Visión periférica. Ojos para un mundo común
Marina Garcés
Somos lo que miramos
Plotino
Somos lo que miramos, ¿pero qué o quién mira en nosotros?
¿Nuestros ojos? ¿Nuestra mente? ¿Nuestro cuerpo? ¿Nuestras palabras? Dicen que
Demócrito, en el s.V a.C, se arrancó los ojos para ver mejor. La visión de un
jardín, con todo su esplendor, le distraía y no le dejaba concentrarse en lo
que realmente deseaba ver. Nuestros ojos, en el s.XXI, están saturados de
imágenes que desbordan las distracciones del jardín de Demócrito a una escala
que él ni siquiera habría podido imaginar. ¿Nos arrancamos los ojos? ¿Cómo
hacerlo? Éstas parecen ser hoy las preguntas de las posiciones filosóficas y
artísticas que prolongan, en nuestra sociedad hipermediática, la crítica al
ocularcentrismo que ya se inició, de alguna manera, a finales del s.XIX. ¿Cómo
sustraernos al imperio del ojo? ¿Cómo desarticular la jerarquía que ha puesto a
la visión en la cima de nuestros sentidos y la ha convertido en la matriz de
nuestra concepción de la verdad? La crítica a la visión es, hoy, una reacción a
la distancia, la pasividad y el aislamiento que dominan nuestras vidas en tanto
que espectadores: espectadores de la historia, espectadores culturales,
espectadores de nuestras propias vidas, espectadores, en definitiva, del mundo.
Lo que nos
proponemos en este texto es cuestionar la idea de que hacer la crítica a
nuestra condición de espectadores del mundo pase necesariamente por hacer una
crítica al dominio de la visión. Más bien, nuestra hipótesis va en la dirección
contraria: la pasividad, la distancia y el aislamiento que forman parte de
nuestro rol de espectadores son el efecto de una captura de la visión que
necesita ser debidamente analizada. Sólo a partir de este análisis podremos
apuntar mejor la crítica a nuestras formas de mirar el mundo y sus efectos
sociales y políticos. Como veremos, la mirada que domina hoy el mundo es
desencarnada y focalizada. Nuestros ojos de espectador, así como las imágenes
que pasivamente consumimos, también lo son. Frente a ello, es recurrente en el
pensamiento y en el arte contemporáneos invocar el poder de la voz y del tacto
como potencias de la proximidad y de la relación, frente al poder glacial y
fragmentador de la vista. ¿Es posible proponer hoy una reivindicación de la
vista, de la visión y de la mirada? ¿Es posible pensar, no tanto en su
reorientación como en su liberación? Liberar la visión pasaría por dejar que
los ojos caigan de nuevo en el cuerpo. ¿Qué consecuencias tendría esta caída?
¿Cómo se transformarían los territorios de lo visible y lo invisible? ¿En qué
sentido quedaría afectada nuestra condición de espectadores? En estas preguntas
se expresa un deseo: no queremos renunciar a mirar el mundo. No queremos
arrancarnos los ojos para ver mejor, sino todo lo contrario: conquistar
nuestros ojos para que la
Medusa en que se ha convertido hoy el mundo deje de
petrificarnos.
Espectadores del mundo
El ideal antiguo de la contemplación, como actividad más
alta y más noble propuesta únicamente a aquellos que se atrevieran a embarcarse
en el camino de la sabiduría, organizó la relación del hombre con la verdad
entorno al perfeccionamiento de la visión. Esta relación entre la visión y la
verdad perdió su carácter de nobleza pero no su legitimidad con la extensión de
los métodos de observación a todas las prácticas científicas en la época
moderna. Actualmente, podríamos decir que todos hemos sido incorporados a esta
práctica de perfeccionamiento de la visión en tanto que espectadores del mundo.
Como escribió G.Debord:
“El espectáculo es
el heredero de toda la debilidad del proyecto filosófico occidental que
fue una comprensión de la actividad dominada por las categorías de ver; de la
misma manera, se funda en el despliegue incesante de la racionalidad técnica
precisa que se deriva de este pensamiento. El espectáculo no realiza la
filosofía, filosofiza la realidad. La vida concreta de todos es lo que se ha
degradado en un universo especulativo”.[1]
De filósofos a científicos y de científicos a espectadores:
¿por qué es ésta la historia de una degradación, según las palabras de Debord?
