TABLEROS,
DISFRACES, TITERES, AUTITOS, MUÑECAS:
EL SENTIDO DEL
JUGAR EN EL PROCESO CREATIVO.
UNA MIRADA SOBRE
LA INFANCIA DEL ADULTO
Oscar Amaya
La madurez
significa recuperar la seriedad
que uno tuvo en
su infancia mientras jugaba.
F. Nietzsche
El que no anduvo
su pasado, no lo cavó,
no lo comió, no
sabe el misterio que va a
venir, nunca puso
su vida para ese misterio.
Los rollos del
Mar Muerto
El juego no es
una actividad como cualquier otra.
Es tan mágica como un ritual, ata y
desata
energías, oculta y revela identidades, teje una trama
misteriosa donde
entes y fragmentos de entes, hilachas
de universos contiguos y distantes, el
pasado y el
futuro, cosas muertas y otras aún no nacidas se
entrelazan
armónicamente en un bello y terrible dibujo.
Jugar es abrir la puerta prohibida,
pasar al otro lado
del espejo. Adentro, el sentido común, el buen sentido,
la vida “real” no funcionan. La identidad se quiebra,
aparece en
fragmentos reiterados de uno mismo.
La subjetividad(acostumbrada a estar sujeta,
sumergida y subyugada) se
expande y se
multiplica como
conejos saliendo uno tras
otro de una galera infinita.
Graciela Scheines
Encarar el
análisis del juego implica ponderar la utilización de medios simbólicos como
una de las características centrales de la expresión infantil. Es sabido que
juego, dibujo, lenguaje y otras formas de representación estructuran el
psiquismo del niño y su vida de relación. La literatura psicológica y
pedagógica que se ha ocupado del tema es frondosa y ha contribuido a la
comprensión de la naturaleza de esta escena infantil. Sin embargo, recortó al
juego preponderantemente en sus aspectos afectivo y cognitivo, relegando a un
segundo plano las dimensiones sociales, antropológicas y políticas. Un
recorrido incompleto puede hacer perder de vista que juegos y juguetes están
atravesados por significaciones culturales y diversas concepciones de infancia,
que no son ajenas a determinantes económicos y políticos.
El propósito del
presente artículo consistirá entonces en indagar la naturaleza del juego y del
jugar en dos dimensiones complementarias: la social y la política, con el fin
de ampliar el análisis para constituir una comprensión más profunda de este
fenómeno. Para ello realizaremos en primer término una caracterización de lo
lúdico en la escena cultural revisando críticamente las concepciones de
infancia hegemónicas, para finalizar con un análisis crítico del “atrapamiento”
del jugar a través de juegos y juguetes realizado desde la industria del
entretenimiento, en su resignificación de la infancia en términos de público
consumidor. En estos dos tiempos se intentará presentar claves de comprensión
del escenario lúdico, y se sostendrá que cuando los niños despliegan escenas
lúdicas, a través de ellas advienen tanto la historicidad cultural y las
ideologías dominantes, como la infancia de los adultos.
I. Destiempos: un
tiempo el de la cultura, otro el de la infancia
Hay gente que
puede creer lo que
quiere. Son
felices criaturas.
G.Ch. Lichtemberg
En mi casa he
reunido juguetes pequeños y grandes
sin los cuales no
podría vivir. El niño que no juega no es
niño, pero el
hombre que no juega perdió para siempre al niño
que vivía en él, y le hará mucha falta. He
edificado mi casa
también como un juguete y juego en ella de la
mañana a la noche.
Pablo Neruda
Las niñas y niños
que nos rodean nos interpelan -entre otras cosas- a evocar nuestra propia
infancia, si es que algún adulto pretende imbuirse del sentido del jugar en
cada uno de los encuentros con ellos. Esta evocación implica reflexionar sobre
una escena constitutiva del mundo infantil que en cada adulto, en forma
agazapada en muchos casos, aún pervive. “Todo adulto situado frente a un niño
no hace nada más que enfrentarse, de hecho, con su propia infancia reprimida” (Lajonquiere, 2000).
Para que esto suceda debe hacerse el ejercicio de rescatar
la experiencia propia de la infancia, desplegando “la diferencia que media
entre el niño que fue alguna vez para otros y ese otro niño real frente al cual
debe sostener una palabra”, frente a lo que pareciera ser lo único válido como
forma de vida en la sociedad: la experiencia adulta. Prácticas sociales como la
producción y transformación de los bienes materiales o las confrontaciones
políticas, hacen aparecer al juego como algo poco relevante, desvinculado de la
vida cultural “al transformarlo en una suerte de actividad transitoria, aunque
necesaria, en cierta etapa del desarrollo evolutivo de los individuos”
(Milstein y Mendes, 1999). Estas creencias adultas, “infantilizadoras” del
juego, desvalorizan esta práctica social al considerarla exclusiva de los
niños y por lo tanto poco relevante, en
una lógica que construye el binomio niñez-insignificancia.
