viernes, 28 de octubre de 2016

El problema de la creación artística - Freud


EL CREADOR LITERARIO Y EL FANTASEO (1907)

Sigmund FREUD

 

A nosotros, los legos, siempre nos intrigó poderosamente averiguar de dónde esa maravillosa

personalidad, el poeta, toma sus materiales -acaso en el sentido de la pregunta que aquel

cardenal dirigió a Ariosto-, y cómo logra conmovernos con ellos, provocar en nosotros unas

excitaciones de las que quizá ni siquiera nos creíamos capaces. Y no hará sino acrecentar

nuestro interés la circunstancia de que el poeta mismo, si le preguntamos, no nos dará noticia

alguna, o ella no será satisfactoria; aquel persistirá aun cuando sepamos que ni la mejor

intelección sobre las condiciones bajo las cuales él elige sus materiales, y sobre el arte con que

plasma a estos, nos ayudará en nada a convertirnos nosotros mismos en poetas.

 

¡Si al menos pudiéramos descubrir en nosotros o en nuestros pares una actividad de algún

modo afín al poetizar! Emprenderíamos su indagación con la esperanza de obtener un primer

esclarecimiento sobre el crear poético. Y en verdad, esa perspectiva existe; los propios poetas

gustan de reducir el abismo entre su rara condición y la naturaleza humana universal: harto a

menudo nos aseguran que en todo hombre se esconde un poeta, y que el último poeta sólo

desaparecerá con el último de los hombres.

 

¿No deberíamos buscar ya en el niño las primeras huellas del quehacer poético? La ocupación

preferida y más intensa del niño es el juego. Acaso tendríamos derecho a decir: todo niño que

juega se comporta como un poeta, pues se crea un mundo propio o, mejor dicho, inserta las

cosas de su mundo en un nuevo orden que le agrada. Además, sería injusto suponer que no

toma en serio ese mundo; al contrario, toma muy en serio su juego, emplea en él grandes

montos de afecto. Lo opuesto al juego no es la seriedad, sino... la realidad efectiva. El niño

diferencia muy bien de la realidad su mundo del juego, a pesar de toda su investidura afectiva; y tiende a apuntalar sus objetos y situaciones imaginados en cosas palpables y visibles del

mundo real. Sólo ese apuntalamiento es el que diferencia aún su «jugar» del «fantasear».

Ahora bien, el poeta hace lo mismo que el niño que juega: crea un mundo de fantasía al que

toma muy en serio, vale decir, lo dota de grandes montos de afecto, al tiempo que lo separa

tajantemente de la realidad efectiva. Y el lenguaje ha recogido este parentesco entre juego

infantil y creación poética llamando «juegos» {«Spiel»} a las escenificaciones del poeta que

necesitan apuntalarse en objetos palpables y son susceptibles de figuración, a saber:

«Lustspiel» {«comedia»; literalmente, «juego de placer»}, «Trauerspiel» {«tragedia»; «juego de

duelo»}, y designando «Schauspieler» {«actor dramático»; «el que juega al espectáculo»} a

quien las figura. Ahora bien, de la irrealidad del mundo poético derivan muy importantes

consecuencias para la técnica artística, pues muchas cosas que de ser reales no depararían

goce pueden, empero, depararlo en el juego de la fantasía¡ y muchas excitaciones que en sí

mismas son en verdad penosas pueden convertirse en fuentes de placer para el auditorio y los

espectadores del poeta.

 

En virtud de otro nexo, nos demoraremos todavía un momento en esta oposición entre realidad

efectiva y juego. Cuando el niño ha crecido y dejado de jugar, tras décadas de empeño anímico

por tomar las realidades de la vida con la debida seriedad, puede caer un día en una

predisposición anímica que vuelva a cancelar la oposición entre juego y realidad. El adulto

puede acordarse de la gran seriedad con que otrora cultivó sus juegos infantiles y, poniéndolos

en un pie de igualdad con sus ocupaciones que se suponen serias arrojar la carga demasiado

pesada que le impone la vida y conquistarse la elevada ganancia de placer que le procura el

humor.

