Oscar D. Amaya
Yo creo que uno mira
los cuadros con la esperanza de descubrir
un secreto. No un
secreto sobre el arte, sino sobre la vida. Y si lo
descubre, seguirá
siendo un secreto, porque, después de todo, no se
puede traducir a
palabras. Con las palabras lo único que se puede
hacer es trazar, a
mano, un tosco mapa para llegar al secreto.
John Berger
Cuando en el alma
despierta verdaderamente el sentimiento
de que el lenguaje no
es un mero medio de intercambio para
el entendimiento mutuo,
sino que es un verdadero mundo
que el espíritu debe
poner entre él mismo y los objetos
mediante el trabajo
interior de su fuerza, entonces el alma
está en el camino
verdadero para, cada vez más, encontrar
y poner algo en él, es
decir, en el lenguaje como mundo.
W. von Humboldt
Es preciso que nos
acostumbremos a pensar que todo lo visible
está tallado en lo
tangible, todo ser táctil está prometido en cierto modo
a la visibilidad, y que
hay, no sólo entre lo tocado y lo tocante, sino también
entre lo visible que
está incrustado él, un encaje, un encabalgamiento
M. Merleau-Ponty
En un intento dirigido a revisar la mirada como una de las
escenas de cruce entre psicología y comunicación, comenzaremos planteando que
la mirada supone en tanto acto llevado a cabo por el sujeto, una organización
del mundo, una forma de estructurar la realidad. “Todas las apariencias están
continuamente intercambiándose: visualmente, todo es interdependiente. Mirar es
someter el sentido de la vista a esta interdependencia”, afirma Berger. Una
forma de aceptar el conjunto de lo real como visible, aceptable e incluso
creíble, a sabiendas que no siempre se han dado como ciertos los mismos
fenómenos.
Hoy casi no dudamos de lo que vemos en las pantallas de
televisión o de lo que se propone las pantallas de las computadoras, sin
embargo, esto supuso en las prácticas culturales una adecuación respecto de
nuevas tecnologías que no siempre existieron. Del mismo modo que la aparición
del libro implicó una forma de volver creíbles las narraciones que comenzaron a
leerse, algo similar ocurrió cuando se desarrollaron las tecnologías de
reproducción de los fenómenos visuales. La fotografía digital, por ejemplo,
crece con un concepto de la práctica fotográfica que arranca de la primera gran
oleada de difusión de la foto, pero que ahora se manifiesta de modo muy
distinto. La cotidianeidad que se fotografía ahora no son nuestros familiares
en su vida cotidiana, sino otra, desprovista de la solemnidad en la práctica de
las artes y de la consideración de lo que se muestra como algo único e
irrepetible.
De todas maneras, el desarrollo tecnológico no modificará el
hecho de que el mundo sigue y seguirá siendo un espacio por descubrir y toda
ley que se formule respecto de su cognoscibilidad será necesaria y felizmente
provisional, ya que como afirma Proust, la supuesta inmovilidad de las cosas
que nos rodean, acaso sea una cualidad que nosotros les imponemos, con nuestra
certidumbre de que ellas son esas cosas y nada más que esas cosas, con la
inmovilidad que toma nuestro pensamiento frente a ellas.
Las tecnologías de la comunicación desde siempre en la
cultura han servido como mediaciones, como ortopedias refinadas. Toda
tecnología construye nuevos mundos y maneras de vivir, desde la escritura a la
imprenta, de la pintura a la fotografía o del cine a la videocámara. Si no
estamos ya definitivamente en la posmodernidad no es sólo porque vivimos en un
país que se sigue recuperando de la pobreza y la devastación, sino también
porque, entre otras cosas, aún persistimos en ilusionarnos en lo que queda del
sueño moderno, es decir, en el poder de la tecnología para mejorar la vida,
para mejorar el destino, para mostrarnos un “futuro mejor”.