Sin embargo, el
filósofo Agamben afirma que muchas investigaciones plantean que “el origen de
la mayoría de los juegos que conocemos se halla en antiguas ceremonias
sagradas, en danzas, luchas rituales y prácticas adivinatorias” (Agamben,
2001). Esto se ejemplifica en varios juegos: “en el de la pelota podemos
discernir las huellas de la representación ritual de un mito en el cual los
dioses luchaban por la posesión del sol; la ronda era un antiguo rito
matrimonial; los juegos de azar derivan de prácticas oraculares; el trompo y el
damero eran instrumentos adivinatorios”. Esto habilita a este autor a que
presente una bella hipótesis: “el país de los juguetes es un país donde los
habitantes se dedican a celebrar ritos y a manipular objetos y palabras
sagradas, cuyo sentido y cuyo fin sin embargo han olvidado”.
En contraposición
a la forma dominante de pensar al juego -y por ende a la infancia- creemos que
el niño posee la potencia de establecer vínculos subversivos –en el sentido de
revolver, alterar un orden- con los objetos: los transmuta en juguetes, al
mismo tiempo que se enuncia en jugador: “jugando se adquiere una conciencia
distinta de sí mismo, como no terminada ni unívoca”, afirma Scheines (1998).
Los autores que analizaremos –además de otros no abordados aquí- caracterizan
los procesos de adopción de identidades producidas por los niños en el juego,
como pasibles de ser homologadas a las del dramaturgo, escenógrafo, poeta y,
por supuesto, a la del actor, produciendo nuevos sentidos, nuevos imaginarios
que alteran las normativas del “mundo real”. Si para los adultos los objetos
constituyen algo “carente de vida propia, cuya existencia depende íntegramente
del lugar que se le haya conferido” (Forster, 1991), para los niños significa
establecer una relación de correspondencia vital: el mundo de las cosas y los
símbolos no “emerge de las páginas al ser contempladas por el niño, sino que
éste entra en ellas (...) vencen el engaño del plano y, por entretejidos de
color (...) sale al escenario donde vive el cuento de hadas” (Benjamin, 1989).
La adopción de
identidades diferentes en la niñez no constituye una metáfora, sino una
dinámica: “es el lugar de la movilidad permanente. Su cuerpo mutante juega a
descolocarse, a ser el otro en sí mismo, ser niño es tener todavía la
posibilidad de elegir. Libertad virtual que pone en el límite y arriesga la
noción misma de identidad: el niño puede devenir otra cosa de lo que se
pretende que sea (...) el cuerpo es transitorio y día a día descubre nuevas
regiones (...) como sujeto de estas mutaciones, los niños desbordan su propia
identidad y juegan a escapar así del control adulto” (Alvarado, 1996).
En este sentido,
los niños anticipan lo que no ven, predicen lo que seguirá, corroboran lo que
es, e imaginan todo nuevamente. El filósofo vienés Benjamin, atento lector de
Freud, plantea la existencia de una “gran ley” que “rige sobre el conjunto del
mundo de los juegos: la ley de la repetición (...) para el niño, esto es el
alma del juego, nada lo hace más feliz que el ‘otra vez’ (...) toda vivencia
profunda busca insaciablemente, hasta el final, repetición y retorno, busca el
restablecimiento de la situación primitiva en la cual se originó” (Benjamin,
1989).
Esto no significa
que la infancia, la imaginación y los juegos
–así como el jugar- constituyan
conceptos abstractos que den cuenta de una misma realidad, cualquiera sea el
niño, sus condiciones de existencia o cualquiera el lugar del planeta en donde
juegue. Sin embargo, tanto la literatura
especializada como el sentido común, han forjado una suerte de “naturalización”
de esta escena que es pensada en forma
dominante de la siguiente forma: “la niñez, por definición, juega. Y el juego,
también por definición, es propio de la niñez. La naturalidad del vínculo (...)
queda así establecida en términos casi biológicos” (Milstein y Mendes, 1999).
En realidad, el jugar reviste un conjunto de transformaciones históricas
propias de todo fenómeno social, y por ello no puede ser reducido sólo a una
manifestación instintiva, descarga energética, fenómeno espontáneo, vía regia
de acceso a la cultura, espacio de intervención para crear intereses o encauzar
necesidades, o lugar de deseo del niño por ser adulto (“la atracción del Mayor,
el motor esencial de la infancia” según el pedagogo M. Debesse).