 

El adulto deja, pues, de jugar; aparentemente renuncia a la ganancia de placer que extraía del

juego. Pero quien conozca la vida anímica del hombre sabe que no hay cosa más difícil para él

que la renuncia a un placer que conoció. En verdad, no podemos renunciar a nada; sólo

permutamos una cosa por otra; lo que parece ser una renuncia es en realidad una formación de sustituto o subrogado. Así, el adulto, cuando cesa de jugar, sólo resigna el apuntalamiento en objetos reales; en vez de jugar, ahora fantasea. Construye castillos en el aire, crea lo que se

llama sueños diurnos. Opino que la mayoría de los seres humanos crean fantasías en ciertas

épocas de su vida. He ahí un hecho por largo tiempo descuidado y cuyo valor, por eso mismo,

no se apreció lo suficiente.

 

El fantasear de los hombres es menos fácil de observar que el jugar de los niños. El niño juega

solo o forma con otros niños un sistema psíquico cerrado a los fines del juego, pero así como

no juega para los adultos como si fueran su público, tampoco oculta de ellos su jugar. En

cambio, el adulto se avergüenza de sus fantasías y se esconde de los otros, las cría como a

sus intimidades más personales, por lo común preferiría confesar sus faltas a comunicar sus

fantasías. Por eso mismo puede creerse el único que forma tales fantasías, y ni sospechar la

universal difusión de parecidísimas creaciones en los demás. Esta diversa conducta del que

juega y el que fantasea halla su buen fundamento en los motivos de esas dos actividades, una

de las cuales es empero continuación de la otra.

 

El jugar del niño estaba dirigido por deseos, en verdad por un solo deseo que ayuda a su

educación; helo aquí: ser grande y adulto. juega siempre a «ser grande», imita en el juego lo que le ha devenido familiar de la vida de los mayores. Ahora bien, no hay razón alguna para

esconder ese deseo. Diverso es el caso del adulto; por una parte, este sabe lo que de él

esperan: que ya no juegue ni fantasee, sino que actúe en el mundo real; por la otra, entre los

deseos productores de sus fantasías hay muchos que se ve precisado a esconder; entonces

su fantasear lo avergüenza por infantil y por no permitido.

 

Preguntarán ustedes de dónde se tiene una información tan exacta sobre el fantasear de los

hombres, si ellos lo rodean de tanto misterio. Pues bien; hay un género de hombres a quienes

no por cierto un dios, sino una severa diosa -la Necesidad-, ha impartido la orden de decir sus

penas y alegrías. Son los neuróticos, que se ven forzados a confesar al médico, de quien esperan su curación por tratamiento psíquico, también sus fantasías; de esta fuente proviene nuestro mejor conocimiento, y luego hemos llegado a la bien fundada conjetura de que nuestros enfermos no nos comunican sino lo que también podríamos averiguar en las personas

sanas.

 

Procedamos a tomar conocimiento de algunos de los caracteres del fantasear. Es lícito decir

que el dichoso nunca fantasea; sólo lo hace el insatisfecho. Deseos insatisfechos son las

fuerzas pulsionales de las fantasías, y cada fantasía singular es un cumplimiento de deseo, una

rectificación de la insatisfactoria realidad. Los deseos pulsionantes difieren según sexo, carácter y circunstancias de vida de la personalidad que fantasea; pero con facilidad se dejan agrupar siguiendo dos orientaciones rectoras. Son deseos ambiciosos, que sirven a la exaltación de la personalidad, o son deseos eróticos. En la mujer joven predominan casi exclusivamente los eróticos, pues su ambición acaba, en general, en el querer-alcanzar amoroso; en el hombre joven, junto a los deseos eróticos cobran urgencia los egoístas y de ambición. Sin embargo, no queremos destacar la oposición entre ambas orientaciones, sino más bien su frecuente reunión; así como en muchos retablos puede verse en un rincón la imagen del donador, en la mayoría de las fantasías egoístas se descubre en un rinconcito a la dama para la cual el fantaseador lleva a cabo todas esas hazañas, y a cuyos pies él pone todos sus logros. Ya ven ustedes: hay aquí hartos y poderosos motivos de ocultación; es que a la mujer bien educada sólo se le admite un mínimo de apetencia erótica, y el hombre joven debe aprender a sofocar la desmesura en su sentimiento de sí, en que lo malcriaron en su niñez, a fin de insertarse en una sociedad donde sobreabundan los individuos con parecidas pretensiones.