Estas tecnologías contribuyen a crear nuevas realidades que
no sólo transmiten mensajes del mundo empírico, sino que diseñan nuevos mundos,
o por lo menos nuevas versiones del mundo. El relato de un suceso no es el
suceso en sí, y sí mucho más que su mera referencia. En la comunicación social,
el impacto de las todavía denominadas nuevas tecnologías resultó no sólo
cuantitativo, sino cualitativo, transformando en el escenario social, junto a
otros fenómenos, prácticas, discursos y subjetividades.
Pero no debemos desconsiderar el impacto sociopolítico de estas
fuertes transformaciones sociales: las ideologías que se encuentran inscriptas
en las tecnologías massmediáticas llevan a cabo operaciones de “transparencia”
e ilusión de comunicabilidad inmediata, total y perfecta, construyendo el
relato de un mundo sin secretos en donde lo privado se tornó de consumo
público. Esto crea un mandato social: toda interpretación y todo análisis
crítico, toda resistencia individual y social, toda sospecha resulta superflua
e inútil frente a la plenitud de lo siempre visible como única escena, la
hegemónica presencia de lo representable por sobre aquello representado.
Dicho esto último en otras palabras: la creciente disolución
de los límites entre la “realidad” y la ficción a través de regímenes de
producción de determinadas verdades operativas en términos de lógicas de
construcción de otra “realidad”, una de carácter virtual provista de mayor
materialidad que la “real”, cuyo efecto no es otro que el de colonizar los
imaginarios, buscando la sustitución tanto de las representaciones icónicas
tradicionales (pintura, escultura, fotografía) y las producciones ficcionales sociales
(ideología, religión, fetichismo de la mercancía) como de las ficciones
subjetivas (sueño, fantasía, imaginación). Un ojo tecnológico absoluto y
absolutizante.
El mirar y su
potencia creadora
Basta poner una barrera
para poder ver lo que
hay del otro lado
I. Kant
Pero volvamos a considerar la potencia de la mirada: mirar y
mostrar con arte -es decir, artificiosamente- transforma la mirada y al mismo
tiempo la consideración de lo mirado. ¿Qué significan un paquete de cigarrillos
o una lata de gaseosa que son desechados y aplastados: el resto de un producto
que aún muestra su marca comercial o un elemento del paisaje urbano de entidad
semejante a un árbol o un río? ¿Lo que queda en un plato de comida es
simplemente un resto de comida o algo que está más acá o más allá de la
ingestión? ¿Una zapatilla o una alpargata desparejada y confundida en la tierra
siguen siendo un calzado, cuando ya no hay pie para calzar? Estas preguntas
pueden interpretarse como artísticas, como filosóficas y aun como políticas,
pero vienen siendo formuladas desde lejos. Se podrían formular de otro modo:
¿quiénes son Los Embajadores que pintó Holbein, qué sentido tiene su exposición
y el disco que se reproduce en el inferior del cuadro?, ¿existen o existieron
los mundos que mostró Miguel Ángel en la capilla Sixtina?, ¿quiénes son Las
Meninas de Velásquez, quién es el protagonista de ese cuadro, es el pintor o el
espectador que involuntariamente es incorporado a la escena?
Las imágenes en la cultura han sido desde siempre un aparato
visual de constitución de la subjetividad colectiva y el imaginario
socio-histórico. Suerte de “constructoras” de una memoria social, que intenta
atrapar en la mirada un orden de pertenencia y reconocimiento prescripto para
los sujetos de una cultura, proceso no exento de tensiones y conflictos entre
el poder subversivo de la creación (la expresión de lo inexpresable a través de
la mediación de lo sublime estético) y el poder político de control y dominio
de los sujetos, que necesita también del arte para producir memoria y así
legitimarse. Las imágenes que sostienen esta memoria, constituyen entonces un
sistema de representaciones que establece lazos sociales con la subjetividad,
tanto en la dimensión conciente como en la inconciente a este orden de
pertenencia de carácter institucional e ideológico, porque fija continuidades
que emplazan formas identitarias. O como afirma Nietzsche: “tenemos el arte
para defendernos de la muerte”.