Los intentos del
adulto por apropiarse, encauzar e incluso dirigir el juego, sostenido por la
creatividad, la fantasía y la ficcionalización (y quizás debido precisamente a
estos componentes) provienen de voluntades paternas, pedagógicas y
especializadas en la infancia. La pretensión es racionalizarlo, pedagogizarlo
(1), y diagnosticarlo a fin de “corregir
el juego de los niños para volver sus acciones compatibles con los mandatos de
la socialización normativa, disciplinadora y homogeneizadora (...) como
finalidad preponderante de todo el proceso educativo” (2) y junto a esta
finalidad, las de preparación para la vida adulta, los procesos de reeducación del jugar o la de “curación”
frente a perturbaciones, tendientes todas ellas a lograr el apropiado
funcionamiento de los niños en la familia, la escuela y la sociedad toda.
Desde la
psicología evolutiva, por ejemplo, algunos enfoques sostienen un
instrumentalización del juego, al plantear que “los niños y las niñas son
felices jugando y eso, por sí solo, ya sería suficiente para pensar en incluir
el juego en el proyecto educativo” y por ello proponen una “tutorización” del
juego que signifique una “tolerancia vigilante a la iniciativa de los
jugadores, la disponibilidad para la intervención, el consejo y el comentario
(...) interviniendo cuando la situación
lo requiere (...) añadiendo, sugiriendo, redefiniendo” (3).
Los ejemplos de
infantilización y pedagogización en la historia de la cultura abundan. Platón
afirma: “los juegos son necesarios a los niños (...) les son naturales (...)
los niños se reunirán en sitios consagrados a los dioses. Su nodriza estará con
ellos, para cuidar de que todo se mantenga en orden y moderar sus pequeñas
vivacidades” (4). Aristóteles por su parte plantea que “es preciso saber
emplear el juego como un remedio saludable (...) a fin de prepararles para
trabajos que más tarde les esperan, y así, ser en general ensayos de los
ejercicios a que habrán de dedicarse en edad más avanzada” (5). San Agustín
caracteriza al juego como “algo ligado a lo banal de la vida y lamentándose de
sus travesuras de niño para poder jugar y que tantos azotes le costaran” (6).
El filósofo Kant, en su “Tratado de Pedagogía” afirma: “es de lo más
perjudicial habituar al niño a que mire todas las cosas como un juego (...) es
preciso que tenga también sus momentos de trabajo. Si no comprende
inmediatamente para qué le sirve esta coacción, más tarde advertirá su gran
utilidad”. En “Manifiesto sobre la educación” llega aún más lejos: “...en razón
de sus inclinaciones animales no dispone aún de la libertad y debe ser, por
tanto, constreñido por una disciplina. El niño sólo se convierte en hombre
mediante la educación; entendámonos: se convierte en la persona humana que aún
no es” (7).
Si se dirige la
mirada hacia la América del siglo XIX, las cosas no varían: Sarmiento es claro
en su concepción: “ustedes conocen por experiencia el efecto del corral sobre
los animales indómitos. Basta el reunirlos para que se amansen al contacto del
hombre. Un niño no es más que un animal que se educa y dociliza” (...) “el niño
ante la razón es un ser incompleto, y el púber lo es más aún, ya porque su
juicio no está todavía suficientemente desenvuelto, ya porque sus pasiones
tomen en aquella época un desusado y peligroso desenvolvimiento”. Otros
pedagogos, políticos y filántropos latinoamericanos de esa época producen
planteos cercanos al sarmientino.
El siglo XX
siguió mostrando concepciones semejantes: para el psicólogo alemán Groos el
juego constituye un ejercicio preparatorio para el desarrollo de funciones
adultas. Los pedagogos de la “escuela nueva” (8) O. Decroly y E. Claparede
plantean: “ ¿no es preferible explotar esta fuerza cuya eficacia es indudable
en todos los niños, a saber, la necesidad del juego y favorecer así la
conciencia de un fin cada vez más remoto, aumentando gradualmente las
dificultades?” (9). Para el segundo “el juego es el trabajo, es el bien, es el
deber, es el ideal de la vida”. Por otra parte, en Cosettini (1962) encontramos
explícitamente cuál es el objetivo que todo pedagogo debiera seguir: “intentar
trasladar la atmósfera del juego libre a una expresión más formal (...) parto
del juego, le doy coherencia, lo transformo en actividad estética, no fuerzo su
ritmo, los impulso a pasar de un ciclo a otro en un proceso natural (...) y le
doy elementos para su crecimiento”, o también “en el juego se educa
espontáneamente, consiguiendo a su tiempo, y sin proponérselo, instrucción,
civilidad, disciplina” (10).
