martes, 21 de mayo de 2019

UNIDAD 3

Visión periférica. Ojos para un mundo común
Marina Garcés

 Somos lo que miramos
Plotino

Somos lo que miramos, ¿pero qué o quién mira en nosotros? ¿Nuestros ojos? ¿Nuestra mente? ¿Nuestro cuerpo? ¿Nuestras palabras? Dicen que Demócrito, en el s.V a.C, se arrancó los ojos para ver mejor. La visión de un jardín, con todo su esplendor, le distraía y no le dejaba concentrarse en lo que realmente deseaba ver. Nuestros ojos, en el s.XXI, están saturados de imágenes que desbordan las distracciones del jardín de Demócrito a una escala que él ni siquiera habría podido imaginar. ¿Nos arrancamos los ojos? ¿Cómo hacerlo? Éstas parecen ser hoy las preguntas de las posiciones filosóficas y artísticas que prolongan, en nuestra sociedad hipermediática, la crítica al ocularcentrismo que ya se inició, de alguna manera, a finales del s.XIX. ¿Cómo sustraernos al imperio del ojo? ¿Cómo desarticular la jerarquía que ha puesto a la visión en la cima de nuestros sentidos y la ha convertido en la matriz de nuestra concepción de la verdad? La crítica a la visión es, hoy, una reacción a la distancia, la pasividad y el aislamiento que dominan nuestras vidas en tanto que espectadores: espectadores de la historia, espectadores culturales, espectadores de nuestras propias vidas, espectadores, en definitiva, del mundo.
            Lo que nos proponemos en este texto es cuestionar la idea de que hacer la crítica a nuestra condición de espectadores del mundo pase necesariamente por hacer una crítica al dominio de la visión. Más bien, nuestra hipótesis va en la dirección contraria: la pasividad, la distancia y el aislamiento que forman parte de nuestro rol de espectadores son el efecto de una captura de la visión que necesita ser debidamente analizada. Sólo a partir de este análisis podremos apuntar mejor la crítica a nuestras formas de mirar el mundo y sus efectos sociales y políticos. Como veremos, la mirada que domina hoy el mundo es desencarnada y focalizada. Nuestros ojos de espectador, así como las imágenes que pasivamente consumimos, también lo son. Frente a ello, es recurrente en el pensamiento y en el arte contemporáneos invocar el poder de la voz y del tacto como potencias de la proximidad y de la relación, frente al poder glacial y fragmentador de la vista. ¿Es posible proponer hoy una reivindicación de la vista, de la visión y de la mirada? ¿Es posible pensar, no tanto en su reorientación como en su liberación? Liberar la visión pasaría por dejar que los ojos caigan de nuevo en el cuerpo. ¿Qué consecuencias tendría esta caída? ¿Cómo se transformarían los territorios de lo visible y lo invisible? ¿En qué sentido quedaría afectada nuestra condición de espectadores? En estas preguntas se expresa un deseo: no queremos renunciar a mirar el mundo. No queremos arrancarnos los ojos para ver mejor, sino todo lo contrario: conquistar nuestros ojos para que la Medusa en que se ha convertido hoy el mundo deje de petrificarnos.

Espectadores del mundo
El ideal antiguo de la contemplación, como actividad más alta y más noble propuesta únicamente a aquellos que se atrevieran a embarcarse en el camino de la sabiduría, organizó la relación del hombre con la verdad entorno al perfeccionamiento de la visión. Esta relación entre la visión y la verdad perdió su carácter de nobleza pero no su legitimidad con la extensión de los métodos de observación a todas las prácticas científicas en la época moderna. Actualmente, podríamos decir que todos hemos sido incorporados a esta práctica de perfeccionamiento de la visión en tanto que espectadores del mundo. Como escribió G.Debord:
“El espectáculo es el heredero de toda la debilidad del proyecto filosófico occidental que fue una comprensión de la actividad dominada por las categorías de ver; de la misma manera, se funda en el despliegue incesante de la racionalidad técnica precisa que se deriva de este pensamiento. El espectáculo no realiza la filosofía, filosofiza la realidad. La vida concreta de todos es lo que se ha degradado en un universo especulativo”.[1]
De filósofos a científicos y de científicos a espectadores: ¿por qué es ésta la historia de una degradación, según las palabras de Debord? Parece que la generalización del mirar, como relación privilegiada con el mundo, no ha conducido a un mejor reparto de la verdad sino a una entrega masiva al imperio de la mentira. Así lo atestigua el sentir general del pensamiento y de la crítica contemporáneas. “Vivimos en un espectáculo de ropas y de máscaras vacías”,[2] escribe John Berger. Julia Kristeva usa las siguientes palabras para calificar a la cultura de la imagen: seducción, rapidez, brutalidad y ligereza[3]. Brutal y ligera, la cultura de la imagen nos entrega a “un juego en el que nadie juega y todos miran”.[4]
            Para entender ese juego ya no nos sirve oponer simplemente el reino de la apariencia y el de la verdad, tal como hiciera Platón en su escena de la caverna, o como recogió la crítica moderna a la alienación, de Feuerbach a Debord, pasando obviamente por Marx. Nuestra condición actual de espectadores del mundo no es un teatro de sombras, en el que habríamos sido expropiados y separados de nuestra verdad, sino una territorialización de nuestra mirada en dos escalas polarizadas e inconmensurables entre sí. Somos espectadores estrábicos. Por un lado, nuestra visión está dominada por la proyección totalizadora del mundo-imagen. Por otro lado, nuestra visión está privatizada por una gestión de la vida individual en la que cada uno de nosotros es autor y público de su propia imagen, de su propia marca.[5] Veamos cómo funcionan estas dos dimensiones de nuestra relación escópica con el mundo y con nuestra propia vida.
