LA
NOCIÓN DE INTELIGENCIA COMO OBSTÁCULO PARA UNA COMPRENSIÓN
DE LA
SUBJETIVIDAD EN LA CULTURA. UN PUNTO DE VISTA PSICOLÓGICO
Oscar D.
Amaya
La inteligencia es lo que miden los tests,
lo que mide el sistema escolar…
la clasificación escolar es una
clasificación social eufemizada,
por ende naturalizada, convertida en
absoluto, una clasificación social
que ya ha sufrido una censura, es
decir, una alquimia, una transmutación
que tiende a transformar las diferencias
de clase en diferencias
de “inteligencia”, de “don”, es decir, en
diferencias de naturaleza.
Pierre Bourdieu
Tener éxito en la
escuela significa comprender las reglas del juego...
Ph.
Perrenoud
La reflexión sobre la inteligencia desde el campo de la
subjetividad constituye un desafío que se debería asumir desde una perspectiva
instituyente de comprensiones críticas (1) de los modelos teóricos psicológicos
que sustentan esta noción, a fin de considerar las consecuencias éticas que
subyacen en ellos.
La comprensión y reflexión de la legalidad que rige el proceso
de construcción de los conocimientos en el sujeto se torna uno de los puntos a
considerar, puesto que de acuerdo con el modo en que se comprenda este proceso,
será el modo en que se considerarán los problemas atinentes a la subjetividad
como proceso cultural de desarrollo.
Es usual en el campo psicológico y pedagógico, entre otros,
la administración de técnicas de evaluación diagnóstica que se orientan a la
medición de la inteligencia. Estas técnicas no son un fin en sí mismas
que puedan ser aplicadas mecánicamente, sino instrumentos -a veces precarios-
para la elaboración de hipótesis clínicas de trabajo.
Las técnicas diagnósticas de carácter psicológico no
suministran indicadores con independencia de la naturaleza de los problemas y
los conceptos acerca del campo en que intervienen. La elección de un método de
indagación involucra –queramos o no- la adopción de ciertos supuestos teóricos,
antropológicos y éticos. Un instrumento diagnóstico posee alcances y límites
encuadrados en estos supuestos. “Negar a la técnica todo valor propio fuera del
conocimiento que consigue asimilar, significa hacer ininteligible el modo de
andar irregular de los procesos de saber”, afirma Canguilhem (1984). El
contenido de las técnicas entonces, no sólo es de orden teórico, sino también
cultural, como lo es también el conocimiento a enseñar en la práctica
educativa. Un instrumento psicológico es un representante simbólico de una
cierta cultura, situado dentro de tramas de significado establecidas
socialmente. Entre otras implicancias, adquiere significaciones particulares.
Ejemplos de ello son la situación social de entrevista clínica o una
determinada relación de interacción comunicativa entre el profesional y el
paciente.
Cuando se administra el instrumental psicométrico en un
diagnóstico, por ejemplo, se produce un inevitable punto de tensión entre el
intento por otorgar un sentido clínico a las manifestaciones del comportamiento
individual de un sujeto y las características de instrumentos de medición de
habilidades generales, cuya concepción de inteligencia como facultad única
reposa en la creencia de que ésta puede ser expresada en medidas de
coeficiente, evaluando habilidades según criterios de tiempo y condiciones
individuales de ejecución, cuyos puntajes serán interpretados bajo escalas universales.
Desde esta concepción “la inteligencia es la capacidad agregada o global del
individuo para actuar con propósito, pensar racionalmente y habérselas de
manera efectiva con su medio ambiente”, según plantea Wechsler (1979).
La conducta individual es caracterizada como un todo,
constituida por una suma de habilidades: “por la medición de estas habilidades,
en última instancia, evaluamos la inteligencia” (2). Los tiempos de ejecución
en esta medición dictaminados como “normales”, implican al mismo tiempo
“retrasos” en los sujetos no encuadrados dentro de ellos, entendidos como
sujetos con déficit en sus habilidades.