Ya en el campo de
la clínica psicológica y psicopedagógica de niños, el ejemplo paradigmático lo
constituye la técnica denominada “hora de juego diagnóstica”, que
tradicionalmente ha consistido en “ofrecerle al niño la posibilidad de jugar en
un contexto particular, con un encuadre dado que incluye espacio, tiempo,
explicitación de roles y finalidad”. Esta técnica constriñe el jugar a una
limitación temporo-espacial predeterminada, con material específico a ser
utilizado y objetivos ya delimitados. El profesional interviene en “la puesta
de límites en caso de que el paciente tienda a romper el encuadre”. La tensión
que se produce por el intento de uso de la escena lúdica para ser transformada
en un fenómeno instrumental es inevitable: se planifica una fuerte intervención
regulatoria al tiempo que se pretende “crear la condiciones óptimas para que el
niño pueda desarrollar su juego con la mayor espontaneidad posible” (Siquier de
Ocampo y otros, 1983). Hace más de 80 años, el psicólogo ruso Lev Vigotsky
afirmaba: “no hay método que sea válido si actúa en contra de los intereses del
niño”.
En todo caso, más
que un intento –generalmente fallido- de dirigir o corregir el juego, el
clínico debería “auspiciarlo en su advenimiento” (Baraldi, 1999) o bien
establecer otra lógica, que no es la del discurrir del juego: proponer al
niño actividades lúdicas propiciadas por
el profesional como estrategia clínica guiada por hipótesis de trabajo.
Todas las formas
de apropiación adultas del juego mencionadas, hablan de una concepción del niño
como “adulto en formación” que frente al jugar, operan pedagogizando juegos y
juguetes: el jugar, al ser pensado como natural en el niño, resulta ideal para
llevar a cabo un “aprendizaje placentero”, vehiculizando su potencia creadora
en “productiva”. En otras palabras: “La pedagogía, que consolidó su prestigio
durante el siglo XIX, mantiene hasta nuestros días el monopolio de los
discursos institucionales sobre la niñez y legitima con su aparente neutralidad
la ética de la productividad o el máximo rendimiento” (11). También las
disciplinas psi corren el riesgo de legitimar un deber ser del niño respecto
del juego y su despliegue metafórico al pretender “descubrir juguetes que
tengan la potestad de hacer madurar adecuadamente o de forma rápida, límpida,
libre y correcta las potencialidades infantiles” (Lajonquiere, 2000).
Si tal como
plantea críticamente el historiador Huizinga (1944), la cultura moderna ha
producido una clara división entre trabajo y juego creando pares antinómicos
como sabiduría-necedad, seriedad-banalidad, orden-desorden y aún
racionalidad-instinto, caracterizando al polo del juego como una actividad poco
seria, irracional, carente de productividad, que implica pérdida de tiempo,
etc., entonces es esperable que produzca una intervención y un reemplazo del
juego por actividades productivas. En contrario a esta concepción hegemónica,
este autor sostiene la idea de que la cultura humana nace del juego –como
juego- y en él se desarrolla, hasta que la modernidad produce la operación
recién descrita.
Lo mismo puede
pensarse para la infancia: para la concepción cultural dominante, es ésta una
forma cultural de vida que deberá necesariamente mutar hacia fines razonables y
redituables. Claro que así las cosas, el como si, la ficcionalización propia
del jugar, se transforma -como producto de la intervención adulta- “en como si
fuera juego” (12), desnaturalizándolo en su significación profunda, perdiendo
su carácter imaginativo, desinteresado, autónomo y espontaneísta en pos de una
planificación con propósitos externos a él. La definición de juego planteada
por Huizinga se aleja claramente de todo intento por capturarlo: “el juego es
una actividad libre, que se desarrolla dentro de unos límites temporarios y
espaciales determinados, según reglas absolutamente obligatorias, aunque
libremente aceptadas, acción que tiene su fin en sí misma y que va acompañada
de un sentimiento de tensión y alegría, y de la conciencia de ‘ser de otro
modo’ que en la vida corriente” (13).
II. Una política
de colonización de la infancia
No crean que el
destino sea otra
cosa que la
plenitud de la infancia
R.M.Rilke
Nunca es
demasiado pronto para crear unos
hábitos de
consumo tales como la fidelidad a una
marca o la frecuentación de un punto de venta
J. Brée
La felicidad,
sobre todo la felicidad durante la niñez,
parece alcanzarse
a través de la adecuación de los signos:
se es feliz
cuando se dispone adecuadamente de los signos
y esos signos
efectivamente significan lo que deben significar.
