martes, 10 de junio de 2014

Unidad 5. El problema del hecho estético. De la reproducción a la creación



Consideraciones acerca del hecho estetico

El cazador de instantes

(...) La memoria es un tribunal permanente aunque arbitrario: premia gratuitamente y castiga con generosidad. Años enteros de nuestra existencia quedan sepultados bajo pesadas losas de olvido y, como contrapartida, surgen, firmemente asentados, momentos fulgurantes. Lo peculiar de este íntimo tribunal es su completa amoralidad. No actúa según códigos o leyes morales establecidas ni se remite a valores éticos positivos o negativos. No se puede afirmar, desde luego, que sea ajeno a la conciencia preobra, por así decirlo, según el instinto de conciencia.

Como tal instinto operante en el tejido del tiempo, la memoria saca a flote, incrustándolos en nuestro presente, los vértices decisivos de nuestra existencia. Poco importa que estos vértices hayan quedado aparentemente sumergidos en océanos de rutina, pues acaban prevaleciendo siempre, incluso contra nuestra voluntad. Cuando retornan aquellos ojos, aquella piel, aquel sonido, aquel aroma, resulta inútil oponerles resistencia recurriendo a un supuesto orden vital que, quizá, invita a prohibirlos. 
En cuanto a instinto de conciencia, la memoria construye un relato secreto de nutra vida que diverge, cuando no se opone, al relato oficial que tendemos a legalizar, no sólo en relación al mundo exterior, sino también con respecto a nuestro propio mundo. Y este relato secreto es siempre inquietante, subversivo y, en el único sentido en que puede ser empleado este término, verdadero.


Ahora bien, , cómo se constituye este misterioso relato que guardamos en algún lugar recóndito de nuestro interior y al que sólo accedemos mediante la oblicua sinceridad del recuerdo? De entrada percibimos que nada tiene que ver con el tiempo normativo que dictamina nuestra cotidianeidad. Esta percepción contradice convicciones profundamente arraigadas en nosotros. Estamos habituados a aceptar que formamos parte de un tiempo acumulativo, lineal, brotado de un principio y orientado a tener un fin. A las razones biológicas que nos llevan a este convencimiento se les suman otras, culturales, que dirigen un determinado desarrollo de los destinos colectivos e individuales. Así se forma nuestra imagen del tiempo como un continuum irreversible en el que no caben “eternos retornos” y, ni siquiera, dislocaciones. Estamos sometidos al reloj, al calendario y a la ley.


Lo paradójico, no obstante, es que de modo simultáneo estamos en condiciones de observar que hay otro tiempo en nosotros que nos configura de una manera radicalmente distinta. Un tiempo ajeno a toda linealidad, desbocado, caótico, que fluye libremente apoderándose a zarpazos de nuestra mente. Este otro tiempo, mediante el que reconocemos el relato secreto de nuestra existencia, no admite la imagen de un continuum sino que, al contrario, se manifiesta con violentas discontinuidades, con bruscos saltos y retrocesos que agreden la idea comúnmente asumida del devenir. Desconocemos su funcionamiento pero captamos su presencia en forma de instantes que se enroscan en el árbol de nuestra razón, ofreciéndonos los frutos de sabor más intenso.


La superioridad, en nuestra conciencia, de tales instantes sobre le tiempo normativo al que ficticiamente obedecemos estriba en su fuerza y, también, en su libertad, acceden a nosotros libremente y nos sugieren un poder insuperable. Aunque quisiéramos, como a veces queremos, no podemos escapar a ellos porque representan, no lo mejor o peor de nosotros mismos, sino lo que ha grabado en nuestra identidad una señal imperecedera. A través del eco queremos volver una y otra vez al sonido originario, siguiendo las ondas expansivas deseamos recrear el momento en que la piedra chocó con el agua. En nuestro relato secreto cada uno de estos instantes encierra un mundo autosuficiente y, asimismo, en permanente transformación.

Rafael Argullol. El cazador de instantes. Cuaderno de travesía 1990-1995. Barcelona, ediciones Destino, 1996.

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En el ensayo “El nacimiento de una película”, Federico Fellini se refiere al modo en que trabaja una obra, o para decirlo con mayor pertinencia, al modo en que algo trabaja en él hasta que en cierto momento deviene obra.

Carlos Pérez

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A veces me encuentro o m descubro viéndome de lejos: veo mi mano pintando y siento que no sigue mis órdenes, va sola. Un día dibujaba mariposas y me di cuenta que no las dibujaba sino que mi mano producía el aleteo.


Ana, artista plástica.

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El sujeto, estimulado y frustrado, parece buscar en el arte, más que nunca, la expresión para su fantasía; la realidad imaginada se confunde con la imagen realizada en la obra de arte o en el producto tecnológico.

Esther Aguirre

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Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces, apenas había apagado la luz, cerrábanse mis ojos tan prestos, que ni tiempo tenía para decirme: “ya me duermo”. Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban estas reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra...

Marcel Proust

lunes, 9 de junio de 2014

Unidad 5. El problema del hecho estético. De la reproducción a la creación.


          TABLEROS, DISFRACES, TITERES, AUTITOS, MUÑECAS:
EL SENTIDO DEL JUGAR EN EL PROCESO CREATIVO.
UNA MIRADA SOBRE LA INFANCIA DEL ADULTO


Oscar Amaya


La madurez significa recuperar la seriedad
que uno tuvo en su infancia mientras jugaba.

F. Nietzsche

El que no anduvo su pasado, no lo cavó,
no lo comió, no sabe el misterio que va a
venir, nunca puso su vida para ese misterio.

Los rollos del Mar Muerto


El juego no es una actividad como cualquier otra. 
Es tan mágica como un ritual, ata y desata 
energías, oculta y revela identidades, teje una trama
misteriosa donde entes y fragmentos de entes, hilachas 
de universos contiguos y distantes, el pasado y el 
futuro, cosas muertas y otras aún no nacidas se
entrelazan armónicamente en un bello y terrible dibujo. 
Jugar es abrir la puerta prohibida, pasar al otro lado 
del espejo. Adentro, el sentido común, el buen sentido, 
la vida “real” no funcionan. La identidad se quiebra,
aparece en fragmentos reiterados de uno mismo. 
La subjetividad(acostumbrada  a estar sujeta, 
sumergida y subyugada) se expande y se
multiplica como conejos saliendo uno tras 
otro de una galera infinita.

Graciela Scheines


Encarar el análisis del juego implica ponderar la utilización de medios simbólicos como una de las características centrales de la expresión infantil. Es sabido que juego, dibujo, lenguaje y otras formas de representación estructuran el psiquismo del niño y su vida de relación. La literatura psicológica y pedagógica que se ha ocupado del tema es frondosa y ha contribuido a la comprensión de la naturaleza de esta escena infantil. Sin embargo, recortó al juego preponderantemente en sus aspectos afectivo y cognitivo, relegando a un segundo plano las dimensiones sociales, antropológicas y políticas. Un recorrido incompleto puede hacer perder de vista que juegos y juguetes están atravesados por significaciones culturales y diversas concepciones de infancia, que no son ajenas a determinantes económicos y políticos.

El propósito del presente artículo consistirá entonces en indagar la naturaleza del juego y del jugar en dos dimensiones complementarias: la social y la política, con el fin de ampliar el análisis para constituir una comprensión más profunda de este fenómeno. Para ello realizaremos en primer término una caracterización de lo lúdico en la escena cultural revisando críticamente las concepciones de infancia hegemónicas, para finalizar con un análisis crítico del “atrapamiento” del jugar a través de juegos y juguetes realizado desde la industria del entretenimiento, en su resignificación de la infancia en términos de público consumidor. En estos dos tiempos se intentará presentar claves de comprensión del escenario lúdico, y se sostendrá que cuando los niños despliegan escenas lúdicas, a través de ellas advienen tanto la historicidad cultural y las ideologías dominantes, como la infancia de los adultos.

