miércoles, 6 de junio de 2012

U. 4 El pensar, actividad gozosa


(Artículo publicado en www.revista-artefacto.com.ar > Textos > Estudios)

El pensar, actividad gozosa. O el esfuerzo de Arendt por dejar de ser ella misma

                                                                                                                                           Daniel Mundo

“Tenaz comienza el pensamiento siempre de nuevo,
minuciosamente regresa a la cosa misma.
Este incesante tomar aliento constituye
el más auténtico modo de existencia de la contemplación”

Walter Benjamin
El origen del drama barroco alemán


Pensar

Martin Heidegger, el maestro de pensamiento de Hannah Arendt, pergeñó una
consigna insuperable que decía más o menos que “el pensamiento fundamental de un
pensador es su pensamiento impensado”1.

No es por este pensamiento, por cierto, que Arendt lo consideraba el pensador más importante del siglo XX —de hecho, no recuerdo que Arendt haya citado en algún lado este enunciado pululante de misterio. Es tan misterioso que puede tomarse como un pensamiento sin sentido, o como la crisálida en la que madura la cifra del mundo postmetafísico, el mundo en el que le tocó vivir a Arendt, y que Arendt, a su manera, develó. Ahora bien, quizás a pocos les cabe mejor que a nuestra pensadora esta consigna heideggeriana, aunque habría que apresurarse a aclarar, por las dudas, que no es la actividad de pensar —concepto que nosotros nos propusimos elucubrar aquí— el pensamiento impensado por ella. Más bien diría que es al contrario, porque si a algo ella no dejó de volver y repensar una y otra vez fue precisamente a la pregunta por lo que significa pensar. Su maestro también hizo eso. Pero Arendt, en lugar de retorcer la pregunta hasta su insignificancia, buscó el modo de trascender toda la disquisición sobre el pensamiento, por lo menos tal como la filosofía había planteado esta disquisición. No porque hubiera querido dejar de pensar —su “impensado” guarda una relación estrecha, íntima, carnal, con el pensar— sino porque quería pensar de otra manera.

Arendt sentía un profundo respeto por el acto de pensar. Lo practicaba, lo admiraba y
también le temía. Consideraba a los grandes pensadores de la historia como sus amigos
cercanos. Entre sus páginas se movía como los pájaros en el cielo. Pero de alguna manera

(1
M. Merleau-Ponty sostendría algo parecido: “el pensamiento fundamental carece de fondo. Puede decirse que es un auténtico abismo”, extraído de La Vida del Espíritu, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984, p. 47. Habría que recordar que la raíz del término pensar proviene de pendere, pender, estar suspendido o en suspenso. El abismo puede engullir a los que se asoman a él.)

así como a otros los tienta la lujuria o la embriaguez, a Arendt parecía tentarla el pensamiento, de ahí que le temiera, porque advertía que el recogimiento que supone pensar podía atraparla en sus meandros y laberintos —tal es su potencia—, el que ella consideraba el auténtico amor de su vida: el amor mundi.2

Solió, entonces, tratar con distancia al pensamiento, al tiempo que lo practicó compulsivamente. Ni siquiera se sentía cómoda hablando de él, le parecía que hacerlo sonaba un poco presuntuoso. Con los reparos del caso, da la impresión, a veces, que el hecho de pensar la acosaba, como si por un lado quisiera abandonar esa actividad frustrante, cargada de una tradición de la que Arendt renegaba: “Apartarse de la «bestialidad de la multitud» para acogerse a la compañía de los «muy pocos» o incluso recluirse en la absoluta soledad del Uno, ha sido la característica más importante de la vida del filósofo […] cuya forma de vida siempre será «la vida de un extraño»(bios xenikos)”3; pero por otro lado había una pulsión, una energía, una potencia en esa actividad que la inquietaba y no encontraba el modo de despejar las dudas que la asaltaban. Comprendía perfectamente lo que significaba pensar, obvio, podía diferenciar los rasgos más propios de esta facultad
“incorpórea”, y sin embargo de tanto en tanto volvía a reflexionar sobre ella, como si
tratara de encontrarle un significado con el que pudiera sentirse menos incómoda. La
incomodidad que la perturbaba nacía quizás de que para Arendt —como para Kant, en
especial el de “¿Qué es la Ilustración?”— pensar no es una facultad que le pertenecería
sólo a un grupo de iniciados o elegidos, que reciben el nombre de filósofos, sino que es
una facultad que puede ejercitar cualquiera persona en cualquier momento —una
incomodidad semejante le despertaba la acción política, o mejor: la idea de que hay una
“clase política” que “trabaja” en política. Si bien la política es la contracara del pensar,
ambos constituyen para Arendt las dos caras de un mismo fenómeno, la asunción de
nuestra humanidad.