Pero es necesario precisar que el orden visible al que
estamos acostumbrados no es totalizante, sino plural, lo que implica considerar
órdenes coexistentes que se despliegan por doquier: “los cuentos de hadas, de
fantasmas y de ogros eran un intento humano de reconciliarse con esta
coexistencia. Los cazadores siempre lo tienen en cuenta, y por eso son capaces
de leer signos que nosotros no vemos. Los niños lo perciben intuitivamente,
porque les gusta esconderse detrás de las cosas, y desde allí descubren los
intersticios existentes entre las diferentes gamas de lo visible”, afirma
Berger (2004). Podríamos pensar además en médicos, detectives, psicólogos,
artistas y otros oficios entrenados en “leer” lo visible, allí donde la mirada
inadvertida nada encuentra para interpretar...
¿Dónde reside, entonces, la cuestión? Quizás en la
singularidad de la mirada humana entre todo el universo de lo existente. Mirar
no consiste únicamente en convertir percepciones luminosas en imágenes mentales
significativas. El mirar transforma y nos transforma. Lo que vemos nos hace, y
lo que vemos nos conduce a hacer. La mirada constituye la subjetividad por ser
una escena continua, ya que prosigue incluso en el sueño. Cuando miramos, no
sólo buscamos percibir; mirar es construir o por lo menos pretenderlo. El
sujeto no es solamente recolector o predador, sino también constructor, y traza
su ámbito y dimensión constructiva mediante la mirada. En ella, se encuentran
las huellas del observador, hecho que produce una unión entre la experiencia
del creador con la experiencia del que mira. El transcurrir y desarrollarse en
la transformación del mundo, no es un suceder organizado por alguien, sin
embargo, mirar ese suceder no puede no organizarse para la mirada que lo mira y
que se ve implicada en él.
El otro y su mirada también nos constituye: cuando somos
mirados nos convertimos en objeto para otro, su mirada nos sustrae de nuestra
presencia exclusiva ante nosotros mismos: “la verdadera percepción de la
alteridad del otro sólo se produce cuando yo soy objeto de su mirada”, afirma
Gruner (2001). Se trata de un fenómeno de encuentro/desencuentro donde el otro
se torna sujeto para nosotros. Es que cuando vemos a alguien, o incluso cuando
miramos algo que nos resulta bello, la primera sensación que generalmente
experimentamos es que representa un placer mirar a esa persona o a ese objeto o
lugar. ¿Y si acaso el verdadero placer fuera otro, más estremecedor: el placer
de ser mirado por esa persona, el placer de “estar presente” haciéndonos sentir
junto a ese objeto, dentro de ese lugar? Somos concientes de nosotros mismos
porque somos concientes de la existencia de los otros, plantea Vigotsky. Un
sujeto es conciente de sí cuando reconoce en sí mismo a otro, y cuando además
reconoce que es otro para sí mismo.
Lo otro que miramos en la escena de mirar, nunca zanja un
cierto abismo de incomprensión, puesto que mirar y ser mirados produce en el
intento de interpretar lo que sucede, sesgos de ignorancia, intentos por
establecer un puente entre ese abismo, que puede en parte zanjarse por la
existencia del lenguaje cuando se trata de un semejante, pero que fracasa
cuando lo que miramos es el mundo, las formas de vida que están más allá de la
reciprocidad lingüística.
No podemos pensar entonces en la posibilidad de una mirada
despojada, exenta de interpretación: toda mirada asume, aún inadvertidamente,
una práctica interpretativa y por ende un intento de transformación, ya que
toda práctica de interpretación, en la medida en que problematiza la inmediatez
de lo aparente, introduce una diferencia en el mundo, lo vuelve parcialmente
opaco.