D. Diederichsen
Al caracterizar
los juegos, el jugar y los juguetes, planteamos que un análisis de éstos sería
incompleto si no se consideraba la dimensión política, que en el capitalismo
post-industrial de principios de siglo XXI, se encuentra ya indisolublemente
subordinado a las prácticas económicas y financieras. No es posible desconocer entonces
que juegos y juguetes circulan como mercancías, que los niños son
caracterizados como consumidores, en un contexto de uniformización y
disciplinamiento de sus tiempos tanto privados como públicos. Esto constituye
una verdadera operación de racionalización discursiva que funda una nueva
concepción de infancia, que destituye a la anterior, propia de la modernidad
con su sesgo moralizante y humanista, sostenido por las instituciones familiar
y escolar.
Este poder
disciplinario que reglamenta tiempos, espacios, cuerpos e imaginarios, se
ejerce a través de las instituciones sociales de la cultura, legitimado a su
vez por las prácticas disciplinarias como la medicina, psiquiatría, derecho,
psicología y pedagogía (1).
Para la posición
mercantil, juegos y juguetes que no se instituyen en objetos de consumo son
improductivos y de función inacabada: se trata de borrar el grado de
indeterminación necesaria en todo juguete, que implica que posea un valor
polisémico. La industria cultural (2) para el consumo infantil formatea prácticas y discursos a través del
merchandising del juguete.
Al respecto, es
clara la mirada que el semiólogo Barthes (1980) dirige hacia este fenómeno:
“los juguetes habituales son esencialmente un microcosmos adulto; todos
constituyen reproducciones reducidas de objetos humanos, como si el niño, a los
ojos del público, sólo fuese un hombre más pequeño, un homúnculo al que se debe
proveer de objetos de su tamaño”. Todos ellos provenientes “de la vida moderna
adulta: ejército, medicina (maletines y equipos en miniatura, salas de
operación para muñecas), escuela, peinado artístico, aviación, transportes
(trenes, autos, motos, lanchas, estaciones de servicio), ciencia (equipos de
química), (...) ante este universo de objetos fieles y complicados, el niño se
constituye, apenas, en propietario, en usuario, jamás en creador; no inventa el
mundo, lo utiliza”.
Si juegos y juguetes no se adecuan a las
necesidades del mercado -y a las de los adultos- serán entonces marginales con
respecto a su valor utilitario. No se concibe el manipuleo inútil, gozoso y
desinteresado que implica a relación jugador-juguete, y por ello se la
reemplaza por la de poseedor-posesión, donde el juguete es entonces símbolo de
poder y riqueza para el niño que lo ostenta. Este estado de cosas genera un
“proceso de enajenación de la infancia (...) que expulsa a los niños y niñas de
las calles y plazas, de los juegos y las canciones espontáneamente
reinventados, de la interacción directa entre ellos” (Alonso, M. y otros, 1995).
Marginado,
excluido o más precisamente expulsado (3), es la categoría complementaria a
consumidor. ¿Qué significa niño cliente-consumidor? El que accede a las
variantes que el mercado ofrece en calidad de mercancías a través de canales de
cable especializados y sus productos: muñecos, revistas, videos, indumentaria;
a juegos electrónicos públicos y de bolsillo; a sitios específicos en páginas
web; a locales de fast-foods, a plazas de juegos en supermercados y shoppings;
a espacios infantiles en librerías y museos, entre otros. ¿Qué significa niño
expulsado? Millones de ellos, que n las ciudades del mundo son empujados a un
estado de pobreza, viviendo y trabajando en calles, trenes y subterráneos,
y en el mejor de los casos, con una
escolaridad deficiente. Es sabido que los gustos y consumos culturales de los
niños poseen significaciones contrastantes según la clase social a la que
pertenecen, es decir, a condiciones de existencia específicas, pero en el caso
del niño expulsado, cabe la pregunta de qué significa la infancia allí donde no
hay lugar para un niño, sino lugar para el desamparo. ¿Cómo se ha llegado a
este estado de cosas?
Desde la segunda
mitad del siglo XX y con el perfeccionamiento del industrialismo, se fue
configurando la denominada “segunda industrialización”, que se ha dirigido no a
la producción y consumo de bienes materiales, sino simbólicos: la tecnología
dirigida al dominio interior del sujeto,
a través de mercancías culturales, producidas y distribuidas sobre el modelo de
la industria técnica y económica, que utilizan a los medios masivos de
comunicación y la publicidad (agente discursivo del mercado) a fin de dinamizar
este proceso, alcanzando a la masa de público.
La producción en
masa tiene su propia lógica: la del consumo incesante de las mercancías
culturales. Si bien a principios del siglo XX la cultura estaba estratificada
fuertemente a través de las clases sociales, las edades, los niveles de
educación que delimitaban zonas de cultura respectivas, estas barreras han sido
parcialmente borroneadas, a partir de las profundas transformaciones sociales y
tecnológicas producidas desde la década de los ’50. Esto trajo como
consecuencia el establecimiento de nuevos tipos de públicos-consumidores: el
femenino, el juvenil y el infantil.