            Hace ya décadas que Heidegger lanzó a la arena filosófica la idea de que el mundo se había convertido en la imagen de sí mismo: “Imagen del mundo, comprendido esencialmente, no significa por lo tanto una imagen del mundo, sino concebir el mundo como imagen”.[6] Con los nuevos dispositivos de captación de imágenes del planeta Tierra desde el exterior, esta idea se ha vuelto literal. Todos nacemos ya con la imagen de nuestro planeta implantada en nuestras retinas y en el sentido de la situación que ocupamos en el mundo. Éste ya no necesita ser imaginado. No es la idea de totalidad irrepresentable que Kant había tenido que dejar en limbo de lo regulativo. Es una imagen obvia e incuestionable. Sin embargo, el modo incuestionable como la imagen del mundo nos domina no depende exclusivamente de la capacidad que ha desarrollado la modernidad de producir y difundir imágenes del planeta. Tiene que ver, también, con otros dos fenómenos igualmente importantes: la eliminación de cualquier idea de transmundo (divino) o de mundo otro (nacido de la revolución) y el triunfo de la globalización como configuración de la imagen del mundo. Los dos fenómenos se resumen en esta frase de F. Neyrat: “Sólo hay un mundo y está hecho a imagen del Capital”.[7] El mundo del capitalismo globalizado, esté o no en crisis, agota hoy la totalidad de lo visible y proclama que no hay nada más que ver, que no hay nada escondido, que no hay otra imagen posible. Esto es lo que hay, nos dice. Es una nueva forma de gestionar lo invisible: si en otras épocas era patrimonio de las religiones, cuyos dogmas establecían de qué estaba “hecho” lo invisible y quién establecía su ley, hoy el capitalismo global cancela toda invisibilidad, todo no-saber, en favor de su única verdad presente. El mundo, como imagen, sintetiza esta verdad. Por eso el mundo deja de ser aquello que hay entre nosotros, aquello que hacemos y que transformamos colectivamente, para convertirse en algo que se nos ofrece pero sólo para ser mirado y acatado. Como escribe Susan Buck-Morss desarrollando la idea de Heidegger:
“El mundo-imagen es la superficie de la globalización. Es nuestro mundo compartido. Empobrecida, oscura, superficial, esta imagen-superficie es toda nuestra experiencia compartida. No compartimos el mundo de otro modo.”[8]
Más allá del distanciamiento que produce la lógica de la representación, y que Heidegger en su artículo ya denunciaba, lo que se da es la violencia de una imposición. Esta imposición es la que hace que estemos a la vez distanciados del mundo y atados a él, que nos sintamos pasivos y a la vez debamos tragar, a través de nuestros ojos siempre abiertos y siempre acosados, su única imagen una y otra vez.