 

Guardémonos de imaginar rígidos e inmutables los productos de esta actividad fantaseadora:

las fantasías singulares, castillos en el aire o sueños diurnos. Más bien se adecuan a las

cambiantes impresiones vitales, se alteran a cada variación de las condiciones de vida, reciben

de cada nueva impresión eficaz una «marca temporal», según se la llama. El nexo de la

fantasía con el tiempo es harto sustantivo. Es lícito decir: una fantasía oscila en cierto modo

entre tres tiempos, tres momentos temporales de nuestro representar. El trabajo anímico se

anuda a una impresión actual, a una ocasión del presente que fue capaz de despertar los

grandes deseos de la persona; desde ahí se remonta al recuerdo de una vivencia anterior,

infantil las más de las veces, en que aquel deseo se cumplía, y entonces crea una situación

referida al futuro, que se figura como el cumplimiento de ese deseo, justamente el sueño diurno

o la fantasía, en que van impresas las huellas de su origen en la ocasión y en el recuerdo. Vale

decir, pasado, presente y futuro son como las cuentas de un collar engarzado por el deseo.

 

El ejemplo más trivial puede servir para ilustrarles mi tesis. Supongan el caso de un joven pobre y huérfano, a quien le han dado la dirección de un empleador que acaso lo contrate. Por el camino quizá se abandone a un sueño diurno, nacido acorde con su situación. El contenido de esa fantasía puede ser que allí es recibido, le cae en gracia a su nuevo jefe, se vuelve

indispensable para el negocio, lo aceptan en la familia del dueño, se casa con su encantadora

hijita y luego dirige el negocio, primero como copropietario y más tarde como heredero. Con ello el soñante se ha sustituido lo que poseía en la dichosa niñez: la casa protectora, los amantes padres y los primeros objetos de su inclinación tierna. En este ejemplo ustedes ven cómo el deseo aprovecha una ocasión del presente para proyectarse un cuadro del futuro siguiendo el modelo del pasado.

 

Aún habría mucho que decir sobre las fantasías; me limitaré a las más escuetas indicaciones.

El hecho de que las fantasías proliferen y se vuelvan hiperpotentes crea las condiciones para la

caída en una neurosis o una psicosis; además, las fantasías son los estadios previos más

inmediatos de los síntomas patológicos de que nuestros enfermos se quejan. En este punto se

abre una ancha rama lateral hacia la patología.

 

No puedo omitir el nexo de las fantasías con el sueño. Tampoco nuestros sueños nocturnos

son otra cosa que unas tales fantasías, como podemos ponerlo en evidencia mediante su

interpretación. El lenguaje, con su insuperable sabiduría, hace tiempo que ha

decidido el problema de la esencia de los sueños {Traum} llamando también «sueños diurnos»

{«Tagtraum»} a los castillos en el aire de los fantaseadores. Si a pesar de esa indicación el

sentido de nuestros sueños nos parece la mayoría de las veces oscuro, ello es debido a una

sola circunstancia: que por la noche se ponen en movimiento en nuestro interior también unos

deseos de los que tenemos que avergonzarnos y debemos ocultar, y que por eso mismo fueron

reprimidos, empujados a lo inconciente. Ahora bien, a tales deseos reprimidos y sus retoños no

se les puede consentir otra expresión que una gravemente desfigurada. Después que el trabajo

científico logró esclarecer la desfiguración onírica, ya no fue difícil discernir que los sueños

nocturnos son unos cumplimientos de deseo como los diurnos, esas fantasías familiares a

todos nosotros.

 

Hasta aquí las fantasías. Pasemos ahora al poeta. ¿Estamos realmente autorizados a

comparar al poeta con el «soñante a pleno día», y a sus creaciones con unos sueños diurnos?