Parece que la generalización del mirar, como relación privilegiada con el
mundo, no ha conducido a un mejor reparto de la verdad sino a una entrega
masiva al imperio de la mentira. Así lo atestigua el sentir general del
pensamiento y de la crítica contemporáneas. “Vivimos en un espectáculo de ropas
y de máscaras vacías”,[2] escribe John
Berger. Julia Kristeva usa las siguientes palabras para calificar a la cultura
de la imagen: seducción, rapidez, brutalidad y ligereza[3]. Brutal y ligera,
la cultura de la imagen nos entrega a “un juego en el que nadie juega y todos
miran”.[4]
Para
entender ese juego ya no nos sirve oponer simplemente el reino de la apariencia
y el de la verdad, tal como hiciera Platón en su escena de la caverna, o como
recogió la crítica moderna a la alienación, de Feuerbach a Debord, pasando
obviamente por Marx. Nuestra condición actual de espectadores del mundo no es
un teatro de sombras, en el que habríamos sido expropiados y separados de
nuestra verdad, sino una territorialización de nuestra mirada en dos escalas
polarizadas e inconmensurables entre sí. Somos espectadores estrábicos. Por un
lado, nuestra visión está dominada por la proyección totalizadora del
mundo-imagen. Por otro lado, nuestra visión está privatizada por una gestión de
la vida individual en la que cada uno de nosotros es autor y público de su
propia imagen, de su propia marca.[5] Veamos cómo
funcionan estas dos dimensiones de nuestra relación escópica con el mundo y con
nuestra propia vida.
Hace ya
décadas que Heidegger lanzó a la arena filosófica la idea de que el mundo se
había convertido en la imagen de sí mismo: “Imagen del mundo, comprendido
esencialmente, no significa por lo tanto una imagen del mundo, sino concebir el
mundo como imagen”.[6] Con los nuevos
dispositivos de captación de imágenes del planeta Tierra desde el exterior,
esta idea se ha vuelto literal. Todos nacemos ya con la imagen de nuestro
planeta implantada en nuestras retinas y en el sentido de la situación que
ocupamos en el mundo. Éste ya no necesita ser imaginado. No es la idea de
totalidad irrepresentable que Kant había tenido que dejar en limbo de lo
regulativo. Es una imagen obvia e incuestionable. Sin embargo, el modo
incuestionable como la imagen del mundo nos domina no depende exclusivamente de
la capacidad que ha desarrollado la modernidad de producir y difundir imágenes
del planeta. Tiene que ver, también, con otros dos fenómenos igualmente
importantes: la eliminación de cualquier idea de transmundo (divino) o de mundo
otro (nacido de la revolución) y el triunfo de la globalización como
configuración de la imagen del mundo. Los dos fenómenos se resumen en esta
frase de F. Neyrat: “Sólo hay un mundo y está hecho a imagen del Capital”.[7] El mundo del
capitalismo globalizado, esté o no en crisis, agota hoy la totalidad de lo
visible y proclama que no hay nada más que ver, que no hay nada escondido, que
no hay otra imagen posible. Esto es lo que hay, nos dice. Es una nueva forma de
gestionar lo invisible: si en otras épocas era patrimonio de las religiones,
cuyos dogmas establecían de qué estaba “hecho” lo invisible y quién establecía
su ley, hoy el capitalismo global cancela toda invisibilidad, todo no-saber, en
favor de su única verdad presente. El mundo, como imagen, sintetiza esta
verdad. Por eso el mundo deja de ser aquello que hay entre nosotros,
aquello que hacemos y que transformamos colectivamente, para convertirse en
algo que se nos ofrece pero sólo para ser mirado y acatado. Como escribe Susan
Buck-Morss desarrollando la idea de Heidegger:
“El mundo-imagen es
la superficie de la globalización. Es nuestro mundo compartido. Empobrecida,
oscura, superficial, esta imagen-superficie es toda nuestra experiencia
compartida. No compartimos el mundo de otro modo.”[8]
Más allá del distanciamiento que produce la lógica de la
representación, y que Heidegger en su artículo ya denunciaba, lo que se da es
la violencia de una imposición. Esta imposición es la que hace que estemos a la
vez distanciados del mundo y atados a él, que nos sintamos pasivos y a la vez
debamos tragar, a través de nuestros ojos siempre abiertos y siempre acosados,
su única imagen una y otra vez.
En el otro
extremo de nuestra condición de espectadores del mundo, tenemos el juego al que
nos lanza la privatización de la existencia y la gestión de la vida a la vez
como autores y como público de nuestra propia imagen. De la escala de la
totalidad inapelable que es el mundo global saltamos, sin mediaciones, a la
escala de la particularización de los mundos vividos y su representación
personalizada como forma de comunicación. Al igual que el mundo, también cada
uno de nosotros es hoy una imagen de sí mismo. En la visibilidad se juega toda
nuestra existencia, tanto la pública como la privada. Tampoco en este caso
estamos en la escena de la representación. De lo que se trata es de gestionar
la coherencia de una imagen, sea la que sea. En esa coherencia no se
representa nada ni se esconde ninguna verdad. Se garantiza, únicamente, el buen
funcionamiento de la marca que somos. Por eso, como escribe John Berger en el
mismo escrito que ya hemos citado:
“ya no se comunica
ninguna experiencia. Lo único que se comparte es el espectáculo, ese juego en
el que nadie juega y todos miran. Ahora cada cual tiene que intentar situar por
sí solo su propia existencia, sus propios sufrimientos, en la inmensa arena del
tiempo y del universo”.[9]
A la vista de todos, sin cruzar la mirada con nadie: de
nuevo encontramos la relación entre la vida de las imágenes, que somos todos, y
la distancia. Pero tampoco se trata, en este caso, de la distancia entre una
esencia y una apariencia. Es la distancia en horizontal del aislamiento o, para
decirlo con Sloterdijk, de un régimen de co-aislamiento[10]. W. Benjamin ya
había escrito, tras la
Primera Guerra Mundial, sobre la pérdida de la facultad de
intercambiar experiencias en esa famosa imagen de los soldados volviendo mudos
del campo de batalla[11]. Podemos imaginar
a esos soldados caminando con la mirada perdida, rodeados de devastación. Hoy
tenemos los ojos inundados de colores: los de nuestras pantallas repletas de
informaciones y mensajes que nos llegan de todos los rincones del mundo, de
todos los amigos que llenan nuestra red social, de los avisos que encienden las
luces de nuestros teléfonos, de los anuncios que actualizan nuestra lista de
compras aún no realizadas… Pero lejos de fortalecer nuestras capacidades de
intercambio, esta marea de estímulos precisa de un consumo individualizado que
a la vez fragmenta la realidad y aísla al espectador-consumidor que se
relaciona con ella. En nuestras sociedades contemporáneas, más relaciones no
comportan menos aislamiento. Relación y aislamiento aumentan sincrónicamente,
enredadas en una paradoja sin aparente solución que, dicho rápidamente, pone en
cuestión toda la pragmática deleuziana del aumento de conexiones como condición
para liberar la vida.