            En el otro extremo de nuestra condición de espectadores del mundo, tenemos el juego al que nos lanza la privatización de la existencia y la gestión de la vida a la vez como autores y como público de nuestra propia imagen. De la escala de la totalidad inapelable que es el mundo global saltamos, sin mediaciones, a la escala de la particularización de los mundos vividos y su representación personalizada como forma de comunicación. Al igual que el mundo, también cada uno de nosotros es hoy una imagen de sí mismo. En la visibilidad se juega toda nuestra existencia, tanto la pública como la privada. Tampoco en este caso estamos en la escena de la representación. De lo que se trata es de gestionar la coherencia de una imagen, sea la que sea. En esa coherencia no se representa nada ni se esconde ninguna verdad. Se garantiza, únicamente, el buen funcionamiento de la marca que somos. Por eso, como escribe John Berger en el mismo escrito que ya hemos citado:
“ya no se comunica ninguna experiencia. Lo único que se comparte es el espectáculo, ese juego en el que nadie juega y todos miran. Ahora cada cual tiene que intentar situar por sí solo su propia existencia, sus propios sufrimientos, en la inmensa arena del tiempo y del universo”.[9]
A la vista de todos, sin cruzar la mirada con nadie: de nuevo encontramos la relación entre la vida de las imágenes, que somos todos, y la distancia. Pero tampoco se trata, en este caso, de la distancia entre una esencia y una apariencia. Es la distancia en horizontal del aislamiento o, para decirlo con Sloterdijk, de un régimen de co-aislamiento[10]. W. Benjamin ya había escrito, tras la Primera Guerra Mundial, sobre la pérdida de la facultad de intercambiar experiencias en esa famosa imagen de los soldados volviendo mudos del campo de batalla[11]. Podemos imaginar a esos soldados caminando con la mirada perdida, rodeados de devastación. Hoy tenemos los ojos inundados de colores: los de nuestras pantallas repletas de informaciones y mensajes que nos llegan de todos los rincones del mundo, de todos los amigos que llenan nuestra red social, de los avisos que encienden las luces de nuestros teléfonos, de los anuncios que actualizan nuestra lista de compras aún no realizadas… Pero lejos de fortalecer nuestras capacidades de intercambio, esta marea de estímulos precisa de un consumo individualizado que a la vez fragmenta la realidad y aísla al espectador-consumidor que se relaciona con ella. En nuestras sociedades contemporáneas, más relaciones no comportan menos aislamiento. Relación y aislamiento aumentan sincrónicamente, enredadas en una paradoja sin aparente solución que, dicho rápidamente, pone en cuestión toda la pragmática deleuziana del aumento de conexiones como condición para liberar la vida.
            Entre el mundo-imagen y la producción particular de imágenes-marca, decíamos que somos espectadores estrábicos. Perfeccionar la vista, en nuestros tiempos, significa agilizar los saltos y acelerar los movimientos entre las dos escalas inconmensurables que componen, tal como acabamos de describir, el régimen de visibilidad contemporáneo. ¿Qué relación guardan entre ellas? Sería un error caer en un análisis que recompusiera estas dos escalas como el todo y la parte, como lo general y lo particular, como lo global y lo local. Como explica muy bien Rémy Brague en su libro La sabiduría del mundo,[12] la relación entre el micromundo y el macromundo, que describía la participación del hombre en el cosmos a través de la analogía, se quebró en el Renacimiento como el tronco de un árbol. La copa y las raíces de este árbol ya no se reflejan ni componen una imagen de simetría. Tampoco hay circulación de energía entre ellas. Pero si en ambas escalas nuestra condición esencial es la de espectadores, del mundo y de nosotros mismos, es que participan, desde su inconmensurabilidad, de un mismo régimen de visión. Como veremos a continuación, es el régimen en el que la mirada se impone que como desencarnada y focalizada. Es una mirada que se sustrae al movimiento del cuerpo y a sus potencias perceptivas y que cancela, de este modo, nuestra relación con el entre, es decir, con el mundo como aquello que hay entre nosotros y que está entretejido, necesariamente, de visibilidad y de invisibilidad. ¿A qué tradiciones de pensamiento y a qué dispositivos de poder responde el dominio de esta mirada desencarnada y focalizadora? Con esta pregunta abrimos la posibilidad de interrogar a la visión histórica y políticamente y de proyectar estas preguntas sobre nuestra condición de espectadores distantes, pasivos y aislados. Pasaremos, así, de los planteamientos de corte antropológico que privilegian la disputa entre los sentidos a un campo de interrogación política en el que lo que estará en juego es la batalla entre regímenes de atención. De las victorias y derrotas de esta batalla depende nuestra capacidad de implicarnos hoy en el mundo y de involucrarnos en él sin dejar de tener los ojos bien abiertos.

La captura de la visión
La crítica al imperio de la visión, que empieza a tomar relevancia desde finales del s.XIX en adelante, tiene como blanco principal el poder de abstracción, distanciador y exteriorizador, de la visión. Ésta, entronizada como matriz y garante de la verdad en la cultura occidental, tendría la capacidad de disponer la realidad de manera frontal y exterior al observador y de someterla a un proceso de objetivación y de estabilización que son el punto de partida para su dominio, manipulación y control. La pregunta que debemos hacernos ante esta crítica es ¿por qué adjudicamos a la visión este poder distanciador, con todas las consecuencias que hemos descrito, cuando precisamente en la mirada humana reside la capacidad de sorprender, de engañar, de admirar, de devorar, de ruborizar, de penetrar, de avergonzar, de encender amores y odios, de confiar, de intuir, de comprometer y de alentar, entre tantas otras posibilidades? La idea de la que partimos, y que ya anunciábamos al comienzo de este trabajo, es que el poder de distanciación de la visión no es efecto de su autoridad, de su triunfo en la cima del resto de sentidos ni como matriz de la verdad, sino precisamente de su captura; de su captura en un doble dispositivo que vamos analizar a continuación: la metafísica de la presencia y el régimen postindustrial de la atención.