Este modelo, concepción hegemónica de la ciencia
positivista, “naturaliza” lo social, encubriéndolo. Aplica miradas provenientes
de la Física Mecánica y la Biología. Esta manera científica
de pensamiento descansa en la creencia en la posibilidad de un conocimiento
“objetivo” de realidad. La ciencia se constituye al instituir en norma o ley la
regularidad de lo observable de los fenómenos. Así, dictamina la existencia de
“universales humanos de comportamiento” como caracteres naturales de las
poblaciones. “La normalidad, aquello que se repite con mayor frecuencia,
termina tiñéndose de una connotación ética: será lo bueno lo que es normal”
(Stolkiner, 1987).
Observemos las características de este paradigma en el campo
de la salud mental: si ser saludable es ser “normal”, esta normalidad se
extiende también a lo mental, en donde las formas experimentales de
cuantificación psicométrica ya mencionadas, no son otra cosa que modos de
ordenamiento, selección y encabezamiento de los sujetos “desviados” que
deficitarios en sus “capacidades”, serán insertados en formas “especiales” de
educación a fin de ser “normalizados”.
Este traspaso del cuerpo a la mente y de ésta a la mente
escolarizada (3) explica la realidad cotidiana en el contexto escolar:
problemas en los ritmos o condiciones para la apropiación de los contenidos
impartidos (los reputados “problemas de aprendizaje”), “bajo rendimiento escolar”
o bien “retardos” en el desarrollo. Un sujeto evaluado entonces como “poco
inteligente” en un dominio, es ponderado globalmente como poco inteligente, al
interior de un sistema de rangos. Sucede que las implicancias que se derivan de
esto son peligrosas: si estas desigualdades están “determinadas
biológicamente”, se constituyen entonces en inevitables e inmodificables. Con
relación a esto, Lewontin, Rose y Kamin (1991) son claros: “el determinismo
biológico ha sido un poderoso medio para explicar las desigualdades de status,
riqueza y poder observadas en las sociedades capitalistas industriales
contemporáneas y definir los ‘universales’ humanos de comportamiento como
características naturales de estas sociedades”
De la determinación biológica se desprende la creencia de
que la inteligencia se hereda. Jensen, Herrnstein y Eysenck, entre otros
autores, sostienen que alrededor del 80% de la variación de la inteligencia
(que es lo que miden los tests) se debe a la herencia. Herrnstein, especialista
en mediciones psicológicas de la Universidad de Harvard, en su
libro The Bell Curve afirma temerariamente que el éxito social
y económico de un norteamericano depende fuertemente de su inteligencia, que a
su vez depende en una gran proporción a factores genéticos heredables, y que
estos factores se encuentran desigualmente distribuidos entre las razas (sic)
teniendo mayor inteligencia los blancos con relación a negros y asiáticos. Esto
implica, desde esta postura, que todo programa “compensatorio” llevado a cabo
desde el sistema educativo, destinado a alumnos que presenten dificultades,
prácticamente no reviste incidencia.
El instituto de psiquiatría Britains Medical Research
Council de Londres insistía en 1998 haber encontrado un fragmento de ADN
relacionado con la “inteligencia general”, producto de haber analizado a dos
grupos de 51 niños de entre 6 y 15 años con cociente intelectual promedio de
136 y 103 puntos en cada uno. Todos los niños provenían de clases acomodadas y
eran blancos. Esta investigación, publicada en la revista Psychological
Science en mayo de ese año, no cosechó otra cosa que objeciones. Así
las cosas, parecería que los sujetos provenientes de clases sociales marginadas
y excluidas o de minorías étnicas, serán obligadamente “menos inteligentes”
porque los tests han sido diseñados para que lo así lo sean.