I. Destiempos: un tiempo el de la cultura, otro el de la infancia


Hay gente que puede creer lo que
quiere. Son felices criaturas.

G.Ch. Lichtemberg


En mi casa he reunido juguetes pequeños y grandes
sin los cuales no podría vivir. El niño que no juega no es
niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño
 que vivía en él, y le hará mucha falta. He edificado mi casa
 también como un juguete y juego en ella de la mañana a la noche.

Pablo Neruda


Las niñas y niños que nos rodean nos interpelan -entre otras cosas- a evocar nuestra propia infancia, si es que algún adulto pretende imbuirse del sentido del jugar en cada uno de los encuentros con ellos. Esta evocación implica reflexionar sobre una escena constitutiva del mundo infantil que en cada adulto, en forma agazapada en muchos casos, aún pervive. “Todo adulto situado frente a un niño no hace nada más que enfrentarse, de hecho, con su propia infancia reprimida” (Lajonquiere, 2000). 

Para que esto suceda debe hacerse el ejercicio de rescatar la experiencia propia de la infancia, desplegando “la diferencia que media entre el niño que fue alguna vez para otros y ese otro niño real frente al cual debe sostener una palabra”, frente a lo que pareciera ser lo único válido como forma de vida en la sociedad: la experiencia adulta. Prácticas sociales como la producción y transformación de los bienes materiales o las confrontaciones políticas, hacen aparecer al juego como algo poco relevante, desvinculado de la vida cultural “al transformarlo en una suerte de actividad transitoria, aunque necesaria, en cierta etapa del desarrollo evolutivo de los individuos” (Milstein y Mendes, 1999). Estas creencias adultas, “infantilizadoras” del juego, desvalorizan esta práctica social al considerarla exclusiva de los niños  y por lo tanto poco relevante, en una lógica que construye el binomio niñez-insignificancia.

Sin embargo, el filósofo Agamben afirma que muchas investigaciones plantean que “el origen de la mayoría de los juegos que conocemos se halla en antiguas ceremonias sagradas, en danzas, luchas rituales y prácticas adivinatorias” (Agamben, 2001). Esto se ejemplifica en varios juegos: “en el de la pelota podemos discernir las huellas de la representación ritual de un mito en el cual los dioses luchaban por la posesión del sol; la ronda era un antiguo rito matrimonial; los juegos de azar derivan de prácticas oraculares; el trompo y el damero eran instrumentos adivinatorios”. Esto habilita a este autor a que presente una bella hipótesis: “el país de los juguetes es un país donde los habitantes se dedican a celebrar ritos y a manipular objetos y palabras sagradas, cuyo sentido y cuyo fin sin embargo han olvidado”.

En contraposición a la forma dominante de pensar al juego -y por ende a la infancia- creemos que el niño posee la potencia de establecer vínculos subversivos –en el sentido de revolver, alterar un orden- con los objetos: los transmuta en juguetes, al mismo tiempo que se enuncia en jugador: “jugando se adquiere una conciencia distinta de sí mismo, como no terminada ni unívoca”, afirma Scheines (1998). Los autores que analizaremos –además de otros no abordados aquí- caracterizan los procesos de adopción de identidades producidas por los niños en el juego, como pasibles de ser homologadas a las del dramaturgo, escenógrafo, poeta y, por supuesto, a la del actor, produciendo nuevos sentidos, nuevos imaginarios que alteran las normativas del “mundo real”. Si para los adultos los objetos constituyen algo “carente de vida propia, cuya existencia depende íntegramente del lugar que se le haya conferido” (Forster, 1991), para los niños significa establecer una relación de correspondencia vital: el mundo de las cosas y los símbolos no “emerge de las páginas al ser contempladas por el niño, sino que éste entra en ellas (...) vencen el engaño del plano y, por entretejidos de color (...) sale al escenario donde vive el cuento de hadas” (Benjamin, 1989).

La adopción de identidades diferentes en la niñez no constituye una metáfora, sino una dinámica: “es el lugar de la movilidad permanente. Su cuerpo mutante juega a descolocarse, a ser el otro en sí mismo, ser niño es tener todavía la posibilidad de elegir. Libertad virtual que pone en el límite y arriesga la noción misma de identidad: el niño puede devenir otra cosa de lo que se pretende que sea (...) el cuerpo es transitorio y día a día descubre nuevas regiones (...) como sujeto de estas mutaciones, los niños desbordan su propia identidad y juegan a escapar así del control adulto” (Alvarado, 1996).

En este sentido, los niños anticipan lo que no ven, predicen lo que seguirá, corroboran lo que es, e imaginan todo nuevamente. El filósofo vienés Benjamin, atento lector de Freud, plantea la existencia de una “gran ley” que “rige sobre el conjunto del mundo de los juegos: la ley de la repetición (...) para el niño, esto es el alma del juego, nada lo hace más feliz que el ‘otra vez’ (...) toda vivencia profunda busca insaciablemente, hasta el final, repetición y retorno, busca el restablecimiento de la situación primitiva en la cual se originó” (Benjamin, 1989).

Esto no significa que la infancia, la imaginación y los juegos 
–así como el jugar- constituyan conceptos abstractos que den cuenta de una misma realidad, cualquiera sea el niño, sus condiciones de existencia o cualquiera el lugar del planeta en donde juegue. Sin embargo, tanto  la literatura especializada como el sentido común, han forjado una suerte de “naturalización” de esta escena  que es pensada en forma dominante de la siguiente forma: “la niñez, por definición, juega. Y el juego, también por definición, es propio de la niñez. La naturalidad del vínculo (...) queda así establecida en términos casi biológicos” (Milstein y Mendes, 1999). 

En realidad, el jugar reviste un conjunto de transformaciones históricas propias de todo fenómeno social, y por ello no puede ser reducido sólo a una manifestación instintiva, descarga energética, fenómeno espontáneo, vía regia de acceso a la cultura, espacio de intervención para crear intereses o encauzar necesidades, o lugar de deseo del niño por ser adulto (“la atracción del Mayor, el motor esencial de la infancia” según el pedagogo M. Debesse).

Los intentos del adulto por apropiarse, encauzar e incluso dirigir el juego, sostenido por la creatividad, la fantasía y la ficcionalización (y quizás debido precisamente a estos componentes) provienen de voluntades paternas, pedagógicas y especializadas en la infancia. La pretensión es racionalizarlo, pedagogizarlo (1),  y diagnosticarlo a fin de “corregir el juego de los niños para volver sus acciones compatibles con los mandatos de la socialización normativa, disciplinadora y homogeneizadora (...) como finalidad preponderante de todo el proceso educativo” (2) y junto a esta finalidad, las de preparación para la vida adulta, los procesos de  reeducación del jugar o la de “curación” frente a perturbaciones, tendientes todas ellas a lograr el apropiado funcionamiento de los niños en la familia, la escuela y la sociedad toda.

Desde la psicología evolutiva, por ejemplo, algunos enfoques sostienen un instrumentalización del juego, al plantear que “los niños y las niñas son felices jugando y eso, por sí solo, ya sería suficiente para pensar en incluir el juego en el proyecto educativo” y por ello proponen una “tutorización” del juego que signifique una “tolerancia vigilante a la iniciativa de los jugadores, la disponibilidad para la intervención, el consejo y el comentario (...) interviniendo  cuando la situación lo requiere (...) añadiendo, sugiriendo, redefiniendo” (3).