Cualquier persona con un poco de sentido común relaciona de modo inmediato al
pensamiento con la filosofía. Los filósofos ejercen una especie de monopolio de la
actividad de pensar. Esto tiene una explicación, pues la fundación de la filosofía o de la
metafísica —para Arendt ambas integran un mismo campo de investigación— coincide
con la diferencia irreversible entre el mundo sensible y el mundo suprasensible, entre el
cuerpo y el alma. Es como si viviéramos en dos mundos distintos, decía Arendt. Mientras
la gran mayoría de las personas vive y sufre y hace todo lo que está a su alcance para
tener un momento de sosiego, el filósofo piensa, es decir interrumpe toda actividad,
cualquier cosa que esté haciendo, y se recluye en su vida interior. Ésta es para Arendt una
de las principales características del pensar. Cómo no iba a perturbarla esta idea. La
naturalidad que por un lado conlleva pensar —pensar pareciera ser tan propio de los
hombres como de un manzano lo sería dar manzanas— se complementa por otro con su
absoluta extrañeza, pues es una de las pocas actividades que hacemos que para
consumarse no necesita aparecer frente a los otros, por lo menos en principio: el pensar
precisa de una soledad indeclinable para ejercitarse. El filósofo pone entre paréntesis los
problemas mundanos, como si estos no le atañeran, pues de lo que se ocupa es de objetos
ausentes: “un objeto de pensamiento siempre es una re-presentación”.

(2
Amor mundi fue el primer título que Arendt había pensado para su libro The Human Condition, Chicago & London, The University of Chicago Press, 1984. El editor la convenció de cambiarlo.
3
La Vida del Espíritu, pp. 64 y 70. “El pensar y las reflexiones morales”, en De la historia a la acción, Barcelona, Paidós, 1995, p. 115.)

Para pensar hay que sustraerse del batifondo del mundo, mientras que es el mundo para Arendt el lugar de realización de los seres humanos. Habría, entonces, si se quiere, dos mundos: uno, el de las apariencias y los sentidos, plagado de engaños y falsedades; y otro, invisible, poblado de fantasmas y ausencias, en el que sin embargo se cobija la verdad. Durante siglos no se halló la forma de reconciliar ambos mundos. Hans Jonas propuso una idea singular para comprender esta aparente diferencia ontológica entre la acción y el pensamiento, entre el cuerpo y el alma. Afirmó que la tumba fue la primera expresión o inscripción de un pensamiento, la primera carnadura de un pensamiento, porque en el universo pre-filosófico o presocrático todo contenía vida: un cacharro ajado, el río, los planetas, cualquier cosa podía cobijar un espíritu, ¿cómo podía ser entonces que algo muriera y desapareciera? La tumba habría instituido de una vez y para siempre que el cuerpo y el alma representaban dos entes diferentes y que cada uno tenía un tipo de vida específico. En otros términos, el origen del pensamiento puede emparentarse con la poesía —como le gustaba repetir a Arendt—, pero provendría de una constatación previa, como ya lo había previsto Heidegger: la muerte, nuestra insólita capacidad de pre-ver nuestro fin. Había que buscarle una explicación a esto. Los filósofos fueron durante mucho tiempo los guardianes de este reino del más allá: el cuerpo como tumba del alma. Con los años entrarían a competir con los doctores de la religión.

Pero la filosofía supo acomodarse rápido al nuevo estado de la cuestión y siguió reinando
durante un largo tiempo. La auténtica crisis de la filosofía, su crisis terminal, por lo
menos tal como lo postuló Arendt, se produjo recién cuando fueron los mismos filósofos
los que comenzaron a declamarla, en el corazón de la Época Moderna. Arendt pensaba en
Nietzsche. En La Vida del Espíritu transcribió el que podría considerarse el sello de
defunción de la filosofía. Pertenece a El crepúsculo de los Ídolos: “Hemos eliminado el
mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado? ¿acaso el aparente? […] ¡No! ¡Al eliminar el
mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!”. ¿Dónde se ubica la filosofía,
entonces? Ahí Arendt se apresuró a aclarar que la destrucción radical del muro que
separaba lo físico de lo meta-físico no significaba ni mucho menos que la filosofía vaya a
desaparecer. No, lo que dejó de funcionar fue la viejísima idea que rigió el pensamiento
filosófico desde Parménides, de que lo que aparece y se percibe, el mundo sensible, es
menos verdadero que aquello otro —el eidos, Dios, el Ser, etc.— que se capta sin recurrir
a los sentidos. Aquí es donde la fenomenología y el existencialismo le habrían dado el
cross con el que se terminó de noquear a la filosofía. La filosofía —“que como todos
sabemos cayó en desgracia”, según le comentó en alguna carta Arendt a Mary
McCarthy— se bambolea, se agarra a las cuerdas, trata de sacarse la sangre del ojo o de
destaparse los oídos para continuar la lucha que entabló contra sí misma. Pues habría que
aclarar que uno de los primeros enemigos del pensamiento es él mismo. Esta es otra de
las principales características del pensar. Kant alegaba: “No comparto la opinión de que
alguien no deba dudar una vez que se ha convencido de algo” 5