Entre el
mundo-imagen y la producción particular de imágenes-marca, decíamos que somos
espectadores estrábicos. Perfeccionar la vista, en nuestros tiempos, significa
agilizar los saltos y acelerar los movimientos entre las dos escalas
inconmensurables que componen, tal como acabamos de describir, el régimen de
visibilidad contemporáneo. ¿Qué relación guardan entre ellas? Sería un error
caer en un análisis que recompusiera estas dos escalas como el todo y la parte,
como lo general y lo particular, como lo global y lo local. Como explica muy
bien Rémy Brague en su libro La sabiduría del mundo,[12] la relación entre
el micromundo y el macromundo, que describía la participación del hombre en el
cosmos a través de la analogía, se quebró en el Renacimiento como el tronco de
un árbol. La copa y las raíces de este árbol ya no se reflejan ni componen una
imagen de simetría. Tampoco hay circulación de energía entre ellas. Pero si en
ambas escalas nuestra condición esencial es la de espectadores, del mundo y de
nosotros mismos, es que participan, desde su inconmensurabilidad, de un mismo
régimen de visión. Como veremos a continuación, es el régimen en el que la
mirada se impone que como desencarnada y focalizada. Es una mirada que se
sustrae al movimiento del cuerpo y a sus potencias perceptivas y que cancela,
de este modo, nuestra relación con el entre, es decir, con el mundo como
aquello que hay entre nosotros y que está entretejido, necesariamente, de
visibilidad y de invisibilidad. ¿A qué tradiciones de pensamiento y a qué
dispositivos de poder responde el dominio de esta mirada desencarnada y
focalizadora? Con esta pregunta abrimos la posibilidad de interrogar a la
visión histórica y políticamente y de proyectar estas preguntas sobre nuestra
condición de espectadores distantes, pasivos y aislados. Pasaremos, así, de los
planteamientos de corte antropológico que privilegian la disputa entre los sentidos
a un campo de interrogación política en el que lo que estará en juego es la
batalla entre regímenes de atención. De las victorias y derrotas de esta
batalla depende nuestra capacidad de implicarnos hoy en el mundo y de
involucrarnos en él sin dejar de tener los ojos bien abiertos.
La captura de la visión
La crítica al imperio de la visión, que empieza a tomar
relevancia desde finales del s.XIX en adelante, tiene como blanco principal el
poder de abstracción, distanciador y exteriorizador, de la visión. Ésta,
entronizada como matriz y garante de la verdad en la cultura occidental,
tendría la capacidad de disponer la realidad de manera frontal y exterior al
observador y de someterla a un proceso de objetivación y de estabilización que
son el punto de partida para su dominio, manipulación y control. La pregunta
que debemos hacernos ante esta crítica es ¿por qué adjudicamos a la visión este
poder distanciador, con todas las consecuencias que hemos descrito, cuando
precisamente en la mirada humana reside la capacidad de sorprender, de engañar,
de admirar, de devorar, de ruborizar, de penetrar, de avergonzar, de encender
amores y odios, de confiar, de intuir, de comprometer y de alentar, entre
tantas otras posibilidades? La idea de la que partimos, y que ya anunciábamos
al comienzo de este trabajo, es que el poder de distanciación de la visión no
es efecto de su autoridad, de su triunfo en la cima del resto de sentidos ni
como matriz de la verdad, sino precisamente de su captura; de su captura en un
doble dispositivo que vamos analizar a continuación: la metafísica de la
presencia y el régimen postindustrial de la atención.
