve su salvación en
que las masas lleguen a expresarse (pero que ni por asomo hagan valer sus
derechos)32. Las masas tienen derecho a exigir que se modifiquen las condiciones
de la propiedad; el fascismo procura que se expresen precisamente en la
conservación de dichas condiciones. En consecuencia, desemboca en un
esteticismo de la vida política. A la violación de las masas, que el fascismo impone
por la fuerza en el culto a un caudillo, corresponde la violación de todo un
mecanismo puesto al servicio de la fabricación de valores culturales.

Todos los esfuerzos por un esteticismo político culminan en un solo punto. Dicho
punto es la guerra. La guerra, y sólo ella, hace posible dar una meta a
movimientos de masas de gran escala, conservando a la vez las condiciones
heredadas de la propiedad. Así es como se formula el estado de la cuestión desde
la política. Desde la técnica se formula del modo siguiente: sólo la guerra hace
posible movilizar todos los medios técnicos del tiempo presente, conservando a la
vez las condiciones de la propiedad. Claro que la apoteosis de la guerra en el
fascismo no se sirve de estos argumentos. A pesar de lo cual es instructivo
echarles una ojeada. En el manifiesto de Marinetti sobre la guerra colonial de
Etiopía se llega a decir: “Desde hace veintisiete años nos estamos alzando los
futuristas en contra de que se considere a la guerra antiestética... Por ello mismo
afirmamos: la guerra es bella, porque, gracias a las máscaras de gas, al terrorífico
megáfono, a los lanzallamas y a las tanquetas, funda la soberanía del hombre
sobre la máquina subyugada. La guerra es bella, porque inaugura el sueño de la
metalización del cuerpo humano. La guerra es bella, ya que enriquece las
praderas florecidas con las orquídeas de fuego de las ametralladoras. La guerra
es bella, ya que reúne en una sinfonía los tiroteos, los cañonazos, los altos el
fuego, los perfumes y olores de la descomposición. La guerra es bella, ya que crea
arquitecturas nuevas como la de los tanques, la de las escuadrillas formadas
geométricamente, la de las espirales de humo en las aldeas incendiadas y muchas
otras... ¡Poetas y artistas futuristas... acordaos de estos principios fundamentales
de una estética de la guerra para que iluminen vuestro combate por una nueva
poesía, por unas artes plásticas nuevas!”33.
 32 Una circunstancia técnica resulta aquí importante, sobre todo respecto de los noticiarios cuya
significación propagandística apenas podrá ser valorada con exceso. A la reproducción masiva
corresponde en efecto la reproducción de masas. La masa se mira a la cara en los grandes
desfiles festivos, en las asambleas monstruos, en las enormes celebraciones deportivas y en la
guerra, fenómenos todos que pasan ante la cámara. Este proceso, cuyo alcance no necesita ser
subrayado, está en relación estricta con el desarrollo de la técnica reproductiva y de rodaje. Los
movimientos de masas se exponen más claramente ante los aparatos que ante el ojo humano.
Sólo a vista de pájaro se captan bien esos cuadros de centenares de millares. Y si esa perspectiva
es tan accesible al ojo humano como a los aparatos, también es cierto que la ampliación a que se
somete la toma de la cámara no es posible en la imagen ocular. Esto es, que los movimientos de
masas y también la guerra representan una forma de comportamiento humano especialmente
adecuada a los aparatos técnicos.
33 La Stampa, Turín.

Este manifiesto tiene la ventaja de ser claro. Merece que el dialéctico adopte su
planteamiento de la cuestión. La estética de la guerra actual se le presenta de la
manera siguiente: mientras que el orden de la propiedad impide el
aprovechamiento natural de las fuerzas productivas, el crecimiento de los medios
técnicos, de los ritmos, de las fuentes de energía, urge un aprovechamiento
antinatural. Y lo encuentra en la guerra que, con sus destrucciones, proporciona la
prueba de que la sociedad no estaba todavía lo bastante madura para hacer de la
técnica su órgano, y de que la técnica tampoco estaba suficientemente elaborada
para dominar las fuerzas elementales de la sociedad. La guerra imperialista está
determinada en sus rasgos atroces por la discrepancia entre los poderosos
medios de producción y su aprovechamiento insuficiente en el proceso productivo
(con otras palabras: por el paro laboral y la falta de mercados de consumo). La
guerra imperialista es un levantamiento de la técnica, que se cobra en el material
humano las exigencias a las que la sociedad ha sustraído su material natural. En
lugar de canalizar ríos, dirige la corriente humana al lecho de sus trincheras; en
lugar de esparcir grano desde sus aeroplanos, esparce bombas incendiarias sobre
las ciudades; y la guerra de gases ha encontrado un medio nuevo para acabar con
el aura.