            El camino filosófico que va de la caverna platónica a la dióptrica de Descartes acostumbra a presentarse como la vía mayor que consagra a la visión como el más noble y comprensivo de los sentidos. No podemos desarrollar aquí los detalles de esta relación[13]. Lo que nos interesa señalar aquí es que más que la declaración de un triunfo o de una hegemonía, lo que encontramos en los textos de Platón y Descartes es la narración de un conflicto entre los ojos de la carne y los ojos de la mente, entre la visión engañosa de lo sensible y la visión clara y distinta de las ideas.
El problema compartido por Platón y por Descartes es, precisamente, el de cómo combatir y superar la inestabilidad, la vaguedad, las deficiencias y las distracciones de nuestros ojos inundados de realidad sensible. Para ello transfieren la verdadera capacidad de ver al alma o a la mente. Demócrito asumió la lección con total literalidad. Descartes intentó mitigar sus efectos devastadores inventando la glándula pineal como vehículo de comunicación entre los ojos sensibles y los del intelecto. Pero, en definitiva, la hegemonía de la visión, tal como nos la ha legado la metafísica de la presencia, es el resultado de una disociación en la que el ver se aleja de lo sensible: tanto de la realidad sensible como de los ojos del cuerpo. La vista no es entonces el más noble y comprensivo de los sentidos. La entronización de la visión, como modelo de la verdad, es en realidad la negación o depreciación del sentido de la vista y de las virtudes de la mirada. El modelo ocularcéntrico que ha dominado la cultura occidental no separa a la vista del resto de los sentidos y capacidades perceptivas humanas. Lo que hace en realidad es separar a la visión misma de su carácter sensible. Gracias a ello, los ojos se convierten en los agujeros de la verdadera facultad de ver y el mundo deja de ser un teatro de sombras y colores inestables para convertirse en el escenario de la presencia pura (la idea, la forma). En este proceso, también la luz pierde su dimensión sensible para convertirse en iluminación. A eso responde la dualidad latina de términos, lux / lumen, que tantos debates encendió a lo largo de la Edad Media y a la que Descartes aún daba vueltas sin llegar a resolver el orden de sus prioridades. ¿Qué relación hay entre la luz sensible y la luz de la intelección?
La metáfora de la luz que guía toda la tradición de la metafísica de la presencia, lo que Derrida llamó la “mitología blanca”[14], es la que olvida la lección de Ícaro: que el sol no sólo ilumina, sino que de manera inseparable calienta. La luz del sol no sólo ilumina las formas. Con su calor enciende el mundo, toca los cuerpos de todos los seres vivos de los que puede ser fuente de vida o amenaza de destrucción. El filósofo platónico, en su ascenso hacia el sol, volvía con los ojos dañados por la intensidad de la luz, pero Platón no nos dice nada acerca del calor, del sudor, de las quemaduras de su piel. El espectador de la verdad no tiene cuerpo. De la misma manera, el espectador contemporáneo del mundo, recibe sus imágenes sin ser tocado por ellas, sin verse afectado por el encuentro con su verdad.
Cabría una objeción a lo que acabamos de decir: el mundo-imagen y las imágenes-marca que articulan nuestra visión del mundo provocan en nosotros cada vez más emociones. La sociedad del espectáculo persigue la intensidad emocional como llamada que nos mantiene vinculados a su interrumpido estímulo. No en vano se habla actualmente de “capitalismo emocional”.[15] Pero es importante no confundir las emociones del espectador contemporáneo con la capacidad de ser o no ser afectados por la realidad que compartimos. Los antiguos situaban las emociones del lado del cuerpo, como aquello que había que negar o controlar para agudizar la certeza de la visión y de la comprensión. Pero hoy concebimos la inteligencia como emocional y las emociones como manifestaciones de un sujeto perfectamente individualizado. Nuestro mapa emocional forma parte de nuestra imagen-marca con tanta legitimidad como nuestros conocimientos. El alma contemporánea ya no es un alma intelectiva. En este sentido, las emociones no necesariamente hablan de cómo somos afectados por la realidad, de nuestra implicación en ella. Con demasiada obviedad, las emociones sólo hablan de uno mismo. Emoción no es hoy, por tanto, sinónimo de encarnación ni la vía emocional es el camino para superar nuestra distancia espectatorial con el mundo. Como veremos, tendremos que indagar por otras vías, que nos conducirán a la pregunta por qué puede significar hoy ser afectado y a las diferencias, por tanto, entre la emoción y la afección.
