EL
CREADOR LITERARIO Y EL FANTASEO (1907)
Sigmund FREUD
A nosotros, los legos, siempre nos intrigó
poderosamente averiguar de dónde esa maravillosa
personalidad, el poeta, toma sus materiales
-acaso en el sentido de la pregunta que aquel
excitaciones de las que quizá ni siquiera
nos creíamos capaces. Y no hará sino acrecentar
nuestro interés la circunstancia de que el
poeta mismo, si le preguntamos, no nos dará noticia
alguna, o ella no será satisfactoria; aquel
persistirá aun cuando sepamos que ni la mejor
intelección sobre las condiciones bajo las
cuales él elige sus materiales, y sobre el arte con que
plasma a estos, nos ayudará en nada a
convertirnos nosotros mismos en poetas.
¡Si al menos pudiéramos descubrir en
nosotros o en nuestros pares una actividad de algún
modo afín al poetizar! Emprenderíamos su
indagación con la esperanza de obtener un primer
esclarecimiento sobre el crear poético. Y
en verdad, esa perspectiva existe; los propios poetas
gustan de reducir el abismo entre su rara
condición y la naturaleza humana universal: harto a
menudo nos aseguran que en todo hombre se
esconde un poeta, y que el último poeta sólo
desaparecerá con el último de los hombres.
¿No deberíamos buscar ya en el niño las
primeras huellas del quehacer poético? La ocupación
preferida y más intensa del niño es el
juego. Acaso tendríamos derecho a decir: todo niño que
juega se comporta como un poeta, pues se
crea un mundo propio o, mejor dicho, inserta las
cosas de su mundo en un nuevo orden que le
agrada. Además, sería injusto suponer que no
toma en serio ese mundo; al contrario, toma
muy en serio su juego, emplea en él grandes
montos de afecto. Lo opuesto al juego no es
la seriedad, sino... la realidad efectiva. El niño
diferencia muy bien de la realidad su mundo
del juego, a pesar de toda su investidura afectiva; y
tiende a apuntalar sus objetos y
situaciones imaginados en cosas palpables y visibles del
mundo real. Sólo ese apuntalamiento es el
que diferencia aún su «jugar» del «fantasear».
Ahora bien, el poeta hace lo mismo que el
niño que juega: crea un mundo de fantasía al que
toma muy en serio, vale decir, lo dota de
grandes montos de afecto, al tiempo que lo separa
tajantemente de la realidad efectiva. Y el
lenguaje ha recogido este parentesco entre juego
infantil y creación poética llamando
«juegos» {«Spiel»} a las escenificaciones del poeta que
necesitan apuntalarse en objetos palpables
y son susceptibles de figuración, a saber:
«Lustspiel» {«comedia»; literalmente,
«juego de placer»}, «Trauerspiel» {«tragedia»; «juego de
duelo»}, y designando «Schauspieler»
{«actor dramático»; «el que juega al espectáculo»} a
quien las figura. Ahora bien, de la
irrealidad del mundo poético derivan muy importantes
consecuencias para la técnica artística,
pues muchas cosas que de ser reales no depararían
goce pueden, empero, depararlo en el juego
de la fantasía¡ y muchas excitaciones que en sí
mismas son en verdad penosas pueden convertirse
en fuentes de placer para el auditorio y los
espectadores del poeta.
En virtud de otro nexo, nos demoraremos
todavía un momento en esta oposición entre realidad
efectiva y juego. Cuando el niño ha crecido
y dejado de jugar, tras décadas de empeño anímico
por tomar las realidades de la vida con la
debida seriedad, puede caer un día en una
predisposición anímica que vuelva a
cancelar la oposición entre juego y realidad. El adulto
puede acordarse de la gran seriedad con que
otrora cultivó sus juegos infantiles y, poniéndolos
en un pie de igualdad con sus ocupaciones
que se suponen serias arrojar la carga demasiado
pesada que le impone la vida y conquistarse
la elevada ganancia de placer que le procura el
humor.