El pensamiento al que se arriba es el inicio de una nueva saga del pensar. Un trabajo de Penélope, decía Arendt. El pensar no sólo desmonta el orden más férreo, hace desconfiar de las certezas más asentadas, pone en cuestión el cemento con el que se aglutina la sociedad, también destruye sus propios logros y conquistas. De ahí que —como afirmaba Arendt— “no

(5
Citado en Op. cit., p. 117. La misma cita y la misma problemática se encuentra en La vida del Espíritu, p. 107.)

haya pensamientos peligrosos, el mismo pensar es peligroso”. La destrucción sería su
esencia. Arendt, que cada vez que podía recurría a Sócrates como modelo de pensador
(pues fue “un hombre que pensó sin convertirse en filósofo” 7), repetía que de sus charlas
era probable que alguien se marchase “no con una opinión más verdadera sino sin
ninguna opinión en absoluto”8.

Sócrates habría fundado una escuela de destructores. A Arendt le complacía citar la recomendación que le hizo Calicles —según cuenta Platón: que por el bien de la ciudad, ¡y hasta por su propio bien!, se dejara de embromar y abandonara ese hábito de “entorpecer” a todo el mundo. Con un antecedente así Platón se apresuró a clausurar la herencia socrática y la reemplazó por una Academia de filósofos, que más que hacer temblar las creencias del mundo se ocuparían de cimentarlas. Había que decidir entre un cosmos en el que toda seguridad era horadada, o un universo fundado sobre los pilares inconmovibles del conocimiento. En el atardecer de la metafísica un movimiento geológico semejante aconteció con Nietzsche. Si para Arendt la figura de Sócrates porta una fuerza desestabilizadora, para Nietzsche, en cambio, Sócrates representaba el origen del modo conciliador de pensar, aunque las armas que utilizara para llegar a esta reconciliación fueran las de las distinciones interminables, las guerras de palabras y los enfrentamientos cara a cara. Para Nietzsche lo que engatusa de los métodos socráticos radica en la buena conciencia que trasuda su figura, en la conciencia satisfecha de sí misma: puede suponerse que Sócrates se sentía tan bien
consigo mismo que hasta eligió la muerte antes de probar una transformación. El
pensamiento coherente con los modos de vida del sujeto que piensa se convirtió en el
ideal, como si el pensamiento fuera una virtud que nos hiciera mejores. Para Nietzsche,
por el contrario, pensar, y principalmente el modo de pensar moderno (universalista,
igualitarista, democraticista), nos vuelve conservadores, retraídos, obcecados en pleno
éxtasis de libertad. Nietzsche sería a la cultura moderna lo que para la lectura humanista
de Arendt significó Sócrates en la cultura griega: un demoledor de las falsas bases
igualitaristas que rigen la sociedad. Arendt no llega a percibir la positividad de los
planteos nietzscheanos, pues Nietzsche hace estallar las columnas milenarias sobre las
que se asienta su pensamiento, la costumbre de creer que todo prejuicio se yergue sobre
un juicio que a su vez hay que desnudar o desanudar en su raíz, criticar y reformular de
nuevo. Pero se piensa para cortar, no para comprender. El proyecto arendtiano no puede
no darle la espalda a estos principios antirreflexivos, pues lo que persigue es enseñar a
desconfiar de las certezas propias abogando por el bien común; pensar, pero sabiendo que
sólo de la discusión con otros decantará la mejor justicia a la que tendríamos acceso.