Los ejemplos de infantilización y pedagogización en la historia de la cultura abundan. Platón afirma: “los juegos son necesarios a los niños (...) les son naturales (...) los niños se reunirán en sitios consagrados a los dioses. Su nodriza estará con ellos, para cuidar de que todo se mantenga en orden y moderar sus pequeñas vivacidades” (4). Aristóteles por su parte plantea que “es preciso saber emplear el juego como un remedio saludable (...) a fin de prepararles para trabajos que más tarde les esperan, y así, ser en general ensayos de los ejercicios a que habrán de dedicarse en edad más avanzada” (5). San Agustín caracteriza al juego como “algo ligado a lo banal de la vida y lamentándose de sus travesuras de niño para poder jugar y que tantos azotes le costaran” (6). El filósofo Kant, en su “Tratado de Pedagogía” afirma: “es de lo más perjudicial habituar al niño a que mire todas las cosas como un juego (...) es preciso que tenga también sus momentos de trabajo. Si no comprende inmediatamente para qué le sirve esta coacción, más tarde advertirá su gran utilidad”. En “Manifiesto sobre la educación” llega aún más lejos: “...en razón de sus inclinaciones animales no dispone aún de la libertad y debe ser, por tanto, constreñido por una disciplina. El niño sólo se convierte en hombre mediante la educación; entendámonos: se convierte en la persona humana que aún no es” (7).

Si se dirige la mirada hacia la América del siglo XIX, las cosas no varían: Sarmiento es claro en su concepción: “ustedes conocen por experiencia el efecto del corral sobre los animales indómitos. Basta el reunirlos para que se amansen al contacto del hombre. Un niño no es más que un animal que se educa y dociliza” (...) “el niño ante la razón es un ser incompleto, y el púber lo es más aún, ya porque su juicio no está todavía suficientemente desenvuelto, ya porque sus pasiones tomen en aquella época un desusado y peligroso desenvolvimiento”. Otros pedagogos, políticos y filántropos latinoamericanos de esa época producen planteos cercanos al sarmientino.

El siglo XX siguió mostrando concepciones semejantes: para el psicólogo alemán Groos el juego constituye un ejercicio preparatorio para el desarrollo de funciones adultas. Los pedagogos de la “escuela nueva” (8) O. Decroly y E. Claparede plantean: “ ¿no es preferible explotar esta fuerza cuya eficacia es indudable en todos los niños, a saber, la necesidad del juego y favorecer así la conciencia de un fin cada vez más remoto, aumentando gradualmente las dificultades?” (9). Para el segundo “el juego es el trabajo, es el bien, es el deber, es el ideal de la vida”. Por otra parte, en Cosettini (1962) encontramos explícitamente cuál es el objetivo que todo pedagogo debiera seguir: “intentar trasladar la atmósfera del juego libre a una expresión más formal (...) parto del juego, le doy coherencia, lo transformo en actividad estética, no fuerzo su ritmo, los impulso a pasar de un ciclo a otro en un proceso natural (...) y le doy elementos para su crecimiento”, o también “en el juego se educa espontáneamente, consiguiendo a su tiempo, y sin proponérselo, instrucción, civilidad, disciplina” (10).

Ya en el campo de la clínica psicológica y psicopedagógica de niños, el ejemplo paradigmático lo constituye la técnica denominada “hora de juego diagnóstica”, que tradicionalmente ha consistido en “ofrecerle al niño la posibilidad de jugar en un contexto particular, con un encuadre dado que incluye espacio, tiempo, explicitación de roles y finalidad”. Esta técnica constriñe el jugar a una limitación temporo-espacial predeterminada, con material específico a ser utilizado y objetivos ya delimitados. El profesional interviene en “la puesta de límites en caso de que el paciente tienda a romper el encuadre”. La tensión que se produce por el intento de uso de la escena lúdica para ser transformada en un fenómeno instrumental es inevitable: se planifica una fuerte intervención regulatoria al tiempo que se pretende “crear la condiciones óptimas para que el niño pueda desarrollar su juego con la mayor espontaneidad posible” (Siquier de Ocampo y otros, 1983). Hace más de 80 años, el psicólogo ruso Lev Vigotsky afirmaba: “no hay método que sea válido si actúa en contra de los intereses del niño”.

En todo caso, más que un intento –generalmente fallido- de dirigir o corregir el juego, el clínico debería “auspiciarlo en su advenimiento” (Baraldi, 1999) o bien establecer otra lógica, que no es la del discurrir del juego: proponer al niño  actividades lúdicas propiciadas por el profesional como estrategia clínica guiada por hipótesis de trabajo.
Todas las formas de apropiación adultas del juego mencionadas, hablan de una concepción del niño como “adulto en formación” que frente al jugar, operan pedagogizando juegos y juguetes: el jugar, al ser pensado como natural en el niño, resulta ideal para llevar a cabo un “aprendizaje placentero”, vehiculizando su potencia creadora en “productiva”. En otras palabras: “La pedagogía, que consolidó su prestigio durante el siglo XIX, mantiene hasta nuestros días el monopolio de los discursos institucionales sobre la niñez y legitima con su aparente neutralidad la ética de la productividad o el máximo rendimiento” (11). También las disciplinas psi corren el riesgo de legitimar un deber ser del niño respecto del juego y su despliegue metafórico al pretender “descubrir juguetes que tengan la potestad de hacer madurar adecuadamente o de forma rápida, límpida, libre y correcta las potencialidades infantiles” (Lajonquiere, 2000).

Si tal como plantea críticamente el historiador Huizinga (1944), la cultura moderna ha producido una clara división entre trabajo y juego creando pares antinómicos como sabiduría-necedad, seriedad-banalidad, orden-desorden y aún racionalidad-instinto, caracterizando al polo del juego como una actividad poco seria, irracional, carente de productividad, que implica pérdida de tiempo, etc., entonces es esperable que produzca una intervención y un reemplazo del juego por actividades productivas. En contrario a esta concepción hegemónica, este autor sostiene la idea de que la cultura humana nace del juego –como juego- y en él se desarrolla, hasta que la modernidad produce la operación recién descrita.

Lo mismo puede pensarse para la infancia: para la concepción cultural dominante, es ésta una forma cultural de vida que deberá necesariamente mutar hacia fines razonables y redituables. Claro que así las cosas, el como si, la ficcionalización propia del jugar, se transforma -como producto de la intervención adulta- “en como si fuera juego” (12), desnaturalizándolo en su significación profunda, perdiendo su carácter imaginativo, desinteresado, autónomo y espontaneísta en pos de una planificación con propósitos externos a él. La definición de juego planteada por Huizinga se aleja claramente de todo intento por capturarlo: “el juego es una actividad libre, que se desarrolla dentro de unos límites temporarios y espaciales determinados, según reglas absolutamente obligatorias, aunque libremente aceptadas, acción que tiene su fin en sí misma y que va acompañada de un sentimiento de tensión y alegría, y de la conciencia de ‘ser de otro modo’ que en la vida corriente” (13).


II. Una política de colonización de la infancia


No crean que el destino sea otra
cosa que la plenitud de la infancia

R.M.Rilke

Nunca es demasiado pronto para crear unos
hábitos de consumo tales como la fidelidad a una
 marca o la frecuentación de un punto de venta

J. Brée

La felicidad, sobre todo la felicidad durante la niñez,
parece alcanzarse a través de la adecuación de los signos:
se es feliz cuando se dispone adecuadamente de los signos
y esos signos efectivamente significan lo que deben significar.

D. Diederichsen


Al caracterizar los juegos, el jugar y los juguetes, planteamos que un análisis de éstos sería incompleto si no se consideraba la dimensión política, que en el capitalismo post-industrial de principios de siglo XXI, se encuentra ya indisolublemente subordinado a las prácticas económicas y financieras. No es posible desconocer entonces que juegos y juguetes circulan como mercancías, que los niños son caracterizados como consumidores, en un contexto de uniformización y disciplinamiento de sus tiempos tanto privados como públicos. Esto constituye una verdadera operación de racionalización discursiva que funda una nueva concepción de infancia, que destituye a la anterior, propia de la modernidad con su sesgo moralizante y humanista, sostenido por las instituciones familiar y escolar.