El adulto deja, pues, de jugar; aparentemente
renuncia a la ganancia de placer que extraía del
juego. Pero quien conozca la vida anímica
del hombre sabe que no hay cosa más difícil para él
que la renuncia a un placer que conoció. En
verdad, no podemos renunciar a nada; sólo
permutamos una cosa por otra; lo que parece
ser una renuncia es en realidad una formación de
sustituto o subrogado. Así, el adulto,
cuando cesa de jugar, sólo resigna el apuntalamiento en
objetos reales; en vez de jugar, ahora
fantasea. Construye castillos en el aire, crea lo que se
llama sueños diurnos. Opino que la mayoría
de los seres humanos crean fantasías en ciertas
épocas de su vida. He ahí un hecho por
largo tiempo descuidado y cuyo valor, por eso mismo,
no se apreció lo suficiente.
El fantasear de los hombres es menos fácil
de observar que el jugar de los niños. El niño juega
solo o forma con otros niños un sistema
psíquico cerrado a los fines del juego, pero así como
no juega para los adultos como si fueran su
público, tampoco oculta de ellos su jugar. En
cambio, el adulto se avergüenza de sus
fantasías y se esconde de los otros, las cría como a
sus intimidades más personales, por lo
común preferiría confesar sus faltas a comunicar sus
fantasías. Por eso mismo puede creerse el
único que forma tales fantasías, y ni sospechar la
universal difusión de parecidísimas
creaciones en los demás. Esta diversa conducta del que
juega y el que fantasea halla su buen
fundamento en los motivos de esas dos actividades, una
de las cuales es empero continuación de la
otra.
El jugar del niño estaba dirigido por
deseos, en verdad por un solo deseo que ayuda a su
educación; helo aquí: ser grande y adulto.
juega siempre a «ser grande», imita en el juego lo que
le ha devenido familiar de la vida de los
mayores. Ahora bien, no hay razón alguna para
esconder ese deseo. Diverso es el caso del
adulto; por una parte, este sabe lo que de él
esperan: que ya no juegue ni fantasee, sino
que actúe en el mundo real; por la otra, entre los
deseos productores de sus fantasías hay
muchos que se ve precisado a esconder; entonces
su fantasear lo avergüenza por infantil y
por no permitido.
Preguntarán ustedes de dónde se tiene una
información tan exacta sobre el fantasear de los
hombres, si ellos lo rodean de tanto
misterio. Pues bien; hay un género de hombres a quienes
no por cierto un dios, sino una severa
diosa -la Necesidad-, ha impartido la orden de decir sus
penas y alegrías. Son los neuróticos, que
se ven forzados a confesar al médico, de quien esperan
su curación por
tratamiento psíquico, también sus fantasías; de esta fuente proviene nuestro mejor conocimiento, y
luego hemos llegado a la bien fundada conjetura de que nuestros enfermos no nos comunican sino lo
que también podríamos averiguar en las personas
sanas.
Procedamos a tomar conocimiento de algunos
de los caracteres del fantasear. Es lícito decir
que el dichoso nunca fantasea; sólo lo hace
el insatisfecho. Deseos insatisfechos son las
fuerzas pulsionales de las fantasías, y
cada fantasía singular es un cumplimiento de deseo, una
rectificación de la insatisfactoria
realidad. Los deseos pulsionantes difieren según sexo, carácter
y circunstancias de vida de la personalidad
que fantasea; pero con facilidad se dejan agrupar
siguiendo dos orientaciones rectoras. Son
deseos ambiciosos, que sirven a la exaltación de la
personalidad, o son deseos eróticos. En la
mujer joven predominan casi exclusivamente los
eróticos, pues su ambición acaba, en
general, en el querer-alcanzar amoroso; en el hombre
joven, junto a los deseos eróticos cobran
urgencia los egoístas y de ambición. Sin embargo, no
queremos destacar la oposición entre ambas
orientaciones, sino más bien su frecuente
reunión; así como en muchos retablos puede
verse en un rincón la imagen del donador, en la
mayoría de las fantasías egoístas se
descubre en un rinconcito a la dama para la cual el
fantaseador lleva a cabo todas esas
hazañas, y a cuyos pies él pone todos sus logros. Ya ven
ustedes: hay aquí hartos y poderosos
motivos de ocultación; es que a la mujer bien educada
sólo se le admite un mínimo de apetencia
erótica, y el hombre joven debe aprender a sofocar la
desmesura en su sentimiento de sí, en que
lo malcriaron en su niñez, a fin de insertarse en una
sociedad donde sobreabundan los individuos
con parecidas pretensiones.