A Arendt casi le irritaba que la llamaran filósofa. Si había que adjudicarle alguna
profesión ella prefería que la llamaran pensadora o pensadora política, no filósofa. La
filosofía se rodeó muy pronto de un halo de misterio y exclusividad que a Arendt la
espantaba. Heidegger ya había hecho antes el mismo corrimiento (en nuestras tierras
Jorge Luis Borges también declinaba el título de filósofo, se hacía llamar un simple
lector). Estas comparaciones vienen a cuento no porque se sospeche que Arendt andaba
por ahí repitiendo a su maestro, sino para tratar de demostrar, aunque sea mínimamente,
que cada apropiación que Arendt hizo de Heidegger, que son muchas, cambió el
significado de lo que éste decía, o colocó el significado en un justo lugar (no por nada

(6
Op. cit., p. 126
7
Op. cit., p. 119.
8
“Sócrates”, en La promesa de la política, Barcelona, Paidós, 1997, p. 62.)

para R. Safranski Arendt fue su “mejor discípulo” 9). Porque si bien Heidegger revitalizó
el pensamiento, Arendt casi llegó a convertir al pensamiento, la actividad más privada de
los seres humanos, en un hecho político. Me apresuro a aclarar, igual, que no pretendo
decir que para Arendt pensar sea sinónimo de política, como podría colegir algún
arendtiano malintencionado —esto ocurre en raras excepciones, por ejemplo bajo los
regímenes totalitarios donde la soledad del pensador lo convierte a éste en una
rara avis desacoplada de la masa. Si bien existe una “oposición fundamental entre pensar y
actuar” 10, podría postularse que pensar mantiene una comunicación de conjurados con la
política, por lo menos para Arendt. A develar esta comunicación dedicó los últimos años
de su vida. Y aunque no haya llegado a escribir el capítulo que tenía programado, el
concepto de juicio se cuela como un contrabandista sobre el final del capítulo “El pensar”
en La vida del Espíritu.

Arendt fue una pensadora apasionada que buscaba el modo de conciliar el pensamiento,
esa actividad capaz de arruinar toda opinión, con el bien público o con la acción política.
Porque ella sabía bien que “los pensadores profesionales” son reacios a abandonar los
mamotretos conceptuales, el silencio reconfortante de las bibliotecas, los subsidios y las
becas universitarias, y asomarse al mundo. Pero no sólo eso, pues cuando lo hacen y se
atreven a “aconsejar” o “ilustrar” a la opinión pública (ella citó nada más y nada menos
que los casos de Platón y de Heidegger, al comienzo y al final de la tradición filosófica),
terminan abogando por una dictadura, pues la plebe para ellos nunca estará lo
suficientemente instruida como para gobernar. Están convencidos, además, que es posible
“hacer valer en la ciudad esas ‘ideas’ que sólo pueden percibirse en soledad” 11.

Aquí habría que abrir toda una argumentación, cara a Arendt, para elaborar los conceptos de verdad, de mentira, de persuasión, cercanos por otro lado al acto de pensar.
Imaginariamente el filósofo se sintió siempre diferente y por encima del resto de los
mortales. ¡Cómo no desconfiar de ellos! Sin embargo Arendt no se amilanó y apostó a
que el pensamiento se levantaría de su autoderrota, e incluso de la pereza de sus
oficiantes, y que de un modo u otro nos seguiría orientando tal como lo supo hacer hasta
ahora.

¿Por qué creía Arendt esto? Porque Arendt puso especial cuidado en separar el contenido
de un pensamiento de la forma de pensar cualquier contenido —en 1901 Simmel ya había
sostenido algo semejante al decir que es fácil cambiar los pensamientos en los que cree
una persona, pero difícil en cambio transformar su manera de pensarlos, la auténtica
carne del pensamiento. La filosofía suele transmitir conceptos e ideas bien amasados y
clarificados, pero es reacia a enseñar modos de pensar. Sabemos qué pensaba Aristóteles,
pero ¿sabemos cómo pensaba? Por este motivo, en cuanto los filósofos empezaron a
pensar a mazazos y se vino abajo “el cuadro de referencias en el que el pensamiento se
había acostumbrado a orientarse” 12, la filosofía no quiso soltarse del rincón que le fue asignado: hoy sobrevive en su silla de ruedas profesional. Como sea, para Arendt esta parálisis silenciosamente estrepitosa de la filosofía no afectaría nuestra capacidad para pensar. Arendt a veces tenía una confianza desmesurada en el ser humano. Creía que en cuanto éste tuviera sus necesidades básicas satisfechas —la revolución tecnológica posibilitaría esto— no se tiraría en los almohadones a

(9
R. Safranski, Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y su tiempo, Barcelona, TusQuets, 1997.
10
La Vida del Espíritu, p. 167.
11
“La tradición de pensamiento político”, en La promesa de la política, p. 89.
12
Op. cit. p. 112.)

mirar televisión y tomar cerveza, sino que no podría resistir “la urgencia” que lo embargaría de pensar, de pensar más allá de los límites del conocimiento.