Este poder disciplinario que reglamenta tiempos, espacios, cuerpos e imaginarios, se ejerce a través de las instituciones sociales de la cultura, legitimado a su vez por las prácticas disciplinarias como la medicina, psiquiatría, derecho, psicología y pedagogía (1).

Para la posición mercantil, juegos y juguetes que no se instituyen en objetos de consumo son improductivos y de función inacabada: se trata de borrar el grado de indeterminación necesaria en todo juguete, que implica que posea un valor polisémico. La industria cultural (2) para el consumo infantil  formatea prácticas y discursos a través del merchandising del juguete.

Al respecto, es clara la mirada que el semiólogo Barthes (1980) dirige hacia este fenómeno: “los juguetes habituales son esencialmente un microcosmos adulto; todos constituyen reproducciones reducidas de objetos humanos, como si el niño, a los ojos del público, sólo fuese un hombre más pequeño, un homúnculo al que se debe proveer de objetos de su tamaño”. Todos ellos provenientes “de la vida moderna adulta: ejército, medicina (maletines y equipos en miniatura, salas de operación para muñecas), escuela, peinado artístico, aviación, transportes (trenes, autos, motos, lanchas, estaciones de servicio), ciencia (equipos de química), (...) ante este universo de objetos fieles y complicados, el niño se constituye, apenas, en propietario, en usuario, jamás en creador; no inventa el mundo, lo utiliza”.

Si juegos y juguetes no se adecuan a las necesidades del mercado -y a las de los adultos- serán entonces marginales con respecto a su valor utilitario. No se concibe el manipuleo inútil, gozoso y desinteresado que implica a relación jugador-juguete, y por ello se la reemplaza por la de poseedor-posesión, donde el juguete es entonces símbolo de poder y riqueza para el niño que lo ostenta. Este estado de cosas genera un “proceso de enajenación de la infancia (...) que expulsa a los niños y niñas de las calles y plazas, de los juegos y las canciones espontáneamente reinventados, de la interacción directa entre ellos” (Alonso, M. y otros, 1995).

Marginado, excluido o más precisamente expulsado (3), es la categoría complementaria a consumidor. ¿Qué significa niño cliente-consumidor? El que accede a las variantes que el mercado ofrece en calidad de mercancías a través de canales de cable especializados y sus productos: muñecos, revistas, videos, indumentaria; a juegos electrónicos públicos y de bolsillo; a sitios específicos en páginas web; a locales de fast-foods, a plazas de juegos en supermercados y shoppings; a espacios infantiles en librerías y museos, entre otros. ¿Qué significa niño expulsado? Millones de ellos, que n las ciudades del mundo son empujados a un estado de pobreza, viviendo y trabajando en calles, trenes y subterráneos, y  en el mejor de los casos, con una escolaridad deficiente. Es sabido que los gustos y consumos culturales de los niños poseen significaciones contrastantes según la clase social a la que pertenecen, es decir, a condiciones de existencia específicas, pero en el caso del niño expulsado, cabe la pregunta de qué significa la infancia allí donde no hay lugar para un niño, sino lugar para el desamparo. ¿Cómo se ha llegado a este estado de cosas?

Desde la segunda mitad del siglo XX y con el perfeccionamiento del industrialismo, se fue configurando la denominada “segunda industrialización”, que se ha dirigido no a la producción y consumo de bienes materiales, sino simbólicos: la tecnología dirigida al dominio interior del  sujeto, a través de mercancías culturales, producidas y distribuidas sobre el modelo de la industria técnica y económica, que utilizan a los medios masivos de comunicación y la publicidad (agente discursivo del mercado) a fin de dinamizar este proceso, alcanzando a la masa de público. 
La producción en masa tiene su propia lógica: la del consumo incesante de las mercancías culturales. Si bien a principios del siglo XX la cultura estaba estratificada fuertemente a través de las clases sociales, las edades, los niveles de educación que delimitaban zonas de cultura respectivas, estas barreras han sido parcialmente borroneadas, a partir de las profundas transformaciones sociales y tecnológicas producidas desde la década de los ’50. Esto trajo como consecuencia el establecimiento de nuevos tipos de públicos-consumidores: el femenino, el juvenil y el infantil.

El público infantil comienza a consumir productos culturales específicamente diseñados, produciéndose así un doble efecto inédito: en primer lugar, la aceleración de la infancia, de manera que los niños sean aptos para iniciarse en su historia de consumidores de productos culturales  específicos, y en su conjunto luego, en la adolescencia y la adultez; y en segundo lugar, la adopción por parte de los adultos de conductas de consumo propias de niños y jóvenes.

El quiebre (por efecto de la globalización, como se explica más abajo) del escenario cultural instaurado por el proyecto moderno, modificó fuertemente la identidad de la relación individuo-sociedad: si bien la sociedad de consumo ejerce una violencia sobre la subjetividad, atendiendo a lo analizado en el punto anterior, en relación a los desarrollos del constructivismo respecto del desarrollo del sujeto, no se puede afirmar que “anula todo posible despliegue del pensamiento autónomo” (4). Si bien el análisis crítico que un niño puede realizar acerca de la incitación al consumo pueda ser precario –por tratarse de un “cliente desprevenido”- este fenómeno de imposición no es absoluto, es decir, no se manifiesta como imposible el librarse de la atención hegemónica y de la instauración de mecanismos automáticos en el psiquismo al consumir los productos de consumo. La lógica de la relación no es manipulatoria, sino que el efecto puede pensarse como  relativo, a partir de las prácticas de recepción que los niños despliegan.

Esto no significa concebir al sujeto como autónomo frente al poder de los medios como formadores de subjetividad, sino plantear que los niños peculiarizan formas de expresión discursiva a través de instrumentos de mediación (juegos, canciones, narrativas) con sus mecanismos enunciativos correspondientes, expresiones que no remiten a meras reproducciones, sino a una compleja trama de reconstrucciones y transformaciones al interior de sus juegos y juguetes, compuesta tanto por aspectos reproductivos como originales. Este proceso es claramente descrito por Vigotski: “los elementos que entran en la composición de los productos de la imaginación son tomados de la realidad por el hombre, dentro del cual, en su pensamiento, sufrieron una compleja reelaboración convirtiéndose en producto de su imaginación. Por último, materializándose, volvieron a la realidad, pero trayendo ya consigo una fuerza activa, nueva, capaz de modificar esa misma realidad, cerrándose  de este modo el círculo de la actividad creadora de la imaginación humana” (5).

Frente al desmesurado desarrollo de las nuevas tecnologías comunicacionales, que imprimen un sesgo impensado a la producción masiva de productos culturales a nivel planetario, la Industria Cultural se ido ha transformado en un fenómeno que la desborda: la conformación de corporaciones multinacionales abocadas al creciente e incesante negocio del entretenimiento y la información.

En las dos últimas décadas del siglo pasado, los consorcios multinacionales -que diluyen las particularidades continentales, nacionales y regionales que presentan los públicos consumidores- se reagruparon a partir de fusiones empresariales, en un grupo cada vez más reducido de corporaciones que controla, posee y distribuye la mayor parte de productos que la audiencia mundial consume, sobretodo a través de los principales medios masivos de comunicación.

Este proceso, denominado globalización, también es responsable del forjamiento de este nuevo estatuto de la infancia, en donde su socialización “es concebida como un proceso complejo y multidireccional en el que intervienen simultáneamente diversos agentes sociales con los que los niños interactúan (...) muchas de las organizaciones que actualmente llevan adelante la pedagogía cultural no son organismos educativos sino entidades comerciales que no apuntan al bien social sino a la ganancia corporativa” (Minzi, 2003).

Juegos y juguetes, capturados por la lógica del mercado, pasan a un nuevo hábitat material y simbólico de la infancia: se produce entonces una “reconfiguración de las relaciones de poder niño-adulto, donde la imagen de la infancia que distribuyen los medios de comunicación muestra niños “astutos, rápidos, independientes y superan, en mucho, las capacidades de los adultos” (6). Pensemos en la recepción de los nuevos tipos de narrativas de los dibujos animados de los canales de televisión infantiles, o las destrezas desarrolladas en el manejo de video-games.

