sábado, 12 de mayo de 2012

Unidad 4. El problema del pensamiento


Unidad 4. El problema del pensamiento. De la recepción a la interpretación.

Consideraciones acerca del pensar / 1

Martin Heidegger plantea que la palabra es la morada donde habita el ser del hombre y que son los pensantes y los poetas los vigilantes de esa morada, en tanto ellos en su decir son los que hacen hablar a la palabra y la conservan en el habla. El pensar obra en cuanto piensa. El pensar se deja interrogar, se consuma en este dejarse. El pensar y el amar se conjugan. El pensar “es”, y esto quiere decir lo mismo que se ha hecho. “Hacerse”, en su esencia, de una cosa o persona, significa amarla, quererla, y lo que uno “quiere”, es capaz de hacerlo. Este “amar” o sea este “capaz de” es la propia esencia de la capacidad, que no sólo puede realizar esto o aquello, sino que puede dejar que algo sea en su originalidad, esto es que pueda dejar que sea.

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Amar la filosofía y practicarla profesionalmente es un extraño oficio. Se es un pensador. A veces me percato, mientras estoy trabajando, de que me abandono sobre la silla, con los ojos fijos en un punto, y dejo divagar mi mente aquí y allá. Y, como es natural, mi moralismo de ex católico se despierta: estoy perdiendo el tiempo. Luego me recompongo: ¿acaso no estoy ejerciendo la profesión de pensador? Y, por tanto, es justo que piense.
Errónea idea: un pensador piensa, pero no es los momentos dedicados al pensamiento. Piensa mientras toma una pera de un árbol, mientras cruza la calle, mientras espera que el funcionario de turno le entregue un impreso. Descartes pensaba mirando una estufa. Cito de dos textos contemporáneos (uno voluntariamente degradado y otro, voluntariamente degradante): para Fleming, "James Bond se sentaba en el área de salida del aeropuerto de Miami después de dos dobles de bourbon y reflexionaba sobre la vida y la muerte". Para Joyce al final del capítulo cuarto de Ulises, Leopold Bloom está sentado en la taza (si se me permite, está cagando) y reflexiona sobre las relaciones existentes entre cuerpo y alma. Esto es filosofar. Utilizar los intersticios de nuestro tiempo para reflexionar sobre la vida, sobre la muerte y sobre el cosmos. Deberíamos dar este consejo a los estudiantes de filosofía: no tomen nota de los pensamientos que se les vengan a la cabeza en el escritorio de trabajo, sino los que se les ocurran en el retrete. Pero no se lo digan a todos, porque llegarían a la cátedra con mucho retraso. Comprendo, por otro lado, que esta verdad pueda parecer ingrata a muchos: lo sublime no está al alcance de cualquiera.
Pero filosofar significa también pensar a los demás, especialmente a aquellos que nos han precedido. Leer a Platón. Descartes, Leibniz. Y es este un arte que se aprende lentamente. ¿Qué quiere decir reflexionar sobre un filósofo del pasado? Si tomamos en serio todo lo que dijo, hay motivos para avergonzarse. Dijo entre otras cosas, un montón de estupideces. Honestamente: ¿hay alguien que sienta que vive como si Aristóteles, Platón, Descartes, Kant o Heidegger tuvieran razón en todo y para todo? ¡Vamos, hombre! La grandeza de un buen profesor de filosofía está en hacernos volver a descubrir a cada uno de estos personajes como hijos de su tiempo.
Cada uno ha tratado de interpretar sus experiencias desde su punto de vista. Ninguno dijo la verdad, pero todos nos han enseñado un método de buscar esta verdad. Es esto lo que hay que comprender: no si es verdad lo que ha dicho, sino si es adecuado el método con el que han tratado de responder a sus interrogantes. Y de este modo un filósofo -aunque diga cosas que hoy día nos harían reír- se convierte en un maestro.

Umberto Eco. “El oficio de pensar”

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SÓCRATES –– Y estas opiniones que acaban de despertarse ahora, en él, son como un sueño. Si uno lo siguiera inte¬rrogando muchas veces sobre esas mismas cosas, y de ma¬neras diferentes, ten la seguridad de que las acabaría co¬nociendo con exactitud, no menos que cualquier otro.
MENÓN –– Posiblemente.
SÓCRATES –– Entonces, ¿llegará a conocer sin que nadie le enseñe, sino sólo preguntándole, recuperando él mismo de sí mismo el conocimiento?
MENÓN –– Sí.
PLATÓN. MENÓN

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En el acto de la palabra el hombre no transmite su conocimiento
sino que poetiza, traduce, e invita a los otros a hacer lo mismo.