Esta concepción de inteligencia entonces, reposa en un
modelo médico hegemónico presente tanto en el dispositivo escolar como en el
clínico, que se materializa en prácticas y discursos: en el campo de la
clínica, en una ideología del sujeto como paciente que es asistido en un
consultorio, que padece y debe ser curado sometiéndolo a un tratamiento para su
rehabilitación. El circuito de patologización, individualización, medición y
derivación ya mencionado, reviste un carácter de “minucioso diseño de
dispositivos de evaluación de las diferencias individuales como medio de
regular y predecir el comportamiento de las poblaciones”. (Baquero, 1997)
Desde que en el siglo XIX se extendió la educación general
básica a toda la población con el fin de calificar la fuerza de trabajo para el
desarrollo del modelo capitalista, numerosos ejemplos dan cuenta de la
expansión de este modelo hegemónico. Stolkiner (4) cita uno que es de
particular interés para lo que estamos analizando: la reforma educativa
francesa, a la que fue convocado A. Binet para crear un método de selección de
niños que pudieran “fracasar” en la escuela primaria. Introdujo el concepto de
edad mental, a fin de definir distintos grados de inteligencia en
términos de las habilidades de los niños medidas en edades distintas. Aunque
Binet no adhería a la idea de cociente intelectual, su método se difundió en
forma desvirtuada, sobretodo en Estados Unidos, alterando su forma de empleo.
A partir de esto, se constituyen las escalas de inteligencia
y las prácticas de “etiquetamiento” en las cuales la psicometría “legitima” a
este tipo de modelo educativo, de corte meritocrático, individualista y
competitivo. Esto produjo hechos alarmantes, como el que narra Delval (1998):
“Henry Goddard, un psicólogo norteamericano, examinaba a los inmigrantes que
llegaban a Nueva York y encontraba que el 83% de los judíos, el 80% de los
húngaros, el 79% de los italianos y el 87% de los rusos eran débiles mentales
(...) muchos de ellos fueron devueltos a sus países de origen”.
Si indagamos los instrumentos psicológicos que se utilizaban
en las primeras décadas del siglo XX (el suceso narrado data de 1917) que
posibilitaban tales diagnósticos, encontramos tests entre cuyas preguntas
figuraba qué objeto estaba ausente en una escena. Se trataba de una cancha de
tenis que no poseía red: sólo se podía reponer ese objeto si en otras culturas
se jugase en forma extendida un deporte semejante. Con este tipo de interrogaciones
se evaluaba si estos inmigrantes “poseían inteligencia”, lo que le permitía a
Goddard afirmar: “demandar para ellos tanto una vivienda como vacaciones es tan
absurdo como sería insistir en que todos los obreros deben recibir becas de
graduados”. Las implicancias políticas que se desprenden no deberían
asombrarnos, ya que para este científico “democracia significa que el pueblo
regula al elegir al más sabio, inteligente y humano. De modo que la democracia
es un método para arribar a una verdaderamente benevolente aristocracia”.
Otro elocuente ejemplo es el del Manual Diagnóstico y
Estadístico de los Desórdenes Mentales (DSM): lanzada ya su cuarta versión en
1995 al “mercado mundial”, es utilizado por médicos, investigadores,
psicólogos, psicopedagogos, abogados, la OMS, compañías de seguros,
empresas, consultoras, y equipos estadísticos de variada índole, entre otros.
Este manual, que en su primera versión comprendía 106 patologías, asciende en
esta al número de 300. Es sabido que incluye escalas de evaluación, las cuales
permiten medir el estado psicológico de cualquier individuo en función de su
grado de éxito (entendido en términos de adaptabilidad al sistema) en su vida
personal, afectiva y profesional. Desde la patología del “humor ansioso”, el “síndrome
premenstrual disfórico”, el “disturbio de la expresión escrita”, el “disturbio
de desconfianza opositora” hasta el “disturbio de hiperactividad” (diagnóstico
que también pulula por nuestras pampas, “patología” ésta por la cual un millón
de niños son tratados con anfetaminas en los Estados Unidos), más de la mitad
de la población norteamericana, por ejemplo, podría encasillarse en estas 300
patologías, es decir, ser consideradas mentalmente enfermas, según estudios
de la Universidad de Michigan.