Se puede inferir, para finalizar, que el escenario actual ha modificado sustancialmente “la manera de construir el saber, el modo de aprender, la forma de conocer” (7), lo que constituye un desafío de proporciones a la hora de encarar el trabajo clínico con niños, ya que es imperativo comprender la lógica de estas nuevas cogniciones y los lazos que ellos establecen con los diversos contextos simbólicos que los atraviesan: los medios masivos y los mercados del juguete y el esparcimiento.

Pequeñas reflexiones finales: hacia una mirada de la infancia
como invención

Leer lo que no sabemos leer, lo que se hurta a
nuestros esquemas previos de comprensión,
lo que no está dicho en nuestra propia lengua.

M. Heidegger

A lo largo del presente artículo se ha analizado críticamente la concepción dominante acerca del juego y de la infancia, y cómo ésta puede habitar inadvertidamente las concepciones adultas si se instrumentaliza sin más una actividad como el jugar, que demanda una comprensión profunda que no quede sepultada por un afán de capturar significaciones que hablen de lo que se pretende instaurar en niños y niñas. Las dimensiones sociales, antropológicas y  culturales del juego también son constitutivas de los procesos de desarrollo en la infancia.

Luego se abordó la lógica posmoderna de asedio a la infancia a través de la producción planetaria de mercancías lúdicas, destinadas a homogeneizar las prácticas e imaginarios infantiles.
En el juego se materializa una existencia, la del niño, que sigue siendo inquietante para la vida adulta que, asustada, intenta colonizarlo, quizás sospechando que aunque someta al niño a castigos y penitencias, a éste le bastará con cerrar los ojos para hacer saltar al mundo impuesto en pedazos.

Un pensar responsable podría contraponer al asedio de la subjetividad infantil, una potencia crítica en defensa de un modo de existencia cada vez más frágil, escuchando aquello que se escabulle en el jugar hacia otros mundos, tan difíciles de atrapar en informes, ateneos y simposios de las disciplinas que se arrogan el “explicar a la infancia”: instaurar una mirada de la infancia en términos de invención. Abandonar la intención de evaluar o psicometrizar al juego quizás permita a los especialistas recordar sus propios juegos, y algo más lejano aún: su jugar.

Es preciso seguir construyendo “un saber sobre la infancia que aún nos trabaja interiormente” (Frigerio, 1999) para asumir que el juego es algo que acontece, no es un niño que juega para el adulto que lo observa, no se trata de establecer una lectura o interpretación más allá del juego sino en su territorio: una escena que no puede ser prevista o planificada, sino inesperada. 

En palabras del filósofo Deleuze: “es a fuerza de deslizarse que se pasará del otro lado, ya que el otro lado no es sino el sentido inverso. Y si no hay nada que ver detrás del telón, es que todo lo visible, o más bien, toda la ciencia posible, está a lo largo del telón, que basta con seguir lo bastante lejos y lo bastante estrechamente como para invertir lo derecho”.

El juego es una obra abierta de multiplicidad de sentidos, una geografía inquieta, “es la acción de un desvío, la oportunidad o la excusa para realizar un salto, una rotación hacia otra conexión de cada uno (...) para eso el otro en necesario” (Percia, 1991). El juego requiere del jugar, y es con el niño con quien se debe lograr -desde la propia infancia del adulto- que ese espacio advenga.


Referencias del punto I

(1) la pedagogización puede ser entendida como un proceso a través del cual los niños son constituidos en forma progresiva en objetos pedagógicos, sobre los que se ejercen acciones sistemáticas de inculcación de raciocinio y cultura, orientadas al desarrollo intelectual y social, enmarcadas en un principio dentro del sistema escolar y luego en otros contextos a los que pertenecen los niños. (ver en unidad 4 “Los lugares sociales de la infancia...”)
(2) Milstein, D.; Mendes, H. (1999)
(3) Ortega, R.; Lozano, T. Espacios de juego y desarrollo de la autonomía y la identidad en la educación infantil. Revista “Aula”, 1996
(4) Platón. Diálogos. Ed. Porrúa, México, 1991.
(5) Aristóteles. Política. Ed. Espasa Calpe, Buenos Aires, 1941.
(6) Arrupe, 2000, ob.cit.
(7) Para ver en detalle estas concepciones en la antigüedad y el renacimiento, consultar Marrou ,1976 y Gueventter, s/f.
(8) La escuela nueva fue una corriente de renovación pedagógica que durante las primeras décadas del siglo XX sostuvo el protagonismo del niño en el proceso educativo y la necesidad de modificar sustancialmente la metodología y didáctica vigentes. En un intento de diálogo con otras disciplinas abocadas  al estudio del niño, algunos autores consideran que la teoría psicogenética de Piaget constituye una fundamentación científica de esta escuela.
(9) Decroly, O. El juego educativo. Ed. Morata, Barcelona, 1998.
(10) Vidari, citado en Arrupe, 2000.
(11) Alvarado, 1996.
(12) Milstein, D.; Mendes, H., ob.cit.
(13) Huizinga, 1944, ob.cit.


Bibliografía consultada del punto I

Agamben, G. Infancia e historia. Adriana Hidalgo edit., Buenos Aires, 2001.
Arrupe, O. Lenguaje, juego y aprendizaje escolarizado. Ed. Dunken, Buenos Aires, 2000.
Alvarado, M.; Guido, H. Incluso los niños. Apuntes para  una estética de la infancia. Ed. La Marca, Buenos Aires, 1996.
Benjamin, W. Escritos. La literatura infantil, los niños y los jóvenes. Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1989.
Cossetini. L. Del juego al arte infantil. Eudeba, Buenos Aires,1962.
Filidoro, N. Psicopedagogía: conceptos y problemas. Ed. Biblos, Buenos Aires, 2002.
Gueventter, E. La educación en el humanismo renacentista. Ed. Huemul, Buenos Aires, s/f.
Huizinga, J. Homo ludens. El juego como elemento de la historia. Ed. Azar, Lisboa, 1944.
Lajonquiere, L. Infancia e ilusión (Psico)-Pedagógica. Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 2000.
Levy, E. “Posibles implicancias recíprocas entre psicología genética y clínica psicopedagógica”. En: Desarrollos y problemas en psicología genética. Eudeba, Buenos Aires, 2001.
Marrou, H. Historia de la educación en la Antigüedad. Eudeba, Buenos Aires, 1976.
Milstein, D.; Mendes, H. La escuela en el cuerpo. Miño y Dávila Eds., Buenos Aires, 1999.
Scheines, G. Juegos inocentes, juegos terribles.
Schmid-Kitsikis, E. Investigación clínica y psicología genética. Cuadernos del Centro de Estudios Psicopedagógicos, Buenos Aires, 1981.
Siquier de Ocampo, M. Las técnicas proyectivas y el proceso psicodiagnóstico. Edic. Nueva Visión, Buenos Aires, 1983.