Jacques Rancière

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La vida sería la fuerza activa del pensamiento, pero el pensamiento el poder afirmativo de la vida. Ambos irían en el mismo sentido, arrastrándose uno a otro y barriendo los límites, paso a paso, en el esfuerzo de una creación inaudita. Pensar significaría: descubrir, inventar nuevas posibilidades de vida.

Gilles Deleuze

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SABER QUE NO SÉ

La conciencia de la ignorancia como condición del saber

Algunos de ustedes podría tal vez replicar: «Pero Sócrates, ¿cuál es tu ocupación? ¿Cómo se han originado estas ideas falsas acerca de ti? Pues, sin duda, si no te hubieras ocupado en algo más llamativo que lo que hacen los demás, no se habría generado tal fama ni se dirían tales cosas si no obrases de manera distinta que la mayoría. Dinos, pues, de qué se trata, para que no opinemos de ti con ligereza».
Me parece que el que dijera tales cosas hablaría con justicia, y precisamente intentaré explicarles qué es lo que me ha creado tal reputación y tal falsa imagen. Escúchenme entonces. Quizá parezca a algunos de ustedes que bromeo; sepan, sin embargo, que les diré toda la verdad. En efecto, señores atenienses, por ninguna otra cosa que por una cierta sabiduría es que he adquirido esta reputación. Pero, ¿qué clase de sabiduría es ésta? Precisamente la que es de alguna manera sabiduría humana (1) En ella sí me atrevo a decir que soy realmente sabio; probablemente, en cambio, aquellos que acabo de mencionar serían sabios en alguna sabiduría sobrehumana, o no sé qué decir [de ella]; yo, en efecto, no la poseo, y el que lo afirme miente y habla con una idea errónea. Por favor, no me interrumpan aunque les parezca que hablo con pedantería; pues no hablaré por mí mismo, sino que remitiré lo que digo a alguien digno de fe. Como testigo de mi sabiduría -si es que es sabiduría- y de cómo es ella, pongo al dios de Delfos (2) Seguramente han conocido ustedes a Querefonte, cuánta pasión ponía en lo que emprendía. Pues bien, en cierta ocasión que fue a Delfos, se atrevió a preguntar al oráculo(3) pero repito, señores, no me vayan a interrumpir; preguntó si había alguien más sabio que yo. La pitonisa le respondió que no había nadie más sabio. Y acerca de estas cosas puede testimoniar su hermano, aquí presente, ya que Querefonte ha muerto. Dense cuenta ustedes por qué digo estas cosas: les voy a mostrar, en efecto, de dónde se ha originado la falsa imagen de mí.
En efecto, al enterarme de aquello reflexionaba así: «¿Qué quiere decir el dios y qué enigma hace? Porque lo que es yo, no tengo ni mucha ni poca conciencia de ser sabio. ¿Qué quiere decir, entonces, al afirmar que soy el más sabio? No es posible, sin embargo, que mienta, puesto que no le está permitido». Y durante mucho tiempo dudé acerca de lo que quería decir, hasta que con grandes escrúpulos me volqué a su investigación, de la manera siguiente. Fui al encuentro de los que eran considerados sabios, en el pensamiento de que allí -si era posible en algún lado- refutaría la sentencia del oráculo, demostrándole que «éste es más sabio que yo, aunque has dicho que lo era yo». Ahora bien, al examinar a aquel con quien tuve tal experiencia -no necesito dar el nombre: era un político-, señores atenienses, y al dialogar con él, experimenté lo siguien-te: me pareció que muchos otros creían que este hombre era sabio, y sobre todo lo creía él mismo, pero que en realidad no lo era.
En seguida intenté demostrarle que aunque él creía ser sabio, no lo era. La consecuencia fue que me atraje el odio de él y de muchos de los presentes. En cuanto a mí, al alejarme hice esta reflexión: «yo soy más sabio que este hombre; en efecto, probablemente ninguno de los dos sabe nada valioso, pero éste cree saber algo, aunque no sabe, mientras que yo no sé ni creo saber. Me parece, entonces, que soy un poco más sabio que él: porque no sé ni creo saber». Después fui hasta otro de los que pasaban por ser sabios, y me pasó lo mismo: también allí me atraje el odio de aquél y de muchos otros.
De este modo fui a uno tras otro, bien que sintiendo -con pena y con temor- que me atraía odios; no obstante, juzgué que era necesario poner al dios por encima de todo. Debía dirigirme entonces, para darme cuenta de qué quería decir el oráculo, a todos aquellos que pasaban por saber algo. Y ¡por el perro!, varones atenienses -pues es necesario que les diga a ustedes la verdad-, esto es lo que experimenté: al indagar de acuerdo con el dios, me pareció que los de mayor reputación eran los más deficientes o poco menos, mientras que los otros, que eran tenidos por inferiores, eran hombres más próximos a la posesión de la inteligencia. Ustedes ven que es necesario que muestre las vueltas que di en mi penoso trabajo, para que la sentencia del oráculo se me tornara irrefutable.