Es que se nos impone una primera diferencia; prescindamos de los poetas que recogen

materiales ya listos, como los épicos y trágicos antiguos, y consideremos a los que parecen -

crearlos libremente. Detengámonos, pues, en estos últimos, pero sin buscar, con miras a

aquella comparación, a los poetas más estimados por la crítica, sino a los menos pretenciosos

narradores de novelas, novelas breves y cuentos, que en cambio son quienes encuentran

lectores y lectoras más numerosos y ávidos. Sobre todo, un rasgo no puede menos que

resultarnos llamativo en las creaciones de estos narradores; todos ellos tienen un héroe situado

en el centro del interés y para quien el poeta procura por todos los medios ganar nuestra

simpatía; parece protegerlo, se diría, con una particular providencia. Si al terminar el capítulo de una novela he dejado al héroe desmayado, sangrante de graves heridas, estoy seguro de

encontrarlo, al comienzo del siguiente, objeto de los mayores cuidados y en vías de

restablecimiento; y sí el primer tomo terminó con el naufragio, en medio de la tormenta, del

barco en que se hallaba nuestro héroe, estoy seguro de leer, al comienzo del segundo tomo,

sobre su maravilloso rescate, sin el cual la novela no habría podido continuar. El sentimiento de

seguridad con el que yo acompaño al héroe a través de sus azarosas peripecias es el mismo

con el que un héroe real se arroja al agua para rescatar a alguien que se ahoga, o se expone al

fuego enemigo para tomar por asalto una batería; es ese genuino sentimiento heroico al que uno de nuestros mejores poetas ofrendó esta preciosa expresión: «Eso nunca puede sucederte a ti» (Anzengruber). Pero yo opino que en esa marca reveladora que es la invulnerabilidad se discierne sin trabajo... a Su Majestad el Yo, el héroe de todos los sueños diurnos así como de todas las novelas.

 

Otros rasgos típicos de estas narraciones egocéntricas apuntan también a idéntico parentesco.

Si todas las mujeres de la novela se enamoran siempre del héroe, difícilmente se lo pueda

concebir como una pintura de la realidad; sí se lo comprende, en cambio, como un patrimonio

necesario del sueño diurno. Lo mismo cuando las otras personas de la novela se dividen

tajantemente en buenas y malas, renunciando a la riqueza de matices que se observa en los

caracteres humanos reales; los «buenos» son justamente los auxiliadores del yo devenido en el héroe, y los «malos», sus enemigos y rivales.

 

En modo alguno desconocemos que muchísimas creaciones poéticas se mantienen

distanciadas del arquetipo del sueño diurno ingenuo, pero tampoco sofocaré yo la conjetura de

que aun las desviaciones más extremas pueden ligarse con ese modelo por medio de una serie

de transiciones continuas. También en muchas de las denominadas «novelas psicológicas»

atrajo mi atención que sólo describan desde adentro a una persona, otra vez el héroe; en su

alma se afinca el poeta, por así decir, y mira desde afuera a las otras personas. La novela

psicológica en su conjunto debe sin duda su especificidad a la inclinación del poeta moderno a

escindir su yo, por observación de sí, en yoes-parciales, y a personificar luego en varios héroes

las corrientes que entran en conflicto en su propia vida anímica. En particularísima oposición al

tipo del sueño diurno parecen encontrarse las novelas que podrían designarse «ex-céntricas»

en que la persona introducida como héroe desempeña el mínimo papel activo, y más bien ve

pasar, como un espectador, las hazañas y penas de los otros. De esa índole son varias de las

últimas novelas de Zola. Empero, debo señalar que el análisis psicológico de individuos no

poetas, desviados en muchos aspectos de lo que se llama normal, nos ha anoticiado de unas

variaciones análogas en sueños diurnos en que el yo se limita al papel de espectador.

 

Para que posea algún valor nuestra equiparación del poeta con el que tiene sueños diurnos, y

de la creación poética con el sueño diurno mismo, es preciso ante todo que muestre su

fecundidad de cualquier manera. Intentemos, por ejemplo, aplicar a las obras del poeta nuestra

tesis ya enunciada sobre la referencia de la fantasía a los tres tiempos y al deseo que los

engarza, y procuremos estudiar también con su ayuda los nexos entre la vida del poeta y sus

creaciones. En general, no se ha sabido con qué representaciones-expectativa era menester

abordar este problema; a menudo ese nexo se imaginó demasiado simple, Desde la intelección

obtenida para las fantasías, nosotros deberíamos esperar el siguiente estado de cosas: una

intensa vivencia actual despierta en el poeta el recuerdo de una. anterior, las más de las veces

una perteneciente a su niñez, desde la cual arranca entonces el deseo que se procura su

cumplimiento en la creación poética; y en esta última se pueden discernir elementos tanto de la

ocasión fresca como del recuerdo antiguo.