El camino
filosófico que va de la caverna platónica a la dióptrica de Descartes
acostumbra a presentarse como la vía mayor que consagra a la visión como el más
noble y comprensivo de los sentidos. No podemos desarrollar aquí los detalles
de esta relación[13]. Lo que nos
interesa señalar aquí es que más que la declaración de un triunfo o de una
hegemonía, lo que encontramos en los textos de Platón y Descartes es la
narración de un conflicto entre los ojos de la carne y los ojos de la mente,
entre la visión engañosa de lo sensible y la visión clara y distinta de las
ideas.
El problema compartido por Platón y por
Descartes es, precisamente, el de cómo combatir y superar la inestabilidad, la
vaguedad, las deficiencias y las distracciones de nuestros ojos inundados de
realidad sensible. Para ello transfieren la verdadera capacidad de ver al alma
o a la mente. Demócrito asumió la lección con total literalidad. Descartes
intentó mitigar sus efectos devastadores inventando la glándula pineal como
vehículo de comunicación entre los ojos sensibles y los del intelecto. Pero, en
definitiva, la hegemonía de la visión, tal como nos la ha legado la metafísica
de la presencia, es el resultado de una disociación en la que el ver se aleja
de lo sensible: tanto de la realidad sensible como de los ojos del cuerpo. La
vista no es entonces el más noble y comprensivo de los sentidos. La
entronización de la visión, como modelo de la verdad, es en realidad la
negación o depreciación del sentido de la vista y de las virtudes de la mirada.
El modelo ocularcéntrico que ha dominado la cultura occidental no separa a la
vista del resto de los sentidos y capacidades perceptivas humanas. Lo que hace
en realidad es separar a la visión misma de su carácter sensible. Gracias a
ello, los ojos se convierten en los agujeros de la verdadera facultad de ver y
el mundo deja de ser un teatro de sombras y colores inestables para convertirse
en el escenario de la presencia pura (la idea, la forma). En este proceso,
también la luz pierde su dimensión sensible para convertirse en iluminación. A
eso responde la dualidad latina de términos, lux / lumen, que tantos
debates encendió a lo largo de la
Edad Media y a la que Descartes aún daba vueltas sin llegar a
resolver el orden de sus prioridades. ¿Qué relación hay entre la luz sensible y
la luz de la intelección?
La metáfora de la luz que guía toda la
tradición de la metafísica de la presencia, lo que Derrida llamó la “mitología
blanca”[14], es la que olvida
la lección de Ícaro: que el sol no sólo ilumina, sino que de manera inseparable
calienta. La luz del sol no sólo ilumina las formas. Con su calor enciende el
mundo, toca los cuerpos de todos los seres vivos de los que puede ser fuente de
vida o amenaza de destrucción. El filósofo platónico, en su ascenso hacia el
sol, volvía con los ojos dañados por la intensidad de la luz, pero Platón no
nos dice nada acerca del calor, del sudor, de las quemaduras de su piel. El
espectador de la verdad no tiene cuerpo. De la misma manera, el espectador
contemporáneo del mundo, recibe sus imágenes sin ser tocado por ellas, sin
verse afectado por el encuentro con su verdad.
Cabría una objeción a lo que acabamos de
decir: el mundo-imagen y las imágenes-marca que articulan nuestra visión del
mundo provocan en nosotros cada vez más emociones. La sociedad del espectáculo
persigue la intensidad emocional como llamada que nos mantiene vinculados a su
interrumpido estímulo. No en vano se habla actualmente de “capitalismo
emocional”.[15]
Pero es importante no confundir las emociones del espectador contemporáneo con
la capacidad de ser o no ser afectados por la realidad que compartimos. Los
antiguos situaban las emociones del lado del cuerpo, como aquello que había que
negar o controlar para agudizar la certeza de la visión y de la comprensión.
Pero hoy concebimos la inteligencia como emocional y las emociones como
manifestaciones de un sujeto perfectamente individualizado. Nuestro mapa
emocional forma parte de nuestra imagen-marca con tanta legitimidad como
nuestros conocimientos. El alma contemporánea ya no es un alma intelectiva. En
este sentido, las emociones no necesariamente hablan de cómo somos afectados
por la realidad, de nuestra implicación en ella. Con demasiada obviedad, las
emociones sólo hablan de uno mismo. Emoción no es hoy, por tanto, sinónimo de
encarnación ni la vía emocional es el camino para superar nuestra distancia
espectatorial con el mundo. Como veremos, tendremos que indagar por otras vías,
que nos conducirán a la pregunta por qué puede significar hoy ser afectado y a
las diferencias, por tanto, entre la emoción y la afección.
Pero antes
debemos avanzar algunos pasos más en el análisis que estamos presentando de la
doble captura de la visión. La desencarnación de la visión señala, como
decíamos, la vía mayor del pensamiento filosófico clásico de Platón a Descartes
y pasa, como hemos visto, por sustraer a la vista del dominio de lo sensible.