El público
infantil comienza a consumir productos culturales específicamente diseñados,
produciéndose así un doble efecto inédito: en primer lugar, la aceleración de
la infancia, de manera que los niños sean aptos para iniciarse en su historia
de consumidores de productos culturales
específicos, y en su conjunto luego, en la adolescencia y la adultez; y
en segundo lugar, la adopción por parte de los adultos de conductas de consumo
propias de niños y jóvenes.
El quiebre (por
efecto de la globalización, como se explica más abajo) del escenario cultural
instaurado por el proyecto moderno, modificó fuertemente la identidad de la
relación individuo-sociedad: si bien la sociedad de consumo ejerce una
violencia sobre la subjetividad, atendiendo a lo analizado en el punto
anterior, en relación a los desarrollos del constructivismo respecto del
desarrollo del sujeto, no se puede afirmar que “anula todo posible despliegue
del pensamiento autónomo” (4). Si bien el análisis crítico que un niño puede
realizar acerca de la incitación al consumo pueda ser precario –por tratarse de
un “cliente desprevenido”- este fenómeno de imposición no es absoluto, es
decir, no se manifiesta como imposible el librarse de la atención hegemónica y
de la instauración de mecanismos automáticos en el psiquismo al consumir los
productos de consumo. La lógica de la relación no es manipulatoria, sino que el
efecto puede pensarse como relativo, a
partir de las prácticas de recepción que los niños despliegan.
Esto no significa
concebir al sujeto como autónomo frente al poder de los medios como formadores
de subjetividad, sino plantear que los niños peculiarizan formas de expresión
discursiva a través de instrumentos de mediación (juegos, canciones,
narrativas) con sus mecanismos enunciativos correspondientes, expresiones que
no remiten a meras reproducciones, sino a una compleja trama de
reconstrucciones y transformaciones al interior de sus juegos y juguetes,
compuesta tanto por aspectos reproductivos como originales. Este proceso es
claramente descrito por Vigotski: “los elementos que entran en la composición
de los productos de la imaginación son tomados de la realidad por el hombre,
dentro del cual, en su pensamiento, sufrieron una compleja reelaboración
convirtiéndose en producto de su imaginación. Por último, materializándose,
volvieron a la realidad, pero trayendo ya consigo una fuerza activa, nueva,
capaz de modificar esa misma realidad, cerrándose de este modo el círculo de la actividad
creadora de la imaginación humana” (5).
Frente al
desmesurado desarrollo de las nuevas tecnologías comunicacionales, que imprimen
un sesgo impensado a la producción masiva de productos culturales a nivel
planetario, la Industria Cultural se ido ha transformado en un fenómeno que la
desborda: la conformación de corporaciones multinacionales abocadas al
creciente e incesante negocio del entretenimiento y la información.
En las dos
últimas décadas del siglo pasado, los consorcios multinacionales -que diluyen
las particularidades continentales, nacionales y regionales que presentan los
públicos consumidores- se reagruparon a partir de fusiones empresariales, en un
grupo cada vez más reducido de corporaciones que controla, posee y distribuye
la mayor parte de productos que la audiencia mundial consume, sobretodo a
través de los principales medios masivos de comunicación.
Este proceso,
denominado globalización, también es responsable del forjamiento de este nuevo
estatuto de la infancia, en donde su socialización “es concebida como un
proceso complejo y multidireccional en el que intervienen simultáneamente
diversos agentes sociales con los que los niños interactúan (...) muchas de las
organizaciones que actualmente llevan adelante la pedagogía cultural no son
organismos educativos sino entidades comerciales que no apuntan al bien social
sino a la ganancia corporativa” (Minzi, 2003).
Juegos y
juguetes, capturados por la lógica del mercado, pasan a un nuevo hábitat
material y simbólico de la infancia: se produce entonces una “reconfiguración
de las relaciones de poder niño-adulto, donde la imagen de la infancia que
distribuyen los medios de comunicación muestra niños “astutos, rápidos,
independientes y superan, en mucho, las capacidades de los adultos” (6).
Pensemos en la recepción de los nuevos tipos de narrativas de los dibujos
animados de los canales de televisión infantiles, o las destrezas desarrolladas
en el manejo de video-games.
Se puede inferir,
para finalizar, que el escenario actual ha modificado sustancialmente “la
manera de construir el saber, el modo de aprender, la forma de conocer” (7), lo
que constituye un desafío de proporciones a la hora de encarar el trabajo
clínico con niños, ya que es imperativo comprender la lógica de estas nuevas
cogniciones y los lazos que ellos establecen con los diversos contextos
simbólicos que los atraviesan: los medios masivos y los mercados del juguete y
el esparcimiento.