Referencias del punto II

(1)   Un pormenorizado estudio de este fenómeno puede encontrarse en Foucault (1978).
(2)   Para ver el fenómeno de la Industria Cultural, consultar en la unidad 1 “Mutaciones en el escenario cultural contemporáneo...”
(3)   “¿Cómo llamar a niños y adolescentes víctimas del despojo material y simbólico? “Descartamos marginal porque su definición remite a un centro desde donde se señala y delimita la periferia; también exclusión, porque esta categoría desdibuja los lugares donde otros habitan y carga de una valor positivo inexcusable al territorio al que es necesario integrar; vulnerables, porque pone el acento en la debilidad del otro y nos coloca del lado de la fortaleza, del poder; menores, por su connotación penalizante; en riesgo, porque abre inevitablemente la pregunta: ¿en riesgo de qué y para quién?; desertores porque, no su carga militarizada, refiere a la falta individual a un deber; pobres, porque termina funcionando como una suerte de esencia totalizante a la que se encadenan otros significantes, todos asociados con la carencia; de la calle porque naturaliza la condición de vida de muchos niños y adolescentes” (Diker, 2006). Aquí caracterizamos a estas masas poblacionales como expulsados, puesto que “la pobreza define estados de desposesión material y cultural que no necesariamente atacan procesos de filiación y horizontes o imaginarios futuros (...) la idea de expulsión social refiere a la relación entre un estado de exclusión y lo que lo hizo posible (...) el resultado de una operación social (...) se trata de sujetos que han perdido su visibilidad en la vida pública” (Duschatzky y Corea, 2002). De la misma forma, la caracterización de exclusión aparece como equívoca, puesto que “se presenta más como un destino (contra el que hay que luchar) que como el resultado de una asimetría social de la que algunas personas sacarían partido en perjuicio de otras. (...) unos, mejor dotados de múltiples virtudes, han sabido aprovechar las oportunidades que otros, menos inteligentes o aquejados de desventajas (o vicios), dejaron escapar” (Boltanski y Chiapello, 2002). La exclusión borra el fenómeno de la explotación que tiene su epicentro en la relación empleador-empleado: los expulsados ni siquiera son explotados, ya que carecen de un trabajo estable que conlleve alguna relación de dependencia salarial (e incluso de cualquier tipo de trabajo, aún el de mano de obra barata o esclava)”. En: “Aprendizajes y políticas de expulsión social: implicancias en la clínica de niños y adolescentes”. Cerdá, L. y Equipo de cátedra (2004) Estrategias teóricas y clínicas de intervención en psicopedagogía. Buenos Aires, UNLZ.
(3)   Horkheimer, M.; Adorno, Th. (1994)
(4)   Vigotski, 1988, ob.cit.
(5)   Minzi (ob. cit.)
(6)   Minzi, (ob.cit)

Bibliografía consultada del punto II

Alonso, M., Matilla, L.; Vázquez, M. Teleniños públicos, teleniños privados. Edic. de la Torre, Madrid, 1995.
Barthes. R. Mitologías. Ed. Siglo XXI, México, 1980.
Foucault. M. Vigilar y Castigar. Ed. Siglo XXI, Madrid, 1978.
Horkheimer, M.; Adorno, Th. Dialéctica de la Ilustración. Ed. Trotta, Madrid, 1994.
Minzi, V. Mercado para la infancia o una infancia para el mercado. En: Carli, S. “Estudios sobre comunicación, educación y cultura”. Edic. La Crujía, Buenos Aires, 2003.
Nakache, D. La Psicología Educacional en el escenario cultural mediático. En: Chardón, M. (comp.) “Perspectivas e interrogantes en Psicología Educacional”. Eudeba, Buenos Aires, 2000.
Percia, M. Notas para pensar lo grupal. Lugar edit., Buenos Aires, 1991.
EL CREADOR LITERARIO Y EL FANTASEO (1907)
Sigmund FREUD

A nosotros, los legos, siempre nos intrigó poderosamente averiguar de dónde esa maravillosa
personalidad, el poeta, toma sus materiales -acaso en el sentido de la pregunta que aquel
cardenal dirigió a Ariosto-, y cómo logra conmovernos con ellos, provocar en nosotros unas
excitaciones de las que quizá ni siquiera nos creíamos capaces. Y no hará sino acrecentar
nuestro interés la circunstancia de que el poeta mismo, si le preguntamos, no nos dará noticia
alguna, o ella no será satisfactoria; aquel persistirá aun cuando sepamos que ni la mejor
intelección sobre las condiciones bajo las cuales él elige sus materiales, y sobre el arte con que
plasma a estos, nos ayudará en nada a convertirnos nosotros mismos en poetas.

¡Si al menos pudiéramos descubrir en nosotros o en nuestros pares una actividad de algún
modo afín al poetizar! Emprenderíamos su indagación con la esperanza de obtener un primer
esclarecimiento sobre el crear poético. Y en verdad, esa perspectiva existe; los propios poetas
gustan de reducir el abismo entre su rara condición y la naturaleza humana universal: harto a
menudo nos aseguran que en todo hombre se esconde un poeta, y que el último poeta sólo
desaparecerá con el último de los hombres.

¿No deberíamos buscar ya en el niño las primeras huellas del quehacer poético? La ocupación
preferida y más intensa del niño es el juego. Acaso tendríamos derecho a decir: todo niño que
juega se comporta como un poeta, pues se crea un mundo propio o, mejor dicho, inserta las
cosas de su mundo en un nuevo orden que le agrada. Además, sería injusto suponer que no
toma en serio ese mundo; al contrario, toma muy en serio su juego, emplea en él grandes
montos de afecto. Lo opuesto al juego no es la seriedad, sino... la realidad efectiva. El niño
diferencia muy bien de la realidad su mundo del juego, a pesar de toda su investidura afectiva; y
tiende a apuntalar sus objetos y situaciones imaginados en cosas palpables y visibles del
mundo real. Sólo ese apuntalamiento es el que diferencia aún su «jugar» del «fantasear».
Ahora bien, el poeta hace lo mismo que el niño que juega: crea un mundo de fantasía al que
toma muy en serio, vale decir, lo dota de grandes montos de afecto, al tiempo que lo separa
tajantemente de la realidad efectiva. Y el lenguaje ha recogido este parentesco entre juego
infantil y creación poética llamando «juegos» {«Spiel»} a las escenificaciones del poeta que
necesitan apuntalarse en objetos palpables y son susceptibles de figuración, a saber:
«Lustspiel» {«comedia»; literalmente, «juego de placer»}, «Trauerspiel» {«tragedia»; «juego de
duelo»}, y designando «Schauspieler» {«actor dramático»; «el que juega al espectáculo»} a
quien las figura. Ahora bien, de la irrealidad del mundo poético derivan muy importantes
consecuencias para la técnica artística, pues muchas cosas que de ser reales no depararían
goce pueden, empero, depararlo en el juego de la fantasía¡ y muchas excitaciones que en sí
mismas son en verdad penosas pueden convertirse en fuentes de placer para el auditorio y los
espectadores del poeta.

En virtud de otro nexo, nos demoraremos todavía un momento en esta oposición entre realidad
efectiva y juego. Cuando el niño ha crecido y dejado de jugar, tras décadas de empeño anímico
por tomar las realidades de la vida con la debida seriedad, puede caer un día en una
predisposición anímica que vuelva a cancelar la oposición entre juego y realidad. El adulto
puede acordarse de la gran seriedad con que otrora cultivó sus juegos infantiles y, poniéndolos
en un pie de igualdad con sus ocupaciones que se suponen serias arrojar la carga demasiado
pesada que le impone la vida y conquistarse la elevada ganancia de placer que le procura el
humor.

El adulto deja, pues, de jugar; aparentemente renuncia a la ganancia de placer que extraía del
juego. Pero quien conozca la vida anímica del hombre sabe que no hay cosa más difícil para él
que la renuncia a un placer que conoció. En verdad, no podemos renunciar a nada; sólo
permutamos una cosa por otra; lo que parece ser una renuncia es en realidad una formación de
sustituto o subrogado. Así, el adulto, cuando cesa de jugar, sólo resigna el apuntalamiento en
objetos reales; en vez de jugar, ahora fantasea. Construye castillos en el aire, crea lo que se
llama sueños diurnos. Opino que la mayoría de los seres humanos crean fantasías en ciertas
épocas de su vida. He ahí un hecho por largo tiempo descuidado y cuyo valor, por eso mismo,
no se apreció lo suficiente.