La luz, como veíamos, ilumina sin calentar y los ojos son agujeros estáticos al
servicio de un órgano de visión superior. Esta concepción de la visión domina
la tradición metafísica occidental, no hace falta insistir en ello. Sin
embargo, sí es preciso añadir una observación que puede resultar más
sorprendente: la crítica al imperio de lo visual que ha dominado gran parte del
pensamiento contemporáneo perpetúa, criticándola, la concepción desencarnada de
la visión. Es bien conocido que una oleada antivisual recorre el pensamiento
filosófico del s.XX. Mientras las técnicas de perfeccionamiento tanto de la
visión como del registro y de la proyección de la imagen se sofistican y
extienden sus usos a un ritmo vertiginoso, la filosofía del siglo XX se
desarrolla a la defensiva o en directa ofensiva respecto al predominio de lo
visual. En continuación con la crítica nietzscheana a la representación y con
los claroscuros que han ido tiñendo la cultura nacida de las nuevas formas de
vida urbana del mundo industrializado, la filosofía del s.XX impugna el poder
del ojo desde dos nuevos territorios para el pensamiento: el de la
reivindicación del cuerpo, como pluralidad ingobernable para los parámetros
formales de la civilización ocularcéntrica, y el del descubrimiento del
lenguaje y de su multiplicidad irreductible como verdadera cuna tanto
consciente como inconsciente del sentido. La filosofía del s.XX es, en general,
una expresión coral y a la vez disonante de desconfianza y de resistencia al
poder del ojo. De la caricia a la putrefacción, de Lévinas a Bataille, de
Bergson al feminismo, el cuerpo se reivindica a través del tacto, del
movimiento, de la vulnerabilidad, de lo visceral, de lo abyecto… y se
manifiesta contra la civilización occidental, metafísica e ilustrada, basada en
la transparencia inmaculada de la visión desencarnada. Esto es, contra el
dominio patriarcal, contra el poder disciplinario, contra la sociedad de
control, contra la reificación intersubjetiva, contra la lógica de la
identidad. Al mismo tiempo, de Rorty a la hermenéutica, de Lacan a Althusser,
del postestructuralismo al postmodernismo, de Blanchot a Derrida, el lenguaje
ofrece un nuevo campo para la producción de sentidos nuevos, para la guerra de
los discursos, para la liberación de diferencias y de ideas hasta entonces
impensadas. Sin poder entrar aquí a analizar con detalle estos dos frentes de
impugnación del predominio de lo visual, lo que vale la pena retener es cómo en
todos estos planteamientos no sólo se comparte la unanimidad de la condena sino
también el carácter incuestionable de la culpabilidad del ojo. El tacto contra
la vista, el ano contra el ojo, la entraña contra la transparencia de la
conciencia, la invisibilidad del sexo femenino contra la visibilidad del
masculino, la escritura contra la imagen, la narración contra representación…
En el largo etcétera de este combate el poder la visión nunca pierde los
atributos que le asignó la tradición metafísica y por ellos es condenada. La
visión es desencarnada, así, tanto por sus defensores como por sus detractores.
Para éstos es reificante, manipuladora, identificadora, identificadora,
estabilizadora. Para el pensamiento contrailustrado, por tanto, la luz sigue
sólo iluminando y evidentemente, una luz que ilumina sin calentar no puede
estar más que al servicio del poder. ¿Qué tiene que pasar para que el cuerpo y
el lenguaje descubran su necesaria alianza con los ojos sensibles, tan
maltratados por el imperio visual occidental? ¿Qué tiene que pasar para que la
crítica a la centralidad de la visión no empuje a nuevos Demócritos
contemporáneos a arrancarse los ojos, ya no para ver mejor con el alma, sino
para tocar mejor con la piel o para agudizar la escucha del susurro de nuestra
tradición cultural? ¿Cómo dejar que los ojos caigan en el cuerpo y asumir todas
las consecuencias políticas, epistemológicas, vitales y artísticas de esta
caída?
Privatizar la frontalidad
Para abordar estas preguntas, en el marco de este trabajo
podemos avanzar en dos direcciones necesarias: en primer lugar, acercar el
análisis de la captura de la visión a sus condiciones histórico políticas
actuales, es decir, extraer los elementos principales de esa segunda oleada a
la que habíamos llamado el régimen postindustrial de la atención. En segundo
lugar, seguir la pista de lo que podría ser la caída de los ojos en el cuerpo a
partir de la noción de visión periférica. Es una pista que nos va a llevar del
conocido texto-manifiesto de Juhani Pallasmaa sobre la arquitectura, Los ojos de la piel, a la filosofía de
la visible y lo invisible de Merleau-Ponty. Desde ella podremos resituar los
desafíos que se plantean a nuestra
condición de espectadores del mundo.
Los ojos
desencarnados que la tradición metafísica entronizó pretendían ostentar una
relación privilegiada con la verdad: inmediatez de la percepción y certeza y
universalidad. Esto es lo que los ojos de carne no podían garantizar y por eso
debían ser sacrificados. ¿Pero qué ocurre cuando con el avance de la modernidad
y la fragmentación de los saberes se quiebra la visión clásica del mundo? ¿Qué
hacer de esos ojos que perseguían la verdad cuando las garantías de inmediatez,
certeza y universalidad son barridas por una realidad que no se ofrece a la
representación y por unos saberes que no tienen ya garantías de síntesis ni de
totalidad? El pluralismo, la multiplicidad de perspectivas, la
individualización del sujeto y el productivismo dictaminan el carácter obsoleto
de las pretensiones especulativas y contemplativas de los ojos del espíritu.