Guardémonos de imaginar rígidos e
inmutables los productos de esta actividad fantaseadora:
las fantasías singulares, castillos en el
aire o sueños diurnos. Más bien se adecuan a las
cambiantes impresiones vitales, se alteran
a cada variación de las condiciones de vida, reciben
de cada nueva impresión eficaz una «marca
temporal», según se la llama. El nexo de la
fantasía con el tiempo es harto sustantivo.
Es lícito decir: una fantasía oscila en cierto modo
entre tres tiempos, tres momentos
temporales de nuestro representar. El trabajo anímico se
anuda a una impresión actual, a una ocasión
del presente que fue capaz de despertar los
grandes deseos de la persona; desde ahí se
remonta al recuerdo de una vivencia anterior,
infantil las más de las veces, en que aquel
deseo se cumplía, y entonces crea una situación
referida al futuro, que se figura como el
cumplimiento de ese deseo, justamente el sueño diurno
o la fantasía, en que van impresas las
huellas de su origen en la ocasión y en el recuerdo. Vale
decir, pasado, presente y futuro son como
las cuentas de un collar engarzado por el deseo.
El ejemplo más trivial puede servir para
ilustrarles mi tesis. Supongan el caso de un joven pobre
y huérfano, a quien le han dado la
dirección de un empleador que acaso lo contrate. Por el
camino quizá se abandone a un sueño diurno,
nacido acorde con su situación. El contenido de
esa fantasía puede ser que allí es
recibido, le cae en gracia a su nuevo jefe, se vuelve
indispensable para el negocio, lo aceptan
en la familia del dueño, se casa con su encantadora
hijita y luego dirige el negocio, primero
como copropietario y más tarde como heredero. Con ello
el soñante se ha sustituido lo que poseía
en la dichosa niñez: la casa protectora, los amantes
padres y los primeros objetos de su
inclinación tierna. En este ejemplo ustedes ven cómo el
deseo aprovecha una ocasión del presente
para proyectarse un cuadro del futuro siguiendo el
modelo del pasado.
Aún habría mucho que decir sobre las
fantasías; me limitaré a las más escuetas indicaciones.
El hecho de que las fantasías proliferen y
se vuelvan hiperpotentes crea las condiciones para la
caída en una neurosis o una psicosis;
además, las fantasías son los estadios previos más
inmediatos de los síntomas patológicos de
que nuestros enfermos se quejan. En este punto se
abre una ancha rama lateral hacia la
patología.
No puedo omitir el nexo de las fantasías
con el sueño. Tampoco nuestros sueños nocturnos
son otra cosa que unas tales fantasías,
como podemos ponerlo en evidencia mediante su
interpretación. El lenguaje, con su
insuperable sabiduría, hace tiempo que ha
decidido el problema de la esencia de los
sueños {Traum} llamando también «sueños diurnos»
{«Tagtraum»} a los castillos en el aire de
los fantaseadores. Si a pesar de esa indicación el
sentido de nuestros sueños nos parece la
mayoría de las veces oscuro, ello es debido a una
sola circunstancia: que por la noche se
ponen en movimiento en nuestro interior también unos
deseos de los que tenemos que avergonzarnos
y debemos ocultar, y que por eso mismo fueron
reprimidos, empujados a lo inconciente.
Ahora bien, a tales deseos reprimidos y sus retoños no
se les puede consentir otra expresión que
una gravemente desfigurada. Después que el trabajo
científico logró esclarecer la
desfiguración onírica, ya no fue difícil discernir que los sueños
nocturnos son unos cumplimientos de deseo
como los diurnos, esas fantasías familiares a
todos nosotros.
Hasta aquí las fantasías. Pasemos ahora al
poeta. ¿Estamos realmente autorizados a
comparar al poeta con el «soñante a pleno
día», y a sus creaciones con unos sueños diurnos?
Es que se nos impone una primera
diferencia; prescindamos de los poetas que recogen
materiales ya listos, como los épicos y
trágicos antiguos, y consideremos a los que parecen -
crearlos libremente. Detengámonos, pues, en
estos últimos, pero sin buscar, con miras a
aquella comparación, a los poetas más
estimados por la crítica, sino a los menos pretenciosos
narradores de novelas, novelas breves y
cuentos, que en cambio son quienes encuentran
lectores y lectoras más numerosos y ávidos.