            Pero antes debemos avanzar algunos pasos más en el análisis que estamos presentando de la doble captura de la visión. La desencarnación de la visión señala, como decíamos, la vía mayor del pensamiento filosófico clásico de Platón a Descartes y pasa, como hemos visto, por sustraer a la vista del dominio de lo sensible. La luz, como veíamos, ilumina sin calentar y los ojos son agujeros estáticos al servicio de un órgano de visión superior. Esta concepción de la visión domina la tradición metafísica occidental, no hace falta insistir en ello. Sin embargo, sí es preciso añadir una observación que puede resultar más sorprendente: la crítica al imperio de lo visual que ha dominado gran parte del pensamiento contemporáneo perpetúa, criticándola, la concepción desencarnada de la visión. Es bien conocido que una oleada antivisual recorre el pensamiento filosófico del s.XX. Mientras las técnicas de perfeccionamiento tanto de la visión como del registro y de la proyección de la imagen se sofistican y extienden sus usos a un ritmo vertiginoso, la filosofía del siglo XX se desarrolla a la defensiva o en directa ofensiva respecto al predominio de lo visual. En continuación con la crítica nietzscheana a la representación y con los claroscuros que han ido tiñendo la cultura nacida de las nuevas formas de vida urbana del mundo industrializado, la filosofía del s.XX impugna el poder del ojo desde dos nuevos territorios para el pensamiento: el de la reivindicación del cuerpo, como pluralidad ingobernable para los parámetros formales de la civilización ocularcéntrica, y el del descubrimiento del lenguaje y de su multiplicidad irreductible como verdadera cuna tanto consciente como inconsciente del sentido. La filosofía del s.XX es, en general, una expresión coral y a la vez disonante de desconfianza y de resistencia al poder del ojo. De la caricia a la putrefacción, de Lévinas a Bataille, de Bergson al feminismo, el cuerpo se reivindica a través del tacto, del movimiento, de la vulnerabilidad, de lo visceral, de lo abyecto… y se manifiesta contra la civilización occidental, metafísica e ilustrada, basada en la transparencia inmaculada de la visión desencarnada. Esto es, contra el dominio patriarcal, contra el poder disciplinario, contra la sociedad de control, contra la reificación intersubjetiva, contra la lógica de la identidad. Al mismo tiempo, de Rorty a la hermenéutica, de Lacan a Althusser, del postestructuralismo al postmodernismo, de Blanchot a Derrida, el lenguaje ofrece un nuevo campo para la producción de sentidos nuevos, para la guerra de los discursos, para la liberación de diferencias y de ideas hasta entonces impensadas. Sin poder entrar aquí a analizar con detalle estos dos frentes de impugnación del predominio de lo visual, lo que vale la pena retener es cómo en todos estos planteamientos no sólo se comparte la unanimidad de la condena sino también el carácter incuestionable de la culpabilidad del ojo. El tacto contra la vista, el ano contra el ojo, la entraña contra la transparencia de la conciencia, la invisibilidad del sexo femenino contra la visibilidad del masculino, la escritura contra la imagen, la narración contra representación… En el largo etcétera de este combate el poder la visión nunca pierde los atributos que le asignó la tradición metafísica y por ellos es condenada. La visión es desencarnada, así, tanto por sus defensores como por sus detractores. Para éstos es reificante, manipuladora, identificadora, identificadora, estabilizadora. Para el pensamiento contrailustrado, por tanto, la luz sigue sólo iluminando y evidentemente, una luz que ilumina sin calentar no puede estar más que al servicio del poder. ¿Qué tiene que pasar para que el cuerpo y el lenguaje descubran su necesaria alianza con los ojos sensibles, tan maltratados por el imperio visual occidental? ¿Qué tiene que pasar para que la crítica a la centralidad de la visión no empuje a nuevos Demócritos contemporáneos a arrancarse los ojos, ya no para ver mejor con el alma, sino para tocar mejor con la piel o para agudizar la escucha del susurro de nuestra tradición cultural? ¿Cómo dejar que los ojos caigan en el cuerpo y asumir todas las consecuencias políticas, epistemológicas, vitales y artísticas de esta caída?

Privatizar la frontalidad
Para abordar estas preguntas, en el marco de este trabajo podemos avanzar en dos direcciones necesarias: en primer lugar, acercar el análisis de la captura de la visión a sus condiciones histórico políticas actuales, es decir, extraer los elementos principales de esa segunda oleada a la que habíamos llamado el régimen postindustrial de la atención. En segundo lugar, seguir la pista de lo que podría ser la caída de los ojos en el cuerpo a partir de la noción de visión periférica. Es una pista que nos va a llevar del conocido texto-manifiesto de Juhani Pallasmaa sobre la arquitectura, Los ojos de la piel, a la filosofía de la visible y lo invisible de Merleau-Ponty. Desde ella podremos resituar los desafíos que se plantean a  nuestra condición de espectadores del mundo.