El fantasear de los hombres es menos fácil de observar que el jugar de los niños. El niño juega
solo o forma con otros niños un sistema psíquico cerrado a los fines del juego, pero así como
no juega para los adultos como si fueran su público, tampoco oculta de ellos su jugar. En
cambio, el adulto se avergüenza de sus fantasías y se esconde de los otros, las cría como a
sus intimidades más personales, por lo común preferiría confesar sus faltas a comunicar sus
fantasías. Por eso mismo puede creerse el único que forma tales fantasías, y ni sospechar la
universal difusión de parecidísimas creaciones en los demás. Esta diversa conducta del que
juega y el que fantasea halla su buen fundamento en los motivos de esas dos actividades, una
de las cuales es empero continuación de la otra.

El jugar del niño estaba dirigido por deseos, en verdad por un solo deseo que ayuda a su
educación; helo aquí: ser grande y adulto. juega siempre a «ser grande», imita en el juego lo que
le ha devenido familiar de la vida de los mayores. Ahora bien, no hay razón alguna para
esconder ese deseo. Diverso es el caso del adulto; por una parte, este sabe lo que de él
esperan: que ya no juegue ni fantasee, sino que actúe en el mundo real; por la otra, entre los
deseos productores de sus fantasías hay muchos que se ve precisado a esconder; entonces
su fantasear lo avergüenza por infantil y por no permitido.

Preguntarán ustedes de dónde se tiene una información tan exacta sobre el fantasear de los
hombres, si ellos lo rodean de tanto misterio. Pues bien; hay un género de hombres a quienes
no por cierto un dios, sino una severa diosa -la Necesidad-, ha impartido la orden de decir sus
penas y alegrías. Son los neuróticos, que se ven forzados a confesar al médico, de quien esperan 
su curación por tratamiento psíquico, también sus fantasías; de esta fuente proviene nuestro mejor conocimiento, y luego hemos llegado a la bien fundada conjetura de que nuestros enfermos no nos comunican sino lo que también podríamos averiguar en las personas
sanas.

Procedamos a tomar conocimiento de algunos de los caracteres del fantasear. Es lícito decir
que el dichoso nunca fantasea; sólo lo hace el insatisfecho. Deseos insatisfechos son las
fuerzas pulsionales de las fantasías, y cada fantasía singular es un cumplimiento de deseo, una
rectificación de la insatisfactoria realidad. Los deseos pulsionantes difieren según sexo, carácter
y circunstancias de vida de la personalidad que fantasea; pero con facilidad se dejan agrupar
siguiendo dos orientaciones rectoras. Son deseos ambiciosos, que sirven a la exaltación de la
personalidad, o son deseos eróticos. En la mujer joven predominan casi exclusivamente los
eróticos, pues su ambición acaba, en general, en el querer-alcanzar amoroso; en el hombre
joven, junto a los deseos eróticos cobran urgencia los egoístas y de ambición. Sin embargo, no
queremos destacar la oposición entre ambas orientaciones, sino más bien su frecuente
reunión; así como en muchos retablos puede verse en un rincón la imagen del donador, en la
mayoría de las fantasías egoístas se descubre en un rinconcito a la dama para la cual el
fantaseador lleva a cabo todas esas hazañas, y a cuyos pies él pone todos sus logros. Ya ven
ustedes: hay aquí hartos y poderosos motivos de ocultación; es que a la mujer bien educada
sólo se le admite un mínimo de apetencia erótica, y el hombre joven debe aprender a sofocar la
desmesura en su sentimiento de sí, en que lo malcriaron en su niñez, a fin de insertarse en una
sociedad donde sobreabundan los individuos con parecidas pretensiones.

Guardémonos de imaginar rígidos e inmutables los productos de esta actividad fantaseadora:
las fantasías singulares, castillos en el aire o sueños diurnos. Más bien se adecuan a las
cambiantes impresiones vitales, se alteran a cada variación de las condiciones de vida, reciben
de cada nueva impresión eficaz una «marca temporal», según se la llama. El nexo de la
fantasía con el tiempo es harto sustantivo. Es lícito decir: una fantasía oscila en cierto modo
entre tres tiempos, tres momentos temporales de nuestro representar. El trabajo anímico se
anuda a una impresión actual, a una ocasión del presente que fue capaz de despertar los
grandes deseos de la persona; desde ahí se remonta al recuerdo de una vivencia anterior,
infantil las más de las veces, en que aquel deseo se cumplía, y entonces crea una situación
referida al futuro, que se figura como el cumplimiento de ese deseo, justamente el sueño diurno
o la fantasía, en que van impresas las huellas de su origen en la ocasión y en el recuerdo. Vale
decir, pasado, presente y futuro son como las cuentas de un collar engarzado por el deseo.

El ejemplo más trivial puede servir para ilustrarles mi tesis. Supongan el caso de un joven pobre
y huérfano, a quien le han dado la dirección de un empleador que acaso lo contrate. Por el
camino quizá se abandone a un sueño diurno, nacido acorde con su situación. El contenido de
esa fantasía puede ser que allí es recibido, le cae en gracia a su nuevo jefe, se vuelve
indispensable para el negocio, lo aceptan en la familia del dueño, se casa con su encantadora
hijita y luego dirige el negocio, primero como copropietario y más tarde como heredero. Con ello
el soñante se ha sustituido lo que poseía en la dichosa niñez: la casa protectora, los amantes
padres y los primeros objetos de su inclinación tierna. En este ejemplo ustedes ven cómo el
deseo aprovecha una ocasión del presente para proyectarse un cuadro del futuro siguiendo el
modelo del pasado.

Aún habría mucho que decir sobre las fantasías; me limitaré a las más escuetas indicaciones.
El hecho de que las fantasías proliferen y se vuelvan hiperpotentes crea las condiciones para la
caída en una neurosis o una psicosis; además, las fantasías son los estadios previos más
inmediatos de los síntomas patológicos de que nuestros enfermos se quejan. En este punto se
abre una ancha rama lateral hacia la patología.

No puedo omitir el nexo de las fantasías con el sueño. Tampoco nuestros sueños nocturnos
son otra cosa que unas tales fantasías, como podemos ponerlo en evidencia mediante su
interpretación. El lenguaje, con su insuperable sabiduría, hace tiempo que ha
decidido el problema de la esencia de los sueños {Traum} llamando también «sueños diurnos»
{«Tagtraum»} a los castillos en el aire de los fantaseadores. Si a pesar de esa indicación el
sentido de nuestros sueños nos parece la mayoría de las veces oscuro, ello es debido a una
sola circunstancia: que por la noche se ponen en movimiento en nuestro interior también unos
deseos de los que tenemos que avergonzarnos y debemos ocultar, y que por eso mismo fueron
reprimidos, empujados a lo inconciente. Ahora bien, a tales deseos reprimidos y sus retoños no
se les puede consentir otra expresión que una gravemente desfigurada. Después que el trabajo
científico logró esclarecer la desfiguración onírica, ya no fue difícil discernir que los sueños
nocturnos son unos cumplimientos de deseo como los diurnos, esas fantasías familiares a
todos nosotros.