Pequeñas
reflexiones finales: hacia una mirada de la infancia
como invención
Leer lo que no
sabemos leer, lo que se hurta a
nuestros esquemas
previos de comprensión,
lo que no está
dicho en nuestra propia lengua.
M. Heidegger
A lo largo del
presente artículo se ha analizado críticamente la concepción dominante acerca
del juego y de la infancia, y cómo ésta puede habitar inadvertidamente las
concepciones adultas si se instrumentaliza sin más una actividad como el jugar,
que demanda una comprensión profunda que no quede sepultada por un afán de
capturar significaciones que hablen de lo que se pretende instaurar en niños y
niñas. Las dimensiones sociales, antropológicas y culturales del juego también son
constitutivas de los procesos de desarrollo en la infancia.
Luego se abordó
la lógica posmoderna de asedio a la infancia a través de la producción
planetaria de mercancías lúdicas, destinadas a homogeneizar las prácticas e
imaginarios infantiles.
En el juego se
materializa una existencia, la del niño, que sigue siendo inquietante para la
vida adulta que, asustada, intenta colonizarlo, quizás sospechando que aunque
someta al niño a castigos y penitencias, a éste le bastará con cerrar los ojos
para hacer saltar al mundo impuesto en pedazos.
Un pensar
responsable podría contraponer al asedio de la subjetividad infantil, una
potencia crítica en defensa de un modo de existencia cada vez más frágil,
escuchando aquello que se escabulle en el jugar hacia otros mundos, tan
difíciles de atrapar en informes, ateneos y simposios de las disciplinas que se
arrogan el “explicar a la infancia”: instaurar una mirada de la infancia en
términos de invención. Abandonar la intención de evaluar o psicometrizar al
juego quizás permita a los especialistas recordar sus propios juegos, y algo
más lejano aún: su jugar.
Es preciso seguir
construyendo “un saber sobre la infancia que aún nos trabaja interiormente” (Frigerio,
1999) para asumir que el juego es algo que acontece, no es un niño que juega
para el adulto que lo observa, no se trata de establecer una lectura o
interpretación más allá del juego sino en su territorio: una escena que no
puede ser prevista o planificada, sino inesperada.
En palabras del filósofo
Deleuze: “es a fuerza de deslizarse que se pasará del otro lado, ya que el otro
lado no es sino el sentido inverso. Y si no hay nada que ver detrás del telón,
es que todo lo visible, o más bien, toda la ciencia posible, está a lo largo
del telón, que basta con seguir lo bastante lejos y lo bastante estrechamente
como para invertir lo derecho”.
El juego es una
obra abierta de multiplicidad de sentidos, una geografía inquieta, “es la
acción de un desvío, la oportunidad o la excusa para realizar un salto, una
rotación hacia otra conexión de cada uno (...) para eso el otro en necesario”
(Percia, 1991). El juego requiere del jugar, y es con el niño con quien se debe
lograr -desde la propia infancia del adulto- que ese espacio advenga.
Referencias del
punto I
(1) la
pedagogización puede ser entendida como un proceso a través del cual los niños
son constituidos en forma progresiva en objetos pedagógicos, sobre los que se
ejercen acciones sistemáticas de inculcación de raciocinio y cultura,
orientadas al desarrollo intelectual y social, enmarcadas en un principio
dentro del sistema escolar y luego en otros contextos a los que pertenecen los
niños. (ver en unidad 4 “Los lugares sociales de la infancia...”)
(2) Milstein, D.;
Mendes, H. (1999)
(3) Ortega, R.;
Lozano, T. Espacios de juego y desarrollo de la autonomía y la identidad en la
educación infantil. Revista “Aula”, 1996
(4) Platón.
Diálogos. Ed. Porrúa, México, 1991.
(5) Aristóteles.
Política. Ed. Espasa Calpe, Buenos Aires, 1941.
(6) Arrupe, 2000,
ob.cit.
(7) Para ver en
detalle estas concepciones en la antigüedad y el renacimiento, consultar Marrou
,1976 y Gueventter, s/f.
(8) La escuela
nueva fue una corriente de renovación pedagógica que durante las primeras
décadas del siglo XX sostuvo el protagonismo del niño en el proceso educativo y
la necesidad de modificar sustancialmente la metodología y didáctica vigentes.
En un intento de diálogo con otras disciplinas abocadas al estudio del niño, algunos autores
consideran que la teoría psicogenética de Piaget constituye una fundamentación
científica de esta escuela.
(9) Decroly, O.
El juego educativo. Ed. Morata, Barcelona, 1998.