            Los ojos desencarnados que la tradición metafísica entronizó pretendían ostentar una relación privilegiada con la verdad: inmediatez de la percepción y certeza y universalidad. Esto es lo que los ojos de carne no podían garantizar y por eso debían ser sacrificados. ¿Pero qué ocurre cuando con el avance de la modernidad y la fragmentación de los saberes se quiebra la visión clásica del mundo? ¿Qué hacer de esos ojos que perseguían la verdad cuando las garantías de inmediatez, certeza y universalidad son barridas por una realidad que no se ofrece a la representación y por unos saberes que no tienen ya garantías de síntesis ni de totalidad? El pluralismo, la multiplicidad de perspectivas, la individualización del sujeto y el productivismo dictaminan el carácter obsoleto de las pretensiones especulativas y contemplativas de los ojos del espíritu. Como lamenta Hannah Arendt, la vida contemplativa en el mundo moderno deberá dejar paso a unos ojos adaptados a la flexibilidad, a la dispersión y a la fugacidad de la vida productiva moderna. Los ojos contemplativos deben convertirse en unos ojos atentos. Enraizados en la singularidad del sujeto moderno, fuertemente individualizados, deben ser capaces de seleccionar, de aislar, de desarrollar un “sentido coherente y práctico del mundo”[16]. “Mi experiencia es aquello a lo que decido prestar atención”, proclamó William James a finales del s.XIX[17]. Esta sentencia vale también para nosotros: no somos aquello que vemos, sino aquello que decidimos ver. Así paseamos los ojos por la red, así se educa nuestra capacidad selectiva de aprendizaje y nuestra competencia profesional. A la desencarnación de la visión se añade, en el mundo moderno, su potente focalización a través de un dispositivo de técnicas y prácticas de la atención. Sólo la focalización de la atención es eficiente en una realidad que ya no tiene ninguna garantía de unidad. La relación atención / distracción sustituye la contraposición verdad / apariencia. Hoy tenemos una experiencia directa de ello en la manera como los niños distraídos son tratados médicamente como discapacitados: el déficit de atención (SDA) es el desequilibrio del sujeto moderno. Sólo unas dosis adecuadas de distracción, concebidas como ocio y debidamente gestionadas en determinados tiempos y espacios, son aceptables para unos ojos que deben mantener siempre alerta y siempre aguda su capacidad de concentración. De hecho, podríamos decir que incluso la distracción es una forma de atención soft que mantiene la atención activa y focalizada aunque bajo menor presión. ¿Cuáles son las consecuencias de esta segunda captura de la visión como focalización de la atención? Sin poder entrar en todos los detalles que merecería esta cuestión, la consecuencia más importante es que al distanciamiento del espectador se añade ahora su aislamiento. Como decía W.James, cada uno es el fruto de su propio trabajo de atención y, como saben los niños de hoy, de sus éxitos y fracasos en esa labor. Lo resume así J.Crary: “La cultura espectacular no se basa en hacer que el sujeto vea, sino en estrategias a través de las cuales los individuos se aíslan, se separan y habitan el tiempo despojados de poder”.[18] El control de la atención es, así, una extensa estrategia de individualización a la que le procupa más “individualizar, inmovilizar y separar a los sujetos que el contenido específico de las imágenes”.[19] Y concluye: “La lógica del espectáculo prescribe la producción de individuos separados y aislados, pero no introspectivos”.[20] El sujeto atento cancela el contexto: el tiempo histórico y las relaciones en las que está inscrito. No tiene, por tanto, ninguna percepción de un mundo común. Su experiencia, como decía W.James, es aquello a lo que decide prestar atención. La frontalidad de la tradición metafísica ha sido ahora privatizada. Con esta privatización se transforma, además, la naturaleza del control social: más allá de la autoridad trascendente de una verdad inmutable y más allá de la centralidad omniabarcadora del panóptico, el régimen postindustrial de la atención controla aislando al sujeto y focalizando su campo visual y encerrándole en su experiencia individual e intransferible del mundo. La privatización es compatible con la comunicación, pero no con la transferencia y el intercambio de experiencias, que sólo funcionan sobre la base de la percepción un mundo común. Por eso hoy podemos vivir en un mundo hipercomunicado y a la vez privatizado o, como decíamos, aumentar nuestras relaciones y conexiones sin estar, por eso, menos aislados.

Mirar un mundo común
Después de todo lo que hemos visto, está claro que no son sus ojos lo que encierra al espectador en la separación y la pasividad, sino las condiciones histórico-políticas que han corformado nuestra mirada sobre el mundo. Desde ahí, estamos de acuerdo con J.Rancière[21] cuando defiende el lugar del espectador y su relación privilegiada con la visión. Como él afirma, ni hablar ni actuar son mejores que ver. El espectador no puede ser condenado por relacionarse  con lo que ocurre a través de sus ojos. Tampoco tiene sentido pretender ir a su rescate provocando su incorporación a una supuesta comunidad o su participación en un evento colectivo. Pero Rancière resuelve el  problema afirmando que ver es ya interpretar y que en la mirada hay ya entonces una actividad de la que no podemos controlar las consecuencias. Es una respuesta intemporal a una situación histórica y políticamente determinada que evita hacer una crítica de nuestras formas de mirar y de relacionarnos con lo que observamos. El espectador no necesita ser salvado, pero sí necesitamos conquistar juntos nuestros ojos para que éstos, en vez de ponernos el mundo enfrente aprendan a ver el mundo que hay entre nosotros. Necesitamos que  tanto desde la prácticas visuales y escénicas como desde las prácticas teóricas, encontremos modos de intervención que apunten a que nuestros ojos puedan escapar al foco que dirige y controla su mirada y aprendan a percibir todo aquello que cuestiona y escapa a las visibilidades consentidas. No se trata hoy de pensar cómo hacer participar (al espectador, al ciudadano, al niño...) sino de cómo implicarnos. La mirada involucrada ni es distante, ni está aislada en el consumo de su pasividad. ¿Cómo pensarla?