En efecto, después de los políticos acudí a los poetas, tanto a los autores de tragedias como a los de ditirambos y a todos los demás, en la idea de que allí me sorprendería in fraganti, por ser más ignorante que aquéllos. Llevé así conmigo los poemas de ellos que me parecieron más elaborados,
y les pregunté qué querían decir, a fin de que al mismo tiempo me instruyeran. Pues bien, me da vergüenza decirles la verdad, señores; no obstante, debo decirla. Prácticamente todos o casi todos los presentes hablarían mejor acerca de aquellos poemas que los que los habían compuesto. En poco tiempo me di cuenta, con respecto a los poetas, que no hacían lo que hacían por sabiduría, sino por algún don natural o por estar inspirados (4) tal como los profetas y adivinos; éstos también, en efecto, dicen muchas cosas hermosas, pero no entienden nada de lo que dicen. Algo análogo me pareció que acontecía a los poetas; y a la vez advertí que, por el hecho de ser poetas, también en las demás cosas creían ser los más sabios de los hombres, pero que no lo eran. Me alejé, entonces, pensan¬do que allí tenía la misma ventaja que sobre los políticos.
Para terminar, acudí a los trabajadores manuales. Yo estaba consciente de que no sabía prácticamente nada, y que me encontraría con que éstos sabían muchas cosas hermosas. Y en eso no me engañé, ya que sabían cosas que yo no sabía, y en ese sentido eran más sabios que yo. Pero, señores atenienses, me pareció que nuestros buenos [amigos] los artesanos tenían el mismo defecto que los poetas:
a causa de ejecutar bien su oficio, cada uno se creía que también era el más sabio en las demás cosas, incluso en las más difíciles; y esta confusión oscurecía aquella sabiduría. De este modo me pregunté, sobre la base del oráculo, si no era mejor ser como soy: no siendo sabio en cuanto a la sabiduría de ellos ni ignorante en cuanto a su ignorancia, en lugar de poseer ambas cosas, como aquéllos. Respondí tanto al oráculo como a mí mismo que es mejor ser como soy.
De esta manera, señores atenienses, se generaron muchos odios hacia mí, algunos muy acres y muy violentos, de los cuales surgieron muchos juicios falsos acerca de mí. En efecto, en cada ocasión los presentes creen que yo soy sabio en aquellas cosas en que refuto a otro; pero en realidad el dios es el sabio, y con aquella sentencia quiere decir esto: que la sabiduría humana vale poco y nada. Y cuando dice «Sócrates» parece servirse de mi nombre como para poner un ejemplo. Algo así como [si] dijera: «El más sabio entre ustedes, seres humanos, es aquel que, como Sócrates, se ha dado cuenta de que en punto a sabiduría no vale en verdad nada». Todavía hoy sigo buscando e indagando, de acuerdo con el dios, a los conciudadanos y extranjeros que pienso que son sabios, y cuando juzgo que no lo son, es para servir al dios que les demuestro que no son sabios. Y por causa de esta tarea no me ha quedado tiempo libre para ocuparme de política en forma digna de mención, ni tampoco de mis propias cosas. Antes bien, vivo en extrema pobreza a causa de estar al servicio del dios
(El discurso transcripto es la defensa desarrollada por Sócrates ante el tribunal judicial que lo procesó, según la recreación que de él hizo Platón. Sócrates (470- 399 a .C.) y Platón (429-348) fueron filósofos atenienses)

Platón: Apología de Sócrates, versión castellana de C. Eggers Lan, Buenos Aires,
9na. edición, Eudeba, 1986, pp. 126-133.

Notas

(1) «Humana» significa aquí «propia de los hombres», en contraposición con cualquier sabiduría divina o propia de los dioses, tal como era la inspiración del poeta, del profeta o del adivino.
(2) El dios de Delfos es Apolo. El juramento o poner al dios por testigo era un procedimiento jurídico normal en la época. Cf. Foucault, M.: La verdad y las formas jurídicas, traducción de E. Lynch, México, Editorial Gedisa, 2da. edición, 1986, pp. 40-42.
(3) Los oráculos eran lugares sagrados donde el dios se manifestaba a los hombres, contestando las preguntas que se le formulasen mediante signos que eran interpretados por las pitonisas, que ejercían la función de mediadoras.
(4) La inspiración de las musas o de los dioses es una forma de conocimiento en la cual es insuflada, infundida o comunicada una idea, una imagen, una opinión o un afecto. Los poetas y los adivinos eran portadores de un saber que no era producido por ellos sino por los dioses.

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