 

Que no les arredre la complicación de esta fórmula; conjeturo que en la realidad probará ser un

esquema harto mezquino, que, sin embargo, puede contener una primera aproximación al

estado real de cosas. Y según ciertos ensayos que he emprendido, estoy por pensar que ese

abordaje de las producciones poéticas no ha de resultar infecundo. No olviden ustedes que la

insistencia, acaso sorprendente, sobre el recuerdo infantil en la vida del poeta deriva en última

instancia de la premisa según la cual la creación poética, como el sueño diurno, es continuación y sustituto de los antiguos juegos del niño.

 

No olvidemos reconsiderar la clase de poemas en que nos vimos precisados a no ver unas

creaciones libres, sino elaboraciones de un material consabido y ya listo. También aquí el poeta tiene permitido exteriorizar cierta autonomía, que se expresa en la elección del material y en las variantes, a menudo muy considerables, que le imprime. Pero en la medida en que los

materiales mismos están dados, provienen del tesoro popular de mitos, sagas y cuentos

tradicionales. Ahora bien, la indagación de estas formaciones de la psicología de los pueblos en modo alguno ha concluido, pero, por ejemplo respecto de los mitos, es muy probable que

respondan a los desfigurados relictos de unas fantasías de deseo de naciones enteras, a los

sueños seculares de la humanidad joven.

 

Dirán ustedes que les he referido mucho más sobre las fantasías que sobre el poeta, al que

empero puse en primer término en el título de mi conferencia. Lo sé, e intentaré justificarlo por

referencia al estado actual de nuestro conocimiento. Sólo pude aportarles unas incitaciones y

exhortaciones que desde el estudio de las fantasías desbordan sobre el problema de la elección poética de los materiales. El otro problema, a saber, con qué recursos el poeta nos provoca los afectos que recibimos de sus creaciones, ni siquiera lo hemos rozado aún. Todavía me gustaría mostrarles, al menos, el camino que lleva desde nuestras elucidaciones sobre las fantasías a los problemas de los efectos poéticos.

 

Como ustedes recuerdan, dijimos que el soñante diurno pone el mayor cuidado en ocultar sus

fantasías de los demás porque registra motivos para avergonzarse de ellas. Ahora agrego que,

aunque nos las comunicara, no podría depararnos placer alguno mediante esa revelación. Tales fantasías, si nos enteráramos de ellas, nos escandalizarían, o al menos nos dejarían fríos. En cambio, si el poeta juega sus juegos ante nosotros como su público, o nos refiere lo que nos inclinamos a declarar sus personales sueños diurnos, sentimos un elevado placer, que

probablemente tenga tributarios de varias fuentes. Cómo lo consigue, he ahí su más genuino

secreto; en la técnica para superar aquel escándalo, que sin duda tiene que ver con las barreras que se levantan entre cada yo singular y los otros, reside la auténtica ars poetica. Podemos colegir en esa técnica dos clases de recursos: El poeta atempera el carácter del sueño diurno egoísta mediante variaciones y encubrimientos, y nos soborna por medio de una ganancia de placer puramente formal, es decir, estética, que él nos brinda en la figuración de sus fantasías.

 

A esa ganancia de placer que se nos ofrece para posibilitar con ella el desprendimiento de un

placer mayor, proveniente de fuentes psíquicas situadas a mayor profundidad, la llamamos

prima de incentivación o placer previo. Opino que todo placer estético que el poeta nos procura  conlleva el carácter de ese placer previo, y que el goce genuino de la obra poética proviene de la  liberación de tensiones en el interior de nuestra alma. Acaso contribuya en no menor medida a este  resultado que el poeta nos habilite para gozar en lo sucesivo, sin remordimiento ni vergüenza algunas, de nuestras propias fantasías. Aquí estaríamos a las puertas de nuevas, interesantes y complejas indagaciones, pero, al menos por esta vez, hemos llegado al término de nuestra elucidación.

 

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