Sobre todo, un rasgo no puede menos que
resultarnos llamativo en las creaciones de
estos narradores; todos ellos tienen un héroe situado
en el centro del interés y para quien el
poeta procura por todos los medios ganar nuestra
simpatía; parece protegerlo, se diría, con
una particular providencia. Si al terminar el capítulo de
una novela he dejado al héroe desmayado,
sangrante de graves heridas, estoy seguro de
encontrarlo, al comienzo del siguiente,
objeto de los mayores cuidados y en vías de
restablecimiento; y sí el primer tomo
terminó con el naufragio, en medio de la tormenta, del
barco en que se hallaba nuestro héroe,
estoy seguro de leer, al comienzo del segundo tomo,
sobre su maravilloso rescate, sin el cual
la novela no habría podido continuar. El sentimiento de
seguridad con el que yo acompaño al héroe a
través de sus azarosas peripecias es el mismo
con el que un héroe real se arroja al agua
para rescatar a alguien que se ahoga, o se expone al
fuego enemigo para tomar por asalto una
batería; es ese genuino sentimiento heroico al que uno
de nuestros mejores poetas ofrendó esta
preciosa expresión: «Eso nunca puede sucederte a ti»
(Anzengruber). Pero yo opino que en esa marca reveladora que
es la invulnerabilidad se discierne
sin
trabajo... a Su Majestad el Yo, el héroe de todos los sueños diurnos así como de todas las novelas.
Otros rasgos típicos de estas narraciones
egocéntricas apuntan también a idéntico parentesco.
Si todas las mujeres de la novela se
enamoran siempre del héroe, difícilmente se lo pueda
concebir como una pintura de la realidad;
sí se lo comprende, en cambio, como un patrimonio
necesario del sueño diurno. Lo mismo cuando
las otras personas de la novela se dividen
tajantemente en buenas y malas, renunciando
a la riqueza de matices que se observa en los
caracteres humanos reales; los «buenos» son
justamente los auxiliadores del yo devenido en el
héroe, y los «malos», sus enemigos y
rivales.
En modo alguno desconocemos que muchísimas
creaciones poéticas se mantienen
distanciadas del arquetipo del sueño diurno
ingenuo, pero tampoco sofocaré yo la conjetura de
que aun las desviaciones más extremas
pueden ligarse con ese modelo por medio de una serie
de transiciones continuas. También en
muchas de las denominadas «novelas psicológicas»
atrajo mi atención que sólo describan desde
adentro a una persona, otra vez el héroe; en su
alma se afinca el poeta, por así decir, y
mira desde afuera a las otras personas. La novela
psicológica en su conjunto debe sin duda su
especificidad a la inclinación del poeta moderno a
escindir su yo, por observación de sí, en
yoes-parciales, y a personificar luego en varios héroes
las corrientes que entran en conflicto en
su propia vida anímica. En particularísima oposición al
tipo del sueño diurno parecen encontrarse
las novelas que podrían designarse «ex-céntricas»
en que la persona introducida como héroe
desempeña el mínimo papel activo, y más bien ve
pasar, como un espectador, las hazañas y
penas de los otros. De esa índole son varias de las
últimas novelas de Zola. Empero, debo
señalar que el análisis psicológico de individuos no
poetas, desviados en muchos aspectos de lo
que se llama normal, nos ha anoticiado de unas
variaciones análogas en sueños diurnos en
que el yo se limita al papel de espectador.
Para que posea algún valor nuestra
equiparación del poeta con el que tiene sueños diurnos, y
de la creación poética con el sueño diurno
mismo, es preciso ante todo que muestre su
fecundidad de cualquier manera. Intentemos,
por ejemplo, aplicar a las obras del poeta nuestra
tesis ya enunciada sobre la referencia de
la fantasía a los tres tiempos y al deseo que los
engarza, y procuremos estudiar también con
su ayuda los nexos entre la vida del poeta y sus
creaciones. En general, no se ha sabido con
qué representaciones-expectativa era menester
abordar este problema; a menudo ese nexo se
imaginó demasiado simple, Desde la intelección
obtenida para las fantasías, nosotros
deberíamos esperar el siguiente estado de cosas: una
intensa vivencia actual despierta en el
poeta el recuerdo de una. anterior, las más de las veces
una perteneciente a su niñez, desde la cual
arranca entonces el deseo que se procura su
cumplimiento en la creación poética; y en
esta última se pueden discernir elementos tanto de la
ocasión fresca como del recuerdo antiguo.