La diversidad en la producción de subjetividad
Nombramos con el termino inteligencia a
ese
enormemente complejo y multifacético
conjunto
de capacidades humanas y pretendemos que
un
número pueda resumirlo y así establecer
jerarquías
Stephen Gay Gould
Sin embargo, ocurre que en el sentido clínico subyace una
concepción de inteligencia contrapuesta a la de las pruebas psicométricas: en
un intento por resistir a la cuantificación y medicalización del sujeto, aquí
sostendremos una concepción de inteligencia contextual, situada, (5) en donde
conocimientos, habilidades y comportamientos constituyen desempeños adaptativos
dentro de un medio sociocultural dado. Desde esta perspectiva, la mente es una
cualidad sistémica de la actividad humana mediada culturalmente. Los sujetos no
construyen significados en una cultura universal, sino en culturas específicas.
Aquí se destaca que el déficit no es lo importante en el
proceso de desarrollo, sino la compensación. Los problemas en el desarrollo y
en los aprendizajes infantiles no se consideran como realidades homogéneas,
sino que suponen una estructura compleja en la que se deben distinguir las
deficiencias biológicas o psíquicas, de aquellas que son el resultado de
entornos específicos.
En otras palabras, “el desempeño de los alumnos debería
contemplarse sólo en relación al sistema de expectativas escolares, que define
sus propios criterios de normalidad” (Baquero). El “mal desempeño” entonces, ya
no sería producto de una serie de “déficit”, retardos madurativos o retrasos
intelectuales de tipo individual o producido por otros “déficit” de orden
familiar, de pobreza simbólica o capital cultural, por enumerar algunos de los
numerosos diagnósticos con que deambulan los sujetos pacientes.
Por esta razón, administrar una prueba psicométrica con
sentido clínico –algo que no está alejado de tensión entre concepciones acerca
de cómo comprender a un sujeto- implicará centrarse en el comportamiento
general del paciente frente a las situaciones y procedimientos específicos que
el sujeto emplea para resolver un problema. Las fluctuaciones, tanteos,
errores, correcciones, la conciencia del fracaso, la posibilidad del progreso
en el curso de las interacciones y su posibilidad de adaptación a las variaciones
que se introducen en las pruebas diagnósticas -entre otros indicadores- revela
un peculiar modo de pensamiento frente a una situación determinada, esto es, el
grado de movilidad de ese razonamiento en un dispositivo, ya sea escolar,
clínico o familiar. La visibilidad de estos aspectos es lo que permitirá
comprender las problemáticas de los sujetos en términos funcionales, lo que
dará lugar a intervenciones clínicas sobre sus posibilidades intelectuales y su
potencial maximización.
Pero esto no sucede al administrar las pruebas
psicométricas, puesto que se emplean en grupos culturales distintos de aquellos
para los cuales fueron diseñadas: el lenguaje utilizado no es el habitual en el
habla de los sujetos evaluados y la estandarización no es la que corresponde
para la media estadística de nuestra población general. El desempeño que
supuestamente se mide, parecería ser el grado de familiaridad que los sujetos
tienen con los contenidos de otra cultura más que con la propia, es decir, se
miden las capacidades corrientes de los sujetos para participar de forma
efectiva en las escuelas, organizadas sobre la base de pautas-promedio de la
cultura en la que la técnica tuvo origen, categorizando a los sujetos en
criterios numéricos. Subyace aquí el supuesto de que las posibilidades de
atravesar con éxito el dispositivo pedagógico descansa exclusivamente sobre
atributos mensurables del sujeto.