Hasta aquí las fantasías. Pasemos ahora al poeta. ¿Estamos realmente autorizados a
comparar al poeta con el «soñante a pleno día», y a sus creaciones con unos sueños diurnos?
Es que se nos impone una primera diferencia; prescindamos de los poetas que recogen
materiales ya listos, como los épicos y trágicos antiguos, y consideremos a los que parecen -
crearlos libremente. Detengámonos, pues, en estos últimos, pero sin buscar, con miras a
aquella comparación, a los poetas más estimados por la crítica, sino a los menos pretenciosos
narradores de novelas, novelas breves y cuentos, que en cambio son quienes encuentran
lectores y lectoras más numerosos y ávidos. Sobre todo, un rasgo no puede menos que
resultarnos llamativo en las creaciones de estos narradores; todos ellos tienen un héroe situado
en el centro del interés y para quien el poeta procura por todos los medios ganar nuestra
simpatía; parece protegerlo, se diría, con una particular providencia. Si al terminar el capítulo de
una novela he dejado al héroe desmayado, sangrante de graves heridas, estoy seguro de
encontrarlo, al comienzo del siguiente, objeto de los mayores cuidados y en vías de
restablecimiento; y sí el primer tomo terminó con el naufragio, en medio de la tormenta, del
barco en que se hallaba nuestro héroe, estoy seguro de leer, al comienzo del segundo tomo,
sobre su maravilloso rescate, sin el cual la novela no habría podido continuar. El sentimiento de
seguridad con el que yo acompaño al héroe a través de sus azarosas peripecias es el mismo
con el que un héroe real se arroja al agua para rescatar a alguien que se ahoga, o se expone al
fuego enemigo para tomar por asalto una batería; es ese genuino sentimiento heroico al que uno
de nuestros mejores poetas ofrendó esta preciosa expresión: «Eso nunca puede sucederte a ti»
(Anzengruber).  Pero yo opino que en esa marca reveladora que es la invulnerabilidad se discierne 
sin trabajo... a Su Majestad el Yo, el héroe de todos los sueños diurnos así como de todas las novelas.

Otros rasgos típicos de estas narraciones egocéntricas apuntan también a idéntico parentesco.
Si todas las mujeres de la novela se enamoran siempre del héroe, difícilmente se lo pueda
concebir como una pintura de la realidad; sí se lo comprende, en cambio, como un patrimonio
necesario del sueño diurno. Lo mismo cuando las otras personas de la novela se dividen
tajantemente en buenas y malas, renunciando a la riqueza de matices que se observa en los
caracteres humanos reales; los «buenos» son justamente los auxiliadores del yo devenido en el
héroe, y los «malos», sus enemigos y rivales.

En modo alguno desconocemos que muchísimas creaciones poéticas se mantienen
distanciadas del arquetipo del sueño diurno ingenuo, pero tampoco sofocaré yo la conjetura de
que aun las desviaciones más extremas pueden ligarse con ese modelo por medio de una serie
de transiciones continuas. También en muchas de las denominadas «novelas psicológicas»
atrajo mi atención que sólo describan desde adentro a una persona, otra vez el héroe; en su
alma se afinca el poeta, por así decir, y mira desde afuera a las otras personas. La novela
psicológica en su conjunto debe sin duda su especificidad a la inclinación del poeta moderno a
escindir su yo, por observación de sí, en yoes-parciales, y a personificar luego en varios héroes
las corrientes que entran en conflicto en su propia vida anímica. En particularísima oposición al
tipo del sueño diurno parecen encontrarse las novelas que podrían designarse «ex-céntricas»
en que la persona introducida como héroe desempeña el mínimo papel activo, y más bien ve
pasar, como un espectador, las hazañas y penas de los otros. De esa índole son varias de las
últimas novelas de Zola. Empero, debo señalar que el análisis psicológico de individuos no
poetas, desviados en muchos aspectos de lo que se llama normal, nos ha anoticiado de unas
variaciones análogas en sueños diurnos en que el yo se limita al papel de espectador.

Para que posea algún valor nuestra equiparación del poeta con el que tiene sueños diurnos, y
de la creación poética con el sueño diurno mismo, es preciso ante todo que muestre su
fecundidad de cualquier manera. Intentemos, por ejemplo, aplicar a las obras del poeta nuestra
tesis ya enunciada sobre la referencia de la fantasía a los tres tiempos y al deseo que los
engarza, y procuremos estudiar también con su ayuda los nexos entre la vida del poeta y sus
creaciones. En general, no se ha sabido con qué representaciones-expectativa era menester
abordar este problema; a menudo ese nexo se imaginó demasiado simple, Desde la intelección
obtenida para las fantasías, nosotros deberíamos esperar el siguiente estado de cosas: una
intensa vivencia actual despierta en el poeta el recuerdo de una. anterior, las más de las veces
una perteneciente a su niñez, desde la cual arranca entonces el deseo que se procura su
cumplimiento en la creación poética; y en esta última se pueden discernir elementos tanto de la
ocasión fresca como del recuerdo antiguo.

Que no les arredre la complicación de esta fórmula; conjeturo que en la realidad probará ser un
esquema harto mezquino, que, sin embargo, puede contener una primera aproximación al
estado real de cosas. Y según ciertos ensayos que he emprendido, estoy por pensar que ese
abordaje de las producciones poéticas no ha de resultar infecundo. No olviden ustedes que la
insistencia, acaso sorprendente, sobre el recuerdo infantil en la vida del poeta deriva en última
instancia de la premisa según la cual la creación poética, como el sueño diurno, es continuación
y sustituto de los antiguos juegos del niño.

No olvidemos reconsiderar la clase de poemas en que nos vimos precisados a no ver unas
creaciones libres, sino elaboraciones de un material consabido y ya listo. También aquí el poeta
tiene permitido exteriorizar cierta autonomía, que se expresa en la elección del material y en las
variantes, a menudo muy considerables, que le imprime. Pero en la medida en que los
materiales mismos están dados, provienen del tesoro popular de mitos, sagas y cuentos
tradicionales. Ahora bien, la indagación de estas formaciones de la psicología de los pueblos en
modo alguno ha concluido, pero, por ejemplo respecto de los mitos, es muy probable que
respondan a los desfigurados relictos de unas fantasías de deseo de naciones enteras, a los
sueños seculares de la humanidad joven.

Dirán ustedes que les he referido mucho más sobre las fantasías que sobre el poeta, al que
empero puse en primer término en el título de mi conferencia. Lo sé, e intentaré justificarlo por
referencia al estado actual de nuestro conocimiento. Sólo pude aportarles unas incitaciones y
exhortaciones que desde el estudio de las fantasías desbordan sobre el problema de la elección
poética de los materiales. El otro problema, a saber, con qué recursos el poeta nos provoca los
afectos que recibimos de sus creaciones, ni siquiera lo hemos rozado aún. Todavía me gustaría
mostrarles, al menos, el camino que lleva desde nuestras elucidaciones sobre las fantasías a
los problemas de los efectos poéticos.

Como ustedes recuerdan, dijimos que el soñante diurno pone el mayor cuidado en ocultar sus
fantasías de los demás porque registra motivos para avergonzarse de ellas. Ahora agrego que,
aunque nos las comunicara, no podría depararnos placer alguno mediante esa revelación. Tales
fantasías, si nos enteráramos de ellas, nos escandalizarían, o al menos nos dejarían fríos. En
cambio, si el poeta juega sus juegos ante nosotros como su público, o nos refiere lo que nos
inclinamos a declarar sus personales sueños diurnos, sentimos un elevado placer, que
probablemente tenga tributarios de varias fuentes. Cómo lo consigue, he ahí su más genuino
secreto; en la técnica para superar aquel escándalo, que sin duda tiene que ver con las barreras
que se levantan entre cada yo singular y los otros, reside la auténtica ars poetica. Podemos
colegir en esa técnica dos clases de recursos: El poeta atempera el carácter del sueño diurno
egoísta mediante variaciones y encubrimientos, y nos soborna por medio de una ganancia de
placer puramente formal, es decir, estética, que él nos brinda en la figuración de sus fantasías.

A esa ganancia de placer que se nos ofrece para posibilitar con ella el desprendimiento de un
placer mayor, proveniente de fuentes psíquicas situadas a mayor profundidad, la llamamos
prima de incentivación o placer previo. Opino que todo placer estético que el poeta nos procura 
conlleva el carácter de ese placer previo, y que el goce genuino de la obra poética proviene de la 
liberación de tensiones en el interior de nuestra alma. Acaso contribuya en no menor medida a este 
resultado que el poeta nos habilite para gozar en lo sucesivo, sin remordimiento ni vergüenza algunos, 
de nuestras propias fantasías. Aquí estaríamos a las puertas de nuevas, interesantes y complejas indagaciones, pero, al menos por esta vez, hemos llegado al término de nuestra elucidación.