“Fiat ars, pereat mundus”, dice el fascismo, y espera de la guerra, tal y como lo
confiesa Marinetti, la satisfacción artística de la percepción sensorial modificada
por la técnica. Resulta patente que esto es la realización acabada del “arte pour
l’art”. La humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para
los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su
autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción
como un goce estético de primer orden. Este es el esteticismo de la política que el
fascismo propugna. El comunismo le contesta con la politización del arte.

(en "DISCURSOS INTERRUMPIDOS”)

NOTA DEL TRADUCTOR

En una versión sensiblemente abreviada aparece este trabajo, no en alemán, sino
en traducción francesa de Pierre Klossowski, en la Zeitschrift für Sozialforschung
en 1936. La revista se editaba a la sazón en París. En carta a Max Horkheimer,
escrita en París el 16 de octubre de 1935, dice Benjamin que pretende “fijar en
una serie de reflexiones provisionales la signatura de la hora fatal del arte”. Con
tales reflexiones intentaría “dar a la cuestiones teóricas del arte una figura
realmente actual: y dársela además desde dentro, evitando toda referencia no
mediada a la política”. También desde París, y pocos días después, le confía a
Gerhard Scholem: “Mantengo (este trabajo) muy en secreto, ya que sus ideas son
incomparablemente más idóneas para el robo que la mayoría de las mías”. En
diciembre del mismo año comunica a Werner Kraft que ha concluido la redacción
del texto, por cierto “escrito desde el materialismo histórico.”. En febrero de 1936
le habla a Adorno de su trato con el traductor Klossowski, del que ya antes había
hecho alabanzas. Jean Selz, que conoció a Benjamin en Ibiza en 1932, nos dice
que “Klossowski... sabe de los estados de angustia filosófica en que pone
[Benjamin] a sus traductores”. Poco antes de su muerte, y en busca de ayuda
económica, redacta Benjamin un curriculum vitae. En él explica que “este trabajo
[“La obra de arte...”] procura entender determinadas formas artísticas,
especialmente el cine, desde el cambio de funciones a que el arte en general está
sometido en los tirones de la evolución social”.

En mi prólogo a Iluminaciones I de Walter Benjamin (Taurus, Madrid, 1971) he
aludido a las distorsiones que sufrieron los textos que nuestro autor llegó a
publicar durante los últimos años de su vida, años de exilio y de penuria. “La obra
de arte...” es precisamente uno de estos textos cuya integridad quizás ni siquiera
ahora conocemos. En la primera edición de 1936 quedó suprimido por entero nada
menos que el actual prólogo (a más de otras supresiones al parecer sólo en parte
redimidas en las actuales ediciones alemanas, de las cuales la primera data de
1955). Según Adorno declara en 1968: “Las tachaduras que motivó Horkheimer en
la teoría de la reproducción se referían a un uso por parte de Benjamin de
categorías materialistas que Horkheimer, con razón, encontraba insuficientes”. Los
bejaminianos de izquierdas reclaman la publicación de la versión auténtica. Según
ellos la entrega fundamental que Benjamin hizo de su pensamiento está en esa
versión. Sobre ella se fundamentaría teóricamente incluso “La obra de los
pasajes”, también inédita por ahora (confr. mi prólogo a Iluminaciones II de Walter
Benjamin, Taurus, Madrid, 1972). Advirtamos que esta opinión es considerada por
los benjaminianos oficiales, los ligados a la editorial Suhrkamp y al equipo de
Adorno, como “lisa y llana insensatez”.