Arendt puso especial cuidado en diferenciar el conocimiento del pensamiento —cosa que
ya había hecho Kant, y que Heidegger retomaría con ímpetu 13.  El pensar está en tensión
con la ciencia: la ciencia no piensa, solía sentenciar Heidegger. Para Arendt la actividad
de pensar es una actividad interminable, no tiene fin ni aporta ningún saber útil, pues el
pensamiento no busca, como sí lo hacen las ciencias, un conocimiento, sino un sentido 14.

El pensar es una actividad inútil y aporética, parte de la nada y retorna a la nada, o en
otras palabras, en palabras de Arendt: “comienza con el thaumadzein y concluye en la
mudez, termina exactamente donde comenzó […] constituye el más fundamental de los
llamados círculos viciosos” 15.

Ni siquiera infunde fuerzas u orientaciones para la acción. Sin embargo, el lector de Arendt presiente que el pensar para ella no sólo significaría esto, el pensar también funcionaría como la argamasa con la que fermenta la acción futura. No quiero decir que la acción se imagine como el resultado de un pensamiento, por supuesto, no hay ni siquiera una relación de condicionamiento ni de sobredeterminación entre uno y otra, la acción es lo más imprevisible, lo incontrolable, el acontecimiento que quiebra el devenir continuo de la historia. En remarcar esto Arendt es hasta redundante. Pero el pensar tampoco es un conocer o un instrumento para calcular.

Entre el pensamiento y la acción habría una relación semejante a la que hay entre el
viento y las formas de las nubes que éste organiza. Frente al acontecimiento el
pensamiento queda perplejo, es la perplejidad que impulsa a pensar. A su vez, frente al
pensamiento el hombre de acción se siente perdido o patas para arriba, no sólo porque el
pensar trastoca todos los órdenes —pensar siempre “está fuera del orden”, solía repetir
Arendt esta frase de Heidegger—, sino porque el pensador está como muerto, absorto o
como “ido” en medio del trajinar cotidiano. Para Arendt pensar siempre significó lo que
había aprendido de Platón: actualizar el diálogo silencioso entre el yo y el sí mismo.

Arendt no sólo relacionaba el pensar con la acción, también lo hacía con la moral. De
hecho, el gran descubrimiento que Arendt hizo en el Juicio a Eichmann —la banalidad
del mal— consistía en que este burócrata nacionalsocialista era totalmente incapaz de
pensar. No era un ser estúpido, de hecho tenía educación y estaba instruido, lo que no
podía era tomar distancia de su cargo, de su rol social o de su vida, y pensar lo que estaba
haciendo. Era un idiota. Antes incluso del Juicio a Eichmann, en una carta de 1954,
respondiendo se ve que a un requerimiento de Mary McCarthy sobre la perpetración de
un acto malvado, escribió que la solución la hallaba en Sócrates. No recurrió, como haría
más tarde, al precepto de que “es mejor recibir el mal que cometerlo”, aunque sí apeló
una vez más a la fórmula platónica: “Como debo vivir conmigo mismo y en realidad soy
la única persona de quien jamás podré separarme, y cuya compañía deberé soportar
eternamente, no deseo convertirme en un asesino, ni pasarme la vida acompañado de un

(13
Ver en especial el seminario de la década del cincuenta: ¿Qué significa pensar?, Buenos Aires, Editorial Nova, (Arendt utiliza un fragmento de este libro como epígrafe del capítulo “El pensar” de La Vida del Espíritu).
14
Arendt nombró la diferencia entre el pensar y el conocimiento ya en La condición humana: “La cognición siempre persigue un objetivo definido […] El pensamiento, por el contrario, carece de fin u objetivo al margen de sí, y ni siquiera produce resultados”, p. 187 y sigs.
15
“Sócrates”, Op. cit., p. 71.)

asesino”, le argumentaba a su amiga 16. Inmediatamente, sin embargo, planteaba que esta
respuesta ya no servía: “en nuestros días casi nadie vive consigo mismo; si uno está sólo,
se siente solo, es decir, no en compañía de sí mismo”. Y a los pocos renglones añadía: “la
vida consigo mismo es la vida del pensador por antonomasia”. En otras palabras, el
pensador pertenecería a una especie humana en extinción; pero además las personas
comunes, y también los “pensadores profesionales”, huyen de la soledad como de un
fantasma aterrador, entre otros motivos porque en ella irrumpe el cargo de consciencia o
el remordimiento, esa conversación interior en la que se revela o significa lo actuado. Lo
que se hace es buscar justificaciones (que siempre se encuentran, por supuesto) y tratar de
desentenderse lo más rápido posible de cualquier responsabilidad frente a lo perpetrado.