            Esta pregunta abre muchas vías de pensamiento y de experimentación. Tal como anunciábamos, proponemos seguir una pista del arquitecto finlandés J.Pallasmaa, quien en Los ojos de la piel apunta a la noción de visión periférica como base para repensar el papel de la visión en el mundo contemporáneo. Dice Pallasmaa: “La visión enfocada nos enfrenta con el mundo mientras que la periférica nos envuelve en la carne del mundo”.[22] Y añade:
“Liberado del deseo implícito de control y poder el del ojo, quizá sea precisamente en la visión desenfocada de nuestro tiempo cuando el ojo será capaz de nuevo de abrir nuevos campos de visión y de pensamiento. La pérdida de foco ocasionada por la corriente de imágenes puede emancipar al ojo de su dominio patriarcal y dar lugar a una mirada participativa y empática”.[23]
La visión periférica no es una visión de conjunto. No es la visión panorámica. No sintetiza ni sobrevuela. Todo lo contrario: es la capacidad que tiene el ojo sensible para inscribir lo que ve en un campo de visión que excede el objetivo focalizado. Fue descubierta como propiedad de la retina a finales del.XIX y lo que señaló fue precisamente la heterogeneidad de sensibilidades que componen la visión humana. El ojo sensible ni aísla ni totaliza. No va del todo a la parte o de la parte al todo. Lo que hace es relacionar lo enfocado con lo no enfocado, lo nítido con lo vago, lo visible con lo invisible. Y lo hace en movimiento, en un mundo que no está nunca del todo enfrente sino que le rodea. La visión periférica es la de un ojo involucrado: involucrado en el cuerpo de quien mira e involucrado en el mundo en el que se mueve. ¿Qué consecuencias tiene replantear nuestra condición de espectadores del mundo desde ahí?
            Eva Lootz, desde su práctica artística, relata con estas palabras poéticas las implicaciones de la visión periférica:
“Y por mi parte, poco más.
Seguir mirando por el rabillo del ojo.
En la periferia del ojo se encienden fuegos nuevos.
Por las zonas fuera de foco entra lo que no tiene nombre.
En la periferia del ojo hay cuerpos suspendidos que desaparecen si los tratas de enfocar.
En el rabillo del ojo se ve lo que está a punto de aparecer.
En el rabillo del ojo es donde no hay centinelas.
En el rabillo del ojo es donde somos más vulnerables.
Desde el rabillo del ojo se renueva el mundo.”[24]
Las imágenes del texto de Eva Lootz recogen lo esencial: la visión periférica rompe el cerco de inmunidad del espectador contemporáneo, la distancia y el aislamiento que lo protegen y que a la vez garantizan su control. En la periferia del ojo está nuestra exposición al mundo: nuestra vulnerabilidad y nuestra implicación. La vulnerabilidad es nuestra capacidad de ser afectados; la implicación es la condición de toda posibilidad de intervención. En la visión periférica está, pues, la posibilidad de tocar y ser tocados por el mundo.