Se trata de instrumentos que a partir de las discutibles
categorías de “normalidad”, “desviaciones estándar” y “anormalidad”
caracterizan a las diferencias individuales como “déficit naturales” obviando
las existentes desigualdades sociales, que explicarían con mucha mayor fuerza
las brechas en las puntuaciones de los sujetos evaluados.
Es por todo esto que quienes trabajan con sujetos en la
clínica psicológica, por caso, al administrar técnicas de evaluación, deben
producir una correcta selección de estos instrumentos, acordes a las
características del sujeto y atendiendo no sólo al necesario conocimiento de
aquellas que se aplican, con sus alcances y limitaciones, sino a sus
habilidades, es decir, la pericia desarrollada con determinados auxiliares
técnicos, ya sea producto de su interés profesional o por lo que su experiencia
le hayan aportado mayor riqueza diagnóstica. Conocer una técnica de medición
entonces, y siguiendo lo afirmado en el párrafo anterior, implica entre otras
cosas, disponer de los baremos actualizados sobre nuestras poblaciones, que
contemplen las distinciones socio-culturales a la hora de establecer criterios
diagnósticos. “Un psicodiagnóstico es un retrato de la subjetividad que opera
como corte transversal en la vida de un sujeto. Por lo tanto, deberíamos contar
con criterios específicos en el momento de establecer la validez predictiva y
posdictiva del proceso llevado a cabo” (Veccia, 1999).
Lo que se desprende en este análisis es que los aspectos
clínicos y éticos están necesariamente ligados en el desempeño profesional. Las
implicancias que tienen en un sujeto las afirmaciones desprendidas del
resultado del uso de los instrumentales clínicos conllevan al cuidado con el
que se emitan los juicios clínicos, atendiendo a las limitaciones del
instrumental diagnóstico, no anteponiendo éstas a los pacientes, ya que no constituyen
las técnicas el objeto de investigación. Los juicios clínicos, entonces, son
también juicios éticos. Por eso las consideraciones acerca del “rendimiento
cognitivo” de un paciente no deben reposar exclusivamente sobre los resultados
del testeo psicométrico.
Un ejemplo más: Lewis Terman, quien introdujo el test
Standford-Binet en Estados Unidos, afirma sin hesitar que “los C.I. entre 70 y
80 son muy comunes entre las familias indio-españolas y mexicanas del sudeste y
también entre los negros. Su torpeza parece ser racial o por lo menos,
inherente a la familia de la que proceden. Los niños de estos grupos deben ser
separados en clases especiales. No pueden dominar las abstracciones, pero a
menudo pueden ser trabajadores eficientes. No es posible, por el momento,
convencer a la sociedad de que no deben continuar reproduciéndose, aunque,
desde un punto de vista eugenésico constituya un grave problema, debido a su
descendencia tan prolífica”.
Queda expuesta por consiguiente, la debilidad de un instrumento
de medición atravesado por una altísima incidencia de factores socioculturales,
incluidos -como acabamos de observar- los ideológicos. Puede ya entenderse por
qué la concepción de inteligencia que sostiene a las pruebas psicométricas es
entonces, la de una mirada estandarizada y escolarizada de la misma. Es sabido
que estos instrumentos privilegian el desempeño por sobre la competencia, esto
es, el resultado de ciertas conductas independientemente del proceso que
subyace a la obtención de determinadas respuestas. Es falso por consiguiente
que estos instrumentos midan la competencia intelectual al indagar al sujeto y
valuar respuestas verbales o de ejecución. Si la conducta no refleja totalmente
el conocimiento, no se puede inferir que a partir de ella se pueda evaluar el
conocimiento del sujeto. Lo que equivale a afirmar que la conducta no puede ser
evaluada como vía directa de acceso a las facultades de la inteligencia o la
salud mental de los pacientes.