Que no les arredre la complicación de esta
fórmula; conjeturo que en la realidad probará ser un
esquema harto mezquino, que, sin embargo,
puede contener una primera aproximación al
estado real de cosas. Y según ciertos
ensayos que he emprendido, estoy por pensar que ese
abordaje de las producciones poéticas no ha
de resultar infecundo. No olviden ustedes que la
insistencia, acaso sorprendente, sobre el
recuerdo infantil en la vida del poeta deriva en última
instancia de la premisa según la cual la
creación poética, como el sueño diurno, es continuación
y sustituto de los antiguos juegos del
niño.
No olvidemos reconsiderar la clase de
poemas en que nos vimos precisados a no ver unas
creaciones libres, sino elaboraciones de un
material consabido y ya listo. También aquí el poeta
tiene permitido exteriorizar cierta
autonomía, que se expresa en la elección del material y en las
variantes, a menudo muy considerables, que
le imprime. Pero en la medida en que los
materiales mismos están dados, provienen
del tesoro popular de mitos, sagas y cuentos
tradicionales. Ahora bien, la indagación de
estas formaciones de la psicología de los pueblos en
modo alguno ha concluido, pero, por ejemplo
respecto de los mitos, es muy probable que
respondan a los desfigurados relictos de
unas fantasías de deseo de naciones enteras, a los
sueños seculares de la humanidad joven.
Dirán ustedes que les he referido mucho más
sobre las fantasías que sobre el poeta, al que
empero puse en primer término en el título
de mi conferencia. Lo sé, e intentaré justificarlo por
referencia al estado actual de nuestro
conocimiento. Sólo pude aportarles unas incitaciones y
exhortaciones que desde el estudio de las
fantasías desbordan sobre el problema de la elección
poética de los materiales. El otro
problema, a saber, con qué recursos el poeta nos provoca los
afectos que recibimos de sus creaciones, ni
siquiera lo hemos rozado aún. Todavía me gustaría
mostrarles, al menos, el camino que lleva
desde nuestras elucidaciones sobre las fantasías a
los problemas de los efectos poéticos.
Como ustedes recuerdan, dijimos que el
soñante diurno pone el mayor cuidado en ocultar sus
fantasías de los demás porque registra
motivos para avergonzarse de ellas. Ahora agrego que,
aunque nos las comunicara, no podría
depararnos placer alguno mediante esa revelación. Tales
fantasías, si nos enteráramos de ellas, nos
escandalizarían, o al menos nos dejarían fríos. En
cambio, si el poeta juega sus juegos ante
nosotros como su público, o nos refiere lo que nos
inclinamos a declarar sus personales sueños
diurnos, sentimos un elevado placer, que
probablemente tenga tributarios de varias
fuentes. Cómo lo consigue, he ahí su más genuino
secreto; en la técnica para superar aquel
escándalo, que sin duda tiene que ver con las barreras
que se levantan entre cada yo singular y
los otros, reside la auténtica ars poetica. Podemos
colegir en esa técnica dos clases de
recursos: El poeta atempera el carácter del sueño diurno
egoísta mediante variaciones y
encubrimientos, y nos soborna por medio de una ganancia de
placer puramente formal, es decir,
estética, que él nos brinda en la figuración de sus fantasías.
A esa ganancia de placer que se nos ofrece
para posibilitar con ella el desprendimiento de un
placer mayor, proveniente de fuentes
psíquicas situadas a mayor profundidad, la llamamos
prima de incentivación o placer previo.
Opino que todo placer estético que el poeta nos procura
conlleva el carácter de
ese placer previo, y que el goce genuino de la obra poética proviene de la
liberación de
tensiones en el interior de nuestra alma. Acaso contribuya en no menor medida a este
resultado que el
poeta nos habilite para gozar en lo sucesivo, sin remordimiento ni vergüenza algunos,
de
nuestras propias fantasías. Aquí estaríamos a las puertas de nuevas, interesantes y complejas
indagaciones, pero, al menos por esta vez, hemos llegado al término de nuestra elucidación.
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