(10) Vidari,
citado en Arrupe, 2000.
(11) Alvarado,
1996.
(12) Milstein,
D.; Mendes, H., ob.cit.
(13) Huizinga,
1944, ob.cit.
Bibliografía
consultada del punto I
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Infancia e historia. Adriana Hidalgo edit., Buenos Aires, 2001.
Arrupe, O.
Lenguaje, juego y aprendizaje escolarizado. Ed. Dunken, Buenos Aires, 2000.
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Escritos. La literatura infantil, los niños y los jóvenes. Ed. Nueva Visión,
Buenos Aires, 1989.
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juego al arte infantil. Eudeba, Buenos Aires,1962.
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Psicopedagogía: conceptos y problemas. Ed. Biblos, Buenos Aires, 2002.
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Juegos inocentes, juegos terribles.
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Siquier de
Ocampo, M. Las técnicas proyectivas y el proceso psicodiagnóstico. Edic. Nueva
Visión, Buenos Aires, 1983.
Referencias del
punto II
(1) Un pormenorizado estudio de este fenómeno
puede encontrarse en Foucault (1978).
(2) Para ver el fenómeno de la Industria
Cultural, consultar en la unidad 1 “Mutaciones en el escenario cultural
contemporáneo...”
(3) “¿Cómo llamar a niños y adolescentes víctimas
del despojo material y simbólico? “Descartamos marginal porque su definición
remite a un centro desde donde se señala y delimita la periferia; también
exclusión, porque esta categoría desdibuja los lugares donde otros habitan y
carga de una valor positivo inexcusable al territorio al que es necesario
integrar; vulnerables, porque pone el acento en la debilidad del otro y nos
coloca del lado de la fortaleza, del poder; menores, por su connotación
penalizante; en riesgo, porque abre inevitablemente la pregunta: ¿en riesgo de
qué y para quién?; desertores porque, no su carga militarizada, refiere a la
falta individual a un deber; pobres, porque termina funcionando como una suerte
de esencia totalizante a la que se encadenan otros significantes, todos
asociados con la carencia; de la calle porque naturaliza la condición de vida
de muchos niños y adolescentes” (Diker, 2006). Aquí caracterizamos a estas
masas poblacionales como expulsados, puesto que “la pobreza define estados de
desposesión material y cultural que no necesariamente atacan procesos de
filiación y horizontes o imaginarios futuros (...) la idea de expulsión social
refiere a la relación entre un estado de exclusión y lo que lo hizo posible
(...) el resultado de una operación social (...) se trata de sujetos que han
perdido su visibilidad en la vida pública” (Duschatzky y Corea, 2002). De la
misma forma, la caracterización de exclusión aparece como equívoca, puesto que
“se presenta más como un destino (contra el que hay que luchar) que como el
resultado de una asimetría social de la que algunas personas sacarían partido
en perjuicio de otras. (...) unos, mejor dotados de múltiples virtudes, han
sabido aprovechar las oportunidades que otros, menos inteligentes o aquejados
de desventajas (o vicios), dejaron escapar” (Boltanski y Chiapello, 2002). La
exclusión borra el fenómeno de la explotación que tiene su epicentro en la
relación empleador-empleado: los expulsados ni siquiera son explotados, ya que
carecen de un trabajo estable que conlleve alguna relación de dependencia
salarial (e incluso de cualquier tipo de trabajo, aún el de mano de obra barata
o esclava)”. En: “Aprendizajes y políticas de expulsión social: implicancias en
la clínica de niños y adolescentes”. Cerdá, L. y Equipo de cátedra (2004)
Estrategias teóricas y clínicas de intervención en psicopedagogía. Buenos
Aires, UNLZ.
(3) Horkheimer, M.; Adorno, Th. (1994)
(4) Vigotski, 1988, ob.cit.
(5) Minzi (ob. cit.)
(6) Minzi, (ob.cit)
Bibliografía
consultada del punto II
Alonso, M.,
Matilla, L.; Vázquez, M. Teleniños públicos, teleniños privados. Edic. de la
Torre, Madrid, 1995.
Barthes. R.
Mitologías. Ed. Siglo XXI, México, 1980.
Foucault. M.
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Horkheimer, M.;
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Minzi, V. Mercado
para la infancia o una infancia para el mercado. En: Carli, S. “Estudios sobre
comunicación, educación y cultura”. Edic. La Crujía, Buenos Aires, 2003.
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Psicología Educacional en el escenario cultural mediático. En: Chardón, M.
(comp.) “Perspectivas e interrogantes en Psicología Educacional”. Eudeba,
Buenos Aires, 2000.
Percia, M. Notas
para pensar lo grupal. Lugar edit., Buenos Aires, 1991.
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