Como lamenta Hannah Arendt, la vida contemplativa en el mundo moderno deberá
dejar paso a unos ojos adaptados a la flexibilidad, a la dispersión y a la
fugacidad de la vida productiva moderna. Los ojos contemplativos deben
convertirse en unos ojos atentos. Enraizados en la singularidad del sujeto
moderno, fuertemente individualizados, deben ser capaces de seleccionar, de
aislar, de desarrollar un “sentido coherente y práctico del mundo”[16].
“Mi experiencia es aquello a lo que decido prestar atención”, proclamó William
James a finales del s.XIX[17].
Esta sentencia vale también para nosotros: no somos aquello que vemos, sino
aquello que decidimos ver. Así paseamos los ojos por la red, así se educa
nuestra capacidad selectiva de aprendizaje y nuestra competencia profesional. A
la desencarnación de la visión se añade, en el mundo moderno, su potente
focalización a través de un dispositivo de técnicas y prácticas de la atención.
Sólo la focalización de la atención es eficiente en una realidad que ya no
tiene ninguna garantía de unidad. La relación atención / distracción sustituye
la contraposición verdad / apariencia. Hoy tenemos una experiencia directa de
ello en la manera como los niños distraídos son tratados médicamente como
discapacitados: el déficit de atención (SDA) es el desequilibrio del sujeto
moderno. Sólo unas dosis adecuadas de distracción, concebidas como ocio y
debidamente gestionadas en determinados tiempos y espacios, son aceptables para
unos ojos que deben mantener siempre alerta y siempre aguda su capacidad de
concentración. De hecho, podríamos decir que incluso la distracción es una
forma de atención soft que mantiene la atención activa y focalizada
aunque bajo menor presión. ¿Cuáles son las consecuencias de esta segunda
captura de la visión como focalización de la atención? Sin poder entrar en
todos los detalles que merecería esta cuestión, la consecuencia más importante
es que al distanciamiento del espectador se añade ahora su aislamiento. Como
decía W.James, cada uno es el fruto de su propio trabajo de atención y, como
saben los niños de hoy, de sus éxitos y fracasos en esa labor. Lo resume así
J.Crary: “La cultura espectacular no se basa en hacer que el sujeto vea, sino
en estrategias a través de las cuales los individuos se aíslan, se separan y
habitan el tiempo despojados de poder”.[18]
El control de la atención es, así, una extensa estrategia de individualización
a la que le procupa más “individualizar, inmovilizar y separar a los sujetos
que el contenido específico de las imágenes”.[19]
Y concluye: “La lógica del espectáculo prescribe la producción de individuos
separados y aislados, pero no introspectivos”.[20]
El sujeto atento cancela el contexto: el tiempo histórico y las relaciones en
las que está inscrito. No tiene, por tanto, ninguna percepción de un mundo
común. Su experiencia, como decía W.James, es aquello a lo que decide prestar
atención. La frontalidad de la tradición metafísica ha sido ahora privatizada.
Con esta privatización se transforma, además, la naturaleza del control social:
más allá de la autoridad trascendente de una verdad inmutable y más allá de la
centralidad omniabarcadora del panóptico, el régimen postindustrial de la
atención controla aislando al sujeto y focalizando su campo visual y
encerrándole en su experiencia individual e intransferible del mundo. La
privatización es compatible con la comunicación, pero no con la transferencia y
el intercambio de experiencias, que sólo funcionan sobre la base de la
percepción un mundo común. Por eso hoy podemos vivir en un mundo
hipercomunicado y a la vez privatizado o, como decíamos, aumentar nuestras
relaciones y conexiones sin estar, por eso, menos aislados.
Mirar un mundo común
Después de todo lo que hemos visto, está claro que no son
sus ojos lo que encierra al espectador en la separación y la pasividad, sino
las condiciones histórico-políticas que han corformado nuestra mirada sobre el
mundo. Desde ahí, estamos de acuerdo con J.Rancière[21]
cuando defiende el lugar del espectador y su relación privilegiada con la
visión. Como él afirma, ni hablar ni actuar son mejores que ver. El espectador
no puede ser condenado por relacionarse
con lo que ocurre a través de sus ojos. Tampoco tiene sentido pretender
ir a su rescate provocando su incorporación a una supuesta comunidad o su
participación en un evento colectivo. Pero Rancière resuelve el problema afirmando que ver es ya interpretar
y que en la mirada hay ya entonces una actividad de la que no podemos controlar
las consecuencias. Es una respuesta intemporal a una situación histórica y
políticamente determinada que evita hacer una crítica de nuestras formas de
mirar y de relacionarnos con lo que observamos. El espectador no necesita ser
salvado, pero sí necesitamos conquistar juntos nuestros ojos para que éstos, en
vez de ponernos el mundo enfrente aprendan a ver el mundo que hay entre nosotros.