Quienes trabajan en la atención de niños, por ejemplo, se
enfrentan a diario a diversas situaciones institucionales –la escuela, el
hospital- en la que se debe administrar este tipo de pruebas, donde en cada
proceso diagnóstico se escenifica dramáticamente el punto de tensión arriba
mencionado, colocando entonces al profesional en una situación dilemática que
interpela su ética: el instrumento psicológico con el que se mide el cociente
intelectual puede constituirse en el fundamento para certificar que aquellos
sujetos que ya habían sido discriminados previa y a veces inadvertidamente por
la institución escolar, vuelvan a serlo, ahora legitimados a través de la
práctica diagnóstica, cerrándose así un circuito de discriminación social. “Los
tests que miden las disposiciones sociales que requiere la escuela están hechos
justamente para legitimar de antemano los veredictos escolares que los
legitiman” (Bourdieu, 1990).
Si el compromiso teórico y metodológico que asumen
psicólogos y psicopedagogos, entre otros, es producir detecciones y
descripciones de peculiaridades cognitivas de los sujetos, es decir, efectuar
una caracterización del desempeño intelectual, rechazando toda práctica
rotulatoria, entonces frente a la imposibilidad de desestimar el uso de estos
instrumentos -por presiones institucionales, por criterios establecidos por el
“sistema”, o como se llame- podrán asumir una modalidad cualitativa en la
administración de las pruebas psicométricas, con el fin de construir una
intervención clínica coherente.
En otros términos, creemos necesario reexaminar, como ya ha
sido planteado en el campo de la psicopedagogía clínica (Schlemenson, 1996), la
validación general de las pruebas psicométricas, a fin de abandonarla para
operar específicamente con el desempeño distintivo del sujeto, descartando las
características interindividuales, en términos de dispersión o déficit, que
estos instrumentos proponen.
De esta manera, el propósito diagnóstico en su utilización
debería ser entonces, el de analizar cada uno de los tests que se administren
con relación a la media del sujeto consigo mismo, donde la mayor o menor
dispersión en relación con esta media va a tener que ver con una particular
sincronía y desincronía de su propio proceso de conocimiento y no con la de
cocientes intelectuales de una población general. De esta manera, se
considerarán las compensaciones y las descompensaciones que aparecen en este
rendimiento en relación con la posibilidad de interpretar la modalidad del
comportamiento cognitivo del sujeto y sus descompensaciones de acuerdo con lo
que cada prueba está queriendo medir. Es decir, que si se analiza la media
alcanzada en cada uno de los tests, y se los compara con los puntajes
superiores e inferiores con relación a la media de ese mismo sujeto, se podrán
obtener las características cognitivas y sus particularidades constructivas de
sus propios esquemas conocimiento, como indicador clínico de las
características cognitivas que detentan una particular relación del sujeto con
su medio circundante.
En otras palabras, para la reflexión sobre la subjetividad
es preciso posicionarse claramente en alguna concepción sobre la inteligencia,
si es que este concepto sigue siendo explicativo: o bien “ser inteligente” es
escuchar bien, retener y reproducir eficazmente o por el contrario, “ser
inteligente” es actuar, pensar y transformar sobre y en los contextos en donde
el sujeto interactúa.
Porque de ello se trata: detectar, describir e interpretar
las peculiaridades cognitivas de cada sujeto, para poder otorgar un sentido
histórico a la modalidad cognitiva y reinscribirla como una de las
manifestaciones posibles de su comportamiento general. “El comportamiento
aparente no informa sobre el sujeto ni sobre lo que su sensibilidad le hace
experimentar. Lo que no es dicho, expresado, no puede ser conocido por ´el
observador´, pero justamente lo que sucede en ´el observado´, indecible y no
localizable por el observador, es lo más importante de su encuentro” (Dolto,
1986). Sostenemos con firmeza que otorgar sentido a las peculiaridades de orden
restrictivo en un sujeto, que limitan la construcción armónica de sus
conocimientos y las vinculaciones con su entorno social, constituye una
indagación por fuera de toda métrica.