Se asistiría aquí al acta de fallecimiento del pensamiento. Si uno está solo y se siente solo
lo que le sucede entonces es que en la soledad se aburre. Esto le ocurre a todo el
mundo… ¡Y también al filósofo!: “Nuestros amigos [los filósofos], sedientos de
«información» filosófica (algo que no existe), de ninguna manera son «pensadores» ni
tampoco desean entablar el diálogo del pensamiento consigo mismos”, terminaba
afirmando Arendt. Mientras tanto escuchan la radio y se quejan de la porquería que
transmiten.

El pensar también se vale de preconceptos, clichés, frases hechas, prejuicios, que en
cierta forma alivianan su tarea, pues acolchonan las novedades continuas que ofrece la
realidad. Sin ellos se terminaría exhausto, afirmaba Arendt, recuperando el prejuicio, una
de sus tantas inversiones que ella haría del sentido común. Pero es cierto también que si
de tanto en tanto no se revisan estos prejuicios, lo que sucede es que se dificulta pensar,
pues por el prejuicio se cree saber mucho donde en verdad es difícil saber algo. En este
sentido el prejuicio es un límite del pensamiento, un límite en dos sentidos: traba,
dificulta, impide el pensar, pues re-produce pensamientos ya producidos, aunque se
consideren novedosos; pero por otro lado insta, provoca, arrastra a pensar, pues el
pensamiento encuentra en él un enunciado que ya no piensa y al que hay que revitalizar.

El pre-juicio da por asentado un juicio previo, es decir un acto de discriminar anterior que
permite separar el bien y el mal, lo que gusta y lo que disgusta, y elegir en consecuencia.
En el siglo XX se abrió una brecha entre el mundo del juicio y el del pre-juicio, entre el
pasado y el presente. Esto obliga a “pensar sin barandillas” —tal como lo había
formulado Heidegger. Habría un costado penoso en esta pérdida, pues con el derrumbe de
“las barandillas” se cortó el hilo de la tradición que enlazaba el presente con el pasado;
pero por otro lado proporciona una libertad inédita, ya que nada ataría a los antiguos
prejuicios que limitaban el pensamiento. Simmel había detectado este abismo temporal en
los albores del siglo, aunque fueron primero Nietzsche y luego Heidegger los que volaron
los puentes entre un mundo y otro 17.

Las dicotomías tradicionales que molieron el camino del pensamiento ya no sirven: cuerpo/alma, mortal/inmortal, esencia/apariencia, verdad/mentira. No es que los problemas tradicionales que preocuparon desde siempre al hombre se hayan vuelto sin sentido, no es eso, mucho menos que se hayan resuelto —son irresolubles. Es que los métodos y los modos de encarar estos problemas perdieron su

(16
Hannah Arendt y Mary McCarthy. Entre amigas. 1949-1975, Barcelona, Editorial Lumen, 1998, 20 agosto 1954, p. 51.
17
Desde otra perspectiva, más filosófica que político-cultural, Arendt era muy consciente de esta fractura histórica. Es el núcleo de su libro Entre el pasado y el futuro. Arendt la retoma de Tocqueville. Abre este libro con la cita del aforismo de René Char: “Nuestra herencia no proviene de ningún testamento”.)