Necesitamos que tanto desde la prácticas
visuales y escénicas como desde las prácticas teóricas, encontremos modos de
intervención que apunten a que nuestros ojos puedan escapar al foco que dirige
y controla su mirada y aprendan a percibir todo aquello que cuestiona y escapa
a las visibilidades consentidas. No se trata hoy de pensar cómo hacer
participar (al espectador, al ciudadano, al niño...) sino de cómo implicarnos.
La mirada involucrada ni es distante, ni está aislada en el consumo de su
pasividad. ¿Cómo pensarla?
Esta
pregunta abre muchas vías de pensamiento y de experimentación. Tal como
anunciábamos, proponemos seguir una pista del arquitecto finlandés J.Pallasmaa,
quien en Los ojos de la piel apunta a la noción de visión periférica
como base para repensar el papel de la visión en el mundo contemporáneo. Dice
Pallasmaa: “La visión enfocada nos enfrenta con el mundo mientras que la
periférica nos envuelve en la carne del mundo”.[22]
Y añade:
“Liberado del deseo
implícito de control y poder el del ojo, quizá sea precisamente en la visión
desenfocada de nuestro tiempo cuando el ojo será capaz de nuevo de abrir nuevos
campos de visión y de pensamiento. La pérdida de foco ocasionada por la
corriente de imágenes puede emancipar al ojo de su dominio patriarcal y dar
lugar a una mirada participativa y empática”.[23]
La visión periférica no es una visión de conjunto. No es la
visión panorámica. No sintetiza ni sobrevuela. Todo lo contrario: es la
capacidad que tiene el ojo sensible para inscribir lo que ve en un campo de
visión que excede el objetivo focalizado. Fue descubierta como propiedad de la
retina a finales del.XIX y lo que señaló fue precisamente la heterogeneidad de
sensibilidades que componen la visión humana. El ojo sensible ni aísla ni
totaliza. No va del todo a la parte o de la parte al todo. Lo que hace es
relacionar lo enfocado con lo no enfocado, lo nítido con lo vago, lo visible
con lo invisible. Y lo hace en movimiento, en un mundo que no está nunca del
todo enfrente sino que le rodea. La visión periférica es la de un ojo
involucrado: involucrado en el cuerpo de quien mira e involucrado en el mundo
en el que se mueve. ¿Qué consecuencias tiene replantear nuestra condición de
espectadores del mundo desde ahí?
Eva Lootz,
desde su práctica artística, relata con estas palabras poéticas las
implicaciones de la visión periférica:
“Y por mi parte,
poco más.
Seguir mirando por
el rabillo del ojo.
En la periferia del
ojo se encienden fuegos nuevos.
Por las zonas fuera
de foco entra lo que no tiene nombre.
En la periferia del
ojo hay cuerpos suspendidos que desaparecen si los tratas de enfocar.
En el rabillo del
ojo se ve lo que está a punto de aparecer.
En el rabillo del
ojo es donde no hay centinelas.
En el rabillo del
ojo es donde somos más vulnerables.
Desde el rabillo
del ojo se renueva el mundo.”[24]
Las imágenes del texto de Eva Lootz recogen lo esencial: la
visión periférica rompe el cerco de inmunidad del espectador contemporáneo, la
distancia y el aislamiento que lo protegen y que a la vez garantizan su
control. En la periferia del ojo está nuestra exposición al mundo: nuestra
vulnerabilidad y nuestra implicación. La vulnerabilidad es nuestra capacidad de
ser afectados; la implicación es la condición de toda posibilidad de
intervención. En la visión periférica está, pues, la posibilidad de tocar y ser
tocados por el mundo.