Referencias
(1) En el pensamiento filosófico se denomina posición o
espíritu crítico el no aceptar ninguna afirmación o conclusión como verdaderas
sin analizar ni interrogarse primeramente sobre el valor de éstas, desde el
punto de vista de sus condiciones de producción, su contenido (crítica interna)
o desde el punto de vista de los modelos teóricos en que se apoyan (crítica
externa).
(2) Wechsler, D. Ob.cit.
(3) Se trata de la mente asociada a la disciplina, los
hábitos de trabajo, la obediencia, la constancia en el estudio, la aplicación y
la prolijidad en clase, todos puntos que hacen a la idea de “virtud escolar”.
Ver Kaplan (1997).
(4) Stolkiner, A. Ob. Cit
(5) No nos ocuparemos aquí de caracterizar en profundidad
esta concepción de inteligencia. Sugerimos consultar Cole, Bruner y Lacasa,
bibliografías de Unidad I.
Bibliografía consultada
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Educativa N° 16. Eds. Novedades Educativas, Buenos Aires, 1997.
-Baquero, R. Lo habitual del fracaso o el fracaso de la
habitual. UNQUI.
-Binet, A. Las ideas modernas sobre los niños. FCE, México,
1985.
-Bourdieu, P. El racismo de la inteligencia. En: Bourdieu,
P. Sociología y cultura. Ed. Grijalbo, México, 1990.
-Bowles, S. y Gintis, H. La meritocracia y el “coeficiente
de inteligencia”: una nueva falacia del capitalismo. Edit. Anagrama, Barcelona,
1976.
-Canguilhem, G. Lo normal y lo patológico. Siglo XXI,
México, 1984.
-Castorina, J.; Fernández, S. y otros. Psicología Genética.
Miño y Dávila eds., Bs. As., 1984.
-Cole, M. Psicología cultural”. Ed. Morata, Madrid, 1999.
-Delval, J. Crecer y pensar. La construcción del
conocimiento en la escuela. Ed. Paidós, Barcelona, 1998.
-Dolto, Francoise. La causa de los niños. Paidós, Buenos
Aires, 1986.
-Kaplan, C. La inteligencia escolarizada. Miño y Dávila
eds., Bs. As., 1997.
-Kaplan, C. Inteligencia, escuela y sociedad. En: Propuesta
Educativa Nro. 16, Eds. Novedades Educativas, julio 1997.
-Lacasa, P. Familias y escuelas. Caminos de la orientación
educativa”. Ed. Aprendizaje Visor, Madrid.
-Lewontin,R.; Rose, S. y Kamin, L. No está en los genes.
Racismo, genética e ideología. Ed. Los Noventa, México, 1991.
-Perrenoud, Ph. La construcción del éxito y del fracaso
escolar. E. Morata, Madrid, 1990.
-Pichot, P. Los test mentales. Ed. Paidós, Buenos Aires,
1980.
-Salomón, G. (compilador), Cogniciones distribuidas.
Consideraciones psicológicas y educativas. Amorrortu editores, Buenos Aires,
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-Schlemenson, S. Detección de la modalidad cognitiva en el
diagnóstico psicopedagógico. Departamento de publicaciones de la
Fac. de Psicología. U.B.A., 1996.
-Stolkiner, A. Supuestos epistemológicos comunes en las
prácticas de salud y educación. En: El niño y la escuela. Reflexiones sobre lo
obvio. Nora Emilce Elichiry (comp.), Ed. Nueva Visión, Bs.As., 1987.
-Veccia, T. Algunos aspectos éticos del psicodiagnóstico.
En: Publicación Mensual Informativa de la Facultad de Psicología
de la Universidad de Buenos Aires, mayo de 1999.
-Wechsler, D. La medida de la inteligencia del adulto.
Edición preliminar. Buenos Aires, 1970.
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