efectividad: ya no se cree en ellos. Habría que pensar todo de nuevo desde el principio y
por un sendero aún no inventado, más o menos. ¡Qué ventaja para los países modernos —
como Argentina o Estados Unidos— cuyo pasado se cuenta en días y cuyas tradiciones
están por hacerse! En el acotado terreno de la filosofía esto significa, entre otras muchas
cosas, que al alma habría que buscarla en el cuerpo (H. Jonas en lugar de cuerpo habla de
organismo, una unidad dual de cuerpo-alma). A la esencia habría que buscarla en la
apariencia, afirmaría Merleau-Ponty (siguiendo a Heidegger, también). ¡Volver a las
cosas mismas! gritaban los primeros fenomenólogos. La tarea consistía en devolverle la
pasión al pensar, o por lo menos bombearle un poco de vida. Eso fue lo que Arendt sintió
—según contó ella misma— cuando concurrió a las clases de Heidegger (después, rápido,
igualmente, aparecerían los dogmáticos que tratarían de apropiarse del pensamiento de
Heidegger, los especialistas que cartografiaron el nuevo territorio y crearían un
significado exclusivo para cada uno de los términos de su jerga. Hasta Heidegger se
enamoraría un poco de sí mismo, quizás). En la década del veinte Heidegger se
presentaba como un maleducado que desbarató toda la herencia acumulada de la
filosofía. ¡Si se había propuesto volver a traducir a los mismos griegos a la desaparecida
lengua griega!

Entre la década del veinte y la del cincuenta ocurrieron muchas cosas. A mediados de los
cincuenta no diría que Arendt tuviera una opinión optimista sobre el pensamiento. Estaba
introduciéndose en los meollos de La condición humana, intentaba recuperar la densidad de la vita activa. En La condición humana Arendt pareció satisfecha con la clásica
dicotomía entre vida activa-vida contemplativa, salvo que ella en lugar de elegir —como
había sucedido con gran parte de los filósofos tradicionales— la vida contemplativa,
había elegido, teóricamente, la vida activa, o en todo caso su esperanza la tenía puesta en
este segundo tipo de vida. Este dilema la acompañó hasta su muerte, aunque le fuera
encontrando distintas respuestas a lo largo del tiempo. En el discurso por el octogenario
cumpleaños de Heidegger recordaba que en sus clases el pensamiento vibraba como el
aire truena en una tormenta. Más tarde, yo creo que con los reportes al Juicio a Eichmann, Arendt descubrió una tercera facultad que se interponía entre el pensamiento y
la acción, aunque tenía más de acción que de pensamiento propiamente dicho: el juicio.

Hay una entrada para este concepto en el presente diccionario. ¿Cómo habrá llegado
Arendt al concepto de juicio? Le llevó más de una década crearlo, y nunca pudo
sistematizarlo. Es posible que a Arendt el juicio le permitiera resolver provisoriamente el
problema que se le había planteado con respecto al pensamiento, pues si el pensamiento
es el diálogo silencioso del hombre interior, el ser humano seguía dividido entre un
hombre interior y otro, el mismo pero otro, exterior. ¿Qué hacer entonces con la
fenomenología merleau-pontyana, que había arruinado esta diferencia?

Arendt descubrió sobre fines de la década del sesenta una nueva lectura del pensamiento
de Merleau-Ponty. En La Vida del Espíritu es un invitado permanente. Pero incluso antes
de las Gifford Lectures Arendt le había enviado una carta a Mary McCarthy en la que
parecía preocupada por el curioso hecho de que los hombres sólo son Uno cuando están
acompañados por otros, pues son los otros los que reconocen su identidad. En La
condición humana había afirmado algo parecido cuando sostuvo que uno nunca puede
saber quién es, que a lo sumo puede saber qué es. Cuando está solo y se entabla el famoso
“diálogo silencioso del pensamiento”, en realidad el hombre está partiéndose en dos,
aunque cada uno de estos dos entes no sean en realidad dos seres distintos sino una
unidad fracturada por esa diferencia óntica. Por eso podría creerse que al pensar el
pensador está como a la intemperie: “Al pensar uno está desposeído de sí mismo: sin
edad, sin atributos psicológicos, sin nada de eso, como uno «realmente» es”18.
Y agregaba, y cito en extenso: “Este dos-en-uno puede estar falseado, y entonces dos yo
hablan entre sí y cada uno pretende ser el «verdadero», con las inherentes crisis de
identidad”. Aquí, larvada, podría rastrearse una prototeoría de la esquizofrenia del
capitalismo moderno, aunque es más probable que Arendt tuviera en mente ese principio
socrático que alega que es preferible desentonar con todo el coro de la ciudad antes que
entrar en contradicción consigo mismo. Arendt continuaba: “En esta confusión interior
toda identidad se disuelve. La identidad depende de la manifestación y la manifestación
es ante todo exterior […] El acto de hablar es la manifestación exterior de algo interior;
pero es un error creer que esta presentación es un mero reflejo, que representa algo así
como una copia con papel carbón de lo que acontecía en el interior. El acto de hablar, los
gestos, las expresiones del rostro, ponen de manifiesto algo que estaba oculto, y esta
manifestación es la que cambia el interior informe y caótico hasta el punto de volverlo
apto para que aparezca”.19

Ahora bien, lo que detectó aquí Arendt es la característica de todo pensamiento, no sólo del que parte de una polaridad “informe y caótica”, de un interior “confuso”, pues el acto de hablar, los gestos, el rostro, nunca son “una copia con papel carbón de lo que acontecía en el interior”. La expresión de un pensamiento, por lo menos para Merleau-Ponty, es la concreción del pensamiento, algo así como su consumación, no la traducción o la copia de un pensamiento ya hecho: “El pensamiento y la palabra se anticipan mutuamente. Constantemente intercambian sus posiciones”20.