Como dice
Merleau-Ponty en sus textos sobre lo visible y lo invisible, “el que ve no
puede poseer lo visible si él mismo no está poseído por ello”.[25]
Quebrado el cerco de inmunidad, los ojos del cuerpo penetran el mundo porque a
la vez son penetrados por él: en la periferia aparece lo que no hemos decidido
ver o desaparece aquello que perseguimos infructuosamente con el foco de la
mirada. La periferia excede nuestra voluntad de visión y de comprensión, a la
vez que les da sentido porque las inscribe en un tejido de relaciones. En la
periferia, saber y no-saber, nitidez y desenfoque, presencia y ausencia, luz y
opacidad, imagen y tiempo, vidente y visible se dan la mano, se entrelazan como
las dos manos de mi cuerpo cuando se tocan entre sí, según la famosa imagen de
Merleau-Ponty. Así, en la periferia, la distancia no es contraria a la
proximidad. Se implican mutuamente. “Por la misma razón, estoy en corazón de lo
visible y a la vez lejos: esta razón es que es espeso y, por eso mismo,
destinado a ser visto por un cuerpo.”[26]
Como
decíamos, la visión periférica es la visión del cuerpo vulnerable, liberado de
la paranoia del control y de la inmunidad que aíslan habitualmente al
espectador del mundo contemporáneo. Para la visión capturada en la distancia y
en la exigencia de focalización, todo no-saber es percibido como una amenaza,
como algo que aún no ha sido puesto bajo control. Para la visión periférica, el
no-saber es en cambio el indicio de lo que está por hacer y de la necesidad de
percibir el mundo con los otros. No podemos verlo todo, aunque el mundo-imagen del
capitalismo actual pretenda imponernos una idea de la totalidad que nos sitúe
como individuos-marca. Toda visión incorpora una sombra, toda frontalidad
implica una espalda que sólo otro podrá ver. Toda presencia implica un
recorrido que ha dejado otras visiones atrás, mientras que otras que no llegarán
a ser nunca vistas. Toda situación presente implica, por tanto, pliegues, nudos,
márgenes y articulaciones que ningún análisis focalizado podrá retener. En
ellos se juega la posibilidad de aprender a ver el mundo que hay entre
nosotros. Un mundo común no es una comunidad transparente, no implica la fusión
del espectador en una colectividad de presencias sin sombra. Hay mundo común
donde aquello que yo no puedo ver involucra la presencia de otro al que no
puedo poseer. Entre nosotros, el mundo está poblado de cosas, deseos,
historias, palabras irreconciliables que no obstaculizan sino que garantizan
nuestro encuentro. Un mundo común es un tablero de juego lleno de obstáculos en
el que, paradójicamente, sí podemos cruzar la mirada. Pero para ello no
necesitamos estar frente a frente. Sólo necesitamos perseguir los ángulos
ciegos en los que encontraremos el rastro de lo que alguien ha dejado por hacer
y precisa de nuestra atención. La visión periférica libera a la atención del
foco que la mantiene en el régimen de aislamiento que captura, hoy, nuestra
mirada sobre el mundo. Sólo desde la visión periférica podemos dar la vuelta a
la declaración que recogíamos de W.James y decir: mi experiencia es aquello que
necesita de mi atención, que precisa ser atendido.
Queda mucho
por pensar. Pero después del recorrido que hemos hecho sí podemos afirmar que
la visión periférica nos devuelve el mundo sin exigir, para ello, que nos
arranquemos los ojos. Todo lo contrario: en ellos, precisamente, puede estar la
posibilidad de deshacernos de nuestra condición de espectadores distantes y
aislados del mundo.
[1] Debord, G.: La société du
spectacle, Gallimard, Paris, 1992 [1967] p.10
[2]
Berger, J.: Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible, Árdora
Express, Madrid, 2000, p. 36
[3]
Kristeva, J.: L’avenir d’une révolte, Calmann-Lévy, Paris, 1998
[4] Berger, J.: op.cit, p.37
[5] López Petit, S.: véase el concepto de “yo
marca” en La movilización global. Breve
tratado para atacar la realidad, de próxima publicación en Traficantes de
sueños.
[6] Heidegger, M.: “La época de la imagen del
mundo”, en Caminos del bosque, Alianza Ed., Madrid, 1996, p.88
[7]
Neyrat, Frédéric: Surexposés, Ed.Lignes&Manifestes, Paris,
2004
[8] Buck-Morss, S.: “Estudios visuales e
imaginación global”, en J.L. Brea: Estudios visuales, Akal, Madrid, 2005,
p.159
[9] Berger, J.: íbid.
[10]
término empleado en el libro de P.Sloterdijk Burbujas (Esferas III),
Siruela, Madrid, 2006
[11]
Benjamin, W.: « Experiencia y pobreza », en Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1989
[12]
Brague, R.: La sagesse du monde, Paris, Fayard, 1999
[13] Para ello, consultar el capítulo “El más
noble de los sentidos”, del magnífico libro de Jay, M.: Ojos abatidos,
Akal, Madrid, 2007
[14] Derrida, J.: “La mitología blanca”, en Marges
de la philosophie, Ed.Minuit, Paris, 1972
[15]
Illouz, E.: Intimidades congeladas. Las emociones del
capitalismo, Katz, Madrid, 2007
[16] Crary, J.: Suspensiones de la percepción.
Atención, espectáculo y cultura moderna, Akal, Madrid, 2008, p. 14.
Seguimos, en este apartado, algunas de las fundamentales aportaciones de este
libro.
[17]
Citado por J.Crary, op.cit., p.341
[18] Crary,
J.: op.cit., p. 13
[19] Crary,
J.: op.cit., p.79
[20] Crary,
J.: opcit., p.83
[21] Rancière,
J.: Le spectateur émancipé, La fabrique, Paris, 2008. Publicado
en castellano es este libro.
[22] Pallasmaa, J: Los ojos de la piel, Gustau Gili, Barcelona, 2006, p. 10
[23] Pallasmaa, J.: op.cit, p. 34-35
[24] Lootz, E.: Lo visible es un metal inestable,
Árdora Express, Madrid, 2007, p.41
[25] Merleau-Ponty, M.: Le visible et
l’invisible, Paris, Gallimard, 1964, p. 177
[26] Merleau-Ponty,
M.: op.cit., p.178
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