            Como dice Merleau-Ponty en sus textos sobre lo visible y lo invisible, “el que ve no puede poseer lo visible si él mismo no está poseído por ello”.[25] Quebrado el cerco de inmunidad, los ojos del cuerpo penetran el mundo porque a la vez son penetrados por él: en la periferia aparece lo que no hemos decidido ver o desaparece aquello que perseguimos infructuosamente con el foco de la mirada. La periferia excede nuestra voluntad de visión y de comprensión, a la vez que les da sentido porque las inscribe en un tejido de relaciones. En la periferia, saber y no-saber, nitidez y desenfoque, presencia y ausencia, luz y opacidad, imagen y tiempo, vidente y visible se dan la mano, se entrelazan como las dos manos de mi cuerpo cuando se tocan entre sí, según la famosa imagen de Merleau-Ponty. Así, en la periferia, la distancia no es contraria a la proximidad. Se implican mutuamente. “Por la misma razón, estoy en corazón de lo visible y a la vez lejos: esta razón es que es espeso y, por eso mismo, destinado a ser visto por un cuerpo.”[26]
            Como decíamos, la visión periférica es la visión del cuerpo vulnerable, liberado de la paranoia del control y de la inmunidad que aíslan habitualmente al espectador del mundo contemporáneo. Para la visión capturada en la distancia y en la exigencia de focalización, todo no-saber es percibido como una amenaza, como algo que aún no ha sido puesto bajo control. Para la visión periférica, el no-saber es en cambio el indicio de lo que está por hacer y de la necesidad de percibir el mundo con los otros. No podemos verlo todo, aunque el mundo-imagen del capitalismo actual pretenda imponernos una idea de la totalidad que nos sitúe como individuos-marca. Toda visión incorpora una sombra, toda frontalidad implica una espalda que sólo otro podrá ver. Toda presencia implica un recorrido que ha dejado otras visiones atrás, mientras que otras que no llegarán a ser nunca vistas. Toda situación presente implica, por tanto, pliegues, nudos, márgenes y articulaciones que ningún análisis focalizado podrá retener. En ellos se juega la posibilidad de aprender a ver el mundo que hay entre nosotros. Un mundo común no es una comunidad transparente, no implica la fusión del espectador en una colectividad de presencias sin sombra. Hay mundo común donde aquello que yo no puedo ver involucra la presencia de otro al que no puedo poseer. Entre nosotros, el mundo está poblado de cosas, deseos, historias, palabras irreconciliables que no obstaculizan sino que garantizan nuestro encuentro. Un mundo común es un tablero de juego lleno de obstáculos en el que, paradójicamente, sí podemos cruzar la mirada. Pero para ello no necesitamos estar frente a frente. Sólo necesitamos perseguir los ángulos ciegos en los que encontraremos el rastro de lo que alguien ha dejado por hacer y precisa de nuestra atención. La visión periférica libera a la atención del foco que la mantiene en el régimen de aislamiento que captura, hoy, nuestra mirada sobre el mundo. Sólo desde la visión periférica podemos dar la vuelta a la declaración que recogíamos de W.James y decir: mi experiencia es aquello que necesita de mi atención, que precisa ser atendido.
            Queda mucho por pensar. Pero después del recorrido que hemos hecho sí podemos afirmar que la visión periférica nos devuelve el mundo sin exigir, para ello, que nos arranquemos los ojos. Todo lo contrario: en ellos, precisamente, puede estar la posibilidad de deshacernos de nuestra condición de espectadores distantes y aislados del mundo.




[1]          Debord, G.: La société du spectacle, Gallimard, Paris, 1992 [1967] p.10
[2]          Berger, J.: Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible, Árdora Express, Madrid, 2000, p. 36
[3]            Kristeva, J.: L’avenir d’une révolte, Calmann-Lévy, Paris, 1998
[4]            Berger, J.: op.cit, p.37
[5]            López Petit, S.: véase el concepto de “yo marca” en La movilización global. Breve tratado para atacar la realidad, de próxima publicación en Traficantes de sueños.
[6]            Heidegger, M.: “La época de la imagen del mundo”, en Caminos del bosque, Alianza Ed., Madrid, 1996, p.88
[7]            Neyrat, Frédéric: Surexposés, Ed.Lignes&Manifestes, Paris, 2004
[8]            Buck-Morss, S.: “Estudios visuales e imaginación global”, en J.L. Brea: Estudios visuales, Akal, Madrid, 2005, p.159
[9]            Berger, J.: íbid.
[10]        término empleado en el libro de P.Sloterdijk Burbujas (Esferas III), Siruela, Madrid, 2006
[11]        Benjamin, W.: « Experiencia y pobreza », en Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1989
[12]          Brague, R.: La sagesse du monde, Paris, Fayard, 1999
[13]          Para ello, consultar el capítulo “El más noble de los sentidos”, del magnífico libro de Jay, M.: Ojos abatidos, Akal, Madrid, 2007
[14]          Derrida, J.: “La mitología blanca”, en Marges de la philosophie, Ed.Minuit, Paris, 1972
[15]            Illouz, E.: Intimidades congeladas. Las emociones del capitalismo, Katz, Madrid, 2007
[16]  Crary, J.: Suspensiones de la percepción. Atención, espectáculo y cultura moderna, Akal, Madrid, 2008, p. 14. Seguimos, en este apartado, algunas de las fundamentales aportaciones de este libro.
[17] Citado por J.Crary, op.cit., p.341
[18]  Crary, J.: op.cit., p. 13
[19]  Crary, J.: op.cit., p.79
[20]  Crary, J.: opcit., p.83
[21]  Rancière, J.: Le spectateur émancipé, La fabrique, Paris, 2008. Publicado en castellano es este libro.
[22]  Pallasmaa, J: Los ojos de la piel, Gustau Gili, Barcelona,  2006, p. 10
[23]  Pallasmaa, J.: op.cit, p. 34-35
[24]  Lootz, E.: Lo visible es un metal inestable, Árdora Express, Madrid, 2007, p.41
[25]  Merleau-Ponty, M.: Le visible et l’invisible, Paris, Gallimard, 1964, p. 177
[26]  Merleau-Ponty, M.: op.cit., p.178

No hay comentarios:

Publicar un comentario