El pensamiento interior no tiene sentido: “o mejor dicho, no hay hombre interior, el hombre
es en el mundo”, sostenía casi exasperado Merleau-Ponty en el “Prólogo” a La fenomenología de la percepción.21

Uno es el que es y el pensamiento significa lo que significa sólo por la manifestación o la expresión de ese pensamiento. Merleau-Ponty no encontraba el término exacto para afirmar que entre lo expresado y la expresión hay una relación de implicancia, no de exterioridad. Arendt primero pareció contenerse y no llegar tan lejos: “no es sino una ilusión el común convencimiento de que lo que se halla en el interior de uno, la «vida interior», tiene mayor importancia en relación con lo que realmente se «es» que lo que aparece en el exterior”.

Habría, todavía, una «vida interior». Pero un par de páginas más adelante redobló la apuesta: es “cierto que todas las actividades mentales se apartan de los fenómenos, pero esta retirada no se efectúa hacia ningún interior […] por dentro todos somos iguales […] De existir un «sujeto interior» nunca aparecerá ante los sentidos externos o internos”. 22

(18
Hannah Arendt y Mary McCarthy. Op. cit., 8 agosto 1969, p. 291.
19
Op. cit..
20
Citado en La Vida del Espíritu, p. 44. Arendt trajo a colación esta frase que pertenece a la introducción de Signos. Merleau-Ponty había postulado pensamientos semejantes ya en la Fenomenología de la percepción: “el orador no piensa antes de hablar ni mientras habla: su palabra es su pensamiento”, p. 197. Las citas podrían multiplicarse: “el hombre se trasciende hacia un comportamiento nuevo o hacia el otro, o hacia su propio pensamiento, a través de su cuerpo y su palabra”, Fenomenología de la percepción, México, Fondo de Cultura Económica, 1957, p. 214 (cursiva mía).
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Fenomenología de la percepción, p. IX. Arendt no dejó de estar en tensión con esta con-fusión entre pensamiento y cuerpo: “Cuando se piensa no se es consciente de la propia corporalidad —y es esta experiencia la que movió a Platón a reivindicar la inmortalidad del alma…”, La vida del Espíritu, p. 104.) No se es “consciente” del cuerpo —podríamos recalcar— porque se es el cuerpo también mientras se piensa.)

Hablo-pienso, luego soy, podría ser la fórmula postcartesiana o fenomenológica. 23 Pero entonces ¿qué pasa con la suerte del pobre hombre interior, de esa vida solitaria en la que se elucubran los pensamientos, y a la que Arendt se sentía tan proclive? La facultad del juicio vendría a intermediar para salvar su destino. Porque el juicio no sólo es la encarnación de un pensamiento, es también una especie de intervención política en la que se manifiesta el pensamiento. En el capítulo “El pensar”, por si hubiera alguna posibilidad de confundir ambas facultades, Arendt aclaraba: “El pensamiento opera con lo invisible, con representaciones de objetos ausentes; el juzgar se ocupa siempre de objetos y casos particulares que están a la mano”. Pero inmediatamente agregaba: “Si el pensar actualiza la diferencia comprendida en la identidad […] el juicio, entonces, como subproducto del efecto liberador del pensamiento, realiza el pensamiento, le hace manifiesto en el mundo de los fenómenos”. El juicio no sería exactamente un pensamiento, porque el pensamiento se concretaría en la soledad de la vida privada; no sería una acción, porque el crítico que enjuicia no es un actor, es un espectador imparcial que a lo sumo se entusiasma con lo que ve. Ése es el lugar en el que Arendt se desearía ubicar, aunque no lo haya podido terminar de pensar.

(22
La Vida del Espíritu, pp. 46, 52 y 54.
23
Arendt también cita en este libro a P. Valéry: “a veces pienso, a veces existo”. Le agradezco esta cita a Lucas Martin.)






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