Imágenes, cultura e
ideología
No te harás imagen ni
ninguna semejanza de lo que esté
arriba en el cielo, ni
abajo en la tierra, ni en las aguas
de la tierra. No te
inclinarás ante ellas, ni las honrarás.
libro del Exodo, La Biblia
Las imágenes poseen un efecto no sólo en la subjetividad,
sino también por sus connotaciones en la cultura, al punto que es posible
analizar la evolución histórico-cultural de las imágenes desde sus
manifestaciones más remotas en las paredes de las cuevas en el paleolítico
hasta nuestro contemporáneo e inquietante mundo de la realidad virtual.
En otras palabras, la imagen ha sido, históricamente, un
aparato visual de constitución de la subjetividad colectiva y el imaginario social-histórico,
cumpliendo una función de transmisión ideológica, construcción de una memoria
social que buscar cristalizar, a través de la mirada, el orden de pertenencia y
reconocimiento prescripto para los sujetos de una cultura. A través de imágenes singulares y concretas
resulta posible instaurar ideas generales dominantes: como hemos afirmado más
arriba, los poderes sociales han requerido de un uso social de las imágenes
(artísticas, periodísticas, etc.) para producir una memoria y reproducir a través
de ella, ciertos valores y desestimar otros.
Aunque la legitimación del uso social de las imágenes no
siempre estuvo aceptada en la cultura occidental. Ya desde el tabú icónico del
monoteísmo del pueblo judío enfrentado a la idolatría pagana de las imágenes,
podemos encontrar rastros de esta “batalla de las imágenes”. Esta querella se
registra en la cultura griega posterior y en los inicios del cristianismo y la
edad media, reflejando una cuestión central, que es la del estatuto ontológico
de la imagen, que puede ser entendida como
-representación de
una ausencia (presencia simbólica o sígnica), o
-presentificación o puesta en escena de una existencia
(presencia plena vital y real).
La guerra icónica ha generado en la cultura dos actitudes
opuestas, debido a la frágil frontera entre imagen y realidad, alcanzando
grados de confusión notables:
-iconofilia o
idolatría y culto de las imágenes
-iconofobia o abstención u odio y agresión hacia las
imágenes
ambas dotadas de una creencia en la realidad existencial de
las imágenes, fenómeno creciente desde mediados del siglo XX a partir del
desarrollo de la “realidad virtual” con su presunto realismo ontológico de las
representaciones que trascienden soportes y materiales.
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Modos de la subjetividad en la escena del sujeto y su
contemplación, que se añaden para comprender que el mirar constituye una
experiencia corporal, emocional e interpretativa, en la cual se conjugan vida y
arte, donde el observador tiene la oportunidad de captar el advenimiento del
espíritu del mirar: una escena con cadencias y silencios, que funda su propio
tiempo y espacio.
La creación comienza en
la visión. Ver ya es una operación creadora que exige un esfuerzo. Todo lo que
vemos en la vida diaria sufre, en mayor o menor grado, la deformación que
engendran las costumbres adquiridas... el esfuerzo para desembarazarse de ellas
exige mucho valor, indispensable para el artista
que debe ver las cosas como
si las viera por primera vez: es necesario
ver siempre como cuando
éramos niños; la pérdida de esa posibilidad
coarta la de expresarse
de manera original, es decir, personal.
Henri Matisse
Bibliografía
consultada
Berger, J. (2004) El tamaño de una bolsa. Buenos Aires,
Alfaguara.
Berger, J. (1998) Mirar. Buenos Aires, eds. De la Flor
Gubern, R. (1996) Del bisonte a la realidad virtual.
Barcelona, Anagrama.
Gruner, E. (2001) El sitio de la mirada. Buenos Aires,
Norma.
Marafioti, R. (2005) Problemática de la comunicación. Buenos
Aires, UNLZ.
Matisse, H. (1993)
Escritos y opiniones sobre el arte. Madrid, Debate.
Vigotski, L. (1988) El desarrollo de los procesos
psicológicos superiores. México, Ed. Grijalbo.
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